Por Víctor Orellana C.
A menudo se piensa que la contradicción fundamental del debate constituyente en educación está entre Estado y mercado. Sin embargo, la verdadera contradicción es entre mercado educativo (Estado subsidiario) y democracia educativa (Estado garante). Sólo entonces podemos imaginar una nueva educación pública. Veamos.
Durante el siglo XX Chile optó por un Estado Docente que nos dio un merecido prestigio. Sin embargo, nunca fue universal ni igualitario. Tuvo un desarrollo incompleto, segregado e inorgánico. Además, como escribió Gabriela Mistral, sufrió de vicios de centralismo y falta de democracia.
Por ello el cultivo de la vida individual y social se dio principalmente en instituciones no democráticas. La familia patriarcal (muchas veces monoparental) o el inquilinaje en el agro formaron a la mayor parte del pueblo chileno hasta mediados del siglo XX.
Por eso, en los sesenta, la sociedad chilena estaba disconforme. No es casualidad entonces la Reforma Agraria o la planificación familiar. Menos que recién con la reforma escolar del 65, la ENU de la UP —que no era un proyecto de adoctrinamiento marxista, como se dijo— y la reforma universitaria del 67, se discutieran seriamente las bases de una educación pública, moderna y democrática.
Chile empezaba de verdad a ser una República. Al mismo tiempo que el familismo patriarcial era cuestionado, se planteó la necesidad de abrir la educación estatal a la nueva sociedad que surgía en esa convulsa década. Fue el inicio de una interesante democracia docente.
Como se sabe, este proceso fue interrumpido en 1973, y los avances descritos serían revertidos con la idea de subsidiariedad: las “familias” tendrían que elegir opciones en el mercado educativo. De un lado, esto permitía reponer el control de la familia patriarcal; y de otro, abriría un mercado educativo bajo la promesa de más calidad —por la competencia— e igualdad —por el acceso.
Bajo este arreglo, que profundizaron los gobiernos civiles, el mercado expandió la educación formal incluso más rápido de lo previsto. Pero el precio a pagar fue la construcción de un sistema segregado, caro y de baja calidad promedio. La educación funcionaría más como explotación rentista que como enseñanza-aprendizaje. De ahí la ironía de una sociedad sobre-escolarizada y sub-educada.
Si se mira el problema globalmente, el agotamiento del Estado Docente en los sesenta pudo haber sido dirigido tanto a proyectos de expansión de la democracia —reformas de los sesenta— como de mercado —reforma dictatorial. El Estado puede ser base de procesos de mercantilización o servir a procesos de democratización. Estado no se opone a mercado, necesariamente.
Lejos de sus ideologismos, la educación privada en Chile sólo ha sido viable gracias al Estado: universidades de transnacionales reclaman dineros estatales por su “rol público” pues atienden a públicos “focalizados” y “vulnerables”. Este es el Estado subsidiario del que tenemos que salir, incluida su maraña de justificaciones tecnocráticas y loas al management como falsa base científica de política pública.
Dicho esto, resulta impracticable un retorno al viejo Estado Docente, dado que sus supuestos socioculturales —el pacto familia/escuela— ya han sido superados. Hay que ir más allá, apropiándonos hoy de la discusión de los sesenta.
Caminamos a una época en que muchas funciones individuales de la parentalidad y maternidad tenderán a socializarse como responsabilidad colectiva por las nuevas generaciones. Emergen nuevas formas de familia, así como también nuevas formas de amor y de creación de la vida. Enhorabuena que así sea.
También es cada vez es más difícil diferenciar aula y sociedad. La cooperación humana que permiten las nuevas tecnologías, el acopio y uso directo de los saberes humanos —de lo que Marx llamara intelecto social— han cambiado para siempre la relación entre individuo y cultura. Hoy la sociedad completa es el aula.
La tarea de la educación pública en el siglo XXI no es volver atrás: es liderar estas tendencias para que sean espacio de libertad y no el simple “extractivismo de humanidad” que ha hecho el neoliberalismo. No es casualidad que coincidan lucha feminista y lucha por la educación: en ambas se anuncia un concepto más universal de libertad humana. Una nueva relación entre individuo, familia y sociedad.
Hay que repensar desde su núcleo el hecho pedagógico y el sentido de la universidad. Salir de la jaula tecnocrática del management para entender que no se trata de aislar el “contexto escolar” del “efecto escuela” para producir más Simce, sino que es precisamente en ese “contexto escolar” donde se produce el aprendizaje y la vida. Ese contexto escolar se llama “sociedad” y allí debe enfocarse una nueva pedagogía para una nueva democracia.
Hemos de inventar un nuevo concepto de educación pública: uno que desborde el aula y atraviese de punta a cabo la vida social, en estrecha relación con un nuevo proyecto de desarrollo país. Que articule salud, educación y tiempo libre en instituciones abiertas y que nos acompañen a lo largo de toda la vida. Sólo entonces el actual apartheid educativo será superado por una vida en común más rica.
En Chile no existe la educación pública, malamente podríamos “fortalecerla”. Existe educación estatal subvencionada. La educación pública debe ser fundada y qué mejor oportunidad para hacerlo que la nueva constituyente.
El Estado subsidiario debe dar lugar a un Estado garante. Los edificios de la nueva educación pública deberán ser patrimonio de todos al mismo tiempo que sus trabajadores deberán ser funcionarios públicos. El financiamiento a la demanda debe ser reemplazado por aportes basales.
Pero, con todo, no reside en el Estado el carácter público de la educación, sino sólo su condición de posibilidad. Democracia docente implica entender la democracia como una característica de la sociedad más que del Estado y, por lo mismo, asumir la educación pública como un proceso libre de autoconstrucción social y cultural.
En definitiva, las principales páginas en la historia de la educación pública chilena no están en el pasado, están en el futuro. Chile ha sido tierra de experimentos. Llegó la hora de que el pueblo chileno inicie uno nuevo: el del fin del neoliberalismo y la construcción de una idea más avanzada de democracia.