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La olla común. Reflexiones a partir de «El pelo de Chile y otros textos huachos»

«Me gusta pensar el escenario actual de Chile como una olla común en la que nos reunimos a cocinar la escritura de una nueva Constitución. (…) Es en esa lógica en la que pienso los textos de este libro como parte de esos ingredientes. Materiales necesarios a considerar en el momento de cocinar un mañana que consagre y garantice nuestros derechos culturales», escribe Nona Fernández sobre el último libro de la Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, Sonia Montecino Aguirre.

Por Nona Fernández Silanes

Lo dice su autora: “esta compilación sale a la luz en el momento en que el caldo social en el que se cocina la vida chilena está hirviendo”. Por lo mismo es imposible leer El pelo de Chile y otros textos huachos fuera del escenario sabroso que nos heredó la revuelta social, ya que en su conjunto estos escritos componen un verdadero recetario que propone algunos ingredientes con los que podríamos guisar ese plato futuro que servirá de festín para la celebración tantos años atrasada: la de las grandes y justas transformaciones que, como también lo dice su autora, “le subirán el pelo a Chile”.

Siguiendo este imaginario culinario quiero instalar la idea de la olla común para presentar, o poner en presencia, este libro. Como sabemos, las ollas comunes tienen una larga trayectoria en Chile. Se iniciaron en la década de los años 30 con la crisis del salitre. Más adelante, en los años 60, se asociaron a las tomas de terreno. Y en los años 80, en plena dictadura, adquieren un carácter permanente frente a la necesidad de alimentación, constituyendo un espacio de organización comunitaria y resistencia. Hoy la crisis sanitaria ha resucitado las ollas comunes. Muchos incrédulos dijeron que eran un invento, mentiras mal intencionadas de la izquierda, pero los datos objetivos hablan de cerca de 700 ollas a lo largo de Chile a mediados del 2020. La participación de las mujeres ha sido protagónica en ellas. Las madres de los huachos, las actuales jefas de hogar, son, en su mayoría, quienes han ido generando estas organizaciones solidarias de encuentro territorial que enredan voluntades, esfuerzos, historias, prácticas comunales, y que en su conjunto configuran un patrimonio cultural difícil de entender para quienes observan la cultura únicamente como un espacio cuantificable y mercantilizable.

Espejeando ese enredo de voluntades colectivas, es que me gusta pensar el escenario actual de Chile como una olla común en la que nos reunimos a cocinar la escritura de una nueva Constitución. Sacamos las cacerolas y las instalamos en el espacio público al que todas y todos tenemos acceso. Lejos del encierro secreto de la llamada “cocina política”, tan desacreditada que hoy requiere salir a la plaza a ventilarse y a buscar nuevos ingredientes. Es en esa lógica en la que pienso los textos de este libro como parte de esos ingredientes. Materiales necesarios a considerar en el momento de cocinar un mañana que consagre y garantice nuestros derechos culturales. Concepto tan enigmático para una gran mayoría, del cual El pelo de Chile y otros textos huachos se alimenta y celebra.

Estos son textos diversos y ese es el primer ingrediente a atender. Un compendio de artículos, ensayos, discursos, prólogos, presentaciones, hasta una carta huacha hay por ahí, que no pretenden configurarse bajo una regla central, un formato de género o extensión, sino que se exponen libremente en su particularidad como lo que son, materiales diversos que juntos van trenzando un recorrido. Uno en el que podemos observar intereses claros por el campo de la gastropolítica, del feminismo, de la creación y del patrimonio. Cuatro ejes trazados desde una óptica antropológica que carga de significados el viaje textual. Un viaje en el que la mirada curiosa, gozosa y entusiasta de su autora intenta justamente reconocer, en forma y fondo, la diversidad de los contenidos que expone.

Y ese es otro ingrediente a celebrar: el verbo reconocer, palabra clave en este recorrido. Porque ahí donde todo indica que la novedad es lo que tiene protagonismo en las vitrinas del hoy, la autora nos señala que la idea de reconocer lo que ya existe, de enfocar aquello que nadie ha visto, eso a lo que no se le pone atención, se vuelve una lógica innovadora y hasta revolucionaria. Reconocer, por ejemplo, nuestro inmenso y tan ignorado patrimonio inmaterial. La importancia de la trasmisión de las lenguas, de los saberes, de las diversas cosmogonías que densifican nuestra manera de vivir y de entender la vida. Reconocer los ecosistemas que se despliegan alrededor de un río, de un bosque. Comprender que un universo milenario colapsa y se extingue cuando secamos un lago, cuando talamos un bosque, cuando un glaciar se derrite. Reconocer las prácticas culinarias de las comunidades de nuestro territorio. Y aquí la autora se detiene con goce en la cocina huilliche, en la cocina rapa nui. Sus ingredientes, sus formas, sus sentidos, sus historias, sus sabores, entendiendo que la alimentación es un principio clave en la constitución de identidad. Reconocer la memoria y la historia de las mujeres de Chile como parte fundamental de esa misma construcción de identidad. Reconocer el recorrido histórico del mundo doméstico, del espacio privado, territorio cedido a las mujeres e ignorado en el momento de escribir relatos identitarios. Ese gran lazo que existe entre la cultura y las mujeres, como trasmisoras y agentes, las pone en un lugar protagónico cuando intentamos observar la realidad cultural. Y es en ese ejercicio cuando constatamos la falta de reconocimiento que han tenido a lo largo de la historia, y por ende evidenciamos el gran vacío en el que mujer y cultura se enredan. Su invisibilización constante, el ninguneo, el borroneo, ha dejado una gran deuda en la tradición y la memoria y por ende un gran trabajo en términos de reconocimiento patrimonial.

La cultura, lo mismo que una buena receta, lo dice nuestra autora, se construye a partir del intercambio, de préstamos y adopciones, de recreaciones, de mestizaje, de la trenza entre la tradición y la innovación. Por eso, en el campo estricto del respeto y consagración de nuestros derechos culturales, urgencia levantada para la escritura de la nueva Constitución, las palabras diversidad y reconocimiento, que circulan con protagonismo en estos textos huachos, son dos ingredientes fundamentales para el caldo. Mucho se habla en los programas de gobierno planteados en la actualidad sobre un mayor presupuesto para la cultura, lo que, por supuesto, se celebra. Pero no nos quedan claras las metodologías que serán ocupadas para hacer un registro sistemático adecuado que reconozca las prácticas culturales que ya existen en los distintos territorios y comunidades. Si no se implementan mecanismos de reconocimiento efectivos, difícilmente se podrán distribuir los nuevos recursos a todos los agentes según sus reales necesidades. Difícilmente se propiciará el libre ejercicio y diálogo cultural, difícilmente se facilitará la diversidad cultural, porque seguiremos en el desconocimiento de las fuentes y sus realidades. Y, en consecuencia, probablemente, perpetuaremos la lógica de la cultura homogénea, centralizada, clausurada, performatizada para el mercado, estereotipada para la venta al extranjero, y practicada en su gran mayoría por y para una élite.

“¿De qué sirve una ley si no es capaz de contener en ella el porvenir?”, se pregunta la autora en uno de estos textos reflexionando sobre la nueva Ley de Patrimonio. Yo me afirmo de esta reflexión para asociarla a nuestra olla común y a todas las leyes que se relacionarán con esa receta que prepararemos colectivamente. Una receta cuya escritura se comprenda y reconozca a sí misma como una fiesta, como un ejercicio cultural que nos desafía a reconocer y enredar nuestras diversidades. Una que nos componga con su caldo sabroso. Que nos levante el ánimo, que nos caliente el cuerpo, que nos encienda las ganas de bailar sobre la mesa. Una que consagre nuestros derechos culturales como la herramienta fundamental para que todas, todos y todes seamos libre y felizmente las personas y comunidades que queremos ser, ejerciendo nuestros diferentes olores, colores, sabores y sonidos. Una receta sabrosa, preparada en una olla común, olla negra quinchamaliana, en la que se cocinará a fuego lento, como hemos leído en las pancartas callejeras, la dignidad. Como quiero creer que se cocina, también, la felicidad. Una receta que, lo dice nuestra autora, ya lo sabemos, “le subirá el pelo a Chile”.

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El pelo de Chile y otros textos huachos
Sonia Montecino Aguirre
Ediciones Subdirección de Investigación, Servicio Nacional del Patrimonio Cultural
472 páginas