Perteneciente a la generación del “nuevo cine chileno”, Pedro Chaskel (1932) es posiblemente uno de los más importantes cineastas políticos del país. Trabajó como montajista en obras clave como El chacal de Nahueltoro de Miguel Littin y La batalla de Chile de Patricio Guzmán, y es autor de obras a la vanguardia estética como Aborto (1965) o Venceremos (1970, junto a Héctor Ríos). Su última película fue De vida y de muerte: testimonios de la Operación Cóndor (2015). En esta entrevista, Chaskel aborda el rol de la imagen política contemporánea a partir de las protestas sociales de octubre y entrega sus impresiones sobre la sociedad contemporánea atravesada por la pandemia, los medios digitales y el sentido de hacer cine.
Por Luis Horta
—En un periodo breve de tiempo pasamos desde una efervescencia por la ocupación del espacio público a una situación en la que debemos guardar confinamiento sanitario. ¿Qué le parece esta situación?
No soy historiador ni “pitoniso”, pero tengo la impresión de que aquí se han juntado dos hitos muy importantes para el devenir del país. Más allá de especulaciones más o menos serias, se me ocurre que ninguno de nosotros volverá a ser la misma persona una vez superados ambos acontecimientos, ambos hitos. Me pregunto si estos se sumarán entre sí en aras de un cambio profundo en nuestra sociedad o, por el contrario, aplastado el impulso inicial, se diluirán en el “gatopardismo” de siempre… O sea, está por verse si la pandemia maldita hará bajar la energía que venía desde este octubre chileno. Ahora que se produjo el “estallido” nos preguntamos cómo es que no se produjo mucho antes, considerando la rabia acumulada en el día a día de esta sociedad plagada de injusticias, desigualdades y corrupción. Creo que será importante ver qué pasará con la votación para la asamblea constituyente, supongo que será un índice del nivel de movilización recuperado. También me pregunto si no habrá algún equipo de nuestros cineastas dispuestos a dar testimonio de esta segunda “batalla de Chile”… Más que citar las eternas estadísticas, ya de todos conocidas, prefiero señalar que hay un lúcido texto de Felipe Portales, “Chile desnudo” publicado por Diario y Radio Universidad de Chile el 21 de octubre de 2019.
—Las protestas de octubre fueron de mucha violencia y hoy, con el confinamiento, existen otras manifestaciones de esa violencia. ¿Qué piensa usted de eso?
Hay diferentes formas de violencia. La del 18 de octubre es producto de un estallido de rabia e impotencia colectiva, es la rebelión contra un sistema. De repente se movió la alfombra y salieron demasiadas cosas desde abajo. Pero también existe otra violencia menos espectacular, más apagada, pero implícita en la vida cotidiana, siempre presente, ejercida principalmente sobre los más pobres, sobre los que ahora tienen que sobrevivir simultáneamente al contagio, al hambre, a la cesantía, al hacinamiento en sus viviendas.
—En su película Venceremos (1970) encontramos también el retrato de la violencia que existe 50 años después.
Sí, me he topado con gente que la ha visto y me dice “¡pero si es igual que ahora!”, y funciona bastante bien como el retrato de la violencia cotidiana de un sistema social de clases antagónicas. Hay una violencia en la historia de Chile que periódicamente se repite, y lo que vivimos ahora, interrumpido por la pandemia, está dentro de la tradición histórica de este país: no somos tan pacíficos, y por matanzas no nos quedamos. Desde la época de las salitreras La Coruña, San Gregorio, Santa María de Iquique, al etnocidio de los selknam u onas, exterminados para desarrollar la crianza de ovejas en la Patagonia, a la mal llamada “pacificación de La Araucanía”, que despojó del 90% de sus tierras a los mapuche al sur del Biobío y que significó en la década de 1880 la muerte de cerca del 20% de su población.
—¿Es una condición trágica la de nuestra sociedad?
Sí, es que esta sociedad ha sido así históricamente. Vivimos los intermedios entre masacre y masacre, matizados con uno que otro terremoto, y creyendo que esa es la “normalidad”. Luego surgen movimientos como los de octubre, que nos recuerdan que las cosas no son tan simples.
—¿De qué forma ha vivido este periodo como cineasta, considerando su trayectoria en el cine documental político?
Si volvemos a octubre, al “estallido”, lo primero que uno piensa es que esto hay que filmarlo, grabarlo. Y, por supuesto, me acuerdo de La batalla de Chile, etc. Pero desgraciadamente no fue posible, no fui capaz de resolver los problemas correspondientes y me he tenido que contentar con masticar algunos temas que me parecen interesantes. Me hubiera encantado hacer un documental sobre los muchachos de la primera línea. Hay un aspecto que me resulta apasionante, su vida previa, y luego el cambio que les ha significado participar y convertirse en verdaderos guardianes de las marchas, capaces de rechazar la brutal intervención policial. Me atrevo a aventurar que muchos de ellos, por una vez y ojalá sea por mucho tiempo, encontraron un objetivo del que antes carecían, un sentido de vida. Por otra parte, las diferentes situaciones humanas que se producen a consecuencia del Covid-19 y la cuarentena es otro tema interesante.
—En el contexto actual, y protestas mediante, todos somos “potencialmente cineastas” con nuestros celulares y las redes sociales…
Encuentro genial esto de que todo el mundo pueda usar su teléfono y registrar lo que quiera. Las posibilidades del registro como testimonio y/o denuncia ya han demostrado su utilidad. Personalmente, me encantaría que en los colegios hubiera un ramo, basta un semestre, para enseñar a los alumnos a manejar las cámaras-teléfono y superar las excesivas imperfecciones de tantos temblorosos y movidos registros ilegibles… Claro, no basta con “apretar el botón de la cámara”, como decíamos antes, siempre depende de hacia dónde la estás enfocando, qué estás dejando dentro o fuera del cuadro, ya que siempre hay una mirada. Hay miradas más limitadas y otras más amplias, más artísticas, más poéticas, más o menos inteligentes.
—¿Cómo ve la posición que hoy toman los cineastas frente a la realidad, comparada con la del “nuevo cine chileno” de los años 80?
Yo diría que, en general, nuestro cine fue siempre el reflejo de la realidad del país, y a pesar de las dificultades de producción siempre hubo obras profunda y honestamente ancladas a la realidad. En los 70 queríamos cambiar el mundo, en los 80 ganarle a la dictadura, expulsarla, destruirla, recuperar la democracia. A partir de los años 90 el escenario se complicó, se acabó el blanco y negro y nos vimos inmersos en una gama de grises digna del smog de Santiago.
—También está el acto individual de registrar y de luego ver estos registros en redes sociales, sobre todo en el contexto de las protestas.
Creo que el peligro de lo digital es la superficialidad. Antes, levantar un proyecto era tan complicado, y también conseguir presupuesto, incluso dentro de la universidad. Entonces, cuando llegabas a hacer una película era como sacarse la lotería. Eso implicaba aprovechar a fondo la oportunidad, se hacía una investigación previa y había que pensar muy bien las cosas. Con las cámaras a cuerda podías hacer tomas de veinte segundos, ahora puedes poner a andar tu cámara durante una hora de corrido o mucho más, y en algún momento se captará algo interesante. La nueva técnica da una libertad de trabajo y expresión maravillosa, sin embargo, ello no reemplaza la ausencia de compromiso y búsqueda. Son contradicciones propias del proceso.
—Tal como en dictadura, estamos en un periodo de mucha cesantía y aumento de la pobreza. Sin embargo, las formas de hacer y ver películas han cambiado, ya que ahora somos una “comunidad de individuos”. ¿Cuál es su reflexión sobre estas diferencias?
La dictadura es un estado de guerra interna y los estados de guerra generalmente producen una cierta aglutinación de la población en torno a un objetivo. En cambio, en esta postdictadura, entre la vuelta a una supuesta “democracia” y hasta el estallido, hay un largo periodo en que este tejido social se fue transformando y deteriorando. Cuando uno lo compara con cómo fueron los años 70, es realmente muy penoso y angustiante, muy triste. Todo lo que se ha perdido desde entonces es atroz.
El patrimonio audiovisual como instancia política
—Usted fue director de la Cineteca de la Universidad de Chile hasta su clausura, que se produce con el golpe de Estado en 1973, y también fue presidente de la Unión de Cinematecas de América Latina. ¿Cómo ha visto las transformaciones en el campo del patrimonio audiovisual en Chile?
Técnicamente, el resguardo del patrimonio fílmico que ha sobrevivido ha pasado a la etapa digital. Las posibilidades de conservar o difundir el patrimonio hoy son más viables, pero eso no significa que hay más conciencia de la necesidad de conservación. Son elementos algo contradictorios. Respecto a la conservación en Chile, hay materiales antiguos, de los años de Chilefilms, que no son grandes películas, incluso vistos en su tiempo ya eran materia de polémica, ya que se trataba de versiones comerciales de la sociedad que eran “odiadas” por nosotros, pero que ahora representan una época.
—Hace algunas semanas, la empresa HBO bajó de sus plataformas de streaming la película Lo que el viento se llevó por sus referencias racistas, pero luego la repuso, acompañandola de dos videos históricos que la analizan. ¿Qué piensa usted sobre esto?
Lo que muestra esa película es la guerra de secesión, que es algo histórico. La forma en que aparece retratado el sur y los esclavos de EE.UU. nos da testimonio de la cultura de la época en que se hizo. Obviamente, estuvo relacionado con el asesinato de George Floyd en Estados Unidos, que ha acarreado, con razón, protestas violentísimas y movimientos antidiscriminación. En ese clima de efervescencia, si se vuelve a proyectar la película en Estados Unidos, lo más probable es que quemen la sala de cine, supongo que esa fue la razón para la censura. Creo que los cortes aplicados responden exclusivamente a preocupaciones de tipo comercial para seguir explotando la película.
—¿Usted experimentó también la censura?
Sí, en la época en que estaba entrando a trabajar en la serie documental Al sur del mundo, la cual se empezó a realizar cuando aún estábamos en dictadura. La indicación que nos dio el canal es que debía ser una serie sobre la flora, la fauna o la geografía, pero sin gente: no podíamos darles ninguna presencia o desarrollo a los seres humanos. Se temía que la gente dijera cosas. Lo que hizo Al sur del mundo, y uno de los valores que tuvo, es que después de una primera etapa en que se dedicó a la flora y fauna, y que lo hizo muy bien, por cierto, ya que era algo que no se veía en televisión, poco a poco y naturalmente fue incorporando imágenes de los pobladores de estos hermosos lugares, y algunas contradicciones se iban manifestando de todas maneras. Creo que terminó siendo una serie con un nivel de aproximación a la realidad de la época con las limitaciones propias de la televisión en dictadura. Pensemos que en esos años no se podía hacer documentales de protesta que pasaran por televisión. Bueno, la verdad que ahora tampoco. De todas maneras, el que se tratara a las personas con dignidad y respeto, y se les diera la posibilidad de expresarse y mostrar su vida cotidiana, ya era bastante revolucionario para el tiempo de la dictadura.
—Se cumplen 50 años del estreno en salas comerciales de la película El chacal de Nahueltoro. Vista a la distancia, genera una tensión con nuestra realidad actual y local.
Claro, el “chacal” es un caso especial porque se dio la confluencia de una serie de situaciones, desde el financiamiento hasta la participación de la Universidad de Chile con todo su equipo técnico, era una especie de gran premio la posibilidad de ejecutar este proyecto. Si bien era una película representativa del tipo de cine al que aspirábamos en la época, luego hubo pocas oportunidades de desarrollar esa línea en los 70, principalmente por los problemas de divisas y la ausencia de material cinematográfico virgen. Aunque todos estábamos de acuerdo en la necesidad y la conveniencia de hacer este tipo de cine, teníamos muchas dificultades, aunque había, en general, un real compromiso de los cineastas chilenos con lo que estaba pasando en el país.
—Tengo la impresión de que para los cineastas de los años 60 y 70 no bastaba con el malestar respecto a la situación social del país, sino que había una responsabilidad política que derivó en la concreción de una práctica cinematográfica específica. ¿Es esto así?
Sí, yo creo que sí, aunque limitada por estas razones técnicas y económicas que te mencionaba. El cambio del cine chileno viene de antes, de inicios de los años 60, cuando empiezan a surgir algunas posibilidades gracias a la Universidad de Chile, que yo creo fue muy importante. También la Universidad Católica y su Escuela de Artes de la Comunicación fue un gran aporte, aunque en el campo de la producción fue más importante lo que hizo el Departamento de Cine de la Universidad de Chile. Tampoco el cine era algo aislado, ya que el movimiento cultural que se da a nivel de teatro, danza, arquitectura, música, venía de mucho antes. Después, en los 70, esta apertura fue limitada por las condiciones objetivas que teníamos, y la producción cinematográfica del periodo de la Unidad Popular no fue tan nutrida como algunos afirman, fue más bien reducida. Sí existía conciencia de la importancia del cine, algo que ya lo había dicho el Papa y… Lenin.