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Guadalupe Nettel: “La naturaleza es la mejor escuela de diversidad”

No es ningún secreto que las nociones de maternidad o de familia son construcciones humanas. Basta con mirar a los animales para entender que existen formas múltiples de vivir estas experiencias, sugiere la escritora mexicana en La hija única, su última novela. El libro puede leerse como un manifiesto contra la sacralización de los lazos sanguíneos y, de paso, como un recordatorio de los claroscuros de la maternidad. En esta entrevista, Nettel habla también de su trabajo como directora de la Revista de la Universidad de México, uno de los medios culturales más longevos del continente, y defiende la importancia de que las universidades tengan estos espacios de difusión del conocimiento y la cultura.

Por Evelyn Erlij

A veces los silencios de una lengua dicen más que sus palabras. Varias mujeres que han escrito sobre experiencias relacionadas al cuerpo femenino han tomado conciencia de que el desarme de las estructuras patriarcales no se juega solo en el lenguaje y su generización, sino también en sus vacíos. Le pasó a Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) cuando escribía su última novela, La hija única, en la que relata la historia de Alina, una gestora cultural que después de años de despotricar contra la maternidad —“el grillete humano”, le llamaba—, decide tener un hijo. Junto a su compañero intentan todos los métodos de fertilización posibles, hasta que todo da un giro violento: Alina se embaraza, pero al octavo mes le anuncian que su hija no sobrevivirá a causa de una microlisencefalia.

“Existe una palabra para designar a aquel que pierde a su cónyuge, y también una palabra para los hijos que se quedan sin padres. Sin embargo, no existe una para los padres que pierden a sus hijos. A diferencia de otros siglos en que la mortandad infantil era muy alta, lo natural en nuestra época es que eso no suceda. Es algo tan temido, tan inaceptable, que hemos decidido no nombrarlo”, advierte Laura, la narradora de la novela y mejor amiga de Alina, una doctoranda en literatura que, frente al dilema de la maternidad —al menos en el sentido tradicional—, decide ligarse las trompas. Para las personas como ella tampoco hay un nombre propio: en castellano no existe un término para designar a las mujeres sin hijos como sí lo hay en inglés, childfree.

“Lo que (esos silencios) dicen es que la cultura no se ha permitido pensar la posibilidad de que un hijo no exista en el contexto de una mujer o de una familia”, advirtió Lina Meruane hace unos años al hablar sobre su libro Contra los hijos, una diatriba que sacó ronchas por atacar el mandato cultural de la maternidad. La hija única, décimo trabajo de Guadalupe Nettel, también empalabra esas realidades silenciadas a través de la voz de Laura, una de las tres mujeres que protagonizan la novela y quien, además de narrar la historia de Alina —basada en el caso real de una amiga de la autora—, aborda su relación con Doris, su vecina, una madre agobiada de lidiar con la furia de Nicolás, hijo de un exmarido maltratador, que un buen día se atrinchera en su cama y no se levanta más.

Guadalupe Nettel. Crédito: Mely Ávila

Nettel, ganadora de premios como el Ana Seghers, de Alemania, y el Herralde de novela por Después del invierno (2014), lleva años desmontando tabúes en libros como El huésped (2006), El cuerpo en que nací (2011) o La hija única. Más que una historia sobre maternidades, la novela es una suerte de manifiesto contra la sacralización de los lazos sanguíneos y una defensa de la crianza como una tarea colectiva. De paso, es un recordatorio de que la maternidad, todavía edulcorada en el discurso público, también está poblada de rincones oscuros, de “secretos” —como apunta en el libro— que a la larga son formas de asegurar la continuidad de la especie.

“La gente sabe en su fuero interno que si se verbalizara, si se transmitiera esa experiencia tal y como es, muchas mujeres decidirían no reproducirse. Reconocer el inmenso trabajo que implican los cuidados y la crianza es admitir la injusticia de que ese trabajo pese sobre una sola persona y la injusticia de que no esté remunerado —dice la escritora desde Estados Unidos, donde por estos días anda de viaje—. Por otro lado, hay un ideal de la maternidad que muchas mujeres quisieran cumplir o con el que quisieran ser identificadas. Admitir que a veces no son tan felices siendo madres las hace sentir culpables. Es algo muy semejante a lo que Virginia Woolf denominaba ‘el ángel de lo doméstico’, un deber ser que la sociedad nos inculca de forma subliminal y del que es muy difícil liberarse”.

A pesar de los avances de los feminismos, todavía no se habla lo suficiente de lo oscuros que pueden ser el embarazo y la crianza: la madre que se queja todavía es una potencial “mala madre”. En los últimos años, se han publicado varios libros sobre la relación ambivalente de las mujeres con la maternidad. ¿Crees que la literatura ha abierto un espacio que en la sociedad sigue bloqueado?

—Hay textos muy viejos que abordan la condición subordinada de la mujer y en especial la de las madres, pero las sociedades en las que fueron escritos no querían ni oír hablar de esos temas —advierte Nettel—. Piensa que en el siglo XVIII, Olympe Des Gouges fue guillotinada por pedir que los derechos del hombre fueran también de la mujer. Algo tan básico como eso era inaceptable. Los hombres querían que las mujeres fueran elfos domésticos eternamente. Si ahora para muchos resulta indignante que una mujer se queje de la carga de la maternidad, ¿cómo habrá sido escucharlo en aquel tiempo? Libros como La mujer helada (1981),de Annie Ernaux, que ahora consideramos hermosamente escritos y muy potentes, eran silenciados o invisibilizados por los críticos, los libreros, los académicos y los bibliotecarios, espacios históricamente dirigidos por hombres. Fueron las feministas las que abrieron y sostuvieron el debate durante años y gracias a ellas, en el siglo XXI, el tema de la maternidad se ha convertido en un tema relevante.

El personaje de Doris revierte la fantasía de que las madres lo pueden todo, de que no hay derecho a enfermarse o rendirse. ¿Por qué quisiste integrar este personaje en paralelo a la historia de Alina?

—Doris encarna a todas las mujeres que conozco que por una razón u otra han encallado en la maternidad y no logran salir a flote. Tiene la autoestima y la confianza en sí misma muy deterioradas por la violencia doméstica que sufrió durante años. Está deprimida, no consigue hacerse cargo de sí misma y además se lleva fatal con un hijo al que adora. Vive atrapada entre la necesidad de ponerse en pie y la culpa que le genera no poder ser la madre ideal. Quería visibilizar a ese tipo de mujeres, darles una voz y disfruté cuando poco a poco se fue poniendo de pie en la historia a pesar del sacrificio que implicaba separarse por un tiempo de su niño.

Desde El cuerpo en que nací vienes problematizando la idea de que las familias nucleares y biológicas son una imposición, que los conceptos de familia y de mater-paternidad son permeables. “Es cosa de ver la naturaleza”, escribes, y tu novela es un ejemplo de que la crianza no es un trabajo exclusivo de los padres; que la familia adopta formas diversas. Entender esto es liberador, porque desacraliza la figura de los padres. Da la impresión de que este es un asunto aún pendiente en las discusiones feministas.

—Es un tema que me interesa mucho. Creo que los seres humanos tendemos a ver la vida a través de una reja muy estrecha. Como si viviéramos en una jaula mental y salir de ahí nos resulta muy difícil. Imagínate cuántos siglos tuvieron que pasar para que la sociedad viera la homosexualidad como algo natural. Cuando yo era chica escuchaba que esas relaciones eran “contra natura” y cuando me empecé a interesar en los animales vi que hay muchísimas especies que la practican, de la misma manera en que hay especies monógamas o polígamas, incluso transexuales. Todo cabe en la naturaleza. Se trata de la mejor escuela posible de diversidad a la que podemos acceder. Muchos mamíferos, como los lobos, los elefantes o los delfines, crían en grupo a sus cachorros, y estoy convencida de que los humanos hicieron lo mismo durante siglos. Me parece lo más lógico y lo más cómodo. ¿Te imaginas que cada familia se encargara de la escolaridad de sus hijos como ocurrió ahora durante la pandemia? Están mejor en una escuela, ¿no crees? Yo pienso que debemos abrir nuestros barrotes mentales y buscar las formas de familia que más nos acomoden. Además intuyo que en una familia extendida sería más fácil proteger a los niños de la violencia y los abusos, algo que me parece muy importante.

En Chile se ha discutido últimamente la idea de la sororidad, a raíz de que se ha condenado a críticas literarias por reseñar de forma negativa libros de autoras, por reproducir, supuestamente, prácticas patriarcales de “ningunear” la escritura de mujeres. Hay feministas que plantean que no hay que biologizar la literatura ni homogeneizar la categoría “mujer” porque se omite qué se escribe o desde dónde se escribe; mientras que otras apoyan la idea de visibilizar el trabajo de las mujeres más allá de las diferencias. ¿Qué opinión tienes sobre esta discusión?

—Creo que hay que empezar por reconocer un hecho histórico: la literatura escrita por mujeres talentosas ha sido “ninguneada” durante siglos. Basta echar un vistazo a la colección Vindictas que la editorial Libros UNAM y la editorial Páginas de espuma han puesto en marcha para rescatar del olvido a ese tipo de autoras. Es más, durante siglos, las mujeres tuvieron que usar pseudónimos masculinos para poder publicar y ser leídas. Yo quisiera pensar que esto ya se acabó. También me gustaría pensar que las que ejercen el oficio de críticas literarias tendrán esta historia en mente, pero también la libertad para ejercer su trabajo con pericia. Todos sabemos que hay tantas escritoras malas como escritores malos. Exigirle a las mujeres que no digan o que no escriban lo que piensan equivale a ponerles otro grillete.


La huella de Nettel en La Revista de la Universidad de México

En 2017, Guadalupe Nettel —Doctora en Ciencias del Lenguaje de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París— se convirtió en directora de la publicación cultural más longeva de su país: la Revista de la Universidad de México, un espacio que, bajo su tutela, se ha convertido en un puente entre intelectuales, académicos, investigadores y universitarios de distintas generaciones y rincones de América Latina. Su meta, dijo entonces, era tender puentes entre la universidad y los lectores de todo el continente, y lograr un diálogo entre autores de habla hispana en torno a asuntos que van desde el arte y la literatura, hasta la política y las ciencias. Cuenta, además, con un Consejo Editorial internacional conformado por nombres como Alejandra Costamagna, Martín Caparrós, Jorge Herralde y Enrique Vila-Matas.

Muchas veces se le reprocha al mundo académico cierto ombliguismo y una imposibilidad de no poder salir de los códigos y del lenguaje del paperismo, como se suele llamar la carrera por publicar artículos académicos. ¿Qué diagnóstico haces de estos años que llevas dirigiendo la revista? ¿Cuáles fueron las mayores dificultades que enfrentaste cuando llegaste?

—Creo que hay una diferencia grande entre los journals especializados y las revistas culturales. Es normal y supongo que deseable que se emplee un estilo académico en los primeros. La Revista de la Universidad de México, en cambio, es una publicación cultural que busca propiciar el diálogo entre distintas disciplinas, los investigadores, los estudiantes y el público en general. Por eso buscamos que los textos sean fáciles de leer y que el lenguaje sea comprensible para un lector no especializado. Ninguno de los dos estilos es fácil. Cuando uno lee los textos de divulgación piensa que cualquiera puede escribir con sencillez, pero esto es un espejismo. El problema de escribir únicamente papers es que después cuesta mucho salir del molde. Pasa lo mismo con la gente que vive y trabaja dentro de un campus, ya sea dando clase o investigando, después se olvida de que la vida fuera de la universidad es muy distinta, y es cuando se produce la desconexión que describes. Cuando los académicos publican en nuestra revista, les damos algunos ejemplos del texto que esperamos de ellos, los acompañamos durante el proceso y muchas veces el resultado es muy bueno. Cuando los vemos muy instalados en sus costumbres estilísticas, preferimos hacerles una entrevista y eso también funciona en la mayoría de los casos.

En México hay una fuerte tradición de revistas, mientras que, en Chile, las únicas revistas culturales que van quedando dependen de dos universidades (la U. de Chile y la U. Diego Portales). ¿Por qué crees que es importante que las universidades tengan estos espacios?

—Es verdad que existe una tradición de revistas culturales en mi país, pero por desgracia también se han ido extinguiendo en las últimas décadas, y la pandemia no hizo sino empeorar las cosas. Es muy triste. Por otro lado, la gente lee cada vez menos revistas y suplementos en papel o son raros quienes aún lo hacen. Para mí no se compara el placer de sentarse en la banca de un parque o en un sofá a leer una revista impresa con el de leer en una pantalla. Prefiero mil veces lo primero. Las universidades tienen la vocación de difundir el conocimiento y de propiciar el diálogo entre pensadores de distintas disciplinas. Una revista es un espacio perfecto para estas dos cosas. Todo se puede mezclar en un número sobre el Caribe o sobre la risa, por poner dos ejemplos: ciencia, poesía, historia, sociología, geografía y muchas materias más. Me parece muy importante que al menos las universidades vean la importancia de mantener espacios así y los aprovechen.