«La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución».
Por Daniela Catrileo
No voy a mentir: no sigo la discusión de la Convención Constituyente como si fuese un reality show. No lo digo en el sentido espectacular de la imagen televisada, sino por su articulación discursiva inagotable. Se me hace difícil seguirle sus rápidas huellas, especialmente en el presente de crisis que todavía intentamos habitar, una vida pandémica, con su peor versión del concepto de hibridez hecho carne. No estoy pendiente de la totalidad de su funcionamiento institucional, más allá de lo que resuena en las noticias, en ciertas columnas de opinión o en las declaraciones de constituyentes en la esfera pública. Porque hay que decirlo: la discusión de la Convención ha permeado mayorías, en el sentido de estar presente en la cotidianeidad de la sociedad movilizada. Su potencia oral se ha viralizado ineludiblemente, como rumor, anécdota o comentario al paso. Podríamos afirmar que no ha sido una discusión política aislada como tantas otras, pues ha encontrado resonancias y oleajes fuera del centro santiaguino y fuera de las élites acomodadas de siempre.
Explicito mi relación actual con la Convención porque sé que hay quienes se han esmerado en seguir los debates con rigurosidad, mientras que yo apenas me he colado por una tangente que más parece un patio enmalezado. No obstante eso, entre el enredo de malezas hay cuestiones que me son significativas, y para sincerarme por completo debo también decir que en un inicio tampoco tenía mucha esperanza en el proceso. Hasta antes de saber los resultados de las elecciones de quienes serían finalmente constituyentes, no me quería involucrar demasiado, lo que a su vez se traduce en un no me quería ilusionar. Quizás porque estábamos acostumbradas a las derrotas sucesivas y porque me invadía cierta desazón respecto al trayecto institucional que comenzaba. En su reverso, se me aparecía todo lo que nos ofrendó la revuelta, con sus distintos brazos, ríos, colores. Toda la experiencia en su complejidad.
No es que haya apostado por la marginación del proceso político. Al contrario, fui parte de algunas actividades y apoyé candidaturas que me parecían importantes, especialmente las de mujeres mapuche que han estado en diversos frentes de lucha. Mi sensación de sospecha se anclaba más en los acontecimientos previos a los resultados de las elecciones: antes del mapudungun irrumpiendo torrencialmente y antes del afafan colectivo contagiando a todes. Mi sospecha no era petrificante, no estaba pasmada ante lo inexplicable, sino ante sucesos concretos que me siguen generando contradicciones. Sobre todo, eso de tener que transar porque se está en el campo de “la política”. Y entonces mis temores se arraigan en comenzar un proceso constituyente con desigualdades, perjudicando una posibilidad única: no resolver la situación de presxs políticxs de la revuelta y la tremenda zancadilla parlamentaria a la participación del pueblo afrochileno entre los escaños reservados.
Ya sé, en este proceso no todo es como deseamos. Ni siquiera lo es en las acciones micropolíticas o en el trabajo colectivo. Pero no se me olvidan estos sucesos fundamentales, porque creo que para imaginar un porvenir común y tramar una heterogeneidad política que se piensa plurinacional, estos asuntos son pisos mínimos. Recordemos lo enmarañado del proceso previo, el poco tiempo para las campañas, el despilfarro de las candidaturas “empresariales”, la desinformación intencionada del gobierno y la vergonzosa repartición de minutos para aparecer en la televisión pública. No seguiré con esta lista, solo presento los antecedentes de la sospecha. Tengo claro que los proyectos políticos no son inmediatos, más aún cuando hemos crecido junto a los fantasmas neoliberales con su propia Constitución.
Y acá doy el paso siguiente, porque hasta el momento he hilado aristas previas, el panorama de la desazón como antecedente. ¿Qué cambió después? Bueno, la inesperada participación popular de zonas que no solían participar de procesos electorales, la arremetida de independientes (especialmente de movimientos sociales y organizaciones territoriales) y el arribo de pu lamngen que han experimentado el hostigamiento racista del Estado colonial, así como voces fundamentales del presente indígena. Pero, sobre todo, la demostración de que no somos una minoría, sino todo lo contrario: somos comunidades plurales y movilizadas.
Todo esto no me quita la desazón inicial, mantengo los reparos ya mencionados. Pero aquella heterogeneidad en movimiento, ese temblor popular ha tendido puentes que hasta ahora parecían imposibles de figurar bajo el mandato de una república forjada a punta de despojos y opresiones. Pues no solo se trataba de constatar la deslegitimación histórica del Estado, sino de su aparataje de representaciones impuestas violentamente a lo largo de siglos. Cargamos con muchas heridas en este pedazo de tierra.
Entonces, ¿cómo no sentirse tocada por las imágenes, las lenguas, las propuestas de trastocar el mundo añejo que heredamos? Y no lo digo solo por la creación de ese artefacto esperado como una letra transgresora o una escritura nueva, sino por todos los pliegues que se cuelan en su camino: la algarabía de la discusión colectiva, la imaginación venidera y su proceso vertiginoso. Porque no será fácil. Pienso en el legítimo disenso de quienes no se sienten convocades porque apuestan por formas de vida fuera del Estado. Pero sobre todo en aquellos que harán lo imposible para enturbiar el proceso constituyente mediante posiciones que ya hemos atestiguado durante estas últimas semanas, con oleadas racistas de una minoría que patalea, moribunda en un rincón.
Hoy el proceso constituyente nos ha traído representaciones más similares a nuestras experiencias. En este sentido, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué hubiese sido de las niñas mapuche que fuimos si hubiésemos tenido la posibilidad de escuchar el discurso de la lamngen Elisa Loncon en nuestras infancias? Y, ante todo: ¿cómo será el mañana de la niñez mapuche y no mapuche escuchando cómo brota nuestra lengua viva?
La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución. Se relaciona con lo que se comienza a quebrar, con lo que se transforma simbólicamente cuando se brinda al menos una posibilidad de imaginar un porvenir diferente. Además, significa algo fundamental: abortar una letra muerta y una lengua pura. Se nos vuelve urgente emanciparnos de la escritura y la razón dictatorial, evadir el espectro neoliberal que nos devora. Espero que la letra y la lengua futura, impuras, puedan dar testimonio del temblor incansable de nuestros deseos comunes.