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Raquel Jodorowsky. La mariposa tallada en fierro

Aunque su obra es extensa y fascinante —y llegó a cautivar a figuras como Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti—, la poeta chilena, hermana mayor de Alejandro Jodorowsky, ha permanecido casi invisible en el panorama literario local. Dos reediciones —Cuentos para cerebros detenidos (Peso Pluma) y Una diosa desterrada del cosmos. Poesía completa (La esporádica)— buscan devolverle el lugar que merece en el mapa de la literatura chilena. Este perfil recorre la vida y el legado de una escritora que remeció la escena latinoamericana con su poesía vanguardista y radical.

Por Drago Yurac | Crédito de foto: Domingo Giribaldi/El Nacional

Las muñecas han sido por años los juguetes de las niñas, pero a ella le tocó el desierto: las arañas y los perros rabiosos. Arañas llenas de veneno a las que les enredaba cordeles y las hacía volar. Tenía casi cuatro años cuando escuchó una explosión en la mina y su padre le dijo que se tapara los ojos. Raquel Jodorowsky (1927) subió al techo y vio desfilar en el tren, no metales, sino pedazos de piernas y orejas. A los seis años escribió Cuentos del norte, su primer libro, y ya tenía un poema publicado en el periódico salitrero, que era un escrito tallado con punta de cobre en la piedra de entrada de la mina “La Despreciada”. Subida a un andarivel la vemos alejarse por el cerro, una mariposa que cruza el desierto.

“Había para mí toda esta arena / para estar echada hacia tantos crepúsculos / y ver pasar los siglos”.

Sin saberlo, la niña ya había vivido una vida. Ahora le quedaba otra más.

No se sabe si los juegos de infancia pueden influir en la personalidad, pero dejemos de lado por ahora esta pregunta. Nació géminis y aprendió a “escribir” antes de leer y escribir. Su abuela ucraniana, muda por el horror de los cosacos del zar en Rusia, le enseñó hebreo y griego. La poesía la aprendió de los mineros rezándole a los Apus por hacerle daño a la montaña. De sus primeras compañeras de juegos quechuas y aimaras. De los rusos, gringos, españoles y japoneses que rondaban la Casa Ukrania, negocio de su padre en Tocopilla, el “rincón del diablo”. Incluso, luego del nacimiento de su hermano Alejandro, supo que la poeta sería ella, y se ahorró la envidia.

A los once años vio por primera vez un árbol al borde del desierto de Atacama y pensó que era un señor. Son los soles eternos del Norte Grande de la década del 30 y los reglazos le llegan con toda la frustración chilena porque escribe con la mano izquierda. A la fuerza se hizo ambidiestra, de su madre conoció el mundo del rigor: pelo a la altura de la nuca, escalas del piano, la boca cerrada. Pero en secreto, con su abuelo, conoce los libros prohibidos del judaísmo: la Cábala, el Talmud, la poesía cósmica y brujeril. En las mañanas hace las tareas en silencio. En las tardes de polvo suspendido, logra ver entre líneas que el pasado y el futuro riman casi exactamente. En las noches lee el firmamento.

Su familia se muda a la calle Matucana: Alejandro llora y la patea debajo de la mesa, Raquel expectante, no le interesan los complejos de hermano menor. A ella le importa el mundo que se abre y la pronta extinción. Vecinos de la calle del frente: Pablo y Wínett de Rokha, que la reciben con ollas grandes. Hambre había, muchísima, desde el desierto. Ella le devuelve la mano: reparte la revista Multitud en la esquina, mientras sigue tocando Chopin encerrada en su pieza. Todavía tan encerrada, Raquel, patiperra del espíritu. La revolución juvenil no tarda: llega a la casa con falda corta, pintada con rojo fuertísimo, sonrisa seductora y peinado hollywoodense. Su madre le lanza una plancha caliente que le pasa a llevar un lóbulo de la oreja.

“Raquel, atrincherada en su habitación, había decidido dedicarse por siempre a la poesía”, dice casi la única línea donde Alejandro la menciona en toda su obra, omitida monumentalmente en la película La danza de la realidad (2013). Pero ya iremos a ese mito. Mientras tanto, ella es mandada al internado de niñas. Sufre del machismo, pero se entrega a desafiarlo. Duerme con tus enemigos y conocerás sus puntos débiles. Un profesor de matemáticas del internado veinte años mayor que ella le pide matrimonio. “Sufría de una metamorfosis incompleta. / entonces como un recurso excepcional / se valió de la autofecundación”. La mariposa tallada en fierro finge un embarazo y le regala una fiesta a su familia. Con la venganza realizada, logra parir en 1949 a su verdadero hijo: La dimensión de los días, libro donde le canta al odio y al origen, donde declara no sentirse parte del mundo. Rosamel del Valle lee el libro, publicado por la Editorial Nascimiento, y dice que al fin la poesía chilena levanta cabeza después de Mistral.

Sus padres, ya divorciados, entran en la ley del silencio. Apenas termina el internado, recién graduada y con su matrimonio anulado, nadie la va a buscar. Mira el cielo nublado y se pregunta si alguien estará siendo testigo, si acaso la poesía nos mira desde el otro lado. Al volver a casa, para buscar el paquete que tiene las copias de su primer libro, se entera que su hermano y un borracho, un tal Enrique Lihn, han lanzado cada copia a la manada de buses que pasan por la avenida. Los han deshojado, profanado, perdido. Por la ventana, algunas páginas sobrevuelan como pájaros cansados en la calle. Ella no dice nada, llora en su pieza, imagina cómo irse del mundo. No hay nada que entender.

Un año después, el exilio es inminente. Los padres ya no existen, pero siguen vivos. Su hermano se fuga a París, pasado a películas, le dice en una carta que lo acompañe pronto, que deje la tierra de “indios atrasados”. Ella no quiere cuidar y cocinarle a un hombre. Una tarde de hora peak, con los ruidos ensordecedores de la revolución de la chaucha, con las micros quemadas y un Albert Camus fumando un cigarro por las calles de Santiago —“Chile me ha enseñado que los volcanes pueden ser tiernos”, dijo—, ella sale de la casa de los De Rokha apenada. En la confusión se topa con una antigua profesora de lenguaje del internado, se toman las caras en la revuelta, ella le ofrece una beca para estudiar en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima.

Imagen de la portada de Una diosa desterrada del cosmos. Poesía completa. Crédito: Instagram de Editorial La esporádica

Con su único libro bajo el brazo, va a estudiar y vivir en un balneario del norte de la ciudad peruana. Pronto se aburre de los autores españoles anticuados: ella ya había leído a los franceses y rusos por su cuenta. Más que escribir bien, ella quería conocer los secretos. Se cambia del programa literario para estudiar Arqueología: lo primero que hace es el Camino del Inca con cinco poetas, agarrándose de las malezas, cuando la fiebre de Machu Pichu recién nacía a partir de una nueva línea de tren que conducía a sus mesetas. A los 20 años decide viajar en camiones con una maleta y un florero de porcelana. Internándose en la selva, sudando cada poro de su piel, Raquel siente al fin que respira su primera cuota de oxígeno. Escribe un libro que “también es una limpia guía para atravesar la selva sobre modernos problemas acerca de la búsqueda de profesión”.

Cuando toma contacto con los shipibos cerca de Pucallpa, una mariposa azul se posa en su hombro. La llenan de collares y regalos, un espíritu la había visitado. Desde ese momento no se los sacó: diez años después, Allen Ginsberg la recuerda “sentada con sus collares” en el poema que le dedica en su Sandwiches of Reality (1963). La oruga del desierto, en compañía de las arañas, sale al fin de su capullo.

Antes de la convulsionada década de los 60, la poeta cósmica tiene a su único hijo, Dayal, con un hombre peruano que al año lo manda de “vacaciones eternas”. Ya con dos nuevos libros de poesía, un poema se lo dedica al hijo: “y siempre muérete hablando o llorando o limpiando o defendiendo / muérete ebrio, ahogado de bocas, muérete en alto / con las heridas, muérete de risa / Pero nunca de muerte. De muerte no has de morir. / La vida te esconderá”.

Instalada en Lima, criando, frecuenta los cafés del Barrio Chino junto a la escena surrealista y otros poetas. Emilio Adolfo Westphalen, César Moro, Cota Carvallo, José María Arguedas, Blanca Varela. “Practica con éxito el terrorismo verbal”, dice un crítico de la época. A esas alturas, cómo no, ya es pintora y expuso en las galerías locales. La expulsan de una lectura con Arguedas, por intrépidos —recitaron en quechua y contra la religión—, y prometen juntos, mientras escapan de los salones de gente bien, explorar los ríos profundos del cielo nocturno que es testigo. “Yo sé que desde otro planeta nos están mirando / nos esperan, nos preparan para algo”. Nunca más volverán a verse.

Con la veta geminiana en la sangre, se vuelve corresponsal de la revista mexicana El Corno Emplumado, de Sergio Mondragón y Margaret Randall, que viaja por América a través de sus embajadores. En Lima es tan famosa que la visita un poeta estadounidense que promete revolucionar la ciudad. Ginsberg, en su primera lectura, provoca que todas las viejas salgan de la sala. No solo escandalizaba por hablar en público sobre su pareja Peter, o por su forma extraña de recitar a William Carlos Williams, sino porque usaba blue jeans. Y ella, con medias negras, falda de cuero, ya había visitado Nueva York para una conferencia. Solo quedan Raquel, el poeta que gestionó la lectura y Allen en las sillas. “Llegó con la bandera del escándalo a Lima”, dice la oda que le dedica en su libro de poesía Caramelo de sal (1977), donde ella confiesa su “pacto con la palabra por los acuerdos vividos”.Un poema que llegaría a las estanterías de City Lights, la famosa librería de San Francisco, traducido por el mismo Allen.

Ginsberg le pregunta si hay comida europea en Lima y ella le dice que puede cocinarle un borsch, la sopa eslava típica. Allen se saca los lentes, se miran fijamente. Se dan cuenta que sus familias vivieron en el mismo barco que se llevó a los judíos de Kiev hacia América. Raquel descubre que el tiempo no es lineal. Que la partitura de las estrellas es un poema recitado hace mucho tiempo. Ginsberg vuelve pronto de la selva con ayahuasca y le ofrece ir a México a la casa donde están apiñados sus amigos, los beatniks. “Te metiste en mi vida de días detenidos / removiendo los cerebros de mis gusanos”. Allen le responde al final de su poema “Éter”: “sentado con Walter y Raquel en un Restorán Chino —se besaron— yo solo”. Con este amor, la poeta arqueóloga descubre que el pasado los une, pero en el cielo se reflejan sus soledades. En sus clásicas caminatas por la plaza San Marcos, mientras espantan palomas, Allen le pide un hijo. Habla en serio. Raquel conoce los árboles en el desierto, sabe que son una excepción, que los bosques son espejismos.

Los años 60 son Perú, México, Ecuador, Colombia y de nuevo Perú. En las alturas de Guayaquil ve cómo un astronauta llega a la luna. Ella queda pasmada, pero siente que ya había llegado antes. A Colombia llega montada en un burro directo a recitar, era la década de la performance. Se reencuentra con su hermano, que trae de México sus Fábulas pánicas. Han limado asperezas. Ambos deslumbran, se sacan fotos y se van. Incorregibles. Nunca más se les verá juntos. Su aparición en Cali es escandalosa. Es la única mujer del grupo vanguardista de poesía que llega tener un arrastre de partido político al ritmo del jazz. Un periodista de la época, espantado por el alboroto, dice que “es una dama de ojos claros, ciertamente bonitos, pero vestida horrorosamente, como de carnaval, de un cursi que asusta”. Gonzalo Arango, poeta fundador del nadaísmo, dice que “su poesía es una religión al revés: nos promete este mundo”. La ven generar caos y enamorar a todos los poetas de Bogotá. A la salida del aeropuerto, una periodista le pregunta si ha leído algún libro del movimiento de los nadaístas. Ella responde: “Nada.”

Cuentos para cerebros detenidos. Raquel Jodorowsky. Editorial Peso Pluma, 216 páginas. Esta editorial peruana estará presente en la versión 2025 de la Furia del Libro.

De vuelta a casa, sobrevive haciendo títeres para la tele, confeccionando ropa con sus poemas impresos en guayaberas hippies para su tienda El Oráculo, en el barrio de Miraflores. Tras el éxtasis poético, venía la resaca material, vieja historia. Camisas, pantalones de color, tablas hawaianas para hombres y mujeres, sobre todo para las colas del barrio. Las vecinas la juzgan revoltosa y psicodélica. Su hijo Dayal vive el apogeo de su adolescencia en la playa limeña y pronto se hará campeón de longboard. Ella deja de escribir como antes, la astronauta del verso encalla en el planeta de la realidad. “Sentada en la taza del baño, el único sitio donde nadie me interrumpe, escribo, escribo, pensando que el mundo es una gran canción”. A veces se acuerda de su labor, y con el papel donde venía la tela de la ropa que confecciona, edita artesanalmente un nuevo libro: 3 millones de años luz o el diario de una costurera (1972). El poeta Lawrence Ferlinghetti llega directo de California a regalarle tres mil dólares para que tuviese una casa. Viene además con un libro de Ginsberg que tiene una dedicatoria: “Raquel, 1971, han pasado diez años”. Nunca dejará de aspirar a la fantasía del hijo. Nunca dejará de enviarle libros hasta su muerte.

Numerosas fotos la retratan transitando glamurosamente por las avenidas de Lima, cerca del barrio Lince. Con el cansancio, incluso con la dictadura peruana a cuestas, quiere continuar el mundo. “Aunque luego te espere la puerta de un horno, no te rindas / No te rindas sino a la evidencia del amor”. La poeta electrónica explora la cibernética antes de Synco. Le canta himnos a Nazca. Escribe libros de poesía que se leen al revés. Se declara a amores inexistentes en sus Cuentos para cerebros detenidos (1974) publicado en Buenos Aires, microcuentos de ciencia ficción que en pocos meses se vuelven de culto y su editor se queda con las copias. “Libro que muestra cómo usar, en un jurado de acusaciones, moscas amaestradas”, se lee en sus páginas. Para ella, la Vía Láctea y las ruinas mayas son lo mismo. En las piedras que son seres vivos está escrito el futuro. La arqueología es la ciencia de los extraterrestres y los versos, sus naves espaciales.

Ella escribe: “Toda la literatura ha sido hecha para entender. Ya estamos cansados de entender, no hay que entender nada más”.

No hay nada que entender.

“¿Cómo se imagina la poesía en 100 años?”, le pregunta un admirador. Similar a la pregunta que se hace Henri Michaux en 1929 cuando está en Ecuador, su tocayo geminiano. Ella dice que en los viajes interestelares que se avecinan, los libros flotarán sin la gravedad terrestre. Existirán tubos proyectables que van a contener el recuerdo de nuestra naturaleza terrestre. Ella viste con blusa multicolor, junto a sus muebles barrocos, telares, copas de cristal antiguo. Del pasado y el futuro a la vez, en los intersticios de una historia paralela a nuestros días. Ícono máximo de una moda vestida por una persona. Ella responde las preguntas, cuenta anécdotas de Lima. Sus ojos azules denotan lucidez e ironía. Quizás alguna lágrima cristalina —casi invisible— le cae con elegancia. Luego se enfurece con el entrevistador. Ha perdido la paciencia. Se enrabia con sus amigos, con sus editores, quiere estar sola. Son los años de incertidumbre, no hay nada que entender.

Sus investigaciones se volcarán a la relación entre las mariposas y las estrellas, como su compañera geminiana Marosa di Giorgio. Quiere mezclar ciencia y poesía, quiere continuar el mundo. “El Mundo: la pena o la vergüenza de Dios / una lágrima que rueda por su rostro / hacia el vacío”. Sus palabras se posan en la tierra, sus estrofas se transforman en ruinas mochicas, excavaciones de la cultura chavín; viaja cada vez más lejos en la prehistoria. De tanto mirar las piedras, los niños mexicanos le piden que recite poemas de su paisano Vallejo, ese que se llama “una piedra negra sobre una piedra blanca”. Raquel vuelve a sí misma, extraña cada día más el desierto. “Hoy deseo la existencia sin nombre / no creo más en lo humano y sus enigmas / solo quiero vestirme de flor / de hoja que incendia / en la soledad de mi destino”. Pasan décadas y un día se aparece una señora de pelo blanco en su puerta y le dice “soy tu madre”. La acompaña en sus últimos años de cáncer. De su padre no sabrá más.

Su hermano viaja a Lima en 2011 por unas conferencias de su nuevo libro de psicomagia. Dice en la prensa que pasará a ver a Raquel y la tumba de su madre. Hay expectación, quizás sea la última vez. Pero se queda en su hotel abrazado de sus premios de metal, sin asomarse. Tampoco la pone en los créditos de La montaña sagrada (1973) —en la que habría colaborado—, y el rencor lo nublará, pese a los esfuerzos de los sobrinos por rearmar el puente. Raquel dice que su hermano se cree chamán. Una crónica lo llama “el irrompible desencuentro”. Como último deseo, ella pide volver al desierto, recitarles poemas a los mineros, pero quedará como un anhelo de la posteridad. La mariposa que cruza la sequedad del vacío. Quién seguirá escribiendo, quién escribirá poemas en el futuro, con esta extinción a la vuelta.“Dentro de los próximos cien años quedarán sepultadas bajo las explosiones atómicas mis obras”. Dicen que todo poeta nace a destiempo. Pedro Casusol, un escritor peruano, alcanza a hallarla justo dos años antes de su muerte para rescatar unas entrevistas. Es su Caronte en vida. Los resabios de un eco. Con los días contados, dice que lo último que pidió de comer fue un helado. Está tranquila, se acerca un viaje. No hay nada que entender.