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Las contradicciones del cambio. Entrevista a Emmanuelle Barozet

A cinco años del estallido social, la sociedad chilena no es la misma, pero pareciera que todo sigue igual. Emmanuelle Barozet, doctora en Sociología, reflexiona sobre la rabia que, dice, aún se mantiene, la percepción de fracaso que ronda el recuerdo del 18 de octubre y el miedo a comprender la violencia en el contexto de conflicto social. 

Por Cristóbal Chávez Bravo | Foto principal: Felipe PoGa

En 2019, solo unas semanas después del estallido social, la socióloga franco-chilena Emmanuelle Barozet, junto a sus colegas Oscar Mac-Clure, José Conejeros y Claudia Jordana, estudiaron la expresión y percepción de las emociones colectivas para comprender los efectos sociales de ese 18 de octubre. Luego de reunirse con seis grupos en Santiago y tres en Puerto Montt, concluyeron que el estallido actuó como un detonante emocional que hizo crecer la desconfianza en el poder, en la élite financiera y en la ideología del mérito, a la vez que permitió la reaparición de la palabra pueblo, la esperanza en soluciones colectivas y la posibilidad de hablar entre todos sobre lo que antes se vivía con resignación.

—Miramos los cacerolazos, miramos por televisión, conversamos y rápidamente pudimos desplegar un sistema limitado de observación de lo que pasaba yendo a la protesta. Hicimos grupos focales en enero. Hicimos otros antes, en noviembre, cuando Santiago estaba en una situación muy compleja; había que hacerlos a medio día porque a las cuatro [de la tarde] ya todo el mundo se devolvía a la casa —recuerda cinco años después Barozet, académica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile e investigadora principal del Centro de Estudios del Conflicto y la Cohesión Social (COES).

La doctora en Sociología por L’École des hautes études en sciences sociales de París llegó a Chile por primera vez en 1995, por un intercambio universitario, pero se estableció finalmente en el país en 2003.  

—Para mí fueron muy interesantes los estados anímicos, porque yo estaba adentro y afuera, no nací en esta sociedad. Ver cómo la gente que me rodeaba vivía esto, ver la esperanza que se levantaba, pero también los temores que volvían desde un subconsciente. Un consciente aún cerca por la represión, el toque de queda, el despliegue de los militares en la calle, los tiroteos. Fue un periodo muy intenso, pero ver un estallido en curso, con la violencia presente, el desborde, fue una experiencia que marca como ciudadana y como socióloga —relata. 

Emmanuelle Barozet

En la academia existe una escisión para referirse al 18 de octubre: se habla de estallido y revuelta social. Barozet y los equipos con los que ha trabajado se inclinan por la primera opción. “Nos interesó particularmente la subjetividad de la gente durante el proceso. No calificar el proceso desde una perspectiva transnacional, ahistórica. Entonces, retomamos el término más común, que es estallido social, porque nos pareció más fiel a los relatos de las personas”, explica. 

Como dijeron muchos políticos, ¿no lo vimos venir?

—Los cientistas sociales y los sociólogos, en particular, no tenemos una bola de cristal. Nadie podía decir que se iba a dar una conjunción de elementos que desembocara en un evento de esta amplitud, en tal momento, en tal lugar y de tal manera, pero había señales desde el informe de 1998 sobre Chile del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) respecto de las paradojas de la modernización, del malestar latente y, después, del malestar expresado. Hubo muchos estudios en psicología, sociología, ciencias políticas o economía que revelaban que Chile estaba mostrando señales de agotamiento muy importantes en muchos ámbitos y esto no es nuevo. Cuando se agota un modelo de desarrollo económico, vienen problemas y dificultades. Y, posterior al 18 de octubre, en América Latina, tuvimos el estallido en Perú, en Colombia… entonces, no es que Chile esté desconectado de tendencias internacionales o regionales.

El expresidente Sebastián Piñera, una semana antes del estallido, decía que Chile era “un verdadero oasis” dentro de una “América Latina convulsionada”.

—El tema de la desconexión de la clase política con la ciudadanía es bastante antiguo y tampoco es propio de Chile. Como sistema político, tenemos muchas dificultades para leer demandas sociales, traducirlas en programas, procesarlas, hacerlas entrar al sistema electoral o al sistema parlamentario para producir política pública. Eso es una gran dificultad que tienen todas las democracias parlamentarias desde hace bastante tiempo. Y si bien hubo una renovación generacional en el caso de Chile con el grupo de los estudiantes, que en 10 años lograron pasar de la calle al ejercicio del poder, sabemos que los partidos que los acompañan son, como los llaman los cientistas políticos, hidropónicos. Es decir, no tienen raíces populares en los barrios, emanan de grupos de universitarios que representan una realidad social, pero no es la realidad social ni del poblador ni del campesino, ni de la clase media empobrecida. Pero esto ocurre en muchos lados.

El acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fue el instrumento para hacer transitar el estallido social hacia una institucionalización y recoger las demandas, procesarlas y cambiar el sistema político y constitucional. Sin embargo, los resultados de ambos procesos constitucionales fueron rechazados por la población.

—No estamos donde mismo, pero no hemos logrado cambiar profundamente la Constitución. Sí han ocurrido cambios y quienes emanaron de la revuelta como posibles líderes sociales fueron fagocitados, considerados traidores por unos. Se los comió la máquina, escuchamos todo lo que les pasó a los constituyentes: que fue demasiado intenso, recibieron demasiados ataques, no hubo tiempo, fue muy difícil dar cuenta a la vez de demandas muy generales y ser auténtico y representar a las bases. La política hoy en día es un ejercicio extremadamente complejo para, a la vez, representar, estar en la apertura y poder negociar. 

Han pasado cinco años desde el estallido social, cuando se exigieron cambios rápidos bañados con rabia. Continúa la misma Constitución, las bases del neoliberalismo siguen firmes al igual que la desigualdad, pero, al parecer, la rabia desapareció. ¿Por qué hemos cambiado si nada ha cambiado?  

No creo que la rabia haya desaparecido. Yo creo que el miedo tapó a la rabia. Hay que recordar que tuvimos cinco meses de estallido, que hubo mucha violencia, pero que también hubo una dimensión de fiesta, de regocijo, de compartir; quienes estuvieron todos los viernes en lugares públicos en Temuco, en Iquique, en Santiago… había una dimensión de carnaval. Después vino la pandemia y significó volver al espacio privado, volver a un nivel de sobrevivencia. En el estallido justamente se pedía dejar de sobrevivir para vivir. Eso duró muchísimo tiempo, mucho más que el estallido. Y hay que recordar que en Chile tuvimos uno de los encierros más largos, y que en mayo de 2020 tuvimos motines de hambre en la periferia de Santiago. Entonces, veníamos de la constatación de que el modelo de desarrollo que teníamos había producido mayor riqueza, muy mal repartida, pero después vino ese monstruo invisible.

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El PNUD publicó este año un nuevo informe de desarrollo humano sobre Chile, tras una década del último, titulado “¿Por qué nos cuesta tanto cambiar?”. En él se plantea que la dificultad actual del país para llevar adelante las transformaciones requeridas se vincula con las insuficientes capacidades de la sociedad chilena para conducir cambios sociales. También sostiene que, después de cinco años, las personas han mantenido su posición respecto de las demandas sociales y la rabia expresadas durante el 18 de octubre y los meses que le siguieron.

No hubo conducción del estallido social. Nosotros hicimos entrevistas con primo-manifestantes (grupo de personas sin experiencia previa relevante en movilizaciones), con la gente que se politizó con el estallido a favor y en contra del cambio, y lo que más querían, dentro de la poca claridad, era no tener representantes. La protesta era un espacio donde no había portavoces, no había nadie que les quitara su propia voz; por eso el valor de los carteles. Ahí cada uno portaba sus propias demandas y era su propio vocero. No había alguien iluminado, más educado, que iba a decir que “sí, fantástico, yo les digo cómo procesamos eso”. Entonces no hubo conducción y los intentos que hubo, vimos que no llevaron al gran cambio. Como la generación del Frente Amplio, que llegó al poder con un programa, pero [se insertaron] en una agenda política que no les permitía aplicar ese programa porque no había recursos, porque no lograron pasar la reforma tributaria que era el sostén de las reformas que iban a hacer. Y, por lo tanto, sí hay una resiliencia de las estructuras de poder que es fuerte, pero no es específica de Chile. Podemos mirar otros países, como Argentina, en que pedían “que se vayan todos” y se terminó con un líder populista en el poder con el que ha subido mucho la pobreza. Vemos incluso en países como Francia, donde hay un déficit público enorme. Entonces, o no se cambia mucho o se profundiza lo que ya hay. El informe del PNUD lo explica muy bien. También, en contexto de crisis, tenemos mucho miedo al cambio. 

¿El estallido social nos sacó del individualismo, como nos caracteriza el informe del PNUD, y nos hizo actuar y pensar de forma colectiva?

Hubo dos razones por las cuales salir a la calle. Primero, para ver esa disrupción, ese carnaval, ese sentirse parte de algo, que además fue un fin de semana, entonces la gente tuvo más tiempo que si hubiese ocurrido un día martes. Y después viene ese momento de indignación moral que fortalece la capacidad de la gente de salir a la calle. Recogimos muchos testimonios de personas que no estaban interesadas en participar ni nada, pero le vino la indignación en ese momento por cosas de la vida cotidiana que les pasaban a sus cercanos.

Muchos movimientos sociales consideran al resultado del estallido social como un fracaso.

Se perdió harta ingenuidad, porque fue una serie de cosas. El voto de septiembre de 2022, que fue una derrota generacional para los que estaban en el poder en este momento. Después vino el Caso Convenios, que también bajó del pedestal moral. Y para los movimientos sociales, sí, efectivamente fue muy desgarrador ver que no se llegó a buen puerto respecto de una serie de demandas. La primera convención era más avanzada que el derecho internacional, en derecho de las mujeres y las disidencias sexuales, derechos de los pueblos indígenas y derechos del medioambiente. Pero tampoco soy tan negativa porque socialmente hemos tenido aprendizajes. Yo creo que hay menos superioridad moral de todos los actores. 

Con respecto a los rechazos a los procesos constituyentes, ¿Chile funciona con cambios graduales?

—No, yo creo que hay que tomar en consideración el diseño institucional que hubo. Recordemos que, en el referéndum de octubre de 2020, el 78% de la gente que votó dijo que sí al cambio y con asamblea de ciudadanos. Votó la mitad de la población. Y, por muchas razones, se decidió instaurar el voto obligatorio para los dos referéndums de salida y para las elecciones de ahí en adelante. Y eso hizo entrar de forma forzada al padrón electoral gente que no votaba, no quería votar, no se interesaba en la política y no supimos, ni para la primera convención ni para la segunda, interpretar qué quería esa gente. No quería estar en esa toma de decisión porque no cree en la política, no piensa que la política vaya a cambiar su vida cotidiana y, fundamentalmente, fue ese diseño electoral el que generó esos resultados que hubo. Si hubiésemos mantenido voto voluntario -no digo que era mejor porque yo entiendo que en términos de legitimización de los procesos era muy importante el voto obligatorio-, probablemente hubiese ganado la primera propuesta constitucional.

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Uno de los hitos del estallido social fue la quema de las estaciones del Metro. Aunque la prensa culpó sin pruebas a grupos de cubanos y venezolanos y la Justicia confirmó que no hubo una organización previa, algunos políticos y politólogos insisten en la planificación terrorista. En este escenario, Emmanuelle Barozet lamenta la poca comprensión que tenemos de los procesos violentos que ocurren en nuestras sociedades.

Nuestras sociedades son tremendamente violentas, hay que ver los niveles de violencia intrafamiliar, la violencia que tenemos por el narcotráfico, la violencia que se expresa en guerras, enfrentamientos a nivel global. A mí me complica mucho el debate binario sobre si fue un estallido delictual o no. Todos los grandes procesos sociales son violentos. Las grandes revoluciones son violentas, hay muertes, decapitados, guillotinados, hay muertos con bayoneta. Intentar sacar la comprensión de que nuestras sociedades son violentas es no entender cómo nos estructuramos. Construimos sistemas judiciales, de convivialidad para no llegar a eso, pero también vemos el nivel de enfermedades mentales que tenemos y que son también formas de reintroyectar procesos violentos que vivimos en nuestras sociedades.

La socióloga compara la violencia del 18 de octubre con los motines que ha habido en años posteriores en Francia y Gran Bretaña, donde la gente, en sus mismos barrios, quema autos, estaciones de trenes y bibliotecas.

Hay toda una reflexión en Francia de por qué la gente en su barrio quema la biblioteca. Y los académicos y la gente de izquierda biempensante decimos “son muy irracionales, por qué van a quemar lo que representa el aparato de la emancipación intelectual”. Bueno, justamente si queman las bibliotecas es con una racionalidad [en torno a] que esta promesa no les llega a ellos. No quemamos lo que está malo. Son expresiones de violencia que están en muchas sociedades. Los psicoanalistas dirían que hay una pulsión; en sociología vemos cómo se contagian de alguna manera. En el estallido mostramos también cómo se construye una forma de contagio con los medios de comunicación. De cómo yo entro en un círculo colectivo al compartir como vecinos, con los cacerolazos, con la información que me llega por las redes sociales. Que yo voy a la protesta, no porque escuché a un dirigente decir “vengan a la protesta”. Voy porque mi prima va. Y si yo me veo enfrentada a la represión, no podría asegurar que como persona común y corriente no tendría una respuesta violenta. No sé por qué ese temor a hablar de la violencia, que tanto daño nos hace también. 

Hay una sensación de que las cosas han cambiado, pero nada ha cambiado

Cambios sociales hay todo el tiempo, no es que haya mayor cambio necesariamente ahora. Es un efecto retrospectivo que pensemos que hemos vivido muchos cambios. Un grupo de gente pensó que podían venir cambios importantes, pero de ahí a decir que la sociedad chilena en general pensó que esto era el gran momento de cambio, no sé. Si tú le preguntas a gente mayor, te va a decir que no era la primera vez, “hemos pasado varias veces por eso”. No creo que todo el mundo se haya comprado el cuento de que venía el gran cambio, porque es la triste historia de América Latina… ¿cuánta revoluciones exitosas ha habido en América Latina?