Hagamos memoria. A comienzos del siglo XX, Chile tenía una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades como el tifus, el cólera y la viruela hacía estragos en la población. No fue únicamente los que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia” lo que ayudó a salvar la crisis; el horror fue abordado también por políticas públicas y una mayor intervención del Estado. La fórmula parece ser la única que podría volver a salvarnos hoy del Covid-19.
Por Azun Candina Polomer
Sin ser personal de salud ni recolectores de basura, y tampoco trabajadoras de mercados y almacenes, algunos intelectuales giran alrededor de su encierro computarizado y últimamente se han dedicado a tareas como predecir el fin del capitalismo o su fortalecimiento, o a repetirnos —versión pandemia— lo que ya sabíamos: el mundo es una colmena, y lo que afecta a unos, termina llegando a todos. Más que a la empresa nostradámica de la predicción, me interesa en estas líneas referirme a lo que sí parece un fenómeno claro: las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado.
A comienzos del siglo XX, Chile era uno de los países con las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades infecciosas y epidémicas como el tifus, el cólera y la viruela, entre otras, hacían estragos en la población. Si esa situación paulatinamente cambió a lo largo del siglo, no fue únicamente por eso que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia”. En términos de salud pública, esos avances significan muy poco cuando están disponibles solamente para una minoría que puede pagarlos, y cuando las condiciones de vida de la mayoría —que involucran vivienda, agua potable y otros servicios— son lamentables. El horror de un pueblo chileno permanentemente enfermo y cuyos niños morían en las cunas,se superó porque ese mismo horror fue abordado con políticas públicas que, como estudió en profundidad la historiadora María Angélica Illanes, a quien cito, se avanzó hacia “una mayor responsabilidad organizativa frente a la caridad asistencial”; es decir, una verdadera política de salud fiscalizada por el Estado.
Los médicos, como voz profesional autorizada y como gremio, tuvieron un papel central en esa instalación que salvó miles de vidas. Sus organizaciones profesionales —como el Sindicato de Médicos de Chile (1924), la Asociación Médica de Chile (1931) y finalmente el Colegio Médico de Chile (1948)— se pronunciaron y trabajaron a favor de una medicina de amplia cobertura y financiada por el Estado. En 1952, finalmente, se creó el Servicio Nacional de Salud (SNS), organismo centralizado que asumió las obligaciones y funciones de las anteriores instituciones de salud pública existentes en el país. Fueron parte de este esfuerzo, también, las asistentes sociales (visitadoras, en la época) que caminaban por los barrios viendo la pobreza y el desamparo y elaboraban los informes que apoyaban la toma de estas medidas; las profesoras primarias que enseñaban a los niños a lavarse las manos (sí, como ahora), y los cientos de enfermeras, paramédicos y funcionarios del Estado que participaron en las campañas de vacunación masiva y obligatoria o de educación para evitar los contagios en la vida cotidiana, por dar sólo algunos ejemplos.
Valga insistir, entonces, en que no fueron sólo los avances científicos y médicos, sino también los esfuerzos de sucesivos gobiernos, asociaciones profesionales, maestros, activistas y funcionarios fiscales, los que hicieron que esos avances llegaran, no a todos ,por cierto, pero sí a grupos cada vez más amplios de la población. El Covid-19, a pesar de su técnico nombre, evoca esas historias del monstruo milenario que de pronto se liberó desde una grieta olvidada del pasado, rompió el sortilegio que lo mantenía prisionero e invadió el presente. Trae así de regreso ese pasado que ninguno de nosotros vivió: el de una humanidad que debía luchar, una y otra vez, contra las enfermedades epidémicas y sin cura. Fueron los avances de la medicina y fueron los gobiernos, Estados y sociedades que actuaron desde la comunidad y la solidaridad los que cambiaron el rostro del dolor. Porque sí, se puede cambiar: como escribió la historiadora Arlette Farge en Lugares para la Historia, “el sufrimiento triza tanto como une, pero, desde luego, es la recepción que se le organiza a ese sufrimiento lo que lo torna sórdido o generador de movimientos”. Ojalá estemos a la altura.