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La consagración de Janet Toro 

La obra de la artista, perteneciente a la generación posterior a la Escena de Avanzada, había sido invisibilizada hasta que en 2017 la exposición colectiva internacional Radical Women la sacó a la luz. Hoy, tras 40 años de trayectoria, Toro realiza su primera retrospectiva en Chile, en el Museo Nacional de Bellas Artes hasta el 7 de septiembre. En esta entrevista, habla de sus primeras acciones de arte en plena dictadura como parte de la Agrupación de Plásticos Jóvenes, de sus años en Alemania y de la convicción que la impulsa a diario: “el arte crea y transforma la realidad”, sostiene.   

Por Denisse Espinoza A.

Era 2016 y las curadoras Cecilia Fajardo-Hill y Andrea Giunta estaban a punto de cerrar su extensa investigación sobre artistas mujeres latinoamericanas hasta que les llegó la alerta de una omisión importante. “Fue la artista guatemalteca Regina Galindo quien me preguntó si estábamos considerando la obra de la chilena Janet Toro (1963) y no, no lo estábamos haciendo”, recuerda Fajardo-Hill. “Desde que vimos sus primeras obras estuvimos convencidas de que era imposible excluirla. Habíamos investigado mucho en Chile, y ya teníamos en lista a varias artistas chilenas reconocidas, nos llamó la atención que no hubiese surgido antes el nombre de Janet desde los museos chilenos, sino que vino de Centroamérica y eso es sintomático con lo que ha pasado en general con ella. Su obra no ha estado lo suficiente en el imaginario de la historia del arte en Chile”, sostiene la curadora venezolana-británica, quien en 2017 inauguró en el Hammer Museum de Los Ángeles Radical Women: Latin American Art, 1960-1985, la exhibición que reunió a más de 100 artistas latinoamericanas y visibilizó sus trascendentales contribuciones al arte político de la región.

La muestra, que además dio vida a un libro con el mismo nombre, puso definitivamente en el mapa mundial la obra de la chilena, quien por estos días se consagra en el país con Janet Toro: intimidad radical. Desbordamientos y gestos, una antología curada por la propia Fajardo-Hill, y que reúne por primera vez en el Museo Nacional de Bellas Artes 40 años de sus performances e instalaciones (de 1985 a 2025). “Reivindicar mi trabajo en el museo más importante de Chile es una consagración. Esperemos que de aquí le salgan alas y pueda llegar a otros lugares del país”, comenta la artista.

Ya en 2023, en el contexto de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, el Museo de Arte Contemporáneo le dedicó una muestra —curada por Joselyne Contreras— que reunía dos de sus obras fundamentales de los años 90: La sangre, el río y el cuerpo (1990), una performance donde la artista caminaba desnuda sobre un lienzo blanco cubierto de sangre, extendido a orillas del río Mapocho; y El cuerpo de la memoria (1999), en la que Toro realizó 90 acciones de arte, muchas frente a distintos sitios de tortura como Londres 38, José Domingo Cañas y el Estadio Chile.

En la actual retrospectiva, se presentan nuevamente estas dos obras además de otra veintena de acciones e instalaciones a través de registros en video, fotografías, esculturas y objetos originales. Se incluyen también pinturas y dibujos hechos con su propio pelo. “Tengo alma de archivera y he guardado todo el material de mis obras por años. Imagínate que aquí estoy exhibiendo solo un 25% de todo mi trabajo”, dice Janet, mientras camina por una de las salas del ala sur del primer piso del museo.

Janet Toro Benavides creció en Santiago, entre dos poblaciones de Estación Central, en una familia de tradición ferroviaria, aunque con ciertas inclinaciones al arte. “Mi abuelo paterno era pintor costumbrista y también diseñaba y pintaba todos los carteles de los ferrocarriles del Estado, que antiguamente se hacían a mano. Mi padre también era un excelente dibujante y amaba la pintura, éramos una familia modesta, humilde, pero cada vez que se podía se compraban libros de arte, gracias a los que conocí a los grandes artistas europeos clásicos y también la obra de Frida Kahlo o Rufino Tamayo”, cuenta la artista. Pese a eso, su primera opción de estudio antes que la pintura fue la danza. “Desde muy niña me gustaba la danza y el ballet, bailaba en puntillas sin zapatillas porque no tenía, pasaba todo el día bailando y haciendo mis coreografías. De adolescente intenté ingresar a la escuela de danza, pero me dijeron que era muy vieja. Claro, la concepción antigua era empezar a los cinco años, entonces volqué mi interés en la pintura”, agrega.

Ya dentro de la Escuela de Arte de la Universidad de Chile, Toro se interesó en el grabado, pero pronto la práctica le quedó estrecha. “Me parecía incongruente estar encerrada haciendo pequeños grabados y dibujos cuando afuera estaban matando personas. Entonces me empecé a bloquear, no podía dibujar, nada me salía. Me di cuenta de que no era lo mío. De pronto me miré y me dije: tengo mi cuerpo, y empecé a expresarme a través de él, sentía que era urgente”.

Así fue que entre 1985 y 1987 Janet Toro se hizo parte de la Agrupación de Plásticos Jóvenes (APJ), con quienes realizó acciones de arte callejeras, talleres populares de arte, murales e intervenciones gráficas de resistencia a la dictadura cívico-militar. El grupo funcionaba como la Brigada Ramona Parra, pero su lenguaje también bebía del arte pop y el punk.

¿Qué fue lo más interesante de participar en la APJ?

—Para mí fue el modo de participación y quienes lo integraban. La APJ era una organización, yo diría que anárquica, no había ninguna estructura jerárquica que nos dominara, todas y todos hacíamos de todo, nadie tenía un puesto, un rol principal, no había un presidente, un director, nada, todos éramos iguales. Y a esa agrupación acudieron artistas, poetas, gráficos, estudiantes, académicos, pobladores, pobladoras, o sea, era una mezcla impresionante. Por la APJ pasaron aproximadamente 900 personas en un lapso de 10 años, a veces éramos un grupo de 20, a veces éramos 30 o más. Hacíamos todo tipo de obras, incluso escenografías para diversos sindicatos y organizaciones. Hacíamos acciones en la calle, panfletos, objetos, una variedad tremenda de trabajos, y la verdad es que se conoce poco, lamentablemente. Mantengo contacto con varios de ellos, con Cucho Márquez, con Claudia Winther, con Nabilio Pérez, los he invitado a mis exposiciones, a veces ellos me invitan a otras cosas. Esa fue la experiencia grupal más bella que he tenido en mi vida, donde realmente había una horizontalidad, una manera de cooperar entre todos y todas, una forma linda de convivir.

Registro de la primera performance Dos preguntas (1986) en el Paseo Ahumada.

Sin embargo, cuando vemos tus performances, incluso la primera Dos preguntas, junto a APJ, que fue incluida en Radical Women, se ve una relación muy evidente con lo que hacía el grupo CADA y la llamada Escena de Avanzada en esos mismos años. ¿Fuiste influenciada por estos artistas?

—La verdad es que no, yo diría más bien que había un rechazo de gran parte de los integrantes de la APJ hacia el grupo CADA, porque lo consideraban un grupo burgués. En mi caso, conocí sus obras muy tardíamente y debo decir que sí me interesó su trabajo y lo valoro, y que sí, de una u otra forma creo que hubo cierta influencia, pero yo nunca vi una performance de ellos. Como no era parte de esos grupos no me enteraba y además yo era más chica que ellos, tampoco teníamos los medios de hoy en día para enterarnos. Además, como decía, en la APJ se consideraba a estos artistas demasiado institucionales, eran personas que venían de familias adineradas, en cambio nosotros proveníamos de familias más vulneradas, de escasos recursos, por lo tanto, había una mirada mucho más directa y comprometida con la situación política. Ellos eran más teóricos, metidos en el conceptualismo, y nosotros éramos más guerrilleros, más de la calle.

Llama la atención que tras todos estos años aún no se conozca tanto tu trabajo y el de APJ considerando que a nivel nacional e internacional el arte más reconocido es justamente el de los artistas del CADA, Diamela Eltit, Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld y de la Escena de Avanzada. ¿Crees que se les ha invisibilizado?

—Sí, totalmente, y ahí entramos a un gran tema que es el del poder de la intelectualidad burguesa de izquierda. La Escena de Avanzada dejó afuera a muchas otras organizaciones que hacían arte político en esa época, a nosotros, a los Ángeles Negros, a Mujeres por la Vida, en fin. Se hizo un canon en un momento en que no había que hacerlo.

¿Cómo fue ser estudiante y adolescente en los años 80?

—Para mí fue muy triste, estábamos en una dictadura militar. Mi madre era la contadora de la Confederación Nacional Campesino Libertad, que fue destrozada por la dictadura. Quedó cesante y luego se enfermó de un cáncer terminal a los 36 años, murió a los 42. Fue una época espantosa, muy dolorosa. Yo era la única mujer de cuatro hermanos y era quien la acompañaba a las quimioterapias, fue una época muy triste. Estudiar en la universidad también fue difícil, era una universidad que estaba intervenida y tuve profesores muy patriarcales, que me maltrataron, lo que era algo totalmente normalizado. Imagínate que había un profesor de estética que en las clases les decía a mis compañeras “¿Qué hacen aquí, mujeres? Váyanse a la cocina. Están perdiendo su tiempo. Ustedes no tienen que estudiar arte”. Y nosotras que éramos chicas, no sabíamos a quién acudir, dónde dirigirnos.

Dentro de ese contexto, ¿cómo nace la idea de hacer performance? ¿Cuáles fueron tus referentes?

—De chica hacía cosas muy extremas, como de juego, no me daba cuenta. Tenía cinco años y me ponía agujas entre los dientes, me ponía chicles alrededor del cuello y luego no me los podía sacar, me tomé un frasco de Valium y me tuvieron que llevar a la posta, hacía cosas muy locas. Desde chica sentía ese llamado de llevar al extremo los límites. Y creo que eso fue algo que reapareció a fines de los 80 como una aproximación artística. Pero como te decía antes, yo nunca vi una performance ni del grupo CADA ni de Elías Adasme ni de nadie. La primera vez que vi una performance fue en un recorte y fue de la francesa Gina Pane. Y la segunda vez fue cuando Francisco Brugnoli, exdirector del MAC, me mostró un libro de Joseph Beuys. Me quedé impactada, me fascinó, dije: esto es lo que yo quiero hacer.

¿Cómo atravesaste el regreso a la democracia en los 90 como artista y también a nivel personal?

—Fui muy crítica de esas elecciones en ese momento, no participé porque no creía en lo que estaba pasando, mucha gente de la APJ tampoco. No se podía transar con una dictadura y eso fue exactamente lo que hicieron. Fui una decepcionada del proceso político y aún lo sigo siendo, se han hecho concesiones que son imposibles para mí. Seguimos viviendo en una democracia tutelada, con una constitución creada en dictadura. Seguimos viviendo bajo un neoliberalismo nefasto, se siguen violando los derechos humanos, y las violaciones de aquella época siguen en total impunidad. Mi tío Enrique Toro Romero es uno de los detenidos desaparecidos en la Operación Colombo, que se conoce como el caso de los 119, y hasta el día de hoy no sabemos qué pasó con él. Me hubiese gustado que se hubiese sido más radical en el sentido de no transar con una dictadura responsable de miles de asesinatos, torturas, desapariciones y exilios. Y, artísticamente, para mí fue impactante, porque llegó la democracia y desapareció la APJ, hubo ahí un efecto, una especie de doble golpe, que yo también sufrí. Fue ese mismo año que realicé la performance La sangre, el río y el cuerpo, donde aludo por primera vez al tema de la tortura, que no aparece en ningún informe sino hasta 2003. Y luego de eso, se produjo un vacío en mí, un sentimiento de engaño, de mucha injusticia que por mucho tiempo me paralizó.

Eso hasta que, en 1999, realizas una de tus performances más importantes: El cuerpo de la memoria, que exhibiste en la II Bienal de Arte Joven. ¿Cómo fue hacer esta obra?

—Esa obra surge justamente de constatar la situación política que vive el país, una situación de impunidad, una situación donde la tortura no ha sido considerada, aún no se elaboraba el Informe Valech. Entonces, durante más de seis meses estuve investigando sobre la tortura, entrevistando a torturadas y torturados, hasta que llegué a definir 62 tipos de torturas que se usaron sistemáticamente en Chile y en América Latina durante las dictaduras. El trabajo consistía en llevar mi cuerpo al límite, no someterme a la tortura tal cual, pero sí aludir a ella, a ese límite. Fue un trabajo muy intenso que duró casi dos meses, de lunes a lunes, donde yo intervenía el museo y lugares donde hubo prisión política y tortura.

¿Cómo haces para volcar toda esa investigación en una estética, en un objeto o acción artística?

—Me gusta mucho conectarme con los materiales, detectar cuáles son los necesarios para contener un trabajo tan fuerte. Siempre uso materiales de bajo costo, materiales sencillos que también se remiten a mi situación económica, que en esos momentos era bastante precaria. Entonces siempre trabajé con lo que tenía a mano y además con lo que cualquier persona puede tener en su casa. Cualquiera tiene un género, papel, piedras, tierra, harina. También con el tiempo desarrollé una conciencia ecológica y política en términos de siempre reciclar, reutilizar, no ser tentada por el derroche y el consumismo. En el Cuerpo de la memoria, por ejemplo, usé harina que simboliza a un pan disgregado, un pan que ya dejó de ser, es como el pan negado. Cuando voy a la fábrica a buscar la harina y la llevo al museo, la descontextualizo, la saco de su funcionamiento normal y la convierto en otra cosa. Para mí simboliza el cuerpo colectivo. También para esas acciones usé el lienzo que ocupé en La sangre, el río y el cuerpo en el año 90, que guardé durante nueve años y lo volví a utilizar, pero de forma fragmentada: lo anudo, lo destruyo, lo deshilacho durante meses. Ahí está la memoria, la memoria de ese dolor, de ese desangramiento del país. Es muy significativo. También utilicé los alambres con los que colgué esos lienzos para simular un ahorcamiento. Ocupé tiza, con la que fui haciendo escritos a través de la ciudad de Santiago, marcando los lugares de tortura, porque había muchos lugares que no eran conocidos, que los habían borrado o cambiado de número, para que no pudiésemos encontrarlos. Así los hice visibles.

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A inicios del 2000, la artista se empareja y se muda a Alemania, donde pasa los siguientes 14 años elaborando nuevas obras. Este cambio de continente marcó una nueva etapa en su trabajo, que la hizo explorar temas como el feminismo, la migración y la ceguera social en Europa. Allí, desnudó las realidades ocultas de la violencia contra la mujer, la discriminación hacia otras creencias y la desconexión afectiva entre los seres humanos y con el planeta. Así se evidencia en su instalación Aislamiento (2006), donde durante dos meses vivió con todos los objetos de su casa envueltos en plástico como una forma de hablar tanto de ecología como de existencialismo.

Registro de performance El despojo (2019) con ex pobladoras en Villa San Luis, Las Condes.

De esa época también destaca la performance Sacer Dolor (2010), que realizó en la Iglesia Martin Luther, Colonia, Alemania, donde invitó a personas de la comunidad a donar copas de vidrio, brötchen (pancitos típicos alemanes) y a escribir una lista con los nombres de sus familiares, amigos sufrientes y víctimas de abuso sexual por parte de religiosos. Esa lista fue transcrita en un largo paño blanco, mientras que las copas llenas de sangre animal se dispusieron en el altar sobre un mantel blanco. En un momento, la artista tiró fuertemente del mantel y las copas volaron quebrándose en mil pedazos sobre el piso. También, en 2013, realiza Das fremde, en Galería 0 de Colonia, donde encarna lo extraño, foráneo y desconocido vestida con un niqab negro y dibujando con un clavo mil hojas de papel que rasga durante horas.

“En Alemania hay un nivel de violencia hacia la mujer tremendo, pero la diferencia está en que se oculta, en que es un tema tabú y se guarda debajo de la alfombra. El otro tema es el de las etnias, de los extranjeros, las extranjeras, como las musulmanas, porque eso lo ves en la calle. Acá rara vez se ve, pero allá ves muchas mujeres con sus burkas o sus niqabs en la calle y muchas veces son agredidas también por neonazis. También conocí algunas inmigrantes que venían de Polonia, de la zona oriental de Europa, que eran engañadas y traídas a la fuerza, se les quitaba su pasaporte y eran prostituidas. Todas esas realidades me conmueven”, cuenta Janet.

De vuelta en Chile, en 2014, la artista retomó su trabajo en el país con acciones más personales y otras que remiten a comunidades ajenas, pero que, en su opinión, necesitan ser visibilizadas. Así nacen obras como Nemeln, donde indagó en la negación del idioma y cultura mapuche, y El reflejo, donde se preguntó por la falta de empatía hacia los inmigrantes, ambas presentadas en el Museo de la Memoria en 2015. En 2019, realizó la obra El despojo, que explora en la violación al derecho a la vivienda a partir del caso del desalojo de los expobladores de la Villa San Luis, un proyecto de vivienda social en medio de la comuna de Las Condes, que impulsó el gobierno de Salvador Allende.

Un año antes, Toro había realizado la instalación La torre vive, en la fachada de la torre Villavicencio, a un costado del Centro Cultural Gabriela Mistral, donde colgó elementos cotidianos como ropa, lámparas, juguetes y muebles, para hablar sobre la memoria colectiva de un espacio “que está vacío y desperdiciado”.

¿Cómo han afectado en tu obra los últimos procesos políticos que ha vivido Chile?

—La revuelta social me pareció fundamental, necesaria y extraordinaria. Para mí, La torre vive, que es del 2018, recoge de alguna manera ese espíritu que estaba como en el aire, un estallido de cosas, de diversidades que están ahí colgadas en 22 pisos de altura. Siento que fue una obra premonitoria de lo que vino después, de toda esa gente saliendo a la calle, diversa, sin una cabeza o un partido que dirija. Recuerdo que la revuelta fue una fiesta. Los primeros días la gente estaba alegre, cantaba, bailaba, salían las familias con coches, con sus guaguas, había gente mayor y niños. Pero toda esa fiesta terminaba cuando la gente llegaba a un punto exacto que era Alameda con Santa Rosa, ahí estaban ya dispuestos los guanacos y se desataba una represión total, que más tarde se transformó en cientos de víctimas con traumas oculares. Fue horrible, fue volver al pasado. Y luego vino otra decepción con el tema del rechazo a la nueva Constitución y el gobierno de Boric, que a mi parecer tampoco ha tenido la radicalidad que se esperaba. Me siento confundida, alejada y escéptica de lo que puede venir.

En ese sentido, sorprende la consistencia que tiene tu trabajo, el archivo y registro que eres capaz de desplegar en esta exposición y la convicción de seguir haciendo arte. ¿Cómo se mantiene eso?

—Bueno, creo que eso es porque he podido ser testigo del poder del arte. En El cuerpo de la memoria, muchas personas me escribían cartas, me dejaban regalos, se acercaban para decirme cómo esto los había transformado. Había mujeres que lloraban ahí abrazándome y me decían que habían vivido situaciones de tortura de las que nunca antes habían podido hablar. Me decían que gracias a esta obra habían podido hacerlo y que de alguna forma habían podido empezar a sanar. Entonces, ahí hay una transformación. Lo mismo pasa cuando muestro este tipo de obras a personas cercanas, de mi familia incluso, que son más conservadoras, y veo que se abren a pensar y ver las cosas de otra forma. Estoy convencida de que los poderosos no quieren que estemos conscientes de que el arte transforma la realidad porque no quieren transformar nada, ellos quieren manipular y manejar todo. Decir que el arte crea y transforma la realidad sigue siendo una frase tremendamente cierta y revolucionaria, que no me canso de decir.