60 años de la Cineteca Universidad de Chile: los actuales desafíos de la memoria

«La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile —señala su coordinador, Luis Horta— es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años». Primero desdeñado, luego reprimido y más tarde mercantilizado, el cine nacional no la tenido fácil a la hora de ganar reconocimiento como un patrimonio que «relata nuestras penas, alegrías y dolores». La Cineteca se ha dedicado a la conservación de ese patrimonio. Y ahora, en su sexagésimo aniversario, dice Horta, afronta nuevos desafíos: la valoración del cine desde las comunidades, la promoción del pensamiento crítico para la apreciación de su sentido y la defensa del acto sensible de ver cine.

Por Luis Horta C.

En un contexto en que se deprecian las humanidades en favor de la tecnocracia, en que el conocimiento es desplazado por la información y en que el pensamiento crítico queda fuera de lugar, resulta ilustrativo abordar el caso de una institución que representa los devenires del campo cultural en los últimos sesenta años del país. La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile, fundada en el año 1961, ilustra cómo se ha transformado el Estado y las instituciones chilenas en la segunda mitad del siglo XX, proponiendo preguntas respecto a qué tipo de rol ha representado la educación artística y patrimonial en los devenires de nuestras estructuras sociales. Blandiéndonos de una conmemoración que, más allá de la fecha onomástica, significa dar cauce en el mundo actual a la conservación y promoción de las artes audiovisuales, propondremos una lectura panorámica para abordar estas ideas.

La Cineteca Universidad de Chile celebra su sexagésimo aniversario con la liberación de 400 películas este lunes 29 de noviembre.

Antiguamente, se consideraba que el cine era únicamente una entretención de fin de semana, cuyo gusto popular lo hacía ser visto peyorativamente por las clases acomodadas. Por tanto, no existía la noción de conservar el cine, debido a su naturaleza efímera situada únicamente en torno a sus posibilidades comerciales. Será a mediados de los años cincuenta cuando una nueva generación comenzará a entender las cualidades artísticas, estéticas e históricas del cine, conformando primero el Cine Club Universitario, que proyectaba semanalmente películas consideradas de valor artístico, sumando cine-foros que promovían la autoeducación. Del Cine Club surgirá la Cineteca de la Universidad de Chile, instituyendo el primer centro del país dedicado a la conservación y preservación audiovisual. Esto implicó subvertir las caracterizaciones sobre el rol que ocupan las imágenes en movimiento en las sociedades modernas, situándolas como un vehículo propulsor de contenidos educativos, ideas que operan masivamente en el campo de lo sensible. Pedro Chaskel, su primer director, encabezará el trabajo de reunir un acopio de películas que quedaría a disposición de quien quisiera consultarlas, además de emprender la tarea de albergar películas nacionales para su resguardo. Así, la creación de la Cineteca irá de la mano con el cambio de estatus que adquieren las artes nacionales desde mediados del siglo XX, expresado en la fundación del Teatro Nacional Chileno, el Ballet Nacional o el Museo de Arte Popular Americano, los cuales repensaron la institucionalidad mediante una apertura a nuevas materialidades y a las demandas de la comunidad. 

Prontamente la sede de la Cineteca se convirtió en un epicentro. Su ubicación central en calle Amunátegui número 73 albergaba un acopio de películas de libre acceso, una biblioteca, un archivo de afiches, fotografías y guiones, además de una sala de cine. Las exhibiciones eran frecuentes y masivas, acompañadas de cine-foros dirigidos por el profesor Kerry Oñate, además de la implementación de un modelo de cine móvil con proyecciones en zonas rurales, cordones industriales o poblaciones, lugares en los que no había salas de cine. La Cineteca fue visitada por los más importantes autores e intelectuales del periodo, entre ellos Roberto Rosselini, Henri Langlois, Joris Ivens o Chris Marker, quienes se acercaban a conocer la riqueza de un archivo que albergaba valiosas obras del nuevo cine chileno y latinoamericano: Raúl Ruiz, Jorge Sanjinés, Raymundo Gleyzer o Santiago Álvarez. En la sala de cine se firma el histórico texto “Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular”, firmado por un grupo de creadores que adscribía a las transformaciones sociales proyectadas por Salvador Allende en 1970, lo que da cuenta de la relevancia de este espacio dentro de la historia cultural contemporánea.

Tras el golpe de Estado se produce uno de los mayores daños al patrimonio audiovisual chileno que registre la historia. Los allanamientos realizados por civiles y militares forzaron a esconder películas que podían representar una visualidad que buscaban proscribir y borrar del imaginario colectivo. El despido de funcionarios por razones arbitrarias no impidió que se continuaran desarrollando actividades contraculturales, hasta que en 1976 se produce la clausura definitiva del departamento, provocando con ello que colecciones documentales y cinematográficas quedaran en el abandono. Los equipos técnicos como cámaras, proyectores o grabadores de sonido, fueron saqueados y, en algunos casos, destruidos. La sala de cine fue clausurada definitivamente y la Cineteca despojada de su edificio, el cual fue privatizado.

Afiche de El Húsar de la muerte (1925).

Nunca antes había ocurrido en el país que el Estado propiciara que parte importante de nuestro patrimonio fuese saqueado y desmantelado. Esa sería solo una de las varias etapas que acompañarían la reconfiguración cultural que se implementaría en el país, ya que la eficacia de las políticas del autoritarismo chileno, en cuanto a desmantelar el aparato institucional público, dejará fuera de ejercicio a la Cineteca de la Universidad de Chile por más de treinta años, sin medidas reparatorias incluso en el periodo de la postdictadura. Mediante un proceso de desmemoria e invisibilización de la labor realizada por las instituciones públicas en el periodo previo al golpe, se construyó un relato refundacional que resultaba oportuno para la instalación del modelo neoliberal, refundando desde cero la institucionalidad y convirtiendo a los públicos en consumidores de imágenes. Al desarticular este tejido social, se produce un retroceso de casi 100 años, donde el público vuelve a convertirse en un sujeto pasivo frente a la oferta cinematográfica que ofrece el mercado y, por tanto, el cine histórico pasa a medirse —al igual que cualquier pieza audiovisual— por sus posibilidades de producir capital y no por sus cualidades patrimoniales.

Sin embargo, las películas, sus públicos, sus recuerdos y sus experiencias, quedaban aún circulando en el inconsciente colectivo. Será a partir de la gestión realizada por un equipo de profesores de la naciente carrera de Cine y TV —perteneciente al Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile— que en 2007 se inicia un proceso de recuperación de la colección fílmica de la Cineteca, la cual se encontraba en poder de privados. La sorpresa fue enorme, ya que aún se conservaban originales de Raúl Ruiz, Pedro Sienna, Pedro Chaskel y gran parte del cine político de los años 60 y 70. A partir de este momento se emprende un plan de acción enfocado en dos frentes que buscaba la recuperación de este fondo audiovisual, lo cual implicaba la búsqueda de recursos que permitiesen la restauración de los materiales originales y su paso a soportes digitales contemporáneos. Esto deriva en un trabajo de educación donde las obras sean puestas en valor y se genere un acercamiento crítico mediante el modelo horizontal del cineclubismo.

Afiche de El chacal de Nahueltoro (1969).

Lo anterior plantea que los problemas y desafíos del patrimonio audiovisual chileno actualmente son muy distintos a los de los años 60. Primeramente, en plena revolución digital, es necesario buscar estrategias de valorización de nuestro patrimonio a partir del contacto directo con las comunidades, lo cual implica que una Cineteca del siglo XXI no puede ser únicamente un acopio de materiales audiovisuales, sino una institución capaz de producir sentido a partir de la promoción del pensamiento crítico y el disenso fundamentado, lo cual puede generarse a partir de las dinámicas de la discusión que de forma privilegiada otorga una exhibición cinematográfica. En segundo término, existe la imperiosa necesidad de resguardar la experiencia sensible del acto de ver cine, lo cual adquiere mayor relevancia en este momento en que la pandemia del covid-19 ha implicado el aislamiento y la ruptura de las relaciones sociales. Luego, resulta importante volver a colocar en un lugar de importancia la conservación de materiales fílmicos producidos tanto ayer como en la actualidad, ya que el irreflexivo consumo de contenidos audiovisuales o la producción de nuevas obras a partir de materiales de archivo hace depreciar en el imaginario de los financistas este tipo de prácticas que garantizará que las futuras generaciones puedan acceder a los contenidos audiovisuales en las mismas condiciones con que fueron creados.

La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años. Y cuando hablamos de cine, estamos hablando de una huella del tiempo albergada en una materialidad, una mirada subjetiva que habla de la naturaleza humana. Así, cuando señalamos la importancia de conservar el patrimonio audiovisual, estamos proponiendo conservar las sensibilidades de una época que han quedado plasmadas en un soporte que relata nuestras penas, alegrías y dolores.

«La mirada incendiada»: ¿Quién tiene el copyright de la memoria?

La polémica suscitada a partir del estreno de la nueva película de la directora Tatiana Gaviola —inspirada en la figura de Rodrigo Rojas de Negri y su trágico final a manos de agentes del Estado, en 1986— invita a preguntarnos sobre las siempre tensas relaciones entre la ficción y la historia, la libertad creativa de las y los cineastas y la responsabilidad que conlleva representar temas vinculados a la memoria personal de una familia y a la memoria histórica de un país.

Por Antonella Estévez

Desde sus inicios, el cine ha tenido interés por poner en pantalla relatos que vienen del espacio histórico para ficcionarlos y volverlos atractivos al formato cinematográfico. Entre las películas producidas durante las primeras décadas del cine figuran varias basadas en la vida de reconocidos personajes públicos; incluso algunas de las mayores joyas del cine mudo son cintas que, hoy consideraríamos, se enmarcan dentro del género histórico, como El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein (1925), Napoleón, de Abel Gance (1927) o la polémica El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith (1915).

Ese interés por convertir en cine hechos de la vida real se transformó en una tradición fructífera que tiene expresiones múltiples y diversas hasta el día de hoy, dando a conocer masivamente sucesos escogidos desde el punto de vista particular del equipo de realizadores que construyen esa narración. Este ejercicio cinematográfico de relatar el pasado se encuentra en tensión con el relato histórico, que como bien se sabe, también es un constructo narrativo. Con toda la rigurosidad que le caracteriza como ciencia social, y confiando en la experticia de los historiadores e historiadoras para acceder y dar a conocer el pasado de la manera más cercana posible a los hechos, la historia también es una construcción, ya que el pasado se nos escapa en toda su complejidad.

Como señala el teórico español Vicente Sanchez-Biosca, “la historia no son los hechos acontecidos en el pasado; es un discurso (en realidad, un conjunto casi infinito de discursos) que trata(n) de explicarlos, conectarlos inscribiéndolos en cadenas casuales que otorgan sentido”. Entonces, cualquier discurso histórico se traza desde el presente y se enmarca dentro de las posibilidades de comprensión que tiene ese presente cultural, el que define la mirada de investigadores e investigadoras respecto al pasado. Así, la noción que tenemos de éste es una que bebe de diversas fuentes, que se complementan o que se oponen, lo que genera múltiples miradas posibles.

Imagen de «La mirada incendiada» – Crédito: Ocoa Films

Ya a mediados de los años 70, el recién fallecido historiador francés Marc Ferro propone que el relato cinematográfico es parte fundamental de la construcción de imaginarios y que, por lo tanto, se le debe considerar también histórico: “¿La hipótesis? Que el film, imagen o no de la realidad, documento o ficción, intriga auténtica o pura invención es Historia. ¿El postulado? Que lo no ocurrido, las creencias, las intenciones, el imaginario del hombre son tan Historia como la Historia”, escribe en el libro Cine e Historia (1980). Una idea similar plantea Pierre Sorlin, otro de los grandes teóricos de la díada cine-historia, quien señala: “La pantalla revela al mundo no como es, evidentemente, sino como se lo comprende en una época determinada”.

Siguiendo ese hilo de pensamiento, toda obra cinematográfica es histórica —no solo las que se basan en hechos del pasado— si consideramos que su existencia está condicionada por las posibilidades tecnológicas y discursivas del momento de su creación; de la misma forma en que toda obra cultural es contextual, emana de una cultura específica y, por lo tanto, está definida por las ideologías y las intenciones —implícitas o explícitas— de sus realizadores al momento de su desarrollo.

Cuando hablamos de películas inspiradas en hechos del pasado, específicamente, podríamos decir que conllevan un doble discurso histórico, ya que son producidas en un contexto determinado —que define sus posibilidades materiales y discursivas— y porque desarrollan operaciones de enunciación de un discurso histórico que nos remite al pasado desde una mirada “contemporánea”. De hecho, y ya acercándonos a la película que nos convoca, una de las cosas que la cineasta Tatiana Gaviola ha dicho respecto a La mirada incendiada es que el relato central de esta película —el asesinato del joven fotógrafo Rodigo Rojas De Negri— hoy adquiere un nuevo nivel de significado ante las recientes vulneraciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas del Estado durante el estallido social, con casos como los de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica. Es este presente desde el que se lee la película el que determina la lectura que podamos hacer del hecho histórico que nos propone.

Dicho lo anterior, entendemos el cine histórico como ese género cinematográfico que gira en torno a la narración de uno o varios hechos históricos reales. Al ser un ejercicio creativo, posee cierta pretensión de historicidad, pero normalmente incluye muchas licencias creativas para hacer más atractiva la historia al público contemporáneo a la producción. A lo largo de los más de 130 años de cine, hacer películas basadas en hechos conocidos o notables del pasado ha sido una herramienta ideológica eficiente para decir desde el pasado cosas hacia el presente, y muchas veces también, ha sido utilizado como método de propaganda.

Y aquí es donde aparece la responsabilidad ética de los cineastas y lo que ha estado en discusión respecto a La mirada incenciada. Personalmente, creo que cualquier creador o creadora tiene la absoluta libertad de contar la historia que quiera, como quiera, pero que eso tiene costos que se deben considerar y asumir. Pensemos en dos ejemplos del cine chileno reciente: en No (2012), de Pablo Larraín, la película sostiene la tesis de que fueron los publicistas de la campaña del No los verdaderos artífices de la victoria en el plebiscito de 1989, dejando fuera de la narración toda la potencia del movimiento social que impulsó a la población a votar para sacar a Pinochet.

Imagen de «La mirada incendiada» – Crédito: Ocoa Films

Esta cinta logró gran connotación internacional, y hay personas fuera de Chile y jóvenes en nuestro país que están convencidos de que las cosas fueron tal como las cuenta Larraín, porque no tienen otros antecedentes. Por otro lado, está Violeta se fue a los cielos, de Andrés Wood (2011), filme basado en el libro de Ángel Parra y que se enfrentó a la mirada que otra de las hijas de Violeta tenía sobre su madre. Recuerdo haber entrevistado a Wood en la época del estreno, y frente a esta situación, señaló que no pretendía haber construido el discurso último sobre esta gran artista nacional, que la Violeta de su película era “su” Violeta y que podía haber tantas miradas sobre ella como personas que la conocieron o que han seguido su arte. En ambos casos, me parece que los realizadores tienen la libertad de tomar hechos históricos y construir a partir de ellos relatos que les parezcan atractivos de contar, pero no podemos negar que hay una responsabilidad en lo que escogen mostrar y dejar fuera, ya que el cine, más que ningún otro relato contemporáneo, tiene el poder de instalarse como recuerdo en la subjetividad de la audiencia, como lo plantea Pilar Aguilar.

La mirada incenciada se centra en un hecho dramático de la dictadura. El denominado “Caso quemados” se transformó en un símbolo de la brutalidad policial y las violaciones a los derechos humanos de ese período, por lo que, al acercarse a la figura de Rodrigo Rojas de Negri, la realizadora se estaba enfrentando a un nombre que está acompañado de un imaginario específico en parte importante de la población chilena. De ahí que las decisiones narrativas que tomó a la hora de contar esta historia colisionan con la imagen que ya está instalada en nosotros.

Existe una tensión entre los relatos respecto de la participación de la familia en el proceso de la película. Gaviola dijo en una entrevista dada a El Mostrador que ella le escribió a Verónica De Negri cuando comenzó a trabajar la película y que fue la madre de Rodrigo quien no quiso hablar con ella. Por otra parte, Veronica De Negri ha señalado que no había sido consultada ni había tenido ningún tipo de participación en la película, como afirmó en La voz de los que sobran. La cineasta, luego, señaló en Radio Universidad de Chile que “la película fue realizada a partir de una investigación en la que se contemplaron antecedentes del contexto y entrevistas a familiares del joven fotógrafo”, mientras que Veronica de Negri insistió en La voz de los que sobran —y luego de un proceso que incluyó abogados para poder ver la película antes del estreno— que la producción había ignorado la visión de la familia y que la cinta “es una burla al máximo de la memoria histórica, no solo a la familia, sino que a todos los muertos en dictadura”.

Esta polémica es relevante porque influye tanto en el sentido que cada cual le dará a la existencia de esta película, como en la recepción que se tenga de ella. Gaviola escogió inspirarse en la figura de Rodrigo para contar una historia intimista, centrada en los vínculos familiares e instalando la narración en el contexto de una clase media desde la que el protagonista va descubriendo los horrores de la dictadura. La mirada incenciada le da mucho espacio a las relaciones entre los personajes secundarios para crear una idea de lo cotidiano de esos años, ficcionando este mundo desde una voz en off imaginaria de Carmen Gloria Quintana, sobreviviente del atentado, y quien habría colaborado con Gaviola en el desarrollo de la película. A pesar de que hay un par de escenas al respecto, en la película hay poco espacio para comprender la pasión de Rojas por la fotografía y su interés en el rol político del registro. Tampoco hay una construcción sostenida de la movilización social y la represión, por lo que la escena del asesinato resulta especialmente impactante no solo por lo que muestra, sino porque sale de tono con respecto a lo que se venía contando.

A pesar de que existe el prejuicio de que el cine chileno ha hablado constantemente sobre la dictadura y sus secuelas, según una investigación del portal web cinechile.cl solo el 14% de las películas —de ficción o documental— de los últimos 20 años han tocado este tema. Mientras no tengamos un Estado que se haga cargo de manera seria de impartir justicia, el arte ha tomado un papel fundamental para, por lo menos, hacer memoria y ayudarnos a recordar a las víctimas y reflexionar sobre lo que somos y cómo llegamos hasta acá. En este sentido —e insistiendo que la libertad creativa es un valor—, me parece que, frente a ese rol tan importante en un país herido, las y los creadore/as deben asumir la responsabilidad que tienen en la construcción de relatos y la generación de memoria. Como dice Chimamanda Ngozi Adiche: “Las historias también se definen por la manera en que se cuentan, quién las cuenta, cuándo las cuenta, cuántas se cuentan (…). Todo ello en realidad depende del poder. Poder es la capacidad no solo de contar la historia de otra persona, sino de convertirla en la historia definitiva de dicha persona”.