En El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática, la filósofa española Remedios Zafra se pregunta cuántos querrán en el futuro arriesgarse a desarrollar una vocación investigativa, en particular en las artes y humanidades, frente a la creciente y, a ratos, absurda burocratización de este tipo de trabajo. “No solo se ven afectadxs esxs investigadorxs y académicxs, sino que toda una sociedad que va perdiendo las herramientas para pensarse e imaginarse a sí misma”, advierte la crítica y académica Lorena Amaro en esta columna.
Por Lorena Amaro
Si hay un mal contemporáneo extendido por todos los rincones, ese es la burocracia, pasión malsana que el neoliberalismo nos hizo creer era propio del socialismo, pero que la exaltación del capital sin dudas alimenta. Formularios, timbres y firmas (digitales), informes: sobre esta realidad escribe la filósofa española Remedios Zafra en su nuevo ensayo, El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática (Anagrama, 2024), para denunciar los límites irrisorios que ha traspasado la burocracia en el mundo académico e intelectual, particularmente el de las humanidades y las artes. ¿Por qué estas disciplinas, en específico? Pues porque siempre han despertado la sospecha y el desprecio de las élites económicas y porque socialmente se ha construido la perniciosa idea de su inutilidad y función decorativa. Zafra cuenta una historia extrema, entre otras muchas que repasa con agilidad narrativa: la de la “investigadora pastora”, Elena Galán, doctora en historia económica que en invierno es investigadora y, en verano, pastora asalariada en Francia, oficio en el que puede cobrar “más que una postdoc española”. Al respecto, Zafra agrega que esta excéntrica situación “describe el complejísimo contexto laboral por el que hoy pasan muchos trabajadores cualificados en el ámbito de la investigación y la creación”. Con esto no busca devaluar los trabajos técnicos o materiales, sino más bien advertir sobre la precariedad y la dificultad con que batallan aquellos que en las últimas dos décadas llamamos “cesantes ilustrados”.

El texto de Zafra, torrencial y plagado de ejemplos, interpela a la burócrata que le exige un informe donde explique para qué necesita un computador. Con su escritura busca no tanto denostar a su interlocutora como intentar un principio de diálogo en búsqueda de soluciones sobre un fenómeno que afecta a la misma burócrata, muy en línea con lo que Hegel describiera como la dialéctica del amo y el esclavo (pero aquí, ¿quién es el amo, quién el esclavo?): “Y no olvido algo esencial: que esto acontece alentando una posición tensionada entre nosotras. Porque es probable que, mientras hablamos, usted no mire tanto al sistema o a la estructura, sino al privilegio de quien habla y se queja teniendo un trabajo estable, dependiendo usted, seguramente, de una empresa subcontratada por unos meses y recibiendo un sueldo mínimo por su empleo temporal. Es en esa toma de conciencia que todo debiera recolocarse y yo pensar: ¿de qué manera puedo romper mi bucle ayudando a romper el suyo?”.
¿Qué hacer para romper ese bucle?
El tema es difícil de abordar, porque como plantea también Zafra, para muchos puede parecer un falso problema, que preocupa a un puñado de privilegiados: ¿cuántos en un país como Chile —e incluso en un país como España, donde la desigualdad social es menos flagrante— pueden jactarse de haber recibido una formación universitaria? ¿Y cuántos, de tener un doctorado y poder realizar una carrera de académico? Aun así, hay algo que va más allá de la queja individual o del privilegio, sobre todo cuando se trata de las humanidades. Lo que le preocupa a Zafra, entre otras cosas, es cuántos querrán en el futuro arriesgarse a desarrollar una vocación investigativa y más aún en las artes y humanidades, con la creciente formularización de este tipo de trabajo, en que se propician el sentido crítico, la capacidad interpretativa y discursiva, la reflexión histórica, los trabajos de la memoria. Así, no solo se ven afectadxs esxs investigadorxs y académicxs, sino que toda una sociedad que va perdiendo las herramientas para pensarse e imaginarse a sí misma.
En Chile, las cosas no son tan distintas. “Nos van a judicializar a todos”, “son más de mil casos solo en esta universidad”, “no me han pagado el proyecto porque dicen que tengo deudas pendientes”, “no me responden en la plataforma”, “me fusionaron el ticket y después lo cerraron y no entendí lo que ocurrió”, “siguen sin revisarme la declaración”, “dicen que puse mal la fecha en el informe”: son quejas muy similares a las que describe Zafra en su libro, pero provienen del mundo académico local, sobre todo en los últimos meses, en que se ha reforzado hasta el absurdo la vigilancia sobre los fondos públicos que gestiona ANID, la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo dependiente del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, que el año pasado amenazó con judicializar a cientos de investigadores por presentar declaraciones incompletas o con errores. Un proceso que, de cierta forma, criminaliza la labor intelectual que realizan los investigadores y, que en muchos casos, se produce porque una fecha quedó mal puesta en un informe. Nadie pone en duda la necesidad de controlar y dar buen uso de esos dineros que son de todxs lxs chilenxs. Pero cada año se cambian instructivos, plataformas y exigencias; la burocracia pide más argumentos para el gasto y con eso solo se consigue desgastar a lxs investigadorxs. Es común oír en el ámbito universitario que, a estas alturas, lxs profesorxs tienen que emplear más tiempo en gestionar la burocracia que en leer y trabajar en sus áreas de investigación, un problema que, insisto, no es solo de unos pocos. La burocracia embrutece. La burocracia mata. Son horas y horas restadas al tiempo que antes nuestros profesores tenían para pensar, escribir y educar.
Pero volvamos a Zafra. A El informe. Un ensayo que describe con lucidez el laberinto burocrático en que estamos convirtiendo el trabajo intelectual y universitario, y las consecuencias de esto: “El hecho de que muchas personas sigan luchando por un puesto académico se alimenta de la expectativa y la pasión intelectual, e incluso activista, que proyectamos sobre ellos. Al mismo tiempo, la economía tecnocapitalista escupe y tergiversa lo que significa la ‘excelencia’ de unos resultados que se sostienen en unos sueldos bajos, en la exigencia de competición permanente y, cada vez más, en el riesgo de desafección si gran parte del tiempo de trabajo se ve apropiada por justificaciones, concursos, adaptación de currícula y preparación de informes, es decir, por crear ‘apariencia de sentido’ y no necesariamente ‘sentido’”, escribe la autora. El problema, desde luego, no es solo la burocracia. Ese puede que sea solo el síntoma de un sistema de vigilancia y odiosidad que lo penetra todo, como hace unos días, cuando en Chile un grupo de políticos republicanos se lanzó contra un proyecto de investigación financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, Fondecyt. El resultado: la Contraloría General de la República pidió a ANID un informe sobre el curso “Primera Escuela de Formación en Prácticas de Acompañamiento y Elaboración de la Violencia de Estado”. Este tipo de acciones, muchas veces ejercidas sobre proyectos mal comprendidos (los estudios de género son los más cuestionados por el sector conservador), castigan el trabajo investigativo. Claro, el conflicto no radica solo en “el informe”. La sospecha sobre el trabajo del artista, lxs escritorxs o lxs investigadorxs es por desgracia parte de un juego social cada vez más sucio, en que el conocimiento y la probidad de los académicos pueden verse derribados con un par de movimientos en una red social o por los gritos de dos o tres haters en el Congreso Nacional.
Zafra también advierte sobre las relaciones peligrosas entre academia y política: “A veces, la mayor exigencia de trámites administrativos es una manera de desviar la ausencia de rendición de cuentas por parte de los políticos y altos cargos”, escribe. A los grupos de poder no les interesa que tengamos tiempo para fortalecer la discusión o trabajar con sentido participativo y colectivo. Menos aun, insisto, cuando se trata de las humanidades, que tan bien enfoca Zafra no solo en este ensayo, sino también en uno de sus libros más conocidos, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (2018), en que examina hasta qué punto el campo cultural se sostiene en el trabajo y la explotación de mujeres creadoras, otra fractura o falla de un sistema violento que horada el sentido del trabajo.
En suma: ya no importa tanto saber o no saber —todo está en la IA—: lo importante es saber llenar el formulario, el informe, la carta administrativa; saber responder, saber justificar, saber navegar en plataformas de infinitas pestañas que imagino como una oscura arquitectura grabada por Piranesi. “¿Cómo permitimos que estos trabajadores anden apagados, autoevaluándose hoy, mañana y así todos los días, concursando como destino, elaborando distintos formatos de sus currícula, realizando mil pequeñas tareas de autogestión para dar de comer a un sistema que desaprovecha y neutraliza su talento?”, se pregunta Zafra. Y habría que añadir: ¿cómo permitir que, además, deban encarar la desconfianza y la normalización de una sociedad prejuiciada frente al trabajo de quien lee y analiza un libro? Una sociedad con síndrome de Copenhague —en el que, a diferencia del de Estocolmo, captor y víctima se enamoran—, porque como ha ocurrido en Estados Unidos o en Argentina, se vota a quienes buscan quitarnos salud, educación y ahorros para la jubilación. El odio al libro y al conocimiento es parte de ese mismo movimiento. A esto contribuye el afianzamiento de un discurso que desprecia la cultura y la ciencia porque son, como planteaba antes, signos de estatus. Pero no son solo eso. La modernidad trazó un programa emancipador a través de la educación, y quizás aún es posible recuperar la mejor parte de ese ideario. La cultura y la ciencia tampoco debieran ser de una élite, sino de todxs. Y creo que este es, en gran medida, el programa que impulsa a muchxs a seguir llenando informes y formularios sin sentido, aunque pierdan el tiempo y la energía.