La escritora y activista boliviana reflexiona sobre la institucionalización del feminismo y problematiza la paridad “como una idea que biologiza y despolitiza la condición de mujeres”. La cofundadora del colectivo Mujeres Creando —uno de los espacios de organización feminista más transgresores de Bolivia— analiza también el fracaso del proceso constituyente chileno e invita a los hombres a formar parte de una “lucha despatriarcalizadora” que les entregue una opción de reconstituirse.
Por Bárbara Barrera Morales | Fotografías: Felipe PoGa
Muchas cosas tuvieron que pasar en la vida de María Galindo (La Paz, 1964) antes de que decidiera hacerse feminista: una incursión temprana en la izquierda radical a través del movimiento estudiantil en oposición a las dictaduras militares en Bolivia (1964-1982); un exilio forzado en la Ciudad del Vaticano gracias a la ayuda de una congregación de monjas con la que trabajó ocho años estudiando procesos de canonización y que nunca se enteró de que era atea y lesbiana; y un retorno a su país que, ya en democracia, atravesaba cambios impulsados por el auge de las políticas neoliberales bajo la presidencia de Jaime Paz Zamora. Todo esto fue cimentando el camino, pero lo cierto es que su experiencia como militante de izquierda radical fue el punto de quiebre.
Crítica acérrima de lo que la rodea, María Galindo comenzó a denunciar la sumisión, el acoso sexual y la “obsesión vanguardista” de una izquierda boliviana que era incapaz de considerar otras categorías de dominación diferentes a las de clase. “No había manera de denunciar una violación dentro del partido, no había manera de que los compañeros asumieran su pedazo de trabajo doméstico, manual, de cuidado de la vida. No había manera de discutir la homofobia, como decía Pedro Lemebel. Entonces, la manera fue hacer feminismo, salirse de la organización y tirarles la puerta en la cara”, cuenta la escritora boliviana.
Entre la decepción y la convicción absoluta de que el camino era escindirse de aquella izquierda que, además, ya había perdido terreno ante la consolidación del modelo neoliberal, en 1992 decidió fundar Mujeres Creando junto a Julieta Paredes, poeta, activista lesbiana aymara y expareja de Galindo. Este colectivo anarcofeminista —o “laboratorio de experimentación”, como le gusta nombrarlo— reúne a miles de mujeres trabajadoras en diferentes ciudades de Bolivia, bajo la idea esencial de sacar al feminismo de la academia a través de acciones políticas, artísticas y literarias, cuyo principal espacio de expresión es la calle. Dentro de ellas destacan sus performances y grafitis en paredes de La Paz con frases incendiarias como “Indias, putas y lesbianas juntas, revueltas y hermanadas”.
Su trayectoria como escritora, activista y feminista se condensa en su última publicación titulada Feminismo bastardo (2022) —que presentó recientemente en una actividad organizada por la Universidad de Santiago de Chile (Usach) y que cuenta con un prólogo de Paul B. Preciado—, la que reúne una serie de artículos y conferencias sobre feminismos, disidencias sexuales, justicia patriarcal, colonialismo, movimiento indígena y pandemia, entre otros.
Junto al concepto “feminismo intuitivo”, que para la escritora “no responde a una instrucción ideológica ni a una lectura académica, sino a una decisión existencial y a una lectura directa y vivencial” de las mujeres sobre sus cuerpos, la calle, el barrio y todos los espacios que habitan, su propuesta del concepto de “lo bastardo” resulta fundamental para abrir nuevos debates al interior de los feminismos.
En su prólogo, Paul B. Preciado lo define como “el resultado de la violencia sexual originaria a través de la que se sella la alianza patriarcal conquistador– conquistado”. A diferencia del mestizaje, que se entiende como una relación libre y horizontal, el bastardismo asume que se trató de una imposición colonial violenta sobre los cuerpos de las mujeres.
Bajo este marco, Galindo apunta a reivindicar el lugar de la bastarda porque “reconoce su origen violento y es una invitación a asumir de frente todas las contradicciones de la piel y de la historia, por muy dolorosas que sean”.
¿Qué es lo que nos aporta hoy lo bastardo? ¿Por qué es necesario reivindicar ese lugar?
—Lo bastardo es un campo político de impugnación de la identidad del Estado-nación que está muy arraigada en nuestros países, y que es una identidad blanco-mestiza que supone una alfombra debajo de la cual escondemos toda la mugre, toda la violencia, toda la corrupción, para aparentar la condición de una sociedad supuestamente moderna. Entonces, el campo del bastardismo es levantar la alfombra y dejar en evidencia toda esa mugre. Es disputar, o poner en crisis, la hegemonía blanco-mestiza, hablar de las violencias, de nuestros complejos corporales, comportamentales y sexuales, que tienen que ver con una memoria colonial inconsciente que está ahí.
A propósito de la posibilidad que entrega el lugar bastardo para hablar sobre nuestros complejos y nuestra historia, ¿crees que el proceso constituyente chileno fracasó en parte porque nos faltó discutir y enfrentar nuestros mayores miedos?
—Sí, pero creo que son muchas cosas al mismo tiempo, una sola lectura es equivocarse de antemano. Punto uno, creo que los sectores del Apruebo se confiaron demasiado. Punto dos, creo que, probablemente, fue un proceso muy acelerado. Había que hacer una concatenación de ritmos importante. Los ritmos de la sociedad y del pensar, los ritmos entre el estallido y el Apruebo, no se dieron con suficiente margen. El tercer factor, aunque no sé exactamente cuál haya sido el rostro del Apruebo, lo relaciono con la fuerte crítica en Bolivia a la izquierda letrada que vive muy bien, que habla muy difícil y que no sabe conectar con la gente. Pasa lo mismo con el feminismo letrado que no sabe conectar con la gente. No sé cuántos esfuerzos se hicieron, pero creo que ninguno fue suficiente para conectar profundamente.
Uno de los conceptos que más dio vueltas durante el proceso constituyente chileno fue el de plurinacionalidad. Muchos representantes de los pueblos indígenas lo reivindicaron y se quiso instalar en la propuesta de la nueva Constitución. ¿Cuál es tu perspectiva de la plurinacionalidad?
—En esto voy a hablar como boliviana. En Bolivia, el Estado-nación constituyó un caparazón identitario mestizo-blanco hegemónico y negador de la identidad indígena. Con la plurinacionalidad, lo que ocurrió en Bolivia es que se creó un caparazón secundario, subalterno del caparazón del Estado-nación, que es la plurinacionalidad como folclore y exotismo indígena. La plurinacionalidad en Bolivia no significó pluralidad en educación, en salud, en justicia y control de los territorios. O sea, la plurinacionalidad del modelo de García Linera es mentira, es una propaganda, es una demagogia. Si entendemos la plurinacionalidad como el despojo de la hegemonía blanco-mestiza es interesante, pero ese proceso no se ha dado. Ahí es de donde yo saco la tesis de “lo bastardo”, porque creo que hay que crear otro espacio, diferente del espacio blanco-mestizo, y diferente del espacio indígena, para discutir y procesar los complejos, los odios, las historias.
En Chile, al menos desde 2014, se generó una masificación del feminismo, con hitos como el movimiento Me Too en 2017, la movilización del Mayo Feminista de 2018, las posteriores marchas del 8 de marzo y finalmente con la posibilidad de haber escrito una nueva Constitución en paridad. Pero pareciera ser también que el feminismo se ha vuelto una moda. ¿Qué crees que pasa cuando el feminismo deja de incomodar?
—Si el feminismo deja de incomodar, no sirve absolutamente para nada. Por eso es que yo reivindico mucho ese feminismo intuitivo, que es un feminismo que quizás no se llama a sí mismo como feminismo, o sí, pero que básicamente es un feminismo de la desobediencia, popular y masivo. El feminismo deja de incomodar cuando se vuelve no solamente una moda, sino una especie de patrimonio elegante de pequeñas élites, sea de partidos políticos, de instituciones o de ONG.
En esta crítica a la institucionalización del feminismo, ¿qué opinas de las cuotas de género?
—La categoría de género, más que el feminismo, como una entidad tecnocrática, como un adminículo, como una especie de engranaje del propio proyecto neoliberal, está funcionando hace muchos años en nuestro continente y una de las instituciones principales articuladoras de esa visión neoliberal del feminismo es ONU Mujeres. Es algo que viene sucediendo hace varias décadas y que, además, viene instalando una serie de confusiones, como la propia teoría de que las mujeres necesitamos empoderamiento. Las mujeres tenemos un problema de poder, pero yo siempre digo: «ante el poder te rebelas, no te empoderas».
Entonces, más que por el empoderamiento de las mujeres, tu abogarías por el desempoderamiento masculino.
—Por la despatriarcalización. El proyecto político feminista, desde mi punto de vista, no es la feminización del poder, sino la despatriarcalización de las estructuras, donde los compañeros hombres tienen algo que hacer. Esta no es una tarea de las mujeres para las mujeres. El sujeto político de los feminismos no somos las mujeres en cuanto mujeres, también está toda la población mal llamada LGBTQ+, que yo llamo mariconada.
Rita Segato aseguró en una entrevista para Palabra Pública que “el feminismo está ayudando a que los hombres se liberen”. ¿La despatriarcalización también tiene que ver con algo similar? ¿Con una toma de conciencia por parte de los varones?
—Estoy muy de acuerdo con Rita en esa parte que la has citado, es decir, hay una agenda política masculina pendiente, que está sin hacer, porque la identidad con el Estado-nación, con la policía, con el uso y abuso de la fuerza es muy fuerte por parte del mundo masculino. Yo no creo que un hombre pueda ser feminista, pero sí creo que puede estar en una lucha despatriarcalizadora. Esa lucha debe tener su propio nombre y su propia construcción política. Yo todavía estoy esperando a los exhombres, a los disidentes de la condición de hombres, no que sean buenos hombres. Solamente una matriz masculina despatriarcalizadora les puede dar una esperanza de vida, de sensibilidad, de reconstitución de sí mismos, de convertirse en otros. No es un deber ser, es una urgencia, que es diferente.
Para el Mayo Feminista de 2018 se dieron diferentes instancias separatistas, donde se echó a los hombres de algunas asambleas y encuentros, sobretodo al interior de las universidades. ¿Qué te parece esa postura?
—No existe una receta, desde mi punto de vista. Si estuviera con esas compañeras, jamás las censuraría porque en una acción política colectiva de esa envergadura hay una razón de ser, y no les hace ningún daño a los compañeros recibir una experiencia de censura, de cuestionamiento. Ahora, no estoy de acuerdo con cerrarle la puerta a un compañero porque es hombre. Me parece que ese es un determinismo que las feministas nunca hemos defendido porque nosotras estamos en contra de todo determinismo. Desde el cuerpo masculino puedes tomar conciencia, probablemente a partir de otros elementos y de una conciencia limitada, o no, pero esa conciencia se está tomando. Yo la veo trabajando en términos muy óptimos con un equipo masculino, no es algo por lo que tenga que pedir permiso a mi movimiento. Las compañeras del movimiento ven esa relación y la valoran también.
En tu libro elaboras una crítica férrea a las mujeres que llegan al poder para seguir reproduciendo lógicas patriarcales en espacios que han sido construidos mayoritariamente por hombres. Pero en Chile tenemos el caso de la ministra de la Mujer y Equidad de Género, Antonia Orellana, que ha impulsado iniciativas como el Registro Nacional de Deudores de Pensiones de Alimentos, que se hace cargo de un problema histórico que afecta a las mujeres en nuestro país. En tu lectura, ella estaría bajo una lógica patriarcal de gobierno, sin embargo, en la realidad, está haciendo cosas concretas por y para las mujeres.
—Creo que esas mujeres, si es que las hay, son la excepción de la excepción de la excepción. Lo que estamos enfrentando es una máquina patriarcal que se ha dotado de staff de mujeres para reforzar su propia estructura. Entonces, primero, el fenómeno hegemónico es ese y ante eso hay que tomar posición. Segundo, creo que, además, la idea de la paridad, como está planteada, es una idea que biologiza y despolitiza la condición de las mujeres, en el sentido de que una mujer, en cuanto que es mujer, ocupa un lugar. Y es mujer en cuanto tiene útero. Por eso es que la paridad es una tesis política que ocupan los fascismos a escala mundial.
Me parece muy interesante lo que les está pasando con Antonia Orellana, pero es la excepción de la excepción. Ella misma probablemente tiene que lidiar con mujeres de derecha que están enarbolando su condición de mujeres a partir de supuestas luchas feministas que las han colocado ahí. Entonces, hay un absurdo en todo esto, hay un reverso.
La escritora Camila Sosa afirmó que «hay un montón de gente nombrándose disidencia y que no es disidente de nada». ¿Qué pasa cuando una parte del «enlatado LGBTQ+», como lo llamas en tu libro, se autoproclama como disidencia, pero, por ejemplo, no cuestiona las estructuras patriarcales?
—Lo que pasó en ese ambiente, en distintos de nuestros países, es que fueron tremendamente despolitizados. Se inyectó mucho del financiamiento oenegero y del discurso de derechos; de que si eres marica, LGBTQ+, tenías que luchar por salir del closet y por una ley de matrimonio. Entonces, se abandonó el análisis de la lucha de clases, del racismo y del colonialismo dentro del universo marica. Las referencias fueron siempre norteamericanas, anglo-hegemónicas, y eso condujo a cierta despolitización del universo LGBTQ+. Lo que hay que hacer es repolitizar esa condición desde otros discursos y debates porque, además, los fascismos nos quieren matar.