Por Rodrigo Karmy
En El Fantasma de la sin razón, Armando Uribe Arce cuenta que: “Poco después del Golpe de Estado de 1973, el Presidente Frei Montalva, que lo fue hasta 1970, lo explicó así el 74 en Nueva York a un ex ministro suyo que era alto funcionario de Naciones Unidas: ‘Toda la historia de Chile consiste en evitar que los indios atraviesen el Bío Bío (…) con el gobierno de Allende y la Unidad Popular, los indios lo atravesaron; ¡por eso se produjo el Golpe!’. Naturalmente —prosigue Uribe— se trata de una metáfora; muy interesante porque el hijo de suizo señor Frei, calificaba así de indio al pueblo chileno que representaba el Presidente Allende y la izquierda (…)”.El comentario de Uribe expresa el anudamiento mítico sobre el que se juega el devenir histórico y político de Chile. La máquina mitológica de una oligarquía blanca e hispánica que despreció a los indios durante la colonia, no ha dejado de despreciar al pueblo en su fase republicana. Indio y pueblo yuxtapuestos en una intensidad irreductible que habita los bordes del orden y que, de vez en cuando, irrumpe en las superficies: la asonada popular —la indiada— que llevó a Allende al poder vuelve a emerger después de varios desgarros iniciados desde el “eslabón más débil” que se cristaliza en los estudiantes secundarios.
Los indios —toda esa potencia popular— están de regreso. “Indios”, ese nombre puesto por equívoco que se aferra a la “indi-gencia” en que vive un pueblo durante la República, da la medida para pensar esa irrupción tan infinita y múltiple como es la imaginación popular. Siendo equívoco, el término “indio” implica una exclusión del sistema de verdad, la “indi-gencia” del indio traza un lugar sin lugar que puebla los bordes del orden, sus fronteras, sus límites –tras el Bío Bío. La indi-gencia del indio, la indiada indi-gente no es más que porosidad en la que los muros se han disuelto y las identidades se intersectaron en la apuesta de un mundo común. La indi-gencia del mundo se abalanza contra su entera destrucción propiciada por la oligarquía financiera que hoy domina el planeta y que en Chile encuentra en su Constitución (la de 1980) el texto que legaliza su infinito saqueo.
Para el 18 de octubre el error indio mostró la indi-gencia de la República al “atravesar el Bío Bío” y tomarse un país por más de un mes. La indiada se refugia en las calles, se parapeta en árboles frente al ojo policial, ataca y se fuga, abraza la ciudad como si fuera suya, no teme más que lo que festeja. Irrumpe en la singular “normalidad” de los poderosos y acampa en sus bordes para “despertar”. Porque la indiada no habita, sino acampa. Ha llegado el momento de cognoscibilidad donde los “abusos” parciales contra los que se opuso con fuerza, se anudan en la imagen de un sistema completo: el pueblo quiere la caída del régimen —gritan desde el mundo árabe; todo el pueblo quiere un nuevo régimen, claman desde las “grandes alamedas” que otra vez abiertas en medio del país.
La indiada recorrió las calles, expuso su vida a la violencia de militares y policías que defendían la “frontera” y, en el instante en que sus representantes del Congreso suscribieron el “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, el primer significante obliterado fue el de “asamblea constituyente”, que fue imperceptiblemente sustituido por el de “convención constitucional” (o mixta, en caso que así lo dirima el plebiscito). Recordemos que la indiada de Chile ha expresado que la “asamblea constituyente” sería el lugar en el que el intelecto común puede cristalizar una forma precisa de deliberación política. La indiada es apabullante potencia de un deseo sin dirección ni liderazgo que, sin embargo, ha destituido al orden de las cosas. Porque, en tanto cristalización del intelecto común, el pueblo quiere sentarse en el vacío dejado por parlamentarios y gobierno. Pero no para investirse de su autoridad oligárquica y reproducir la soberanía que él mismo ha destituido, sino para abrazar una “democracia popular” que no habrá que entenderse por un específico “régimen” de gobierno, sino por una “potencia igualitaria” capaz de destituir el ensamble militar-empresarial sobre el que se ha fundado el pacto oligárquico de Chile.
Que los parlamentarios de turno —por presión del capital financiero y presunta digitación expresa de Washington— hayan sustituido el significante “asamblea” por el de “convención” no puede ser algo casual. Ante todo, los juristas se han apresurado a subrayar que el asunto de nombres no importa porque, en el fondo, el dispositivo será el mismo. ¿Será el mismo? Y si es el mismo, ¿entonces por qué no recurrir al término “asamblea constituyente”? La sustitución de “asamblea” por “convención” es una operación que sustituye el vocabulario popular por el de la oligarquía en su versión parlamentaria, obliterando la posibilidad de un simple “agenciamiento” que emerge desde la propia potencia popular, en favor de la “aristocratización” promovida por el paradigma parlamentario. En ese plexo, el “acuerdo” se erige desde una primera derrota popular, pero, a la vez, nos abre a un segundo tiempo por disputar.
Sin política no habrá disputa y hoy, más que nunca, a pesar de todo, la indiada nuevamente tendrá que asaltar los elegantes palacios y abrir su lugar en la futura Carta Fundamental. Porque la indiada ha ganado demasiado para bajar los brazos frente al “acuerdo” y dejarle el nuevo artefacto a los de siempre: más bien, no tendrá que restarse ni sumarse, sino que tendrá que actuar políticamente para transformarlo. A pesar de que el Estado la sigue acribillando y hace pasar todo como si la violencia sistemática ejecutada por militares y policía hubieran sido “hechos aislados”, todos sabemos que se trata de una política que, permeada del mito colonial, pretende que la indiada retroceda de las calles y vuelva al Bio Bío. Pero, como se ha visto, ella no volverá, sino que ingresará a las calles para destituir lo que sea necesario del nuevo artefacto (el “acuerdo”) y no renunciar a su imaginación popular. Su disputa ya ha comenzado desde el instante en que después del anuncio del “acuerdo” el pueblo se ha volcado a las calles.
Los indios de Chile no descansarán. La presencia simultánea de banderas mapuche y chilena en las marchas expresa la intempestividad de la potencia popular. La indiada es el punto de intersección entre ambas banderas, el lugar sin lugar en que acampa el sitio baldío, más allá de toda representación. Porque la indiada no es más que el sobrante –el resto- del pacto oligárquico de Chile, aquel que se ha restituido demasiadas veces (1833-1925-1980) y que no ha consistido más que en el atrincheramiento de una oligarquía en desmedro del indio. Este sigue siendo el “error” al orden y la “indi-gencia” que no se quiere ver. Pero la indiada popular —esa multitud acéfala— se levanta y aterra a su oligarquía, deviene monstruosidad inmanente a la República, la sombra que puede ser calificada de “alienígena”: de otro mundo, de otra lengua, de otra frontera.
La indiada deviene inactual consigo misma y, por esa misma intensidad, no puede sino temblar intempestiva. Por eso, no da lo mismo “asamblea” que “convención”: si esta última se deja regular por el régimen de representación parlamentaria, dejando de lado el vocabulario popular, reproducirá en un “segundo tiempo” la expulsión de la indiada y terminará haciendo de la nueva Constitución una nueva frontera del pacto oligárquico de Chile. Sin embargo, los indios de Chile están aquí para disputar esos dispositivos y actuar políticamente frente a la posibilidad de una nueva injusticia.