Muchas de nuestras pesadillas parecieran pertenecer a Lynch, con sus brillos y sombras. Su cine nos mostró la dualidad entre la luz y la oscuridad, la exploración de la identidad, los traumas ocultos y el deseo reprimido que puede traer la noche.
Por Andrés Nazarala R. | Foto principal: Jonathan Nackstrand/AFP
Uno
No recuerdo con precisión en qué año ocurrió, pero la escena fue más o menos así: manejaba por la carretera con mi padre como copiloto y por la radio sonó “Who Will Take My Dreams Away”, compuesta e interpretada por Angelo Badalamenti junto a Marianne Faithfull en la voz. Cuando la canción terminó, me di cuenta de que él miraba por la ventana con los ojos lacrimosos. Entonces soltó una frase que en ese momento me costó entender: “es como cuando muere alguien que uno quiere”.
Cuando mi padre falleció en 2021, volví a escuchar esa canción y, de pronto, creí entender lo que quiso decir: la belleza puede surgir de las sombras del horror. En esos tiempos, Faithfull estuvo a punto de sucumbir ante el covid; poco después, murió Julee Cruise (la voz aterciopelada de las canciones de Twin Peaks) y luego Badalamenti, compañero fiel de David Lynch en sus películas más emblemáticas.
Supongo que por aquellas conexiones, y el influjo de su cine, este encadenamiento de pérdidas ocurrió bajo una espesa bruma lynchiana que me entregó una esperanza, una cosmovisión, una dimensión misteriosa del universo, la confirmación de que algún tipo de luz puede agazaparse detrás de la lobreguez más profunda.
Dos
Y ahora se fue el creador de todo ese universo. Hay muertes que parecen improbables y la de David Lynch es una de ellas. Muchos de los obituarios que se han propagado en redes sociales dan cuenta del impacto profundo de su desaparición terrenal. “Desde hoy el mundo es un poco más solo”, escribe alguien por ahí, perdido entre miles de fotografías, videos y textos de despedidas que siguen brotando en los muros virtuales. “Ahora todos dirán que eran fans de Lynch”, reclama otro en Facebook, molesto por la masificación viral, como si el hecho de haber buscado sus películas en los subterráneos de la piratería o atreverse a apostar por sesudas interpretaciones de su contenido lo elevaran a una categoría superior de admirador. Lynch nunca se alineó con las expectativas de sus seguidores más acérrimos. Su obra trascendió los límites del under sin la necesidad de reivindicarlo. Ignoró la sobreinterpretación porque él mismo no entendía buena parte de sus filmes (se podría decir que llevó al extremo esa célebre cita de Robert Bresson que dice que “el cine no necesita explicaciones, solo necesita emociones”). En medio de la adoración cult no tuvo problemas en abrazar la televisión, y más tarde, cuando las crípticas decisiones del inconsciente parecían ser el alimento predilecto para sustentar su obra, estrenó Una historia sencilla (1999), drama lineal, familiar y de vocación emocional que le abrió las puertas a un nuevo público, el mismo que probablemente disfrutó su interpretación de John Ford en Los Fabelman (2023), de Steven Spielberg.
Las distintas apuestas que surgieron de su imaginación nunca chocaron, sino que parecen formar parte de un mismo universo. Lynch mostró los hilos fantasmas que unen a Hollywood con la experimentación más radical y la iconografía pop americana del siglo XX que creadores como Edward Hopper supieron representar. Él también era un artista de la materia, por decirlo de alguna manera. Pintaba las películas en celuloide, jugaba con los fotogramas, recreaba pesadillas a través de las herramientas de la artesanía fílmica. La fama y los millones presupuestarios no borrarían su gusto por el artificio.
Ahora bien, si tanta gente lo rememora en los muros de sus redes sociales –al margen de si vieron sus películas o no– es porque su imaginario marcó a fuego una época a través de postales imborrables y viralizables: la red room, el rostro en blanco y negro de Jack Nance en Eraserhead (1977), la foto del anuario de Laura Palmer, los conejos en el living de Rabbits (2002), el cherry pie del Double R Diner. Desde 1966, el cineasta edificó un universo tan singular que podemos hablar de lo “lynchiano” como un código específico y evocador. Este concepto puede operar de manera retrospectiva. En Sunset Boulevard (1950), de Billy Wilder, una de sus películas favoritas, el rostro deformado de expresión de Gloria Swanson es absolutamente “lynchiano”, especialmente cuando su personaje, Norma Desmond, le pide a Cecil B. DeMille que le haga un close-up. Otro filme que cabe en esta categoría es El dependiente (1969), de Leonardo Favio. La escena en que Fernández (Walter Vidarte) visita la casa de la señorita Plasini (Graciela Borges) es un claroscuro pesadillesco que se ve enrarecido por la presencia de Estanislao (Martín Andrade), el perturbado hermano de la joven. Pareciera que Lynch se trasladó al Río de la Plata en la maraña absurda del tiempo.
Muchas de nuestras pesadillas parecieran también pertenecer a Lynch, con sus brillos y sombras. Su cine nos mostró la dualidad entre la luz y la oscuridad, la exploración de la identidad, los traumas ocultos y el deseo reprimido que puede traer la noche.
Tres
¿Por qué nos afecta tanto la muerte de una celebridad que apreciamos, más allá de la empatía básica que necesitamos para lamentar el fin de cualquier vida? Básicamente porque: a) ya no sabremos de él y b) no podrá deleitarnos con nuevas obras. Estos argumentos cobran un particular sentido en el caso de Lynch. A diferencia de otros vanguardistas, el director estuvo siempre al alcance de la mano. Durante la pandemia se dedicó a entregar el reporte del tiempo en YouTube, reviviendo una humorada que comenzó en 2005 en una radio local de Los Ángeles y continuó en su página web. Fue muy activo en internet, al punto que creó una cuenta llamada David Lynch Theater para exhibir sus nuevos proyectos. También se lo podía ver fuera de la pantalla. Para el placer de los californianos, todos los días frecuentaba la fuente de soda Bob’s Big Boy, en Burbank, donde acostumbraba a pedir un milkshake de chocolate y un café. La noche en que murió, el lugar se llenó de flores.
El segundo punto deja un vacío aún mayor. En agosto pasado el cineasta anunció, a través de una entrevista para Sight and Sound, que padecía un enfisema pulmonar y que, debido a su fragilidad, estaba considerando filmar a distancia. ¿Qué hubiese hecho a continuación? ¿Habría llevado el “cine remoto” a nuevos territorios?
Después del regreso de Twin Peaks (2017), Lynch siguió realizando cortos y videoclips. De alguna manera volvió a sus primeros años de experimentaciones en formato breve. ¿Hubiese hecho otro largometraje? Quién sabe. No nos queda más que vislumbrar futuros posibles gracias a la imaginación, pero antes sería conveniente recoger las piezas de una filmografía por armar que abarca largometrajes, cortos, series (las terminadas y las inacabadas, como On the Air), videoclips, comerciales y videos de YouTube. Todo esto se puede ampliar hacia sus pinturas, sus citas motivacionales y sus álbumes musicales. El último, Cellophane Memories (Sacred Bones Records, 2024), es un misterioso sueño melódico en el que la música ambiental forma bellas texturas con la voz reverberada, y a ratos invertida, de la cantante Chrystabell, perfecta doppelgänger de Cruise y otras musas del universo Lynch. Ahora consideramos ese disco como un último suspiro. Un regalo. Una carta de despedida accidental.
Cuatro
Las muertes de algunos cineastas se parecen a las operaciones formales de sus películas. Jean-Luc Godard desapareció sin previo aviso, fiel a la displicencia de su cine. John Cassavetes lució su reconocida generosidad cuando se despidió de sus espectadores, con un saludo directo a la cámara, en Love Streams (1984). El atormentado y sarcástico Jean Eustache se disparó en su departamento de París luego de pegar en la puerta un letrero que decía “golpee fuerte, como para despertar a un muerto”.
El fin de Lynch fue súbito y, de la misma manera en que su obra serpenteante ha jugado con nuestras expectativas, torció el curso esperado de las cosas. “Estoy en excelente forma, excepto por el enfisema. Estoy lleno de felicidad y nunca me jubilaré”, aseguró hace poco tiempo, haciéndose cargo del placer que le dio el cigarrillo en la tradición de los viejos dinosaurios del cine hollywoodense (“he disfrutado mucho de fumar, amo el tabaco, su olor, darle fuego a un cigarro”, confesó). Y de pronto se fue, cinco días antes de su cumpleaños. Aunque no hay claridad sobre los detalles de su deceso, trascendió que no quiso evacuar su hogar en medio de los incendios. El fuego, ese elemento tan presente en el cine de Lynch, lo acompañó hasta la muerte.
Cinco
“No hay banda”, anuncia el animador de un teatro casi vacío en Mulholland Drive (2001). “No hay banda y aún así escuchamos una banda”, agrega ante las miradas atónitas de Betty (Naomi Watts) y Rita (Laura Harring). Segundos más tarde, una mujer ofrece una versión a capela y en español de “Crying”, esa bella canción popularizada por Roy Orbison. Las protagonistas lloran desde sus butacas, con un gesto de tristeza y espanto. Sacada de contexto, la escena podría funcionar como un funeral lynchiano para despedir a un cineasta tan cercano como misterioso.
Lo cierto es que no hay banda y aún así seguiremos escuchando a Lynch en cada película, como escuchamos a los muertos cuando ya no están, como aún escucho a mi padre en ecos espectrales, recordando esa tarde en que lloró en silencio, acaso pensando en su propia desaparición mientras Marianne Faithfull nos decía, con su voz gastada y agónica, que “la vida continúa hasta el final”.