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Los límites de la extrañeza

«Mientras la cuestión paródica y el humor están claros, la suma de guiños a la ficción y la metaficción, por no hablar de los juegos literarios y las referencias cinematográficas, suman una acumulación barroca de elementos que no siempre llega a puerto», escribe Iván Pinto sobre Los hiperbóreos, la última película de la dupla formada por Cristóbal León y Joaquín Cociña.

Por Iván Pinto | Crédito de imagen principal: León y Cociña Films

Relacionándolo a los orígenes del cine, un poco en serio, un poco en broma, Joaquín Cociña, uno de los codirectores de Los hiperbóreos, señalaba en una intervención luego de la proyección de la película, que él sentía que su trabajo se insertaba en el “lado Méliès” del cine chileno, dejándole el “lado Lumière” a realizadores como José Luis Torres Leiva o Alejandro Fernández Almendras. Mientras estos operaban más desde el plano y la contemplación, su trabajo se enfocaría en el trucaje, el engaño, la chapucería. 

A partir de esta idea, podríamos pensar determinadas estéticas del cine chileno bajo un impulso común, una suerte de retorno a las preguntas basales, inaugurales del cine como experiencia sensible. En este caso, el montaje, la ilusión, la ficción como alteridad parecen ser el centro de una dislocada “thriller-comedia”, cuyo tratamiento formal y material subsume a la narración. 

Los hiperbóreos 
Chile, 62 minutos 
Dirección: Cristóbal León y Joaquín Cociña 
Elenco: Antonia Giesen, Francisco Visceral, Jaime Vadell 
Productoras: Globo Rojo Producciones y León & Cociña Films 

En el nivel argumental, hablamos de una trama laberíntica que estaría narrada por la actriz Antonia Giesen, quien, a partir de la reconstrucción de una película perdida de los propios Cristóbal León y Joaquín Cociña, se sumerge en una historia donde se pierden los sentidos de realidad. Los hiperbóreos parte en el presente con Giesen investigando el caso de un paciente clínico que escucha voces y recita una especie de guion de fantasía y ciencia ficción. El relato tendría como base una novela del escritor esotérico y fantástico Miguel Serrano, también conocido por su abierto nazismo, además de una suerte de código encriptado. Desde aquí las líneas se bifurcan: por un lado, un mundo dictatorial donde un robótico Jaime Guzmán da órdenes a Giesen (ahora policía) para llevar a cabo la misión de recuperar la cinta; por otro, la búsqueda de un “metalero” al cual la misma protagonista ha realizado una terapia, quien tendría el fragmento clave de la película perdida. Se trataría de una biografía de Miguel Serrano y su relación con el esoterismo y el nazismo, por no mencionar que los directores de la película estarían encarnando las ideas de Miguel Serrano, quien les da órdenes desde el más allá para resucitar al Führer. 

Desde el lado más formal, la película comienza como una narración dirigida al espectador —un poco al estilo de Orson Welles en F for Fake (1976)— , situada en un escenario teatral que constantemente se transforma. El primer nivel, “realista”, prontamente entra en juego con el del sueño, los mundos alternativos e incluso recreaciones “digitales” realizadas con materiales reciclados, muñecos de papel maché y fragmentos de stop motion, donde Giesen tiene su propio avatar de cartón. Así, estamos frente a un mundo inestable que, además, los realizadores todo el tiempo buscan romper. El punto de vista establece una narrativa de complot —¿quién narra?—,  en la que rápidamente perdemos parte del hilo: a quién seguimos, para qué, a lo que se suma el hecho de que los realizadores incorporan datos reales como el nombre de la actriz o de los suyos propios, además de sucesos históricos concretos. 

La película tiene sus puntos fuertes, acaso el hallazgo genuino de los directores: el constante juego formal con los materiales, la inventiva de construir narración con elementos precarios, juegos de luces y piezas de cartón, en un lenguaje que incorpora al espectador en su propio proceso constructivo, cuestión que también formaba parte de La casa lobo (2018), su anterior largometraje, y que es, sin duda, el sello distintivo y original de Cociña y León. 

Con todo esto dicho, creo que Los hiperbóreos funciona de forma irregular. Mientras es una película que desborda creatividad e intención por dislocar la narración centrada y clásica para llevarnos a un juego de capas —de ficción y metaficción—, el intento por narrar, en un sentido clásico, se hunde en medio de este juego formal, perdiendo el sentido último del discurso.  Mientras la cuestión paródica y el humor están claros, la suma de guiños a la ficción y la metaficción, por no hablar de los juegos literarios (Serrano, Bolaño, Burroughs, Philip K. Dick) y las referencias cinematográficas (Michel Gondry, Philip Kaufman, Jan Švankmajer), suman una acumulación barroca de elementos que no siempre llega a puerto, quedando la duda del límite entre el divertimento formal y el discurso cinematográfico propiamente tal.  

Anárquica y risueña, sin duda, la cuestión se vuelve un poco más pesada al jugar con los elementos históricos, como lo son la dictadura, Pinochet o el nazismo de Serrano. Una risa nerviosa, algo provocadora, que en el discurso de los realizadores se mueve entre el señalamiento moralista y el reconocimiento de que, efectivamente, hay un atractivo particular en el mundo literario de Serrano. Mientras el viejito Schäfer de La casa Lobo funcionaba como contrapunto a la perversión pedófila, o la aparición de Diego Portales en el cortometraje Los huesos (2021) operaba como la presencia espectral del autoritarismo en la historia de Chile, aquí queda menos clara la intención, que podría ser desde reírse de la fantasía nacionalista de Serrano, de sus ideas raciales y sanguíneas, hasta intentar una especie de psicoanálisis de la mitología fascista o, simplemente, sumergirse en una selva de signos históricos desrealizados a través del juego paródico y metatextual o, quizás, todo esto junto de forma algo confusa. No suma, tampoco, la idea del fascismo como una fuerza metafísica que atrapa a los propios directores, una suerte de fuerza irrefrenable que cautivaría por su “mística”. 

Volviendo a la discusión sobre las “líneas” del cine chileno, bien podría señalarse que Los hiperbóreos, junto a El conde (Pablo Larraín, 2023) o Animalia Paradoxa (Niles Atallah, 2024), en el marco de una crisis epocal de gran escala, abogan por la ambigüedad, la irrealidad y el clima angustiante a través de una experimentación formal que explora los límites discursivos de la ficción como posibilidad para imaginar mundos (más que para representarlos). Una fascinación por la extrañeza y una distancia irónica con lo político mientras la propia cara del mundo se ha vuelto irreconocible. Bien podríamos contestar, ante este estado de las cosas, que al arte que hoy se considere político también le cabe la función de la dilucidación y la legibilidad del presente, sin dejar de lado la experimentación plástica y material. Lumière y Méliès juntos.