Mientras recorría los pasillos de la sala de clases en el remozado Campus Juan Gómez Millas, me sorprendió que varias jóvenes de alrededor de 18 años levantaran la mano para contar sus experiencias. En medio de los rostros expectantes de mis más de cuarenta estudiantes de primer año de Periodismo no pasaba inadvertido el hecho de que quienes ahora querían hablar eran las más tímidas del grupo y a las que más les costaba expresarse en público.
Era el primer día de clases luego de casi dos meses de paros y tomas estudiantiles en casi la totalidad de los campus no sólo de la U. de Chile, sino de diversas universidades de todo el país. Un movimiento nacional detonado primero por las denuncias de acoso sexual en contra de profesores hacia sus alumnas, que luego instalaría una agenda de demandas feministas que iban desde la necesidad de actualizar los protocolos –cuando existían– para enfrentar dichos abusos hasta impulsar nuevos contenidos y bibliografías que apuntaran hacia la construcción de una educación no sexista y más democrática.
Pero lo que motivaba el interés de estas jóvenes, muchas de ellas provenientes de regiones, no era el balance político de la movilización efectuado de manera amplia y con múltiples ejemplos que les permitían concluir que pese al costo de la paralización había valido la pena, ya que estaban conscientes de estar protagonizando un movimiento cuyo eje central apuntaba a un cambio cultural. No, lo que despertaba las ganas de hablar de las otrora introvertidas estudiantes era la pregunta por la experiencia personal, cotidiana, de ellas y también de sus compañeros enfrentados ya no como espectadores sino como protagonistas de una revuelta sin precedentes.
Algunas contaban que se sentían distintas en este retorno a la universidad. Una de ellas utilizó la metáfora de la caída de un velo que ahora le permitía ver una realidad que no había imaginado; otras decían que habían retornado a sus colegios para compartir la experiencia con estudiantes de otros cursos; una joven confesó que la relación con su madre ahora era distinta. Que ambas se hablaban desde otro lugar, más empoderado y respetuoso. Varias declararon que en estos dos meses de asambleas y discusiones habían aprendido a poner límites tanto a sus parejas como a sus padres y hermanos. Un compañero de la clase apuntó que ahora él tampoco era el mismo, que nunca se había detenido a reflexionar sobre lo que era el machismo y cómo los hombres estaban determinados a jugar roles que nunca nadie cuestionó. En pocos minutos la clase se transformó en un foro público sobre la experiencia personal de llevar a lo cotidiano aquello que ocupaba la agenda mediática de los últimos meses: la irrupción de los feminismos en las universidades chilenas y sus demandas de un cambio cultural.
Esta experiencia fue replicada por otras profesoras en cursos superiores. Una de ellas me comentó del contenido de algunas crónicas donde los futuros periodistas plasmaron su mirada sobre esta rebelión. Por ejemplo, la joven que luego de cuatro años de relación decidió romper porque su pareja no estaba de acuerdo con un nuevo trato más simétrico y democrático en el pololeo. O la rebeldía de las madres que en complicidad con sus hijas negociaban las rígidas reglas patriarcales por otras que ponían en tensión los roles tradicionales asignados de por vida.
La vuelta a clases sin duda será compleja y todos deberemos esforzarnos por cumplir con los contenidos que aseguran nuestro compromiso con una educación de calidad así como con los nuevos calendarios ya establecidos. Pero más allá de los malestares e irritación que este movimiento ha despertado en algunos sectores de académicos, lo que queda claro es que luego de este mayo del 2018, algo sustantivo cambió. Porque si revisamos los contenidos de las actas de acuerdo suscritas por autoridades y voceras de las asambleas de mujeres en las que se ponen sobre el tapete temas y normativas hasta ahora insuficientemente explicitadas, así como voluntades para avanzar en la construcción de una universidad más democrática e inclusiva, y observamos lo que nuestros propios estudiantes nos cuentan, podemos tener la convicción de que la universidad que retorna a la normalidad luego de este histórico movimiento es significativamente mejor que la que existía hace sólo dos meses.