La escritora y cofundadora de Sangría Editoras publicó recientemente dos libros: el volumen de cuentos Autos que se queman y el ensayo Látigo versus luma. Herramientas feministas para intervenir la literatura, en el que propone caminos para repensar las formas de producción y de consumo literario. “Una de las tareas de la ficción es habitar lo posible o expandir lo que habitamos y cómo lo habitamos. Es encontrar alternativas para el habitar en común”, afirma la autora.
Fotografía: Horacio Ríos
Un abordaje literario y otro analítico sobre distintos tipos de violencias es el punto en común del volumen de cuentos Autos que se queman (Ediciones Los Libros del Cardo) y del ensayo Látigo versus luma. Herramientas feministas para intervenir la literatura (Ediciones Oxímoron, 2022), los últimos libros de la escritora, docente y editora Mónica Ramón Ríos. La autora, además de ser cofundadora de Sangría Editora, es profesora visitante en el Departamento de Medios y Humanidades del Pratt Institute de Nueva York, ciudad en la que vive. Desde ahí, explica que ambos libros “se encienden desde la misma mecha, la rabia, para avanzar a otras formas de existencias y movimientos colectivos. Dicho de otro modo, son impulsos similares que se cristalizan en distintos lenguajes estéticos”.
Autos que se queman sucede a su versión en inglés del año 2020 y contiene dos cuentos nuevos, “Yo veo umbrales”, aparecido en la edición número 300 de Revista Casa, de Casa de las Américas, y “El escorpión”, publicado en la revista mexicana La Tempestad. Si bien los dos libros están escritos en registros diferentes, para Ríos el ensayo es una continuidad del compilado de cuentos.
En Autos que se queman encontramos diferentes tipos de violencias. ¿Cuán importante crees que es leer o mirar esas violencias desde la literatura?
—Las caras de la violencia son muchas. En Autos que se queman investigo varias de ellas, y en los cuentos de la primera mitad utilizo la rabia como motor estético. Esa rabia provenía, como en el caso del cuento “La cabeza” y “El estudiante”, de una experiencia bastante real con quienes eran entonces mis empleadores. “Imprecación”, por su parte, lo veo como una extensión del cuento “Dead Men Don’t Rape”, donde quería remarcar la intersección del colonialismo estadounidense y la violencia sexual y la basada en el género. “El exterminio” fue escrito cuando todavía estaba en Chile y quería retratar la violencia de la precarización extrema en Santiago. En varios de los otros cuentos aparece una disparidad de poderes entre los sujetos que interactúan. Siempre me ha parecido extraño que en la ficción no se cuestione el desbalance de poderes cuando estos crean tramas y conflictos, [se suelen tratar] como si fueran parte de la vida privada de los personajes y no del sistema que define sus roles y relaciones.
En el libro hay un cuento sobre un femicidio. ¿Qué respuesta podemos encontrar en la literatura a este tipo de violencias?
—Respuestas importantes, primordiales. Estamos hablando del femicidio, uno de los crímenes más comunes en el mundo y que rara vez consigue justicia; es decir, un crimen que afirma una y otra vez que hay cuerpos que valen menos que otros. En un país como Chile, donde ya van once femicidios(*) y un suicidio femicida en 2023, nuestra literatura podría pensarse como la del sobreviviente. Quienes están cerca de una víctima de femicidio mueren con esa mujer cis o trans, y sobreviven en un sistema que culpa a la víctima y a la familia/amigues por su muerte. La literatura responde de manera directa —pienso, por ejemplo, en el potente volumen de Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana, donde narra su actual búsqueda de justicia por el femicidio de su hermana en 1990––, pero también de manera indirecta.
A veces la ciénaga literaria la llama “literatura de mujeres” o la usa para cumplir con su “cuota biológica”, en términos de María Galindo; pero los personajes mujeres, como parte de este mundo patriarcal, nacen, crecen y se educan en un mundo donde ser mujer significa mutilarse. [La antropóloga estadounidense] Gayle Rubin lo explica en detalle en Tráfico de mujeres: que la creación de la feminidad en las personas es un acto de brutalidad psíquica, pues se trata de que la niña, sin lenguaje ni acceso al poder, acepte ser transada. Céline Sciamma, la directora y guionista francesa, hablando sobre su proceso de escritura del guion de Portrait d’une jeune fille en feu, describe como político el gesto no solo de descartar el conflicto, eminentemente patriarcal, en pos de la tensión, sino también de la investigación del deseo de las mujeres. Dice que ni siquiera los personajes mujeres pueden desear, porque la ficción no es un lugar seguro para ellas. Son las mujeres y las disidencias quienes investigan esos deseos, que pueden ser estéticos, políticos, pero también la búsqueda de justicia, con el fin de abrir una existencia diferente.
La literatura responde a esa violencia fundamental que es la creación de la feminidad. Una de las respuestas posibles es la denuncia, como en [en mi cuento] “Dead Men Don’t Rape”. Otra respuesta, y es la que busco en otros cuentos como “Invocación”, es el análisis del deseo de sujetos que a veces se nos identifica como mujeres. Mientras tengamos el territorio de la literatura, siempre estará la idea de usurpárselo a quienes todavía ponen a una mujer “limpiando por amor” o siendo objeto de sus deseos. Eso ya no. Ya no los leemos. No los citamos. Por el contrario, creamos otra genealogía en nuestra letra, y esa es también una acción literaria contra la violencia cultural, que también permea la violencia contra nuestros cuerpos.
¿Qué lugar tiene la fantasía en tu trabajo literario?
—Me cuesta el realismo. Me cuesta ficcionar en primera persona. Me cuesta la ficción del yo y me cuesta el yo como ficción. La identidad es para mí un ámbito en mutación, y veo aquella mutación como un ámbito de libertad capaz de contener sus propios problemas y peligros. En mí habitan muchos yoes, y cuando escribo hago que esos yoes pasen por distintos materiales para otorgarles nueva luminosidad. Por ahí puedo conectar con el uso de la fantasía por la que me preguntas. Por supuesto que la fantasía como proceso psíquico se conecta con traer al presente algo que está fuera de la realidad. Algunos dirán que nos permite explorar los deseos y placeres, y lo descartarán porque la vida práctica puede seguir sin atender a ninguna de esas fuerzas. Para mí es lo contrario: la exploración de los deseos y los placeres como guía son algunos de los vectores fundamentales de mis habitaciones literarias. Los investigo a fondo, los transformo, los confronto a los poderes e imagino las consecuencias. Este método no es inocuo. Por el contrario, uno de sus efectos es el hallazgo de nuevas formas narrativas, de modelos de storytelling que surjan de las mismas situaciones.
Estoy a cargo de dos secciones de cursos de guion en la universidad, y en el primer ciclo enseño la modalidad de storytelling que está en toda la industria del cine, tres actos, conflicto, personaje redondo, profundidad psíquica, manejo de emociones, etcétera. En el segundo ciclo, se trata de encontrar sus propios modelos. ¿Por qué es tan importante experimentar con otros modelos narrativos? Siempre me detengo en hablar de cómo la hegemonía cultural se coagula también en las anteojeras para entender qué es una persona y un personaje, qué es una historia, qué es una historia que valga la pena y qué es la realidad. Esto repercute en quiénes somos y quiénes podemos ser. Es decir, hay un ámbito en que la ficción que leemos deja de ser representación y se transforma en nosotres. Es como decir “la fantasía somos nosotros también”, la experimentamos, a veces con el propio cuerpo, y su actualización es solo posible si existe ese paso previo. Imaginar otras narrativas es imaginar, entonces, otro nosotros.
¿Cómo dialogan los imaginarios de lo local con tu experiencia en Estados Unidos? En varios cuentos los escenarios y personajes de esas proveniencias se cruzan.
—El cruce territorial es parte de mi experiencia. A estas alturas, cuando he vivido casi un tercio de mi vida fuera de mi país de origen y viniendo de una familia cuyo único territorio fijo es la migración, pienso, como antes lo hizo Jamaica Kincaid, que la literatura es nuestro territorio. Autos que se queman es un libro de esa transición territorial. A pesar de que he estado en varios otros países, esos dos se me metieron en la experiencia. La experiencia de la extranjería, particularmente en un imperio como Estados Unidos, es una experiencia determinante, pues borra sin borrar todo lo que eres. Añade una dimensión a tu experiencia a medida que borra y relativiza la anterior; te muestra tus traumas, los desmarca, te muestra su relevancia (o irrelevancia), te fuerza a moverte por sobre ellos y a enfrentar otros.
En Látigo versus Luma te refieres a la necesidad de colectivizar la lucha contra, por decirlo muy en grueso, el statu quo del campo literario. ¿Es posible lograrlo?
—Me parece más que posible; las condiciones están aquí, aunque requiere una acción profunda de cómo nos consideramos sujetos de estas sociedades que hoy se vuelven autocráticas. Pienso particularmente en la gestión de los recursos y el régimen de la efectividad, en cuya base radica una tecnocracia y una tecnología de suyo racista, machista y centralizada. Para mí la respuesta está en pensar en que los sistemas emancipatorios no existen en el futuro y en otra parte, sino que existen aquí y ahora, y agregaría que muy presentes en los grupos de artistas y las varias existencias literarias. Y las hacemos circular debido al acaparamiento de nuestra atención. En el ámbito de la producción artística, la atención equivale a valor; me refiero al valor transaccional que adquieren las obras en un mercado donde quien menos vale es la artista, la escritora o la productora. La esfera pública ha hecho un trabajo tan fino con nuestras subjetividades: nos obliga a ponerle atención a las directrices centralizadas (y creo que Chile es un ejemplo portentoso de la homogeneidad atencional de la esfera pública) para sentir formas de pertenencia a una sociedad que nos da poco más.
Interpelas a «los públicos» para que no sean solo consumidores del trabajo literario, sino también actores del campo mismo. ¿Cómo ellas y ellos podrían usar ese látigo que propones como clave en el título de tu ensayo?
—El látigo es aquí una figura que muta desde la metáfora a la alegoría para examinar una forma de habitar la literatura de una manera diferente, y que no sea la “luma” que nos transforma en sirvientes o, como digo ahí, administradores de imágenes prestadas. El placer está al centro de esa propuesta.
Además, en Látigo versus luma marco que no se trata del látigo del amo; se trata del látigo del amante, y ahí está la diferencia con la luma. La luma solo puede ser utilizada por quien quiere someter con violencia, el que quiere violar. El látigo (del amante) es utilizado por quien somete con el consentimiento del otro. En esa diferencia hay un mundo entero (uno posible, potencial, pero también efectivo, real y presente); mi libro podría ser una guía para eso, para escritoras, pero también para las lectorías.
Hablas de “ciénaga literaria”. ¿Cómo se podría definir?
—Es una imagen muy ilustrativa. El pantano se forma donde antes hubo un río caudaloso, pero que, por movimientos telúricos o cambios en las condiciones materiales, quedó estancada en un valle. A veces supurante, otras pestilente, da vida a un sistema de vida propicio solo para algunos animales. Nombrar la ciénaga, ponerle un nombre, nos permite entonces descubrir (darle valor a) aquellos ríos caudalosos y territorios fértiles sobre los que parasita y se enriquece la ciénaga. Ciénaga es, por tanto, una forma de denominar a ese sistema de pactos de clase, género, estética, poética y ética que controla los bienes, las circulaciones y los beneficios materiales (la plata, incluidos premios y estabilidad) del trabajo literario. Cada ámbito tiene su ciénaga. Varias antes que yo han descrito la literaria. Pero es tarea nuestra mirar lo que esconde mediante los mecanismos de la captura de nuestra atención, entre otros que analizo en el libro.
En esta propuesta de cambiar la máquina de la literatura, ¿hacia dónde deberían, idealmente, encaminarse quienes ejercen el trabajo de la crítica literaria?
—A esa heterotopía. Mi argumento en el libro es que los ensayos de esos otros mundos muchas veces no se encuentran en la teoría o en la producción de conocimiento, por cómo las universidades estancan el conocimiento al compartir con otras instituciones el arreglo del poder, sino en la ficción y en el lenguaje poético. Una de las tareas de la ficción es habitar lo posible o expandir lo que habitamos y cómo lo habitamos. Es encontrar alternativas para el habitar en común. Por supuesto, eso puede tomar muchas formas, desde investigar al detalle la realidad, revelando aspectos escondidos, tarea que comparte con les mejores intelectuales; puede inventar mundos posibles o puede inventar un lenguaje, tarea propia de la poesía.
En Látigo versus luma abordas críticamente el campo editorial local en varios aspectos. Tú también eres parte de un proyecto editorial, Sangría. ¿Cómo convive tu perfil de escritora con el de editora?
—Con el académico, además. Para mí la autonomía de la literatura es una buena ficción, útil para algunos y letal para otrxs. Hace parecer, pues, que la literatura es un ámbito que circula fuera y más allá de los sistemas de responsabilidad social. Entonces, parto destruyendo esa barrera disciplinaria para empaparla de otros valores que considero importantes para toda relación humana, artística o no: la justicia, la igualdad y la equidad en cuanto a acceso a los recursos, la integración y la no exclusión de la diferencia, la eliminación de las barreras a los países y al bienestar. Cada uno de esos ámbitos en los que despliego mi labor literaria responde a ese llamado ético. Escribir es para mí una actividad necesaria, de sobrevivencia, es uno de los territorios donde me siento en casa, donde tengo mi raíz. Editar es para mí un ámbito de generosidad para habitar ese espacio con otrxs. Y la academia no es nada sin ese contacto.
(*) Hasta el 26 de junio, se han perpetrado 19 femicidios en Chile, según los datos del SERNAMEG.