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Por un pluralismo lingüístico

Según datos de la ONU, cada dos semanas muere una lengua en el mundo, y se cree que a fines del siglo XXI se extinguirá casi la mitad de las siete mil que existen. ¿Por qué importa luchar contra su desaparición? Porque las lenguas son la base sobre la que una cultura se construye y se representa.

Por María Isabel Lara Millapan | Ilustración: Fabián Rivas

Las palabras y códigos de una cultura son una manera única para comunicar su pensamiento, sus saberes y filosofías de vida. Esta es una de las grandes razones por las que las lenguas deben permanecer vivas, con hablantes que se comuniquen a través de ellas en distintos ámbitos sociales y culturales. 

Sin embargo, según estudios de la Unesco, al menos el 43% de las más de siete mil lenguas que se hablan hoy en el mundo están en peligro de extinción, la mayoría de las cuales son patrimonio de un pueblo indígena. En América Latina, en particular —una de las regiones con mayor diversidad lingüística—, existen 550 idiomas, de los cuales un tercio se encuentra severamente amenazado, debido, entre otras razones, a la interrupción generacional de su transmisión, al uso de los idiomas dominantes como el español y el portugués, y a actitudes racistas en contra de quienes los hablan, según un informe de 2020 del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe (Filac). 

La negación o la asimilación de una lengua provoca daños irreparables, ya que distancia a las personas de su cultura. Existen casos de lenguas en el mundo que han sufrido procesos de prohibición total de parte de un Estado dominante, pero fueron sus hablantes quienes, a pesar de la persecución política, continuaron hablándola y enseñándola, como, por ejemplo, el euskera, en el País Vasco, y el catalán, en Cataluña, dos experiencias que me ha tocado seguir. En ambos casos, sus lenguas tienen un lugar importante en el ámbito de la información —en televisión, periódicos, anuncios en los medios de transporte—, e incluso en el área del conocimiento, como en colegios y universidades. En estos espacios no solo son lenguas de enseñanza, sino también lenguas vehiculares —es decir, las que se usan como vehículo de comunicación en un territorio— en las que se imparten las asignaturas. Lógicamente, esto no existiría si sus hablantes no las defendieran con convicción frente a la resistencia de las que son hegemónicas.

Cada lengua es universal, en el sentido de que poseen todas las potencialidades para desarrollarse en la comunicación y en la transmisión de conocimientos. Sin embargo, hay algunas que han sido minorizadas, como ocurre con las propias de ciertos territorios, que van siendo reemplazadas principalmente por las lenguas dominantes, como el español y el inglés. Con ello, se pierde una oportunidad para mirar el mundo de otra manera, y no solo eso, pues cada palabra —su semántica y su fonética— es también una imagen personal y colectiva. Esto lo describió muy bien el escritor mexicano Miguel León Portilla en un poema: “Cuando muere una lengua / todo lo que hay en el mundo, / mares y ríos, / animales y plantas, / ni se piensan, ni pronuncian / con atisbos y sonidos / que no existen ya”. 

La vitalidad de una lengua es una responsabilidad conjunta de sus hablantes, de la comunidad de habla y de las políticas lingüísticas. La educación puede realizar una tarea fundamental al incorporar en su currículo no solo las lenguas hegemónicas, sino también las lenguas propias de cada grupo, lo que implica, por cierto, formar docentes que puedan enseñarlas. Una vez integradas, se debiese trabajar con metodologías que garanticen su aprendizaje, para que no sea solo un mero trabajo simbólico. 

En el caso chileno, desde 2010 se han incorporado las lenguas ancestrales de cada territorio como segunda lengua, lo que requiere de metodologías y didácticas de enseñanza, y de recursos didácticos. Estos aspectos aún no han sido suficientemente fortalecidos y desarrollados, a pesar de los esfuerzos de algunas universidades y del propio Ministerio de Educación a través de su programa de Educación Intercultural Bilingüe. Ambas partes han realizado capacitaciones a educadores tradicionales, lo que desafortunadamente no ha garantizado una revitalización de las lenguas ancestrales, ya que hasta ahora no se aprecia que los niños y niñas las hablen, y menos aún que se hayan convertido en lenguas vehiculares de enseñanza. 

Existen experiencias que han ido tomando fuerza en el caso del mapudungun, tal como el trabajo que realiza la agrupación Mapuzuguletuaiñ, quienes poseen un programa sistematizado para su enseñanza y han podido formar nuevos hablantes. En el Campus Villarrica de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde trabajo, comenzamos hace tres años un programa de enseñanza para jóvenes del territorio, apoyado por organizaciones mapuche y financiado con aportes de la Embajada de Suiza en Chile y el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR). Junto a esta línea de enseñanza, desarrollamos otras tres vinculadas a la producción de recursos didácticos, la difusión y la investigación sociolingüística.

Un primer trabajo a realizar a nivel social es tomar conciencia sobre la dignidad de las lenguas y sus hablantes. Es un derecho poder comunicarnos en la lengua materna y acceder así a la cultura. Luego, es necesario hacer uso de nuestra lengua, hablarla, leerla, escribirla y exponerla con convicción en todos los espacios de comunicación donde sea culturalmente pertinente. A la vez, es esencial construir a través de ella —mensajes, poemas, cantos, música—, ya que las lenguas se sitúan en espacios amplios del saber que van desde el ámbito cotidiano al social, cultural, literario, científico y espiritual.

Lo ideal en una sociedad es desarrollarse en el marco de un pluralismo cultural y lingüístico. Esto la hará más equilibrada y diversa, pues las lenguas son representaciones del mundo. La mejor forma de transmitir los saberes de una cultura es a través de su propia lengua, puesto que allí se encuentran su gramática y sus códigos lingüísticos y culturales. A esto se suma la ideología que carga cada una, pues todas representan una lógica de pensamiento. No será lo mismo enseñar la cultura de un pueblo con una lengua que no le pertenece. Por citar un ejemplo desde el mapudungun, si pensamos en la clásica canción infantil “Caballito blanco”, no se podría decir “tengo, tengo, tengo, y tú no tienes nada”, ya que no es una lógica representativa del mundo mapuche, donde existe el kelluwun, es decir, una colaboración mutua y un sentido de colectividad culturalmente establecido. Lo mismo se podría decir respecto de la enseñanza de la lectura en castellano: mientras más significativos sean los ejemplos para enseñar, mayores serán los aprendizajes para la vida, pues los niños podrán asociar, comparar, inferir. 

Mantener vivas las lenguas no es una tarea sencilla; para conseguirlo es necesario generar conciencia, enseñarlas, practicarlas y crear a través de ellas. Solo así es posible evitar un debilitamiento del sentido de pertenencia y la identidad cultural de un pueblo.