Por Faride Zerán
Todo parece causar sorpresa en el Chile actual. Por ejemplo, la histórica participación en el plebiscito, con más del 50% del padrón electoral votando pese a la pandemia y a una franja electoral confusa y, en general, más bien discreta; el abrumador triunfo del Apruebo y de la Convención Constitucional, ambas con más del 78% de las preferencias, así como las pacíficas y masivas celebraciones convocadas en distintos puntos de Santiago y del país.
Como si se tratara de cifras, datos, personas sacadas del sombrero de un mago, las escenas que se sucedieron el 25 de octubre último aún tienen a los analistas, líderes políticos y medios de comunicación intentando leer un país bajo lógicas y categorías que en muchos casos siguen desfasadas respecto del país real.
Porque si bien el lugar común de la reflexión tuvo como epicentro la premisa unánime de que se estaba asistiendo a un fenómeno que enfrentaba a la élite con el pueblo (aunque la palabra pueblo no fue usada sino a través de eufemismos), lo cierto es que el lunes 26 de octubre ya no amanecimos con un país polarizado, como majaderamente se insistía, sino más bien con la evidencia de que un modelo de sociedad determinado le había sido impuesto a todo un país por una minoría que, por cierto, ostentaba un gran sentido de clase.
La pregunta es cómo se produjo esa grieta o desprendimiento del tejido social y cultural, y de qué manera es posible reparar dicha falla, digamos telúrica, para usar una metáfora ad hoc con el país, sin que devenga en sismos de magnitud considerables.
Sin duda, hay muchas explicaciones que clarifican este escenario, aunque de manera reiterada ellas provengan de la misma élite y desde sus medios masivos que controlan sin contrapeso, léase diarios, canales de televisión y radios, a través de los mismos columnistas, similares invitados y pautas periodísticas.
La ausencia de diversidad de rostros, argumentos, colegios y barrios en los debates de los medios sigue siendo escandalosa.
Ello explica también el resultado de un estudio, “Percepciones sobre desigualdad en la élite chilena”, elaborado por Unholster, el Centro de Gobierno Corporativo y Sociedad de la Universidad de los Andes y el Círculo de Directores, que entre sus conclusiones señala que la élite chilena tiene una visión “idealizada” de la realidad de las personas que viven en las comunas de nivel socioeconómico medio y bajo, “siendo la clase media más pobre y frágil de lo que los encuestados perciben”. O bien, que la élite parece desconocer la verdadera magnitud de cómo la sociedad chilena está cambiando, “pues se subestima la diversidad social y de género que hoy se da en los cargos de alta dirección en las principales empresas de Chile”.
El problema no es sólo que en la burbuja se encuentren los mismos de siempre. Otro factor gravitante es la hegemonía de los grandes empresarios en el control de los medios de comunicación y, por tanto, en la incidencia y contenidos del debate público.
El malestar de la ciudadanía hacia las coberturas informativas de los grandes medios, especialmente ante las movilizaciones sociales, ha sido elocuente. No es un secreto la credibilidad y prestigio del que gozan los medios independientes, comunitarios, o periodistas de investigación que a través de las redes informan en momentos en que la opacidad mediática ha sido evidente, como ocurrió en pleno peak de la pandemia. La frase de que “periodismo es todo aquello que el poder quiere ocultar; el resto es relaciones públicas”, en el Chile actual cobra relevancia dramática.
Basta leer ahora el reportaje publicado el 29 de octubre último por el sitio “La voz de los que sobran”, donde el periodista Luis Tabilo denunciaba las reuniones secretas del presidente de la República y sus ministros con altos ejecutivos y rostros de televisión en medio del estallido de octubre de 2019. El medio online consignaba una declaración del presidente de la Federación de Trabajadores de Televisión (Fetra TV), Iván Mezzano, firmada el viernes 25 de octubre de 2019 y presentada ante la Asociación Nacional de Televisión (Anatel), sobre la cita ocurrida el sábado 19 de octubre: “Nos permitimos denunciar una práctica inconstitucional y antidemocrática por parte del Gobierno y su ministro del Interior, el que ha citado en el curso de esta semana a todos los directores ejecutivos de medios televisivos a La Moneda, lo que implicaría una clara intervención en la definición de las líneas editoriales y de prensa para cubrir la información de los medios respecto del estallido social que hoy conmueve al país”.
Sin duda, la libertad de expresión y la diversidad de medios de comunicación que contengan discursos y miradas plurales son esenciales para medir la fortaleza de una democracia. También para instalar conversaciones que efectivamente enriquezcan y densifiquen el espacio donde se produce el diálogo ciudadano.
De todo esto adolece el Chile de las últimas décadas y así lo han señalado diversos informes internacionales, como el Informe Anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del 31 de diciembre de 2015, que señalaba que, en Chile, “la concentración de medios en pocas manos tiene una incidencia negativa en la democracia y en la libertad de expresión, como expresamente lo recoge el principio 12 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la CIDH”. Desde su primer pronunciamiento sobre el tema, la Corte Interamericana señalaba que se encuentra prohibida la existencia de todo monopolio en la propiedad o administración de los medios de comunicación, cualquiera sea la forma que pretenda adoptar, y reconoció que “los Estados deben intervenir activamente para evitar la concentración de propiedad en el sector de los medios de comunicación”.
En ese contexto, y cuando en el país se debate el Chile del futuro al que aspiran las grandes mayorías, en medio de este debate constituyente, resulta fundamental recordar que mientras los tratados de derechos humanos exigen que los Estados adopten medidas para prohibir restricciones directas o indirectas a la libertad de expresión, la Constitución de 1980 sólo prohíbe el establecimiento de monopolios estatales de los medios de comunicación, y no se refiere a los privados.
Corregir esta distorsión, que atenta contra el derecho a la comunicación y la libertad de expresión, representa todo un desafío y una gran oportunidad no sólo para que nuestras élites conozcan el país profundo o para que los gobiernos de turno no intenten coartar la libertad de expresión. También implica que cuando se diseñen políticas públicas, los ministros de turno no se sorprendan cuando ellas fracasen al estrellarse con el Chile real.