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Todos los niños son de derecha

Me lo contaron, primero, como un chiste. Mientras nos agarrábamos a piedrazos en una plaza del Manzanal, un niño gritó: “Ce hache i: CHI / ele e: LE / Chi chi chi, le le le, viva Chile y Pinochet”.

Después de ese niño, pasaron varios años sin que nadie me lo contara.

Llegado el momento, me lo contaron con confusión y mediante el silencio. Mis papás, me acuerdo, pensaban distinto entre ellos.

Años después, me lo contó mi madre, llena de arrepentimiento, en una sobremesa: “era lo que salía en la tele. Yo no sabía”, me dijo. “Pensaba que creerles estaba bien”.

Mi papá no me lo contó nunca. Lo más lejos que llegó, fue cuando me dijo que mi abuela salía a pegar cacerolazos de noche con sus vecinas. Lo que le contaron a él es que había que ser discreto.

Me contaron lo más tristemente obvio: que podían llevarte a una comisaría y no volver nunca.

Mi abuela Carmen me contó que escondía a personas en su casa, en el campo.

Me contó que unos temporeros pasaron varios días escondidos y saltones. Que los fueron a buscar. Que mi abuelo abrió la puerta a los pacos y les dijo que no había visto a nadie. Me contó que ellos sentían cierto tipo de admiración y respeto por su palabra, así que le creyeron. Ahora pienso que pudo habérselo inventado. Mi abuela lo amaba y también sentía cierto tipo de admiración y respeto por él.

Me contaron que en el campo eran más flexibles y livianos que en la ciudad. “¿Te sorprende? Es que allá la gente es distinta”, me dijo una vez un amigo, el Cabezón.

Tomando té con mi abuela Carmen, ella me contó que había conocido a una señora en ese entonces. Estaba casada y tenía dos hijos. El menor estudiaba Medicina y le gustaba la política. “Estaba metido en política”, creo que dijo. El mayor trabajaba con su papá en el campo y era, me contó, tranquilo.

Me contó que un día tomaron detenido al menor y, al preguntar por él, le dijeron que estaba en una comisaría en un pueblo cercano.

Me contó que la señora, su marido y su hermano barrieron todas las comisarías de la región y nunca lo encontraron.

Me contó que la señora andaba con un pañuelo de seda en la cartera siempre. Que repetía “acá voy a meter los huesitos de mi hijo cuando me los pasen”.

Me contó que nunca se los entregaron.

Me gustaría que mi abuela me lo contara todo de nuevo, pero tiene fracturada la memoria.

Me contaron más cosas que ocurrían fuera que dentro de la familia.

Me contaron que una casa enorme, que estuvo botada en la Carretera del Cobre, había sido de Carlos Pérez Castro, un médico de la CNI. Que había torturado y que emitía informes médicos que hablaban de la buena salud que gozaban las personas presas.

Me contaron que su castigo fue la suspensión momentánea de su licencia de médico.

Me contaron que salió a comer con su esposa a principios de los 90. Cuando volvieron a la casa, un hombre los esperaba en la puerta y los acribilló.

Mi mamá me contó que esa pareja tenía tres hijos. Que los ubicaba de vista. “Nunca más supe de ellos”, me dijo. “Se fueron no más. Nadie los volvió a ver”.

Me contaron que los exfrentistas le echaron la culpa a los exCNI, y viceversa. Que a los primeros se les acusaba de haber matado al médico por su vínculo con la Central. Que a los segundos los acusaban de matar al médico porque guardaba demasiada información.

Aún necesitaba que me contaran cosas cuando Pinochet murió. Ese día estaba en mi paseo de curso de séptimo básico. Yo era un niño regordete que jugaba a la pelota en la arena y comía ansioso los fideos con atún que los apoderados pusieron sobre la mesa.

Me acuerdo que mi profesora jefe prendió la tele de la cabaña de la playa y en todos los canales decían que se iba a morir. Que le quedaba la pe. La gente celebraba en la calle. Una compañera, Francisca, de quien estaba —o creía estar— perdidamente enamorado, rompió a llorar.

Nos contó a todos los que estábamos en la cabaña que él era su viejito. “Profe, se está muriendo mi viejito”, repetía, hipando.

Me acuerdo que una vez vi a su mamá poniéndose unos guantes blancos para manejar. En mi cabeza ese gesto y la afición por un dictador tenían sentido.

Me contaron, en mi breve paso por un colegio de curas, que el ejemplo perfecto de atentado terrorista era lo que le habían hecho a Pinochet en El Melocotón.

Me contó un compañero, en ese mismo colegio, que había que matar a todas las personas que fuese necesario para salvar a un país. Debíamos haber tenido unos trece años.

Me acuerdo que por esa época me puse a googlear cosas. Una de mis búsquedas fue Jaime Guzmán. En alguna parte leí que había entrado a la universidad a los catorce años. “Parece que era muy inteligente”, le conté a mi papá. Algo incómodo, me lo concedió. “Sí, era muy inteligente”.

Mi papá me contó, unos diez años después, que cuando le dije eso pensó que estaba criando a un niño de derecha.

Le conté una teoría que tenía. Le dije “todos los niños son de derecha, papá”. Él se rio.

Él me contó que, la verdad, sí había conocido a alguien. Un tipo que era ingeniero eléctrico de la Usach. Me lo dijo como si un aura de respeto rodeara al protagonista de esa historia.

Me contó que ese ingeniero daba talleres para arreglar circuitos eléctricos a personas que no tenían plata, y así aprender un oficio que les sustentara. Que era los sábados en la mañana y que esa fue su manera de colaborar con el mundo durante años.

Me contó que, en realidad, estaba afiliado al Frente y enseñaba a todas esas personas a usar armas.

No me terminó de contar, o nunca terminé de entender, qué relación había tenido con él.

Nos contamos esas cosas en el Bahía Swing, una schopería donde ponen metal al frente del mall de Rancagua. Por fuera está pintado de rojo. Por dentro es oscuro y tiene un pasillo largo, de tablas, que termina en un wurlitzer.

Mi amigo Carlos me contó que en el Bahía Swing se había fundado el Partido Comunista de Chile.

La última la contó una placa. Volví al Bahía, ya adulto, y vi el rectángulo de metal. Está en la fachada, sobre un logo de Escudo pintado. Se leía que en 1922 el Partido Obrero Socialista había pasado a llamarse Partido Comunista de Chile en ese edificio.

“¿Recabarren habrá comido Pompadour en su paso por Rancagua?”, nos preguntamos Carlos y yo.