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Perturbaciones multiescalares

El difundido proverbio “el mapa no es el territorio” ha supuesto no solo reconocer las distancias entre abstracción mental y realidad empírica, sino además hacer del mapa un paradójico asunto de límites infinitos. Frente a ello resulta esencial considerar la escala que ocupa el observador, como también mirar de forma crítica las escalas del conocimiento: si estas pueden perturbar los límites de las disciplinas es, quizá, porque la disciplina misma ha llegado a una forma de agotamiento. 

Por Cristián Gómez-Moya

Perturbado por la ilimitada capacidad destructiva de la humanidad, en 1931 el científico polaco Alfred Korzybski (1879-1950) puso a prueba el método aristotélico, la lógica y la razón para demostrar que los seres humanos no pueden acceder a los hechos en sí mismos, sino únicamente a ciertas abstracciones de mundo. Lejos de las cualidades científicas de su lógica proposicional, lo que dejó instalado este lingüista-matemático fue un problema de representación entre similitudes y realidad que concluyó bajo el conocido axioma “el mapa no es el territorio”. 

Aquel proverbio ha supuesto no solo reconocer las distancias entre abstracción mental y realidad empírica que tanto fascinaron a escritores de ciencia ficción, poetas surrealistas e inventores futuristas, sino además hacer del mapa un paradójico asunto de límites infinitos. Fue el mismo Korzybski quien advirtió que dicho problema requería también comprender la escala que ocupaba el observador de tales límites, así como los efectos que esta tendría en su comprensión del territorio. 

Argüir que el territorio no equivale a su representación en el mapa o bien que es algo mucho más vasto que su mensura es obviamente acertado, pero del mismo modo si el territorio no es reductible a una ley física, tampoco lo es a su absolutismo abstracto. No deja de sorprender que las tensiones espaciales entre límite e infinito, mapa y territorio continúen siendo fuentes de escrutinio disciplinar luego de las críticas poscoloniales, contracartográficas, poshumanistas y feministas, pero de igual forma asombra la invisibilidad que ha ocupado la mirada de quien observa en medio de estas abstracciones, lo que cabría abordar desde una crítica escalar. 

Desde los mapas del Atlas sive Cosmographicae Meditationes de Fabrica Mundi, de Gerhard Mercator (1595) y las escalas cósmicas del Anima Mundi, de Robert Fludd (1617), y antes, con el tratado De Prospectiva pingendi (circa 1480), fundamento de la perspectiva creada por Della Francesca en el Quattrocento, hasta las proyecciones cartográficas de Gall-Peters (1885); o bien las transgresiones cartográficas de los surrealistas belgas distanciados de la hegemonía de París (1929), pasando por los mapas de la poesía inversa de Torres García (1935) en Nuestro norte es el Sur —bajo la cláusula que dejara el propio artista: “Ahora sabemos dónde estamos”—; cualquier representación de escala tendrá que tener en consideración que los límites no están necesariamente en el mapa sino en quien observa y es observado. Si bien los modelamientos escalares delimitan la realidad o su representación, tampoco es banal el lugar que ocupa la mirada dentro de esos infinitos límites preestablecidos. Quizá no haga falta aludir al sujeto de autor y autoridad que esto oculta, y es por ello que toda noción de escala debiese comprender entonces los límites de la misma observación. 

A nivel local, por ejemplo, los mapas de la violencia en la zona sur se han trazado como naturalezas inhumanas, míticas e ilimitadas. Su aporía es la infinitud que desconoce el límite de la gobernabilidad. Así, intentando levantar un periodismo cartográfico basado en data policial, un equipo periodístico de La Tercera se impuso hace pocos años la tarea de analizar cientos de querellas presentadas a nivel gubernamental entre 2011 y 2021. El resultado fue un mapa para “visualizar la expansión de una violencia que parece no tener fin” y que se tradujo en un sitio web que llevó por título “El mapa definitivo de la violencia en la Macrozona sur” (2021). En otro orden, desde la cornisa de un edificio sobre Plaza Italia/Dignidad a contar de 2019 se comenzaron a registrar diariamente las movilizaciones civiles y los operativos policiales que disputaban los límites de la ciudad. Una cámara de vigilancia administrada por la galería de arte CIMA se convirtió en el centro de atención de ciudadanos(as) que se conectaban a través de YouTube, así como de artistas, arquitectos(as), urbanistas, reporteros(as) y una pléyade de investigadores(as) nacionales e internacionales, cuyo mapeo audiovisual permitió una mirada absoluta sobre la zona cero. La efervescencia de quienes observaron aquellos sucesos, empero, no dejó espacio a la conciencia privilegiada de la distancia vertical. Poco tardaríamos en saber que la mirada a través de una cámara cenital ofrecía una experiencia distinta a la escala de quienes inhalaban los gases lacrimógenos o recibían el impacto del agua junto a los balines cegadores. Es por ello que la escala sensorium comporta también un lugar intermedio en toda cartografía absoluta.  

Actualmente parece indispensable avanzar hacia una lectura crítica de las escalas, menos a través de una semántica proposicional que ha demostrado, en efecto, que el mapa no es el territorio, y más dentro del controvertido espacio ontológico de aquello que es, puesto que ser o no el equivalente a una realidad pasa antes por problematizar la escala desde donde se aborda ese supuesto límite ontológico. Por medio de las “perturbaciones escalares”, Timothy Clark sugirió en 2012 repensar críticamente las competencias disciplinares de las humanidades y estéticas medioambientales, específicamente a través de sus múltiples escalas: pensemos en la arquitectura paisajista sobre humedales, las innovaciones biomateriales con recursos fósiles, las fronteras migratorias delimitadas por imágenes de drones, las georreferencias policiales sobre zonas ocupadas clandestinamente, las estéticas liberales de los urbanismos tácticos, las colecciones museográficas interespecies, etcétera. Es decir, la perturbación de una escala disciplinar consiste, precisamente, en subvertir el pensamiento que cree encontrar la crisis humanista-medioambiental fuera de sus propios mapas cognitivos. En una línea similar, Claire Colebrook (2017) ha propuesto repensar las atmósferas, el clima, las extinciones, las máquinas y las imágenes de la cultura no solo como la superficie o terreno en el que nos encontramos, sino como capas sobre el tiempo, con sus propios agotamientos y límites. De ahí entonces la posibilidad de una historia multiescalar. 

Si las escalas pueden perturbar los límites de las disciplinas es, quizá, porque la disciplina misma ha llegado a una forma de agotamiento. Así, del mismo modo que la disciplina no es el territorio, se podría sostener que el interés multiescalar no pasa por discutir la dimensión óntica y liminar de lo que es el conocimiento, sino por repensar el lugar que ocupa la mirada disciplinar al configurar las escalas de su pensamiento.