Vivienda y segregación social, la otras desigualdades que el Covid-19 hizo visibles

“Hasta que la dignidad se haga costumbre” fue una de las frases que se transformó en consigna tras el estallido social del 18 de octubre y que de alguna manera engloba las exigencias de la ciudadanía relacionadas con diversas materias que van desde mejora de sueldos, pensiones y término de las AFP hasta reformas en la educación. Sin embargo, en esa larga lista, las demandas de mejor salud y vivienda digna aparecían más bien desplazadas. Hoy, la pandemia ha hecho nítida la vulnerabilidad de quienes viven en condiciones precarias como campamentos y viviendas sociales de baja calidad, o en situación de hacinamiento y con escaso acceso a una atención de salud oportuna. Es allí donde el virus podría causar estragos cuando llegue el invierno.

Por Denisse Espinoza A.

La cuarentena o el llamado aislamiento social ha sido una de las estrategias de los gobiernos para enfrentar la pandemia por Covid-19 que ya lleva cuatro meses desde el primer caso detectado en Wuhan, China, y que ha afectado a Chile desde mediados de marzo. El llamado general ha sido a “guardarse en los domicilios” y así evitar que la infección se siga expandiendo. Pero ¿qué pasa cuando “quedarse en casa” es sinónimo de seguridad y tranquilidad sólo para una parte de la población? ¿Qué pasa cuando hay más de tres grupos familiares, por ejemplo, viviendo bajo mismo techo? ¿Qué pasa con quienes viven en campamentos y ni siquiera tienen agua potable? Hay familias que no tienen condiciones térmicas o sanitarias adecuadas para pasar un invierno normal sin enfermarse. ¿Qué pasa con ellas? Las realidades de vivienda en Chile distan mucho unas de otras y aunque no necesariamente debiera ser un factor correlacionado, lo cierto es que en nuestro país la vivienda precaria sí está asociada también a sectores geográficos: Santiago es sin duda una de las ciudades paradigmáticas en esa división entre barrios ricos y barrios pobres.

Según cifras del Ministerio de Vivienda y Urbanismo,  el déficit habitacional en Chile disminuyó en casi 200 mil viviendas en los últimos 15 años. Sin embargo aún se necesitarían construir 393.613 viviendas en todo el territorio.

En octubre de 2019, la Fundación Vivienda presentó uno de sus últimos estudios, Allegados, una olla de presión social en la ciudad, donde junto con entregar cifras preocupantes sobre déficit habitacional, cuestionó la efectividad del mercado inmobiliario –en cuanto a la provisión de vivienda para sectores emergentes y medios– y los programas públicos de vivienda actuales, y relevó la urgencia de elaborar un plan de desarrollo urbano que dé solución efectiva y a largo plazo a los problemas de segregación y precariedad en que vive gran parte de la población. En la actualidad, 1.528.284 personas, equivalentes al 8,6% de la población, viven bajo la línea de la pobreza medida por ingresos y un 20,7% se encuentra en situación de pobreza multidimensional. Además, de las 497.560 viviendas, 91,4% tienen familias viviendo el fenómeno del allegamiento y hacinamiento. A los días de lanzado el estudio se produjo el estallido social del 18 de octubre, otra olla a presión donde la situación habitacional era sólo una de las causas de la molestia general, y quizás la menos visible.

Así lo confirma el geógrafo Juan Correa, uno de los autores del estudio de Fundación Vivienda: “Los temas urbanos y de salud no aparecieron en la primera línea de las demandas durante la crisis social, pero ahora la pandemia dejó al desnudo estas desigualdades estructurales. La vivienda tiene mucho que decir sobre tu vulnerabilidad espacial de cara al Covid-19. Lo más seguro es que el nuevo discurso del gobierno, de volver a la normalidad, a los trabajos, a las clases, hará que el virus se expanda porque ni siquiera ha llegado a su peak. Es urgente identificar aquellos sectores de la población en los que el virus puede ser más desastroso, y la vivienda es clave. A mayor hacinamiento, más concentración de personas, y, por ende, más contacto, por lo que el contagio será más probable”.

Desde enero, Correa trabaja en el Centro de Producción del Espacio (CPE) de la Universidad de las Américas y con ellos ha estado elaborando una serie de artículos que justamente cruzan variables entre territorio y la expansión del virus. Uno de ellos, Cuarentena o no cuarentena, esa es la pregunta –publicado el 7 de abril–, plantea el riesgo que se produce al levantar la medida en el sector oriente y retomar actividades productivas en esa zona –la apertura de los mall sería un ejemplo–, ya que al estudiar los desplazamientos de la población se hace evidente que muchas personas de comunas que aún no poseen altos índices de contagio, suelen desplazarse hacia el eje del corazón en cuarentena: Santiago, Providencia y Las Condes, lo que haría más probable el contagio y que el virus se traslade a otras comunas periféricas.

Además, Correa y otros integrantes del centro apelan a la necesidad de establecer cuarentenas preventivas en barrios vulnerables incluso antes de que se detecten casos de contagio. “Nosotros creemos que lo mejor es hacer la cuarentena, porque justamente es en situación de hacinamiento o de allegamiento que suben las probabilidades de que mucha gente se contagie y en un plazo más corto. También cuando hay condiciones precarias de materialidad. Por ejemplo, si una persona está enferma en casa, pero esa vivienda tiene mala calidad térmica, no va a estar cómodo, va a pasar frío, habrá humedad y el virus puede ser más difícil de controlar”, dice Correa. “Estamos seguros de que el Estado puede aumentar su deuda pública en un 20%, como muchos países lo están haciendo, porque Chile es uno de los que tiene menor deuda pública de Latinoamérica. Si el Estado hiciera la inversión, por ejemplo, de apoyar a estas familias vulnerables con entrega de alimentos, medicamentos, pago de los arriendos y un ingreso ético para tres meses, con el fin de que no necesiten salir de sus casas, bien se podría frenar la expansión del virus, que si llega a expandirse en estos lugares, de seguro tendrá el costo de muchas vidas humanas. Eso es muy grave, porque se podría evitar”.

Al igual que Correa, Fernando Campos, sociólogo y académico de la Universidad de Chile, experto en temas de desarrollo urbano y miembro de la Cátedra de Racismos y Migraciones Contemporáneas de la misma casa de estudios, enfatiza en la urgencia que supone que el Estado otorgue ayudas efectivas durante la pandemia a los grupos más vulnerables, entre ellos, los migrantes. “Ya que con este virus todos podemos infectarnos por igual, el gobierno ha planteado la idea de que también todos podemos acceder por igual a los sistemas de salud, y eso no es así. La población migrante es vulnerable en ese aspecto. En otros países, como Portugal, por ejemplo, se les dio permiso y residencia a todos los migrantes para asegurarles la atención médica en los servicios de salud”, cuenta Campos. 

“También es necesario desarmar la idea de que los migrantes tengan un problema especial con el virus; son las condiciones habitacionales las que tienen un problema y eso afecta a todos quienes vivan en esas condiciones. El tema con los migrantes es que se les debe asegurar el acceso a los servicios públicos de salud, independiente de su estatus migratorio, si tiene los papeles al día o no, ya que lamentablemente la mayoría vive en malas condiciones de vivienda y es allí donde hay un alto foco de contagio, y es allí donde urge que las personas sean diagnosticadas y monitoreadas a tiempo”, agrega el sociólogo.

El MINVU tiene catastrados 802 campamentos a lo largo de Chile, pero es probable que las cifras no alcancen a dar cuenta de toda la precaria realidad habitacional.

Según un informe desarrollado en febrero pasado por el Departamento de Sociología de la U. de Chile en conjunto con Un Techo para Chile y el Centro de Ética y Reflexión Social de la U. Alberto Hurtado, las personas migrantes representan el 14% del déficit habitacional que existe en Chile, donde el 22% son allegados y 19%, además, vive en condiciones de hacinamiento. A esto se agrega que la mayoría no tiene acceso a vivienda propia, sino arrendada, y que una de cada cuatro personas arrienda sin contrato. Un 30% de ellos vive en campamentos. Esa fue una de las razones del lanzamiento de la campaña “La humanidad somos todes”, impulsada por la Cátedra de Racismos y Migraciones Contemporáneas de la U. de Chile, la Universidad Abierta de Recoleta y la Red Nacional de Organizaciones Migrantes y Promigrantes. 

En este sentido, durante las últimas semanas el Ministerio de Vivienda comprometió la entrega de “kits de salud” que incluyen cloro gel, toallas desinfectantes, detergente, pasta de dientes, cepillos de dientes, guantes, jabón, paños de limpieza y lavalozas, entre otros,  que están destinados a las personas que viven en los 802 campamentos que se tienen catastrados. La ayuda ya estaría llegando a los primeros 290 campamentos y seguirá sucediendo así todos los días, dice el ministro Cristián Monckeberg. “Mediante una alianza público privada, se acordó el aporte de la CPC para contar con 47 mil kits más, con los que llegaremos al total de campamentos. Estamos trabajando en conjunto con las Fuerzas Armadas, el mundo privado, para llegar con estos kits, y con toda la información a las familias para prevenir contagios en los campamentos. Efectivamente, este virus a todos nos puede tocar, pero hay familias más vulnerables y en ellas debemos focalizar una ayuda lo más integral posible”.

Claro que estas serían ayudas de emergencia y, en ese sentido, el ministro asegura que lo que se busca es dar soluciones más permanentes. “Estamos trabajando en una política de erradicación a largo plazo, que busca otorgar soluciones definitivas a estas familias que, gracias al catastro, están identificadas y con las cuales se está trabajando en diferentes proyectos para una solución, ya sea en el mismo lugar donde viven, mediante un proceso de urbanización, como lo hemos hecho, por ejemplo, en el campamento Manuel Bustos en Viña del Mar; o con la construcción o relocalización de las familias en otros lugares”, dice Monckeberg, quien asegura que además han acelerado la entrega de dos mil viviendas sociales desde que comenzó la pandemia, “lo que viene a ser muy importante para que puedan pasar este tiempo en la seguridad de sus nuevos hogares”.

Sin embargo, no es la cantidad de las viviendas sociales ni la capacidad de entrega lo que preocupa a los expertos, quienes comparten una crítica profunda y de larga data a la falta de actualización de los estándares de calidad de lo que se construye y la falta de planificación urbana de largo plazo, sin la cual se ha seguido reproduciendo un modelo segregatorio a la hora de habitar las ciudades chilenas. A esto se suma el hecho de que la vivienda no está contemplada como un derecho garantizado dentro de la Constitución. Hoy, el modelo considera la vivienda como un bien más dentro del mercado que promueve la libre competencia entre empresas constructoras, y ese es uno de los puntos clave que se debería reformar para construir una ciudad más igualitaria.

No son 30 pesos ni 30 años

Si bien es cierto que en los últimos años han habido mejoras en la construcción de viviendas sociales, se han aumentado los metrajes –entre los años 80 y 90 se construían viviendas de 25 a 36 metros cuadrados mientras que hoy el estándar va de los 44 a los 55 metros cuadrados– y hay ejemplos aplaudidos de viviendas sociales ampliables como las que ha levantado la oficina Elemental, lo cierto es que la construcción ha bajado debido al alto precio del suelo, lo que supone seguir desplazando este tipo de viviendas a la periferia, donde el suelo es más barato.

El plano de erradicación de campamentos entre 1979 y 1985, da cuenta del desplazamiento de las personas hacia la periferia.

El arquitecto Ricardo Tapia, académico de la U. de Chile y especialista en vivienda social, realizó una investigación Fondecyt que justamente analiza el tema. “Entre 1980 y 2002 se construyeron 230 mil viviendas sociales, la mayor cantidad de producción de viviendas en toda la historia de Chile, pero el tamaño eran en promedio de 45 m2, mientras que entre 2003 y 2010 se construyeron apenas 23 mil viviendas, y esto es simplemente porque el suelo fue cada vez más caro, sobre todo en las metrópolis. Ya que el suelo eminentemente urbano es un bien que se transa en el mercado, en las ciudades el precio va de las tres a cuatro UF hacia arriba el m2, y para que una vivienda social se pueda construir y genere utilidades a las empresas, no debería superar el precio de una UF por m2. Pero eso ya es imposible de encontrar en ciudades de más de 100 mil habitantes, por lo que terminan construyendo en la periferia, en lugares como Lampa, Buin, Talagante, Melipilla, donde hay menos población y donde tampoco están obligados a dotarlos de equipamientos complementarios, que las viviendas estén cerca de colegios, servicios de salud, etc.”, explica. “Por otro lado, aunque ha habido un avance con respecto a lo que se hizo durante la dictadura militar, todavía quedamos al debe en cuanto a otras condiciones de habitabilidad, como la parte acústica, térmica y de localización”.

Fernando Campos comparte ese primer diagnóstico y califica de obsoletos los criterios para medir la calidad de las viviendas. “El índice que se ocupa es el de déficit habitacional, que dice poco del criterio de calidad que se utiliza y que está construido en base a datos de hace 50 años o más, entonces, que te digan si la vivienda tiene piso de tierra o no, son criterios muy básicos. Hoy el estándar de vida ha subido y eso no se ve reflejado en estos indicadores. La capacidad de ventilación o los niveles de humedad de una vivienda no se toman en cuenta y son justamente los que hoy, en medio de una pandemia, ponen en juego la rapidez del contagio”, dice el sociólogo.

La política de vivienda social que existe hoy en Chile se instauró en 1979, luego de que la junta militar dictaminara que el suelo no era un bien escaso y por lo tanto dejó en manos de los privados y del mercado la apropiación y construcción de estos bienes. La arquitecta Alejandra Celedón, Jefa de Magíster de Arquitectura UC, ha estudiado el tema a fondo y lo llevó a la palestra internacional cuando en 2018 representó a Chile en la Bienal de Arquitectura de Venecia con la muestra Stadium, donde exhibió cómo se desarrolló el Programa de Radicación y Erradicación de Barrios Marginales a la Periferia de la Ciudad (1976-1985) y la Política Nacional de Desarrollo Urbano (PNUD) de 1979, que liberó el perímetro urbano de la ciudad. Todo esto se anunció, en esa época, en un evento en el Estado Nacional, el 29 de septiembre de 1979, cuando 37 mil pobladores fueron convocados para una entrega masiva de títulos de propiedad bajo esta nueva política. “De ahí en adelante, no el Estado sino el mercado regularía, desde los costos de la tierra hasta la construcción. Ese es el cambio fundamental con el gobierno anterior: la vivienda ya no es un derecho sino una mercancía, y los proletarios son transformados en propietarios, los pobladores en deudores. El resultado era esperable y hoy aún visible: un proyecto de ciudad (o falta de este) en base a una suma de lotes privados, atomizados, desprovistos de un programa colectivo”, dice Celedón.

Hoy, esa segregación se hace aún más patente con la expansión de la pandemia: “El virus ya está distinguiendo entre barrios (y países) según sus recursos y su capacidad de admitir los distanciamientos y aislamientos que demanda. Está el caso de Puente Alto, que se transformó en el foco más alto de contagiados del país. Hacinamiento, imposibilidad de hacer cuarentena, espacios domésticos inadecuados, harán visible la inequidad a través de la enfermedad”, reflexiona la académica de la UC.

Antes de 1973, la visión de la ciudad era un problema territorial y colectivo donde entidades como la CORMU (Corporación de Mejoramiento Urbano) y la CORVI (Corporación de la Vivienda) entendían la arquitectura como piezas colectivas e integradoras de la ciudad. De esa época hay ejemplos emblemáticos como la Villa Portales, ubicada en Estación Central e inaugurada en 1966, o la remodelación San Borja, ubicada en el centro de Santiago, en las que el Estado expropió terrenos pagándolos a precio de mercado para levantar edificios en altura interconectados y con grandes áreas comunes. En 1972, incluso, el gobierno de Salvador Allende entregó las primeras viviendas sociales ubicadas en Las Condes, la Villa San Luis, que contaba con 250 departamentos que llegarían a ser mil, para quienes vivían en campamentos en esa comuna y que hoy figuran destruidos y abandonados.

Imagen del pabellón chileno en la Bienal de Arquitectura de Venecia de 2018, donde Alejandra Celedón estuvo a cargo de la muestra Stadium, sobre el cambio en la política de viviendas sociales llevada a cabo en 1979.

Durante la dictadura, en tanto, la Oficina de Planificación Nacional (ODEPLAN) a cargo de Miguel Kast elaboró los primeros mecanismos para diseñar, aplicar y evaluar su política social, entre los que se cuentan el Mapa de Extrema Pobreza (1974), la Ficha CAS (1977) y la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional o CASEN (1985). Con ellas se proponía una política social que tuviera como objetivo erradicar la pobreza extrema mediante el crecimiento económico y la entrega directa, desde el Estado, de subsidios a los más pobres, pero para ello se debía identificar a los beneficiarios. 

“El planteamiento político fue: ‘bueno, tenemos muchos pobres, mucha demanda de vivienda y los recursos del Estado son escasos, entonces vayamos focalizando’. El concepto de focalización es el que se mantiene hasta ahora en el sentido de que se le da preferencia a los más carenciados. Bajos de Mena es un ejemplo de eso, se juntó a un grupo de gente que tenía más o menos el mismo puntaje de ficha CAS, lo que significó grandes áreas homogéneas de igual nivel de pobreza y precariedad, sin ninguna clase de integración de distintos niveles socioeconómicos. Craso error”, dice el arquitecto Ricardo Tapia.

Sin embargo, en las últimas décadas la falta de planificación y la especulación del valor del suelo por parte del mercado no sólo ha perjudicado a los grupos más pobres, sino también a la clase media a través de la construcción de grandes torres con cientos de departamentos, poco metraje y sobreprecios que han formado una burbuja inmobiliaria. “Los famosos guetos verticales obedecen a esa lógica. El mercado descubrió un nicho de gente que trabajaba en áreas centrales y que sólo necesitaba un lugar para dormir y comenzó a construir departamentos de 17 m2 y a venderlos en más de mil UF, simplemente porque había mercado para hacerlo. La verdad es que no existe una norma que regularice la cantidad mínima de m2 que debe tener una vivienda privada”, agrega Tapia.

En agosto de 2019 se aprobó en la Cámara de Diputados el proyecto de ley de Integración Social Urbana que impulsa el MINVU y que incentiva la densificación de buenas locaciones de vivienda con proyectos privados que incorporen cuotas para viviendas sociales, lo que le permitirá a las personas acceder, con subsidios, a barrios mejor localizados. La iniciativa ya se discute en el Senado y es defendida por el ministro Monckeberg, ya que “busca acabar con la segregación”, pero ha sido más bien cuestionada por los expertos entrevistados.

“Es un cheque en blanco para las empresas inmobiliarias”, dispara Juan Correa. “Les da la facultad a los privados a seguir construyendo en lugares con buenos indicadores, cuando lo que se debería hacer es dotar de mejores servicios a los barrios de la periferia, que haya hospital, un Cesfam, colegios y profesionales de calidad, no comprimir más el centro”, agrega.

Mientras, el arquitecto Ricardo Tapia repara en la falta de conexión que existe entre la clase dirigente y la ciudadanía. “La gente de menos recursos y sectores más vulnerables no quiere irse a vivir a aquellos sectores donde vive la gente de mayores recursos: lo que la gente quiere es que sus barrios y comunas gocen de la misma calidad residencial que tienen los barrios altos, mejor transporte, más áreas verdes, mejores servicios complementarios. Lo mismo sucede con la Política Nacional de Desarrollo Urbano, que viene desde el primer gobierno de Piñera y que se fundamenta en cinco pilares espectaculares, en los que todos estamos de acuerdo, pero que son sólo indicativos y no vinculantes, y en los que, la verdad, tampoco se le ha pedido la opinión a la ciudadanía”.

“Creo que es fundamental volver a considerar la vivienda como un derecho”, dice el sociólogo Fernando Campos. “No creo que el problema sea la regulación, la regulación existe, pero está orientada a fines que no compartimos todos, o no se transparentan los fines a los que apuntan esas normas y ciertos grupos las utilizan a su conveniencia. A Chile no le faltan mecanismos regulatorios, le falta que nos pongamos de acuerdo sobre cómo queremos regular las cosas. A mí me cuesta pensar, por ejemplo, que en el último año en Santiago se haya construido una mejor ciudad. Es el momento de pensar en una ciudad más equitativa con los estándares de vida, es brutal que eso no esté en discusión hoy día y es brutal también que mandemos a la gente a hacer cuarentena en su casa, pero no tengamos idea de en qué condiciones vive”.

Aquellos que aún no se hayan dado cuenta de la verdadera calidad del espacio en el que viven, lo harán ahora gracias a la cuarentena, y aún más si el virus se convierte en una normalidad de duración incierta. Probablemente, quienes nunca antes se sintieron como parte de un grupo vulnerable, lo sentirán ahora con condiciones más precarizadas de habitabilidad, con la invasión de sus espacios domésticos por el teletrabajo y la educación en línea y, quién sabe, la futura reducción de sus antiguos espacios de interacción como oficinas, teatros, escuelas y cines. “Estos fenómenos no son nuevos”, dice Alejandra Celedón. “Son propios de la era digital, radicalizados por la pandemia. Sin duda, el virus ha hecho visible que es imperativo mejorar y asegurar los estándares que se venían estableciendo para viviendas mínimas posibles. La crisis puede gatillar cambios profundos que nos debemos hace ya largo tiempo. Si la ciudad es parte del problema, también puede ser parte de la solución”.

Cuidado y protección de la niñez en tiempos de pandemia

La situación de emergencia inevitablemente impactará en las tareas asociadas a la crianza y el cuidado infantil debido a la sobrecarga que hoy están experimentado madres, padres y otros cuidadores que deben sostener la vida conviviendo con la fragilidad y la incertidumbre.

Por Camilo Morales

El lugar de la niñez en Chile históricamente ha estado tensionado por las dificultades de la sociedad y las instituciones para garantizar los derechos y reconocer, particularmente, el carácter ciudadano y político de niños, niñas y adolescentes. El contexto de crisis sanitaria no es la excepción y se constituye como una situación que puede profundizar aún más las condiciones de invisibilización de niños, niñas y adolescentes en un momento histórico de gran vulnerabilidad e incertidumbre.

¿Cómo están siendo considerados los derechos de niños, niñas y adolescentes en esta crisis? ¿En qué medida la situación de confinamiento pone en riesgo el cuidado y la protección de los derechos de la infancia? Ambas preguntas son necesarias de responder en el marco de un estado de emergencia que no sólo establece restricciones significativas a la vida cotidiana de la población infanto-juvenil, sino que también configura un escenario que tendrá severos impactos económicos, sociales, emocionales, sanitarios y educativos en el mediano y largo plazo.

Niños y jóvenes están seriamente amenazados por la envergadura de una pandemia que devela la fragilidad de un sistema que, como ya ha señalado el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, no cumple con los objetivos de cuidar, proteger y garantizar derechos fundamentales. Pero tampoco los considera como actores relevantes en los procesos sociales e institucionales que afectan directamente sus vidas. Estos antecedentes son críticos en un momento donde las brechas preexistentes pueden aumentar e impactar gravemente en esta población que siempre ha tenido barreras para expresar y visibilizar sus demandas. 

Pensar el lugar de la niñez y los efectos derivados de esta crisis, como las experiencias de encierro y confinamiento, constituyen elementos prioritarios que deben ser considerados en la elaboración de medidas y políticas que no estén limitadas, exclusivamente, a prevenir y controlar la propagación del virus, sino que incorporen una perspectiva que reconozca las necesidades y los derechos de la infancia y la juventud que hoy se encuentran en riesgo como consecuencia de una recesión económica en ciernes. 

La pandemia no es sólo una amenaza para la salud pública o para la vida biológica, también lo es para la subjetividad, la vida en comunidad y los vínculos. En sólo semanas hemos experimentado la perturbación completa de nuestra vida cotidiana y la brutal constatación de las desigualdades sociales, económicas, educacionales y de género para el ejercicio del cuidado y la protección de la infancia. 

Muchas familias con niños carecen de los recursos para protegerse a sí mismas y cuidar de otros: enfrentan incompatibilidad para implementar teletrabajo desde el hogar; carencia de ingresos; condiciones habitacionales de hacinamiento; pérdida de empleo, etc. La situación de emergencia inevitablemente impactará en las tareas asociadas a la crianza y el cuidado infantil debido a la sobrecarga que hoy están experimentado madres, padres y otros cuidadores que deben sostener la vida conviviendo con la fragilidad y la incertidumbre. 

Por otro lado, el cierre de jardines infantiles, escuelas y colegios, así como las prohibiciones para hacer uso de plazas y parques no sólo afectan el derecho al acceso a la educación, al movimiento, al juego o a la recreación. También dan cuenta de un fenómeno inédito para nuestra sociedad, como es la situación del abandono masivo de niños, niñas y adolescentes de los espacios públicos y su repliegue forzado para confinarse al interior de la familia. 

Situación paradójica si miramos los últimos meses, a partir del estallido social, donde la apropiación de los espacios públicos, particularmente por parte del mundo estudiantil adolescente, permitieron un sinfín de nuevos significados y expresiones que dejaron huellas en distintos rincones de la ciudad a través de iniciativas colectivas que generaron un importante sentido de pertenencia. 

Hoy en día, el panorama es radicalmente distinto, las medidas de cuarentenas obligatorias y voluntarias han tenido como efecto que niños, niñas y adolescentes dejen de participar de los espacios públicos y tengan más dificultades para mantenerse vinculados a otras instancias sociales e institucionales. Las posibilidades para expresarse y dar cuenta de sus experiencias se reducen drásticamente cuando sólo son considerados como receptores pasivos de medidas que los afectan en su autonomía, desarrollo y bienestar, como es la situación del cierre de colegios y escuelas. 

Por lo mismo, resulta relevante en este escenario repensar el rol de las instituciones encargadas de la educación y la protección de la niñez a través de la implementación de dispositivos que permitan promover los vínculos, el intercambio de experiencias y el encuentro con otros. Se trata, en definitiva, de hacer presencia y facilitar la generación de espacios colectivos que sostengan y apoyen a los niños y jóvenes que ven afectada la continuidad de aquellas relaciones que son significativas.

Por otra parte, el confinamiento impone una nueva cotidianidad que se caracteriza por la superposición del trabajo, los estudios, la crianza y la vida familiar en una continuidad abrumadora que puede dificultar la diferenciación de roles, tareas y espacios al interior del hogar. Lejos de las idealizaciones sobre trabajar y estudiar desde la casa, estas experiencias han sido fuente de agobio y sufrimiento para niños y familias que no tienen condiciones que les permitan enfrentar las exigencias y el ritmo de esta nueva forma de “normalidad”.

“Es imprescindible recordar que pese a las resistencias históricas para reconocer y legitimar su capacidad de agencia, los niños, niñas y adolescentes son sujetos de derechos, actores sociales y miembros activos de la comunidad”.

Lamentablemente, nuestro sistema alimenta la idealización de estas nuevas condiciones de vida, invisibilizando las dificultades y el malestar circunscrito al ejercicio del cuidado infantil, que sin soportes y apoyos concretos se ha transformado en un esfuerzo individual y privado, cuyo único acompañamiento han sido principalmente las orientaciones y consejos de los especialistas que, al día de hoy, pueden entregar alivio a una parte de la población, pero que en el largo plazo no serán suficientes dada la fragilidad a la que estamos expuestos en nuestras actuales condiciones de vida.

Resguardar los derechos de la niñez, entonces, requiere de una comprensión del cuidado más allá de la esfera de la responsabilidad parental y la crianza individual. En tiempos donde los vínculos sufren por la discontinuidad y el distanciamiento social, es fundamental construir espacios de cuidado que operen de forma colaborativa y colectiva. 

A su vez, en un contexto de emergencia sanitaria, no es posible sostener la protección de los derechos de la infancia sin la participación de la sociedad y el Estado a través del desarrollo e implementación de políticas que consideren las necesidades y las perspectivas de niños, niñas y adolescentes. Es indispensable incorporar una visión del cuidado donde deben articularse elementos económicos, laborales, habitacionales y perspectiva de género para una comprensión lo suficientemente amplia del cuidado y la proteción de la niñez que no reproduzca las desigualdades que ya todos conocemos. 

Es imprescindible recordar que pese a las resistencias históricas para reconocer y legitimar su capacidad de agencia, los niños, niñas y adolescentes son sujetos de derechos, actores sociales y miembros activos de la comunidad. Este tiempo de crisis es también una oportunidad para implementar medidas que consideren sus voces, puntos de vista y sus experiencias personales y colectivas.

¿Cómo habitar en una tierra herida?

Tengo una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte.

Por Ana Harcha Cortés.

Pienso en Chernóbil.

Pienso en la vida antes y después de Chernóbil.

Pienso en que nunca he estado en Chernóbil.

Pienso en mi memoria cuando explotó Chernóbil.

1986. Pitrufkén. Sur de Chile. Chernóbil es la imagen de una enorme nube de humo en la televisión marca Dayco. Chernóbil es una explosión nuclear en el país de los malos –según el relato hegemónico dominante por estos lares–, la Unión Soviética. Chernóbil son babushkas llorando. Chernóbil, después de la explosión, es una zona prohibida. Chernóbil, después de la explosión, es una zona radioactiva. Se descontaminará en 100.000 años. La nube radioactiva se expande por todo el planeta. Hay muertos. Habrá más muertos. Muchos enfermarán de cáncer sin límite de edad o condición social. Nacerán niños y niñas deformes. Bebés monstruos. Con bocas gigantes, sin ojos, con apenas retazos de orejas. Niños y niñas erizos de Chernóbil. Niños y niñas luciérnagas, cuyos cuerpos se iluminarán, fosforescentes, por las noches. Yo tengo 10 años y alucino con estos posibles seres humanos. Me fascinan y me aterran. Mi cuerpo no es demasiado deforme por afuera, pero tengo la certeza de que esa falsa normalidad durará unos pocos años, porque me percibo deforme, monstruosa, erizo, luciérnaga, rara. Chernóbil. El mundo cambió después de Chernóbil. No se puede afirmar que fue mejor, pero no fue el mismo. El guion del mundo cambió después de Chernóbil.

Pensar en el presente no está resultando un ejercicio nítido y fácil.

Pensar en el presente sobre lo que nos está pasando.

Mascarillas abandonadas tras el desastre de Chernóbil.

A veces la infodemia acompaña los sucesos del fenómeno de la pandemia más que la misma pandemia. Me sirve y no me sirve leer a otros sobre lo que está pasando, para escribir, proponer algo sobre qué reflexionar. Análisis, comentarios emergentes en un día, se transforman en ingenuidades montañosas a la semana siguiente. Mi cuerpo se resiste a hablar del presente, entonces. No sé lo que está pasando. No sabemos. Quizás, efectivamente, muchas veces no sabemos lo que está pasando, pero nos ayuda la ilusión de que sí sabemos. Quizás, una de las cuestiones que emerge más evidentemente como común es la sensación de incertidumbre. La activación en diversos planos de la vida –o, de plano, en la vida entera– del principio de incertidumbre, de que el cambio de un solo factor producirá resultados inesperados. 

Quizás, y aquí otro error permanente, esto siempre está, pero hemos constituido un sistema de percepciones que se ha encargado de negarlo, estimulando la sensación/idea de que sí podemos planificar proyectos, el futuro, nuestras vidas. No estaba en mis planes escribir sobre una pandemia, pero aquí estoy, intentando tejer algo de aquello que consigo aún concebir como perenne en la configuración de sentido del habitar en el mundo, con algo de la pandemia sin que el gran tema sea la pandemia. Yo no sé mucho (por no decir nada) de pandemias. Es la primera vez en la vida que pienso en ello y sólo porque estamos viviéndolo. Posiblemente, cuando esta situación de excepción pase –porque me aferro a ello–, mi reflexión no sean las pandemias –ya existe y continuará existiendo gente que se dedique seriamente a pensar específicamente en ello–, sino aquellas cosas perennes que en este momento de pandemia emergen también como los lugares situados, desde los que sí siento algo más de tranquilidad para hablar. La sensación permanente que tengo es que en estos últimos meses las cosas se están transformando y están cambiando hacia algo que ninguno de nosotros puede predecir. Esto no excluye que sí podamos imaginar, desear o trabajar porque esa transformación se parezca a algo de lo que somos capaces de formar parte activando nuestras respons-habilities (Haraway), que sería algo así como responder con nuestras habilidades.

I. Comprender mejor la vida de un hámster

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Pertenezco a ese pequeño grupo de personas que, en esta circunstancia, en este país del Tercer Mundo, puede darse el lujo de trabajar desde casa a través de un computador durante ocho, nueve o más horas diarias. Descubrimos que el teletrabajo es adictivo. Si no para uno mismo a este lado de la pantalla, para alguna otredad al otro lado de la pantalla; entonces comienza un ciclo que se retroalimenta entre los lados de la pantalla. Para algunas tareas, el teletrabajo es muy efectivo. Para otras, un fracaso radical. Pero consigue disciplinarnos como no sabíamos que podíamos hacerlo en un escritorio, frente a un computador. Es bio-psico-hormono político el ejercicio de este poder. Está transformando condiciones y conciencias sobre nuestra relación con el trabajo a nivel personal, pero, evidentemente, también a nivel sistémico. La paranoia de ser parte de un macabro experimento se apodera de mis pensamientos. Qué útil a ciertos poderes cada cuerpo individualizado frente a una pantalla, intentando conexiones virtuales. Dispuestos a entregar todos los datos almacenados en nuestros segundos cerebros –los computadores– con tal de poder establecer una comunicación, una reunión.

Bajo al espacio común de mi edificio a moverme un poco. Necesito salir de estos pensamientos. Necesito sentir que mis ojos no se están atrofiando mirando un cuadrado de 17×30 centímetros todo el día. Necesito elevar mis ojos al cielo. Ejercitar el músculo del ojo que mira más allá, al infinito. Me recuerdo que el infinito existe. Después camino, troto, corro de un lado a otro del pequeño patio de concreto. Alterno detenciones a mirar al cielo con este ejercicio de trotar-correr en el pequeño patio de concreto. De un lado a otro. Pienso en un hámster doméstico. Pienso en todas las veces en que pensé que no entendía para qué daban vueltas en una rueda que no los transportaba a ninguna parte. Siento que mi vida se parece a la vida de un hámster y entiendo por qué se meten a la rueda a dar vueltas en el mismo lugar, sin desplazarse. Ambos somos mamíferos. Ambos somos animales. Ambos necesitamos movernos, activar el movimiento en nuestros cuerpos para sentir que estos actúan en toda su potencia. Aunque estemos encerrados. Pienso entonces en el movimiento como forma de supervivencia y de resistencia. Pienso en el movimiento como un campo de batalla. Pienso en que quiero tocarlo todo, mirarlo todo, sentirlo todo, contactarme con todo, con todos los sentidos y naturalezas de lo vivo y lo no vivo. Me posee un éxtasis de materialidad y movimiento. 

Recuerdo. Recuerdo los meses precedentes, embriagados de colectividad, en las calles. Conversando, discutiendo, asambleístas, marchantes, danzantes, protestando, actuando, performativizando, resignificando, caceroleando, proponiendo un deseo de país desde un movimiento político social extraordinario que realizó gestos colectivos extraordinarios. Que en estos momentos está contenido y reprimido en casas, departamentos y cárceles. Subrayo: contenido, reprimido; no detenido. Tengo el privilegio también de participar de la transformación de sus modos de acción y relación. La revuelta tiene en el horizonte la recuperación de la plaza. La recuperación de lo público. La defensa de lo público. No sabemos cuándo eso volverá a pasar ni exactamente cómo. Pero sí sabemos que lo podemos desear. Organizar. Nada de lo que está sucediendo es ajeno a las demandas previamente instaladas. Al revés, la peste actúa como un ratificador de las exigencias de una masa, de un pueblo, de una pobla que lleva muchos años viviendo y sobreviviendo en zonas de exclusión. Anhelo ese horizonte con más fuerza que antes y al mismo tiempo intuyo el despliegue de una enorme política de represión sobre los cuerpos colectivizados. Carne y cañón, carne y perdigones, carne y rejas, carne y cámara, carne y chips, carne y control. Corro otra vez de un lado a otro del patio. Estoy experta en su dimensión. Puedo trotar a lo largo, hacia atrás, en reversa, sin mirar y sin chocar. Mide siete árboles medianos; dos ventanales; seis bancas; ocho Anas Harcha extendidas en el suelo; 30 bicicletas estacionadas; aire; luz. Quiero que nos gobierne el sentido del tacto, el sentido del contacto. Al patio común entra una vecina con su perro. Nuestros cuerpos se sorprenden del encuentro, se ponen en alerta, y una vez hemos comprobado que estamos lo suficientemente lejos, nos saludamos con los ojos que asoman sobre nuestras respectivas mascarillas.

Performance callejera en barrio Lastarria, durante los meses de estallido social. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Una cosa es lo que se desea, otra cosa es lo que sucederá.

La incertidumbre otra vez, recordándonos que no podemos pretender tener el control. Las cosas suceden con, en relación a: un bichito, un virus, una vecina, un gobierno, un espacio, un territorio, una ciudad. Una zona. El espacio no mide de un modo fijo, se mide respecto del acuerdo que se establece para su habitación. Se expande y se contrae según una necesidad, según un ejercicio del poder, del biopoder; hoy, del bichopoder. La vida está en movimiento. Por eso el hámster corre en su jaula, dentro de su rueda. Si habitamos con los reinos de mineralia, vegetalia o animalia, estamos en peligro de vida. De movimiento, de diálogo, de incertidumbre respecto de alguna de las formas de manifestación de estos reinos. Dejo una vez más de tener certezas. Elijo una pregunta: ¿cómo será la vida en esta tierra herida?

II. Las zonas prohibidas

Otra vez no sé en qué es más importante pensar. Vuelvo a Chernóbil. Estoy enferma. Medio loca. Siento una especie de inexplicable extraño alivio al ver documentales sobre Chernóbil. Similar a lo que comentaba la escritora Mariana Enríquez en su columna para Página/12, en Argentina. Una especie de pensamiento vinculado a que muchas cosas terribles han pasado en la historia de la humanidad, a que esto no es lo peor, a que estas cosas pasan. Pasan para recordarnos como humanidad completa que hay dolor en esta tierra herida. Que hubo dolor. Que está habiendo dolor. Que habrá dolor. Que venir a la vida es venir a la muerte. Somos finitos, vulnerables, decadentes, mortales, cuestión de la que somos conscientes en ciertos momentos de nuestra experiencia singular de vida, pero de lo que ahora estamos siendo conscientes de forma colectiva, planetaria. 

Nos sucederán cuestiones extraordinarias como generación y habrá sobrevivientes. Maremotos de restablecimiento de equilibrios entre todas las fuerzas de estar aquí. Cuando era pequeña, 1986, 10 años, Pitrufkén, identificaba tres miedos colectivos fundamentales: el miedo al terrorismo de Estado; el miedo a una guerra nuclear (la imagen de una mano con el poder de apretar un botón y hacer desaparecer a la mitad del mundo); el miedo a la invasión extraterrestre. El primer miedo ha vuelto a emerger, el tercer miedo sólo parece pervivir en la esposa de nuestro actual presidente, y el segundo comenzó a desmoronarse con la explosión de Chernóbil. No se puede decir que el mundo fue mejor después de Chernóbil, pero sí se puede decir que no fue el mismo. La Guerra Fría cambió de rumbo. En una parte de nuestro relato de Tercer Mundo falsamente occidental comenzamos a sentirnos más tranquilos. Chernóbil fue declarado zona prohibida en un radio de aproximadamente 30 kilómetros a la redonda. En mi obsesión insomne con esta tragedia que cambió al mundo, leo que Alla Ivanivna, una mujer que en 2014 tiene 87 años, nunca salió de esa zona, negándose a irse de su pequeña casa porque ahí estaba su vida, sus memorias, sus afectos, porque no tenía adónde más ir. Alla Ivanivna ha vivido un tercio de su vida en la zona de exclusión. En la zona radioactiva. Entonces, en este viaje de insomnio, de búsqueda de sosiego en una tragedia distanciada, pienso en todas las Alla Ivanivna de nuestra tragedia social y sanitaria. Todos aquellos que pandemia o no mediante, viven en una zona de exclusión. Así, Chernóbil se cono-sur-iza, se chileniza, se santiaguiniza, se convierte en Chernóbil-San Pablo; Chernóbil-Plaza Yungay; Chernóbil-Cárcel de Puente Alto; Chernóbil-metro y micros de esta ciudad herida. Territorios-cuerpos para los cuales la inminencia de la muerte se manifiesta nítidamente, cada día, en hambre y otras formas de violencia como racismo, machismo, sexismo, clasismo, homofobia, pobrezafobia –aporofobia–, explotación, extractivismo, precariedad laboral extrema, tala indiscriminada, salmoneras contaminantes, sequía. 

Me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora?

La situación actual desnuda estas zonas de exclusión perennes, cuya ilusión general de no existencia sólo se sostenía en el relato de la imposibilidad de detener de toda la gran estructura. Como grababa un rayado durante la revuelta en las calles: “Antes estábamos bien, pero era mentira. Ahora estamos mal, pero es verdad”. Chile, como laboratorio de las más radicales políticas neoliberales, ha implicado e implica la permanente ejecución de necropolíticas (Mbembe) donde sin armas se ha ido eliminando a los excluidos a través de la negación de derechos sociales fundamentales (salud, educación, vivienda, pensiones, medio ambiente). Negación que saca de juego, silenciosa y cotidianamente, a cada cuerpo que se vuelve improductivo para un Estado controlado por holdings y conglomerados comerciales que privatizan estos derechos, convirtiéndolos en bienes de consumo a los que se accede –o no– y hacen girar –o no– la rueda del consumo, la deuda y el mercado. En este sistema, los cuerpos que habitan no son masacrados de forma evidente, sino que se los deja morir en vida o se intenta convencerlos de que la sobrevivencia es el supremo estado de experiencia vital al que se puede aspirar. Una sociedad criminal. Una sociedad medio caníbal.

Zonas de exclusión. Vidas para el sacrificio. Esto no sólo pertenece a Chernóbil. Esto es mi barrio. Alla Ivanivna, camina por la vereda que veo a través de mi pequeño balcón. Alla Ivanivna vende ajos a mil en una manta en San Pablo para pagar la comida y techo del día. Alla Ivanivna, que no tiene dónde más ir, duerme en la plaza que está a una cuadra, en un colchón húmedo, bajo una carpa de frazadas. Esto pertenece a nuestro territorio. Chernóbil es Petorca. Chernóbil es Tirúa. Chernóbil es Puerto Williams.

Mi mente vuelve al mitote de pensamientos. Elijo otra pregunta: ¿Para qué queremos seguir viviendo?

III. Hay (otra) vida en Chernóbil

Quisiera que el humus contara la historia de todo lo humano y lo no humano.

¿Cómo hablarían de nosotros las piedras, los océanos, un átomo de un reactor nuclear, una matita de toronjil, un ceibo, los zorzales urbanos, una orquesta de jabalíes, el propio bicho? ¿Cómo sería la historia de esta pandemia narrada por el virus? (directamente por el virus, no por un humano haciéndose pasar por el virus). ¿Cuál sería su lenguaje?

Escribo desde el lugar situado de asumirme como una trabajadora de las artes. Por ende, asumo que lo que hago propone una relación con el mundo desde la práctica de la generación de un lenguaje, conocimiento y saberes ligados a la experiencia estética. En mi caso, fundamentalmente, ligados a las artes escénicas y también al ejercicio de la escritura. Sigo sin saber cómo se resolverá todo este estado de las cosas o hacia dónde exactamente nos conducirá. No imagino que sea fácil e intuyo que una serie de propuestas inimaginables, hasta ahora, emergerán. Tanto de aquellas que trabajan a favor de la diversidad de la manifestación de la vida como de aquellas que circunscribo a los poderes mortíferos de esta existencia terrícola. Con todo, me parece fundamental insistir en las cuestiones que he planteado en este texto. Hoy mismo, a pesar de que me invaden profundas dudas sobre para qué sirve lo que hacemos los artistas en este contexto de crisis, reconozco al mismo tiempo que este es un ejercicio a través del cual he aprendido a establecer una relación con la tierra y con sus sangrantes heridas, como muchas otras personas, a lo largo de los siglos, dedicadas a estos haceres y oficios. Por tanto, me permito otorgarle el beneficio de su inútil necesidad como parte de la experiencia vital. Luego, al mismo tiempo, me permito otorgarnos el desafío de habitar este presente, radicalizando aquello que sí queremos vivir. En esa idea de retorno de la normalidad que se indica, ¿cómo nos encontraremos otra vez en la plaza? ¿Cómo se hará danza, teatro, performance? ¿Vamos a querer seguir produciendo en las condiciones preexistentes? ¿Vamos a contar las mismas historias tal y como las contamos hasta ahora? ¿Cuáles serán nuestras prioridades de relación? ¿Cómo se radicalizarán, profundizarán o expandirán nuestras preguntas de lenguaje? ¿Cómo nuestra acción performativa, si aún seguimos creyendo en ella, activará mundos multiespecies a partir de su potencia material y las relaciones que establecemos entre los cuerpos, los espacios y las cosas? 

Vista de la abandonada ciudad de Prypiat, al norte de Ukrania, donde en 1986 explotó el reactor de la planta nuclear Chernóbil.

Me gustan propuestas que vienen desde hace un tiempo ya, como la de la bióloga feminista Donna Haraway para seguir con el problema; me gusta la potencia imprevisible contenida en la capacidad de responder con nuestras habilidades, desde lugares situados, pero al mismo tiempo comprendiendo la imposibilidad de tener una respuesta definitiva sobre las cosas; me gusta la potencia política de actuar simpoiéticamente (con aliados situados en potencias compatibles); me gusta la idea de imaginar utopías posibles –y ya no distopías, para eso la estamos viviendo– en donde podamos generar hábitats vitales para una existencia en redes de parentesco que cuiden lo vivo, más allá de lo humano, y en donde comprendamos que somos, permanentemente, con.

Mi obsesión actual con Chernóbil comenzó cuando vi unas fotografías de lobos habitando y jugando dentro de la zona de exclusión. Luego vi fotografías de alces, nutrias, jabalíes. Luego de plantas y árboles. Seres vivos que se han transformado y regenerado en una nueva vida, en ese espacio radioactivo, al no estar compelidos por las presiones humanas. Presiones crueles que hemos ejercido como humanos con todo lo que no es lo humano –animales, territorios, minerales, organismos microscópicos, vegetales, elementos–, y también con nuestra propia especie, sobrevalorándonos exageradamente al tiempo que haciéndonos los mayores daños.

Me gustan las visiones de mundo de los pueblos indígenas que comparten el factor común de entenderse en relación a todo lo que les rodea, como especies en igualdad de derecho a existencia. De reconocimiento a presencia.

Me gusta pensar que podemos insistir en mundos más atentos al cuidado de las vidas que ya existen, que ya estamos acá. 

Me gusta pensar que lo anterior implica pensar, también colectivamente, en la pertinencia de la continuidad de la reproducción sin pausa de nuestra propia especie. 

Ya hay tanto que cuidar.

Chernóbil es la memoria de un desastre que cambió una de las grandes narrativas del mundo, del siglo XX. ¿Qué narrativa cambiará esta crisis y cómo participaremos de ello? ¿Para quiénes queremos la vida?
Hoy, hay (otra) vida en Chernóbil.
Yo me maravillo y aferro a esa terrícola inteligencia vital.

Amigos y amigas imaginarias acompañantes de esta escritura:
Mariana Enríquez, La ansiedad ¿Hay que opinar sobre la pandemia?
Donna Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno
Achille Mbembe, Necropolíticas
Silvia Rivera Cusicanqui, Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos para un presente en crisis

Comunicación alternativa y popular: la importancia de multiplicar los relatos

La llamada “crisis informativa” en que nos ha situado la pandemia y el aislamiento social debería suponer una oportunidad para las grandes industrias de la comunicación periodística de poder posicionar su labor informativa y educativa por sobre el bochorno que ha significado su tendenciosa cobertura del reciente estallido social. Sin embargo, los medios han demostrado no estar a la altura y por eso y muchas otras razones se fortalece una escena alternativa, mayor y más diversa, que da cuenta de audiencias no menores que no se ven representadas en los grandes medios, ni sus voces ni sus imágenes ni sus vivencias.

Por Juan Enrique Ortega

Pensar hoy los procesos comunicativos que se producen desde el sector social conlleva analizar un complejo número de variables que superan ampliamente el llamado periodismo ciudadano o periodismo popular como concepto. Las diversas estrategias de libre apropiación que se hace de las técnicas y usos de la comunicación desde múltiples colectivos, organizaciones y movimientos desafían incluso los formatos mediáticos para reelaborar y adaptar la herramienta en defensa del derecho a la comunicación.

“El neoliberalismo ha separado la libertad de la democracia para convertirla en antidemocrática”, dice Wendy Brown.

La industria de la comunicación junto, a sus estructuras de poder y producción de sentido social, enfrenta profundas transformaciones, no sólo por la vertiginosa revolución tecnológica que habitamos y que afecta a los medios, modificando las bases y los objetivos modernos de estas plataformas de comunicación, sino también por la profunda hibridación de formatos, estilos y géneros que afecta al periodismo también, como una parte importante de la reproducción de los relatos cotidianos de una sociedad.

En la cancha de los medios comunitarios, populares y la construcción mediática alternativa, es aún más frenético este momento de mutaciones y redefiniciones, porque dicha escena tiene una necesidad mayor de permear audiencias incidiendo en la opinión pública, una urgencia por resignificar los discursos oficiales y poder instalar nuevas visiones de país, territorio y comunidad, conceptos que hoy no existen en los flujos comerciales de información. Chile es un caso único por la ausencia paradigmática de debates relacionados con la comunicación, lo que incide en lo diverso, espontáneo y rizomático de los ejercicios y formatos de apropiación comunicativa.

La llamada “crisis informativa” en que nos ha situado el momento de pandemia y aislamiento social debería suponer una oportunidad para las grandes industrias de la comunicación periodística de poder posicionar su labor informativa y educativa por sobre el bochorno general que ha significado su tendenciosa cobertura del reciente estallido social. Cómo no reconocer este momento histórico para reposicionar una cobertura que contextualice, analice, informe y eduque acorde a la crisis de relato civilizatorio que estamos viviendo. Cómo no soñar con medios que reflejen los diálogos necesarios para una sociedad, donde se proyecte el nivel de debates que debemos abordar.

Lamentablemente, la oferta ha sido una confirmación de lo que ya es vox populi en nuestro país: coberturas sesgadas centradas en el Estado como actor principal de la pauta. Medios esclavos de cifras que ni siquiera cuestionan, que sobreviven encadenados al morbo de la discriminación por género, raza, condición social y tantas dimensiones de vulnerabilidad. 

El Covid-19 no sólo está demostrando la ineptitud de la clase dirigente para enfrentar la situación, sino también el silencio cómplice de un gran grupo de medios que se pone al servicio del reporteo simplista y la mediocridad informativa. Los medios de comunicación no han demostrado estar a la altura de los lineamientos éticos mínimos en un contexto de pandemia y, más aún, afirman su servil rol al sector dominante de turno. El levantamiento popular iniciado en octubre y que se prolonga este año, reafirmó que la industria mediática nacional no cumple su rol de informar de forma pluralista ni representa los intereses de la diversidad de sectores de la sociedad chilena. 

Hoy más que nunca hay, desde la ciudadanía, una explosión de voces, de preguntas, de debates negados por años y de exigencias a actores importantes de la sociedad. Si dicho flujo discursivo no encuentra cabida en las editorialidades empresariales lo hará en diversos canales que hoy construyen las propias comunidades excluidas. Las esferas de comunicación alternativa hoy están bullantes por esa y muchas razones. 

Otra comunicación

En Chile, el movimiento de comunicación popular alternativa no es nuevo, existen desde al menos cuatro décadas iniciativas mediáticas y no mediáticas que desde la experimentación han abierto canales de expresión popular por donde se cuelan las voces de hombres y mujeres, niños y niñas, con mensajes reales de las vivencias populares. La radio comunitaria, la televisión popular, los medios y espacios de comunicación de pueblos originarios, redes feministas, migrantes, territoriales, socioambientales y de diversos sectores pueblan hoy la oferta mediática alternativa. 

Sin duda, hoy, gracias al avance del acceso a internet y múltiples herramientas de grabación, producción audiovisual, transmisión y circulación masiva de mensajes, la parrilla desde la escena alternativa es mayor y más diversa, lo que da cuenta de audiencias no menores que no se ven representadas en los grandes medios, ni sus voces ni sus imágenes ni sus vivencias.

La ausencia y debilidad de medios públicos, que han sido fundamentales en las democracias modernas del mundo, nos tiene sobreviviendo a merced del mercado de las comunicaciones, de la dictadura de los formatos, discursos e intereses que estas grandes fábricas de sentido común instalan sobre nuestra cotidianidad. No es una tarea fácil y no todos y todas somos conscientes de su envergadura.

Contar, por lo tanto, con medios alternativos fuertes es una necesidad profunda de la sociedad global, necesidad que abarca la urgencia por legislar con enfoque de derecho sobre el acceso a las frecuencias y los monopolios mediáticos y construir opiniones públicas locales que fortalezcan el debate en los territorios, descentralizando la visión de país que hoy vemos repetida de norte a sur.

En tiempos de Covid-19, los medios y plataformas alternativas, comunitarias y populares son las que están denunciando la realidad de territorios que hoy no tienen cómo lavarse las manos pues la sequía y el saqueo los ha dejado sin agua. Tienen un tratamiento de la información más ético, responsable y solidario que lo que podemos encontrar en los medios de comunicación tradicionales.  

La sociedad civil hoy se apropia de las comunicaciones no pensando en fundar medios ni levantar estructuras verticales, sino que se articula en roles funcionales a la concreción de objetivos comunicacionales particulares y generales. La mayoría de esos esfuerzos se divide en lógicas productivas (registro y producción de mensajes desde esferas alternativas, con actores sociales comunitarios y en códigos coloquiales) y lógicas circulatorias donde lo principal es participar de un ejercicio viralizatorio de mensajes, imágenes y formatos virtuales que participan de la guerrilla diaria de la información. En cada uno de estos esfuerzos hay una constatación básica: los medios de comunicación no “nos” reflejan, no dan cuenta de voces que deberían estar.

Rol de la comunicación alternativa en tiempos de infodemia

Aun cuando la tradición de la comunicación alternativa en Chile ha tenido un desarrollo mayor en los formatos mediáticos, radio, TV y prensa, desde hace más de una década el desarrollo de experiencias de comunicación se asocia mucho más a colectivos fotográficos, equipos audiovisuales y grandes “centrales” de publicación en plataformas de redes sociales. Formatos como el diseño, la ilustración y la gráfica mixta son los que hoy recorren millones de teléfonos al día.

Los nuevos formatos de la comunicación hoy muchas veces eluden el escenario de “los medios” y establecen identidades y referencias desde la virtualidad, ya no desde un territorio específico o una comunidad. Se trata de transmisiones y programas que se emiten desde espacios cotidianos no lujosos y que están cumpliendo un rol educativo y liberador de muchas audiencias. 

Las diversas faunas que hoy habitan y conviven en la esfera comunicacional alternativa participan de ejercicios de producción espontánea de formatos periodísticos hechos desde la contrahegemonía temática, de fuentes y de estilos, y construyen estrategias de circulación y masificación de mensajes, imágenes y videos. En cada una de estas apuestas se deconstruye una realidad mediática y se crea relato social con autonomía.

En tiempos de Covid-19, los medios y plataformas alternativas, comunitarias y populares son las que están denunciando la realidad de territorios que hoy no tienen cómo lavarse las manos pues la sequía y el saqueo los ha dejado sin agua; son los espacios donde las comunidades migrantes intercambian estrategias para sobrevivir al racismo y discriminación que se instala desde las grandes esferas; son los espacios donde millones de mujeres intercambian estrategias para prevenir, disminuir y denunciar la violencia patriarcal en tiempos de encierro; donde se educa a los trabajadores en derechos básicos ante la crisis económica que se avecina.

Los movimientos sociales y organizaciones territoriales que desde hace décadas vienen entregando discursividades, testimonios y consignas desde la experiencia profunda del neoliberalismo, usan hoy los espacios comunicacionales para dialogar y proponer un tratamiento de la información en tiempos de pandemia, uno mucho más ético, responsable y solidario que lo que podemos encontrar en los medios de comunicación tradicionales.  

Los medios alternativos nos muestran la crisis en la salud primaria de localidades en regiones, enfrentan y desenmascaran falsos discursos de autoridades, organizan e informan de cadenas de ayuda y visibilizan la autogestión popular de la salud, la educación y la sobrevivencia en crisis económica. Son las radios populares las que conmemoran los seis meses de la revuelta social, los núcleos audiovisuales independientes los que nos muestran cómo las propias comunidades sanitizan las calles, cómo el Estado, que dejó de estar, ha sido reemplazado precariamente pero con dignidad, por estrategias solidarias y colectivas.

Sin embargo, no basta con tener y sostener espacios de denuncia transversal, sino que es necesario apostar también a la construcción de nuevos espacios de interacción y reinterpretación de los discursos oficiales, con incidencia indirecta pero real en la esfera social cotidiana, ya sea de la mano de la convergencia del meme, la ilustración, el diseño, el podcast y la producción audiovisual.

La esfera comunicacional alternativa hoy es un amplio espacio de interacción espontánea a través del que se ejercen nuevas estrategias discursivas, donde se pone en vitrina a nuevos sujetos sociales y se reproducen nuevas formas de ser en el mundo. Son las voces vivas de una ciudadanía que bulle bajo la opinión pública convencional, relatos de resistencia al modelo que se multiplican y resginifican a alta velocidad.

En tiempos de crisis social y de pandemia sanitaria-informativa, a la comunicación comunitaria, alternativa y popular no le corresponde ni imitar ni adaptar los formatos comerciales, tampoco esforzarse por llenar los vacíos de los medios públicos ausentes en Chile. A las voces, relatos y medios de la esfera social les corresponde subvertir los discursos oficiales, poner en duda y debatir colectivamente con las audiencias prosumidoras sobre horizontes políticos, culturales y también sanitarios, reformulando los sentidos de la comunicación, del periodismo y de la construcción de realidad. La comunicación comunitaria es el síntoma de un pueblo que reflexiona, dialoga y se hace preguntas sobre la realidad.

Hoy es un deber colectivo sumar voces al debate y participar ya sea de la producción, circulación o resemantización de la información. La necesidad de expresar, dialogar y articular voces es demasiado profunda para dejarle la pega a los medios tradicionales.

Carlos Ruiz: “Es peligroso que se use esta pandemia para que los ricos aumenten sus caudales”

El sociólogo, doctor en Estudios Latinoamericanos de la U. de Chile y presidente de la Fundación Nodo XXI, analiza el comportamiento de la ciudadanía y el rol que debería jugar el Estado en medio de la pandemia, sin dejar de lado el contexto de estallido social, que es abordado en su último libro Octubre chileno, la irrupción de un pueblo nuevo, que acaba de arribar a librerías. Ruiz plantea la aparición de un nuevo sujeto político que viene a reinventar el movimiento social y sugiere que en el pensamiento feminista de autoras como Rita Segato y Judith Butler se pueden encontrar las claves para reformular una izquierda del siglo XXI.

Por Jennifer Abate

-¿Qué te ha parecido el manejo que el gobierno ha hecho de la pandemia en cuanto a su agenda de prioridades? He visto que has sido bastante crítico y que públicamente has instalado la idea de una “lucha por la vida” que se debería anticipar a toda medida, incluso económica.

Nosotros entramos a la situación de pandemia, de peste, en el contexto de un abismo muy fuerte entre política y sociedad. Tenemos una de las sociedades con una de las más bajas tasa de participación, en torno a un 40%, en un contexto en el que esa baja adhesión política no va de la mano de una especie de apatía, sino, por el contrario, se produce en una sociedad con alta propensión a la movilización, que se evidenció en el octubre chileno. La incapacidad e ineptitud gubernamental de trabajar el ensayo y error nos legó una sociedad más activa, que demanda más información, más informada, más social, más solidaria, y eso se ha vuelto uno de los capitales principales para poder manejarnos ante esta nueva situación. No es casual que la sociedad releve otros liderazgos, incluso, unos muy distintos a las esferas más tradicionales como el Poder Ejecutivo o Legislativo, sino que los encuentra en los alcaldes o en el Colegio Médico, en la figura de Izkia Siches. Ese es un capital tremendo que en estos momentos ha tenido no poco impacto, lo que no implica que haya que seguir presionando a la política, y he ahí la otra discusión. Las agendas que se tenían antes de esto, creo que hay que posponerlas, en su gran mayoría. En el caso nuestro, te hablo desde la izquierda, agendas de transformación. Sé que ha sido polémico el que haya que posponer las fechas del proceso constituyente, y estoy de acuerdo con que no hay condiciones para hacerlo, pero con lo que no estoy de acuerdo es con que haya una derecha que se aproveche para intentar desvirtuar el proceso constituyente con el hecho de posponerlo. Estamos posponiendo su realización, pero de ninguna manera vamos a suspenderlo. Y se creó una situación, y quiero decirlo de una manera bien directa, porque creo que lo evitamos, donde el tema que está presente es la muerte. Hemos visto cómo esto ya se ha descontrolado en países desarrollados, donde existe algo que se puede llamar sistema de salud, que dista mucho del sistema chileno. Al desmantelamiento del viejo sistema de salud pública sobrevino un enjambre de clínicas privadas que viven de subsidios estatales, del crecimiento del presupuesto o del gasto estatal, eso lo he abordado en algunos de mis libros. La salud, así como la educación, fue a parar a oferentes privados que son competidores entre sí, por lo tanto, no forman parte de un sistema articulado. Ya lo dijo Macron (presidente de Francia) y lo tuvo que reconocer Boris Johnson: la única forma de reaccionar ante una pandemia de este tipo es con una política pública, y si no tienes los instrumentos de política pública, ¿qué pasa? Si te fijas, están las famosas ofertas de planes de contingencia que ha estado teniendo el presidente Piñera, pero prácticamente no se habla de políticas sanitarias; el problema es la economía, nada más. Estoy de acuerdo con que hay resolver el tema de la economía y amortiguar a los que están más desprotegidos porque eso puede agravar el tema de la pandemia, pero de políticas sanitarias no hay nada en esa ofertas, muy poco, es un delta muy pequeño que incorpora eso. Están subordinando, abiertamente, la preocupación sanitaria a la preocupación por la economía. 

El sociólogo y presidente de Fundación Nodo XXI, Carlos Ruiz. Crédito de fotos: Alejandra Fuenzalida.

-Existe un miedo gigantesco dentro de la población que está más desprotegida y que tiene empleos más precarios. ¿Cómo se debería apoyarlos en este escenario?

Ahí hay que reaccionar y presionar, hay que reaccionar y presionar, construir propuestas, insistir desde los distintos flancos, desde los instrumentos que manejan distintos actores, academia, intelectualidad. Las fundaciones podemos hacer una cosa y la política de los parlamentarios puede hacer otra. Mi llamado es a hacer un frente común de lucha por la vida en este momento.

-La pandemia por Coronavirus ha golpeado fuerte todos los aspectos de la vida de las personas y por supuesto puso en pausa la movilización social, en las calles, al menos, que se venía dando desde el 18 de octubre. En este contexto, ¿sigues creyendo que lo que viene para Chile es “la construcción de un nuevo pueblo”, como planteas en tu libro?

En mi libro Octubre chileno, la irrupción de un pueblo nuevo, intento trabajar la idea de ese nuevo pueblo de una manera que no sólo apele a una idea de voluntarismo o de deseo. En Chile tenemos la experiencia inédita de que vamos para casi medio siglo de neoliberalismo. Yo lo he dicho otras veces: en el resto de América Latina se instaló más tarde, en la década del 90 con Menem, Cardoso, Fujimori. Aquí el año 75, cuando los Chicago Boys se toman la dirección económica de la Junta Militar y desplazaron a los llamados neodesarrollistas como Fernando Léniz. Pero de ahí hasta ahora llevamos medio siglo ininterrumpido, entre otras cosas, de desmantelamiento de los viejos servicios públicos y de una profundización de las formas de privatizar la formas de vida cotidiana de la gente y de crearles zonas de incertidumbre que en otras partes del mundo no existen. Frente a eso, se desarmaron también los viejos sujetos sociales, sobre todo los de una clase obrera industrial y también la vieja clase media desarrollista, el empleado público del Estado, profesional, etc., debido a que todos esos servicios fueron desmantelados, fueron expulsadas del Estado. 

Esos dos grandes grupos sociales eran los íconos socioculturales y políticos de los procesos del siglo XX y con ellos se constituyeron, de alguna manera, las identidades populares que alimentaban la política, eso se acabó, lo borró el neoliberalismo y en su lugar plantó a este otro sujeto. Un sujeto que venía reventando por ríos separados, digamos, por ríos que tienen que ver con las pensiones, problemas de género, problemas ambientales, de privatización de la educación, hasta que el 18 de octubre todo eso se junta en un solo gran caudal. Ese es el gran cambio de esto, y ahí lo que se empieza a configurar, al decir “nuevo pueblo”, es un nuevo sujeto histórico, un nuevo protagonista de las décadas que vienen hacia delante. Eso puede estar en este momento suspendido, en un momento en que el tema es la lucha por la vida. Entonces es difícil que, además, la historia de más larga duración vaya a cambiar por ese proceso, como dicen algunos historiadores. La posibilidad de que esto se vaya a reanimar después de que terminemos la lucha por la peste y la pandemia no la puedo anticipar. Sería irresponsable adivinar la forma en que esto se va a reconstruir, pero yo sí diría que tengo la sospecha muy cierta de que nos vamos a reencontrar de nuevo en la famosa plaza donde se va a buscar dignidad.

«Es tremendamente chocante que el Estado se lave las manos diciendo que las instituciones estatales no son capaces de proveer los créditos y que deje todo a cargo de la banca privada. Yo le llamo neoliberalismo avanzado, es la otra pandemia, la pandemia de la desigualdad económica.»

-Desde diversas fuentes, incluso medios de comunicación más conservadores como el estadounidense Financial Times, se ha propuesto la inevitable necesidad de revisar el rol del Estado en la manera de conducir las naciones, sobre todo en países neoliberales como el nuestro. ¿Qué piensas que va a suceder con el Estado?

Es una discusión que está dando vueltas en todos lados, y es impresionante cómo acá seguimos encerrados sin dejarla entrar. Es increíble cómo, acá, el grueso del paquete de contingencia que se va a otorgar para las Pymes es básicamente poner ese capital como aval en la banca privada y sin control de las tasas de interés que la banca vaya a entregar a los supuestos emprendedores. Los puede entregar con tasas de interés inaccesibles o bien con ese fondo y esos avales; eso incorporarlo en el lucro propio, porque decide trasladarlo al famoso riesgo. Lo que quiero decir es que el Estado se abstiene completamente de movilizar sus instituciones de fomento. Podríamos haber hecho todo a través de Corfo, Indap, cooperativas de ahorro y crédito, pero nada de eso. Entonces lo que me preocupa es que estas políticas pueden terminar ahondando en la desigualdad ahora que entramos a la crisis. Por un lado, porque se va a tender a regresar a la pobreza de los sectores con las economías familiares más precarias, y son los que dependen sobre todo de la pequeña empresa. Entonces es muy peligroso que usemos esta pandemia en un momento de riesgo, cuando debemos estar en una lucha por la vida, como una especie de oportunidad para que los ricos aumenten más sus caudales. Es decir, si se dan procesos que tienden a la concentración, eso va a redundar en más conflictos.

-En ciertos sectores hay una visión positiva de lo que puede traer esta crisis, un cambio para mejorar esta sociedad, pero lo que tú planteas es que si la política no es activa en este momento, el futuro podría ser incluso peor y se podría profundizar la brecha y el enriquecimiento inédito de los más ricos en este país.

Creo que nosotros no deberíamos conformarnos pasivamente con lo que vaya a suceder de manera inevitable. Somos una sociedad más activa, más informada, que puede buscar sus distintos canales, presionar a los representantes para que actúen, generar propuestas, denunciar este tipo de cuestiones. Es tremendamente chocante que el Estado se lave las manos sencillamente diciendo que las instituciones estatales no son capaces de proveer los créditos y que deje todo a cargo de la banca privada. Es una locura y, además, sin regulación de las tasas de interés. Yo le llamo neoliberalismo avanzado, somos la versión más ortodoxa, más extrema de este asunto. Es la otra pandemia, la pandemia de la desigualdad económica.

Muchas veces en la historia se había ninguneado el rol de los Estados, pero ahora aparece la necesidad, desde parte de la ciudadanía, de que sea el Estado quien fije, por ejemplo, el valor de los productos prioritarios, que sea el Estado el que asegure los empleos y el flujo de salarios. Incluso algunas empresas privadas han empezado a solicitar salvataje al propio Estado.

En ese sentido, salvemos a la gente y no a los empresarios. Aquí hay una producción política de la desigualdad, es falso decir que esta desigualdad la esté produciendo el mercado, esta desigualdad está siendo estructurada desde las esferas políticas, es decir, hay una constricción de las oportunidades para producir privilegios que están determinados políticamente, que están dictados políticamente para que esos sectores acumulen más, entonces no es cierto que es la mano invisible del Estado. Hay ciertos tipos y formas de desigualdad, sobre todo patrimonios de tipo financiero más que de tipo físico, que están determinados, que están concebidos de manera política, por lo tanto ahí el conflicto que tenemos que enarbolar en función de eso es eminentemente político, y este es un momento en que la política tiene que reaccionar y volver a vincularse con la sociedad ante una situación como esta y dejar de discutir en planos sobreideologizados. Lo que acaban de hacer, la verdad, es entregar todos los fondos a una especie de banca del segundo piso de La Moneda. Entonces no sólo es oprobioso sino que es muy peligroso lo que están haciendo, no sólo por el contexto sanitario sino también porque la manera en que va a agudizar el conflicto social.

-¿La crisis social que estalló cinco meses antes de la pandemia cambia nuestra manera de reaccionar frente a las acciones que está tomando el gobierno en esta crisis sanitaria y social?

Durante la segunda mitad de los años 90 nosotros éramos mostrados como una sociedad que era ícono del individualismo y el consumismo, yo creo que aquella sociedad y esta hubieran reaccionado de una manera completamente distinta a lo que está ocurriendo hoy. Ahora mismo se me viene la discusión entre Tomás Moulian y Eugenio Tironi en los años 90. Entonces, me parece que la sociedad tiene que buscar las formas, con todas las ataduras de manos que tengamos, así está pasando todo hoy, y exigir por distintas vías que lo que son recursos de todos nosotros, sean usados para proteger a la sociedad.

¿Se necesita entonces un cambio estructural y radical de nuestro sistema? ¿Basta sólo con el cambio constitucional?

Hay en el mundo una sensibilidad que se empieza a abrir a ciertos temas que hace 10, 15 años estaban vetados. Me parece que Chile sigue siendo muy cerrado, dominado por la élite, hay que seguir quebrando ese cascarón elitario, se empezó quebrando recién en octubre y yo creo que va a seguir haciéndolo, pero hay que seguir empujándolo y ahí hay que ensanchar el horizonte de la política, esa política tan restringida que nos heredó la transición, en condiciones muy excepcionales, con una política muy aislada, cerrada, respecto de la sociedad, muy poco transparente. Hay que tratar de abrir todo lo que permita esta situación extraordinaria en la que estamos y, saliendo de esto, hay que entregarse al proceso constituyente.

-En el debate internacional ha habido divergencia de miradas. El esloveno Slavoj Zizek pronostica que el virus es un golpe mortal al sistema capitalista y el surcoreano Byung Chul Han cree que más que a la solidaridad, el Covid-19 nos va a llevar a una condición de aislamiento. ¿Qué opinas sobre esta discusión?

No soy el primero que lo va a decir, varios intelectuales y académicos de nuestra alma máter lo han hecho. Yo creo que estos tipos están afectados por un virus de la ansiedad, que empiezan a sacar conclusiones de dimensiones epocales ante una situación extraordinaria. Creo que opinan con mucha más calma Judith Butler o Rita Segato desde el feminismo, y tengo mucha delicadeza para hablar de feminismo porque estoy aprendiendo, pero creo que ellas van adelantándose en concebir una nueva relación entre Estado e individuo que es fundamental para pensar una izquierda del siglo XXI. Me parece que ellas marcan algunas de las puntas de vanguardia que no están resueltas y que son mucho más interesantes que los otros autores que mencionaste.

Este es un extracto de la entrevista realizada el 10 de abril de 2020 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5.

No es la primera vez: la esperanza en tiempos de pandemia

Hagamos memoria. A comienzos del siglo XX, Chile tenía una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades como el tifus, el cólera y la viruela hacía estragos en la población. No fue únicamente los que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia” lo que ayudó a salvar la crisis; el horror fue abordado también por políticas públicas y una mayor intervención del Estado. La fórmula parece ser la única que podría volver a salvarnos hoy del Covid-19.

Por Azun Candina Polomer
La historiadora y académica Azun Candina. Crédito de foto: Felipe Poga.

Sin ser personal de salud ni recolectores de basura, y tampoco trabajadoras de mercados y almacenes, algunos intelectuales giran alrededor de su encierro computarizado y últimamente se han dedicado a tareas como predecir el fin del capitalismo o su fortalecimiento, o a repetirnos —versión pandemia— lo que ya sabíamos: el mundo es una colmena, y lo que  afecta a unos, termina llegando a todos. Más que a la empresa nostradámica de la predicción, me interesa en estas líneas referirme a lo que sí parece un fenómeno claro: las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado. 

A comienzos del siglo XX, Chile era uno de los países con las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo y enfermedades infecciosas y epidémicas como el tifus, el cólera y la viruela, entre otras, hacían estragos en la población. Si esa situación paulatinamente cambió a lo largo del siglo, no fue únicamente por eso que llaman “los avances de la medicina” o “de la ciencia”. En términos de salud pública, esos avances significan muy poco cuando están disponibles solamente para una minoría que puede pagarlos, y cuando las condiciones de vida de la mayoría —que involucran vivienda, agua potable y otros servicios— son lamentables. El horror de un pueblo chileno permanentemente enfermo y cuyos niños morían en las cunas,se superó porque ese mismo horror fue abordado con políticas públicas que, como estudió en profundidad la historiadora María Angélica Illanes, a quien cito, se avanzó hacia “una mayor responsabilidad organizativa frente a la caridad asistencial”; es decir, una verdadera política de salud fiscalizada por el Estado.

«Las catástrofes son el recordatorio agudo de las carencias de lo cotidiano y lo normal, y tal vez su único lado bueno es que pueden ayudarnos a no convertirnos en o a no seguir siendo un presente que deviene en el futuro indeseado de un pasado». 

 Los médicos, como voz profesional autorizada y como gremio, tuvieron un papel central en esa instalación que salvó miles de vidas. Sus organizaciones profesionales —como el Sindicato de Médicos de Chile (1924), la Asociación Médica de Chile (1931) y finalmente el Colegio Médico de Chile (1948)— se pronunciaron y trabajaron a favor de una medicina de amplia cobertura y financiada por el Estado. En 1952, finalmente, se creó el Servicio Nacional de Salud (SNS), organismo centralizado que asumió las obligaciones y funciones de las anteriores instituciones de salud pública existentes en el país. Fueron parte de este esfuerzo, también, las asistentes sociales (visitadoras, en la época) que caminaban por los barrios viendo la pobreza y el desamparo y elaboraban los informes que apoyaban la toma de estas medidas; las profesoras primarias que enseñaban a los niños a lavarse las manos (sí, como ahora), y los cientos de enfermeras, paramédicos y funcionarios del Estado que participaron en las campañas de vacunación masiva y obligatoria o de educación para evitar los contagios en la vida cotidiana, por dar sólo algunos ejemplos.

Valga insistir, entonces, en que no fueron sólo los avances científicos y médicos, sino también los esfuerzos de sucesivos gobiernos, asociaciones profesionales, maestros, activistas y funcionarios  fiscales, los que hicieron que esos avances llegaran, no a todos ,por cierto, pero sí a grupos cada vez más amplios de la población. El Covid-19, a pesar de su técnico nombre, evoca esas historias del monstruo milenario que de pronto se liberó desde una grieta olvidada del pasado, rompió el sortilegio que lo mantenía prisionero e invadió el presente. Trae así de regreso ese pasado que ninguno de nosotros vivió: el de una humanidad que debía luchar, una y otra vez, contra las enfermedades epidémicas y sin cura. Fueron los avances de la medicina y fueron los gobiernos, Estados y sociedades que actuaron desde la comunidad y la solidaridad los que cambiaron el rostro del dolor. Porque sí, se puede cambiar: como escribió la historiadora Arlette Farge en Lugares para la Historia, “el sufrimiento triza tanto como une, pero, desde luego, es la recepción que se le organiza a ese sufrimiento lo que lo torna sórdido o generador de movimientos”. Ojalá estemos a la altura.

Las épicas de un tejedor de memorias: Luis Sepúlveda muere a los 70 años por Coronavirus

El escritor nacido en Ovalle y formado en la Universidad de Chile fue el primer caso de Covid-19 detectado en Asturias el 29 de febrero. Radicado en España hace más de 20 años, el autor de El viejo que leía novelas de amor falleció hoy, dejando una exitosa carrera literaria caracterizada por su mensaje comprometido con las causas populares y los derechos humanos. “Creo en la fuerza militante de las palabras”, sostenía.

Por Denisse Espinoza

“La buena novela a lo largo de la historia ha sido la historia de los perdedores, porque a los ganadores les escribieron su propia historia. Nos toca a los escritores ser la voz de los olvidados”, dijo en una ocasión el escritor chileno Luis Sepúlveda, resumiendo así el espíritu de lo que fue su carrera literaria, repartida en una veintena de novelas, crónicas periodísticas y guiones de cine -como su propio largometraje Nowhere, que recibió el premio del público en el Festival de Marsella 2002, o el guión que co-escribió para la película Tierra del Fuego, dirigida por Miguel Littín.

Algunas de sus novelas también fueron llevadas a la pantalla grande, como Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, dirigida por el italiano Enzo D’Alò, o Un viejo que leía novelas de amor, del australiano Rolf de Herr. Mientras, en sus crónicas periodísticas retrató la realidad mundial y sobre todo local, porque a pesar de haber salido hace más de 30 años de Chile -primero rumbo a Alemania y luego a España, donde estaba radicado hace 23 años-, nunca cortó vínculos con nuestro país y se mantenía como integrante del equipo estable de Le Monde Diplomatique.

El escritor Luis Sepúlveda estaba radicado en España hace 23 años, a fines de febrero fue diagnosticado con Covid-19.

Allí, sus últimas columnas las dedicó a la crisis social que estalló el 18 de octubre, donde siguió transmitiendo un mensaje comprometido con las causas populares y los derechos humanos. “La paz del oasis chileno estalló porque las grandes mayorías empezaron a decir no a la precariedad y se lanzaron a la reconquista de los derechos perdidos. No hay rebelión más justa y democrática que la de estos días en Chile”, publicó en diciembre pasado en una crónica titulada El oasis seco. Dos meses después, tras participar en el festival literario Correntes d’Escritas, celebrado en Póvoa de Varzim, en Portugal, comenzó a sentir los síntomas del Covid-19. Fue ingresado el 29 de febrero al Hospital Universitario Central de Asturias, donde luchó contra el virus durante semanas. Falleció hoy, a los 70 años.

“Nos conocimos a fines de los años 80 cuando yo estaba en revista Análisis y él ya vivía en Alemania, luego nos encontramos en Francia en los 90 y desde entonces hemos sido muy amigos. Ha sido un golpe duro e inesperado”, dice Víctor Hugo de la Fuente, director de la edición chilena de Le Monde Diplomatique. “El era un tipo muy cariñoso y comprometido, nos apoyó desde el comienzo con textos y cuando inauguramos nuestra editorial en 2001 nos cedió sus derechos de autor, con los que publicamos nueve pequeños libros con sus crónicas”, agrega de La Fuente.

Su esposa Carmen Yáñez, a quien Sepúlveda conoció en 1971 y con la que vivía radicado en Gijón, España, desde 1997, también presentó los síntomas de la enfermedad y estuvo hospitalizada en una pieza separada, sin embargo, nunca dio positivo al test. “Fue extrañísimo, los médicos suponían que se trataba de Coronavirus, pero nunca hubo pruebas. En el caso de Luis, él estuvo en coma desde el principio y luego conectado a ventilador, nunca se recuperó”, cuenta el periodista.

Más que realismo mágico

Nacido en Ovalle en 1949, hijo de un militante comunista chileno y una enfermera de origen mapuche, Luis Sepúlveda se crió en el barrio San Miguel en Santiago y estudió en el Instituto Nacional, para luego formarse en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile como director. Claro que desde siempre lo suyo fue la escritura. Sus primeros poemas los publicó a los 17 años y cuando era sólo un veinteañero se integró como corresponsal policial del diario Clarín, según él mismo contaba, gracias al contacto de un amigo de su padre. Desde entonces la escritura no lo soltó más.

Imagen de la película El viejo que leía novelas de amor del australiano Rolf de Herr, basada en el libro homónimo de Sepúlveda.

Formado con los discursos antiimperialistas de los años 60-70, Sepúlveda fue un admirador del gobierno de Salvador Allende, miembro del GAP y trabajó además en la publicación de libros a costos populares en la editorial Quimantú. “Soy rojo, profundamente rojo”, decía. Tras el golpe de 1973 fue tomado preso, logrando salir al extranjero gracias al brazo alemán de Amnistía Internacional. Tuvo un periplo largo, que lo llevó a pasar temporadas en Uruguay, Brasil, Paraguay y Ecuador, donde vivió con una comunidad de indígenas shuar. También en 1979 fue parte de las brigadas internacionales de la guerrilla en Nicaragua, donde participó de la Revolución Sandinista.

A Sepúlveda le gustaba reunir aventuras que de a poco iba plasmando en novelas. El viejo que leía novelas de amor, por ejemplo, nació de su paso por la selva amazónica. Publicado en 1988, el libro le trajo fama internacional: fue traducido a 60 idiomas y vendió más de 18 millones de ejemplares, y afianzó su contrato con la editorial Tusquets. “Nos ha entristecido profundamente. Luis era un escritor muy querido. Activo en la comunidad literaria en la Semana Negra de Gijón, en las jornadas de literatura iberoamericana que se organizaban cada año en Asturias. Es terrible constatar que este virus mata”, señaló al diario El País Juan Cerezo, editor de Tusquets.

Tras ese apabullante éxito, vendrían otras novelas igualmente populares como Mundo del fin del mundo (1994), que recoge su viaje en un barco ballenero; Patagonia express (1995), su intento por seguir las huellas de Francisco Coloane, uno de sus escritores favoritos; e Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (1996), suerte de fábula que de alguna forma recoge la vida y experiencias del propio Sepúlveda por el mundo. Su última novela, publicada el año pasado, fue Historia de una ballena blanca, donde el narrador toma la voz del propio cetáceo para describir la lucha que libra la naturaleza contra la destrucción humana. Un libro que sin duda recoge su lado ambientalista, cultivado desde que fuera corresponsal de Greenpeace entre 1983 y 1988.

«Me aterra una parte de la época que nos ha tocado vivir en la que se imponen los olvidos, se impone la amnesia como una razón de Estado o de la mercadotecnia que intenta suplantar los recursos éticos y estéticos, que son los que debieran mover a la sociedades y a los seres humanos. Vivo la literatura como un recordatorio”.

dijo luis sepúlveda sobre su trabajo

Sin embargo, hubo una experiencia que el escritor nunca llevó a la literatura: su detención política en una cárcel de Temuco tras el golpe de Estado de 1973. “No es que mi memoria lo tapara, sino que escribir sobre esas cosas era un tema demasiado delicado que no admitía ningún tipo de ligereza, ningún tipo de coquetería y además tenía demasiado pudor”, le confesó a la periodista y Premio Nacional Faride Zerán en una entrevista recogida en el libro Desacatos al desencanto, ideas para cambiar de milenio, de 1997. Sepúlveda podía ser generoso pero también implacable en sus opiniones, y arremetió en esa misma entrevista contra la llamada “literatura en el exilio” o lo que él calificó como “quejas plañideras que desde la perspectiva de la literatura no decían absolutamente nada”. “Hago sólo una excepción que es Hernán Valdés, que fue capaz de escribir un libro para mí fundamental que fue Tejas verdes, luego se escribió una cantidad de basura sin el menor criterio literario”, sentenció.

Por sus novelas, que mezclan fantasía y memoria propia, se intentó categorizar a Sepúlveda como un cultor del realismo mágico, pero él tenía clarísimo que no seguiría las etiquetas y que su literatura tampoco defendía límites geográficos. “Yo soy un escritor latinoamericano porque conozco muy bien mi continente, porque amo mi continente y porque me saqué la basura del patrioterismo de encima (…) Chile es un país lamentablemente condenado a estar prisionero: la cordillera, el mar, el desierto y el polo sur. Lo que hay en medio es hermoso, pero no basta”, dijo en la misma entrevista. En España, donde vivía desde 1997, se convirtió en fundador y director del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, que se celebraba todos los años durante la segunda semana de mayo.

La última novela de Sepúlveda fue Historia de una ballena blanca, lanzada en 2019 por Tusquets.

En ese contexto fue que trabó amistad con Ramón Díaz Eterovic, escritor de novela negra, con quien mantuvo contacto siempre. “No éramos de comunicarnos todo el tiempo, pero nos unía una fuerte amistad basada en el cariño y en el respeto mutuo por lo que escribíamos. Nos hacíamos guiños en nuestros libros. Él mencionó una novela mía en un par de novelas suyas, y en una novela de mi autoría puse un diálogo entre Heredia (el protagonista de varias de mis novelas) y el detective Washington Caucamán, personaje de Luis en la novela Hot line. Eran pequeños juegos en clave que nos divertían”, cuenta el autor de El hombre que pregunta y La cola del diablo. Además destaca la diversidad de temas y género que abordó Sepúlveda. “En la mayoría está presente la vida latinoamericana, con sus brillos y sombras. Bebió del realismo mágico para hablarnos de América Latina y sus eternas luchas sociales, abordó la novela negra en títulos como Nombre de torero y Hot line, donde dio vida al policía de origen mapuche Washington Caucamán; escribió dos estupendas crónicas sobre la Patagonia, fruto de viajes realizados con su amigo, el fotógrafo Daniel Mordzinski. Su obra debe ser motivo de orgullo y reconocimiento para los chilenos. Sus libros nos proyectaron por todo el mundo, hablando de nuestra historia, costumbres y personajes”, afirma Díaz Eterovic. 

Aunque nunca volvió definitivamente a Chile, Sepúlveda pasó años visitando el sur durante los veranos. Así lo recuerda el escritor Yuri Soria, quien fue gran amigo del autor de Patagonia express, a quien conoció a través del escritor uruguayo Mario Delgado, con quien Sepúlveda escribió el libro Los peores cuentos de los hermanos Grimm. “Lo conocí hace unos diez años y nos hicimos muy amigos. El se compró un departamento aquí en Puerto Montt y por varios años estuvo viniendo, luego lo vendió y cuando venía se quedaba en mi casa. La verdad es que yo lo conocí en mi juventud leyendo El viejo que leía novelas de amor y de inmediato me capturó ese estilo directo, franco, pero al mismo tiempo emocional que tenía de escribir”, dice Yuri. “Todos sus amigos escritores, que somos muchos, estamos muy golpeados con la noticia de su muerte, aunque hace días sabíamos que ese iba a ser el destino, porque ya no había mucho más que hacer. Es un pérdida, él reunía algo que no se da muy seguido, que es el éxito literario y la sencillez, él era un tipo sencillo, que leía a los más jóvenes, los ayudaba, nunca se le subieron los humos a la cabeza”, agrega Soria.

Cada tanto, Luis Sepúlveda definía su motor como escritor: “Me he preocupado de que mi escritura sea una larga cadena de homenajes, porque homenajear es un ejercicio de la memoria, y si algo define mi quehacer como escritor es justamente ser un perseverante de la memoria histórica. Me aterra una parte de la época que nos ha tocado vivir en la que se imponen los olvidos, se impone la amnesia como una razón de Estado o de la mercadotecnia que intenta suplantar los recursos éticos y estéticos, que son los que debieran mover a la sociedades y a los seres humanos. Vivo la literatura como un recordatorio”.

Crisis… ¿sanitaria? ¿Qué es lo que verdaderamente está en crisis?

Por Sonia Pérez

Detengámonos en esta experiencia: de un día para otro, nuestra movilidad espacial se ve reducida; palpamos la amenaza de una afección física e incluso la muerte de algún familiar, propia o de algún conocido; el trabajo de los pequeños emprendedores y productores es amenazado en su continuidad; la televisión nos bombardea con información atemorizante; no sabemos lo que pasará en una semana más ni al día siguiente; las informaciones oficiales son cambiantes y confusas; se activan las redes sociales con mensajes cuya fuente no conocemos; tenemos que preocuparnos de cómo ajustar nuestras modalidades de trabajo para no perder ingresos económicos; las escuelas dejan de funcionar; el futuro es incierto y no se sabe cuándo se retornará a la normalidad; y nos enfrentamos a priorizar qué es lo verdaderamente importante para sustentar nuestra vida cotidiana ante tanto cambio.

¿Coronavirus?

Sí y no, porque este escenario puede perfectamente relatar lo que ha experimentado Chile en alguno de los frecuentes desastres socionaturales de su historia reciente o incluso durante lo vivido después del 18 de octubre de 2019.

La académica y doctora en Psicología Social, Sonia Pérez. Crédito: Alejandra Fuenzalida.

Lo que está sucediendo con el Covid-19 hoy es, sin duda, una situación histórica a nivel mundial por su magnitud imprevista y sus múltiples impactos, pero en nuestro país no es la primera vez que nos enfrentamos a tanta vulnerabilidad. Cualquier medida que tomemos como país debe entonces considerar las particulares características de nuestro sistema social y nuestra cultura. En Chile, la brutal desigualdad en la que se anidan los problemas sociales –y ahora sanitarios– nos ha enseñado, con dureza, cuatro cosas:

1. Que las catástrofes no afectan a toda la población por igual. La experiencia actual de la cuarentena devela sendas diferencias con las que hemos convivido –y hasta hemos naturalizado– por muchas décadas. Mientras unos pueden cuidarse quedándose en casa, otros deben aún asistir a sus puestos de trabajo, exponiéndose al contagio. Mientras unos pueden cambiar su trabajo a modalidad remota, otros no tienen acceso a Internet ni a computadores. Mientras algunos han podido pagar seguros de salud, otros están indocumentados y en completa indefensión. Mientras algunos mantienen su salario, otros son desempleados o pierden la fuente de ingresos por la que se han esforzado durante largo tiempo. Mientras algunos encuentran en la cuarentena la posibilidad de usar el tiempo de manera creativa y laboriosa, otros ven agudizados sus conflictos relacionales y terminan expuestos a mayor violencia y maltrato. Mientras algunos pueden contar con redes de apoyo para abastecimiento y distribución de labores domésticas y productivas, otros concentran multifunciones en tiempos y espacios reducidos. Mientras algunos pueden refugiarse en propiedades con áreas verdes, otros deben encerrarse en sectores históricamente contaminados. Mientras algunos acceden a cumplir penas en sus casas, otros son aislados en insalubres y hacinadas cárceles. Mientras algunos se acompañan con las redes sociales, otros están aislados digitalmente. Mientras algunos pueden lavarse las manos frecuentemente, otros no tienen acceso a agua potable en sus hogares. Mientras para unos el acceso a la atención médica puede resolverse de manera privada, otros saben con angustia que no serán atendidos en caso de necesidad. Mientras algunos pueden seguir financiando la continuidad de tratamientos y espacios de contención psicológica, para otros el desgaste emocional abruma. Peor aún: mientras algunos disfrutan de todas estas primeras condiciones, otros se encuentran viviendo, a la vez, todas las segundas. La crisis de equidad y justicia está estructuralmente a la base de la crisis sanitaria. No se puede enfrentar una si se mantiene la otra.

2. Que las emergencias se vuelven desastrosas cuando no somos capaces de reducir los riesgos de manera integral. Las políticas sociales, de educación, de trabajo, de habitabilidad, económicas y de salud, siguen estando desarticuladas, entre sí y en relación con los territorios que pretenden beneficiar. La emergencia produce una crisis multidimensional que las personas no pueden resolver dimensión por dimensión de vida de manera secuenciada, por lo que la desarticulación de planes y programas es mucho más que un problema de gestión: es un problema de participación y validación de las necesidades que enfrentan las comunidades. En Chile, las personas están en riesgo de manera crónica y superpuesta: riesgo a perder el trabajo, a tener un trabajo precario e inseguro, a no tener una vida sustentable, a no contar con educación de calidad, a no ser atendidas como corresponde cuando se requiere de asistencia física o psicológica, a no poder cuidar como merecen a sus niños/as o abuelos/as, a ser discriminadas por discapacidades, a ser excluidas por su origen. Cuando todo se da al mismo tiempo, las personas terminan por priorizar la resolución de un problema, sabiendo angustiosamente que con ello profundizan los otros. Un sistema social garante del buen vivir no puede dejar tal responsabilidad a cada persona. La crisis política de desarticulación e insuficiente articulación con las comunidades sólo se puede enfrentar con soluciones colectivas y participativas, presentes en todos los territorios, integradas, que no prioricen las necesidades macroeconómicas por sobre las demás, sino que validen las estrategias y propuestas que las comunidades conscientes han levantado a partir de sus propias experiencias y proyecciones.

“Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida”.

3. Que la desconfianza incrementa el miedo y el control social. La ambigüedad y falta de claridad de una política de protección, junto a la percepción de abusos e injusticias, ponen en crisis la confianza y sentido de pertenencia a un sistema social. El miedo a enfermar puede ser tan grande en Chile como el miedo a no ser protegido cuando ello ocurra. Al mismo tiempo, la incertidumbre respecto al límite temporal que tendrá la emergencia convive con lo incierto que resulta el futuro del país en un proceso constituyente o el lugar social que ocuparemos en la sociedad que se construya. Estos miedos se sustentan en la desconfianza de las personas respecto a las instituciones, instalada ya por décadas en el seno de nuestra experiencia social. En dirección complementaria, la desconfianza amenaza con crecer entre las mismas personas, lamentablemente, a raíz del persistente disciplinamiento que han desplegado los medios de comunicación, desde donde se nos ha enseñado a temer al vecino. El saqueador de supermercados de octubre es presentado ahora como el acaparador en cuarentena en los mismos supermercados; el evasor, el violento callejero, es evocado hoy en el inconsciente como un portador del virus que camina por las calles. En ambos, la indisciplina es motivo de desconfianza, por tanto, fuente de miedo y, en consecuencia, una amenaza que debe ser controlada. El control del contagio ha perdido importancia en servicio del control social, lo que claramente no contribuye al sentido de tejido social que es tan relevante construir en estos momentos. Reconstruir las confianzas sociales que sustenten el desarrollo social y humano es una tarea de validación y reconocimiento de las capacidades sociales que se han puesto en juego tanto para hacer frente a esta amenaza sanitaria como a otras, de otro tipo, que se han vivido previamente. La crisis de confianza no puede abordarse sólo a través del control social, sino que debe considerarse, además, la protección, lo que implica, entre otras cosas, la regulación de abusos laborales y la especulación de los precios en bienes y servicios, por mencionar algunos. 

4. Que la vulnerabilidad es mayor cuanto más individualismo hay en el sistema social. La experiencia subjetiva de vulnerabilidad impacta incluso psicológicamente cuando seguimos pensando, casi de manera automática, que los problemas se resuelven a través del esfuerzo individual. Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva y el mérito con que se gana un beneficio, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida. Aprendimos a sentirnos vulnerables no cuando somos vulnerados en nuestros derechos, sino cuando no somos capaces de aguantar la vida que nos tocó. Por fortuna, hay unos pocos momentos en la historia, como el que estamos viviendo en cuarentena, que nos enseñan que la vulnerabilidad no podemos enfrentarla solos. Tal vez esta sea la crisis más beneficiosa: la crisis del individualismo atraviesa el cuerpo, las creencias y las prácticas, reportándonos a la necesidad de una conexión que vaya más allá de la competencia, a una subjetividad en donde reconocernos como seres “socio-naturales” en un lugar común. Hoy hasta el individualismo siente miedo de quedar solo.

En suma, la situación de Chile ante el virus no presenta los mismos desafíos que en otros países, pues no es un problema exclusivamente sanitario. Se requiere una plataforma de estrategias integradas a nivel social y económico que garantice la supresión de las desigualdades en la exposición a la amenaza sanitaria, que distribuya equitativamente las herramientas de prevención y protección, y que sea garante de los derechos humanos.

El modelo de sociedad, tal como lo hemos venido experimentando, con pilares de inequidad, injusticia, desarticulación, desconfianza, miedo, vulnerabilidades, individualismo, muestra su crisis ante la emergencia sanitaria del Covid-19, un virus que vino a interpelar con fuerza la sustentabilidad y la dignidad con que lo enfrentamos. El virus podrá ser controlado, pero luego de su paso nuestra sociedad ya no puede –ni debe– ser la misma de antes.

Diego Matte: “Ceac TV reconecta y crea audiencias para la música clásica”

Si bien el proyecto del canal web llevaba años incubándose, su lanzamiento en diciembre pasado vino a hacer frente a la crisis social y luego sanitaria del Covid-19. Allí se transmiten semanalmente y en rotativo conciertos y presentaciones de la Orquesta Sinfónica, el Banch, la Camerata Vocal y el Coro Sinfónico. El abogado y director del Centro de Extensión Artística y Cultural de la U. de Chile, Diego Matte, explica los alcances de esta plataforma y describe cómo ha sido para los cuatro elencos artísticos nacionales sobrevivir sin poder contar desde hace un año con su sede, el Teatro Baquedano.

Por Denisse Espinoza

El primer cierre fue logístico. En marzo pasado, el Teatro Universidad de Chile cerró sus puertas debido a los preparativos para la construcción del proyecto Vicuña Mackenna 20, el futuro complejo universitario de esa casa de estudios, que incluye una moderna sala de conciertos. Con el teatro cerrado, el Centro de Extensión de la U. de Chile (Ceac) se quedó sin sede y sus cuatro elencos, la Orquesta Sinfónica de Chile, el Coro Sinfónico, la Camerata vocal y el Ballet Nacional Chileno (Banch), sin escenario para presentarse. Lo que sería una situación temporal se prolongó, primero por el estallido social del 18 de octubre, que concentró sus manifestaciones en Plaza Italia, y ahora por la llegada del Covid-19 a Chile, que tiene a toda la red cultural de salas en ascuas. 

El abogado y director del Ceac, Diego Matte Palacios.

Durante un año, Diego Matte, director del Ceac, ha sorteado cada crisis con ingenio y sin perder la esperanza de poder recuperar el espacio. “Efectivamente, ha sido difícil, veníamos trabajando muy bien con los elencos y es frustrante no poder llevar el ritmo creativo y artístico que queremos, pero también, por otro lado, son momentos históricos y ese trabajo previo y positivo que veníamos haciendo ha rendido frutos ahora para aguantar la crisis. Personalmente, también ha sido agotador intentar reinventarnos, buscar alianzas con otros teatros y soluciones que nos mantengan vivos”, reconoce el abogado, quien fuera antes director del Museo Histórico Nacional entre 2012 y 2014.

En enero, Matte dio a conocer parte de la programación de la orquesta y el ballet, cuerpos que se presentarían en diversos escenarios. El 9 de abril, por ejemplo, el director Francisco Rettig dirigiría el Réquiem de Mozart, uno de los clásicos de Semana Santa, en el Teatro Caupolicán. Este fin de semana, invitado por el Ceac, el célebre pianista Peter Donohoe tocaría el Concierto N°1 de Tchaikovsky en CorpArtes, y por estos días el Banch remontaría Giselle en el Teatro Municipal de las Condes. “Quedó todo cancelado por el Coronavirus y, claro, es difícil reprogramar sobre todo las visitas internacionales. La verdad, estamos reevaluando el programa para volver el segundo semestre, tenemos las alianzas activas y nos ilusionamos con volver al teatro para celebrar algo del año Beethoven”, adelanta Matte.

Lo cierto es que ya en diciembre pasado el centro puso en marcha una de sus grandes apuestas digitales y que en estas semanas se ha vuelto fundamental para sortear el aislamiento producto de la pandemia. Ceac TV es un canal cultural musical que transmite de forma rotativa el registro de los conciertos y puestas en escena de elencos nacionales de los últimos cuatro años, además de las entrevistas del programa radial Con Cierto Oído, que desde 2019 conduce el concertino de la Orquesta Sinfónica, Alberto Dourthé, y que transmite todos los lunes, a las 18 horas, la Radio Universidad de Chile. Y aún más: la idea es sumar eventualmente al canal documentales y películas relacionadas con la música docta y la danza contemporánea. Para la próxima semana, Ceac TV renovará su parrilla con un programa familiar pensando en las vacaciones escolares, adelantadas por el Coronavirus. El repertorio contará con obras como Pedro y el Lobo de Serguei Prokofiev, dirigida por Jorge Rotter, la Sinfonía de los Juguetes de Leopold Mozart y un concierto de Mazapán Sinfónico, con la orquesta dirigida por Francisco Núñez.

La Orquesta Sinfónica de Chile presentando el Réquiem de Mozart, con la dirección de Ola Rudner. Crédito de foto: Ceac.

¿Cómo nace la iniciativa de Ceac TV?

Cuando llegué, hace cuatro años, al Ceac me llamó la atención la existencia de muy pocos registros históricos audiovisuales de los elencos, la mayoría de hace unos 30 o 40 años, pero hasta ahora había un gran vacío. Tampoco había una biblioteca sistematizada con el material, entonces lo que empezamos a hacer fue generar ese archivo. Porque lo cierto es que nosotros generamos mucho contenido, hay semanas en que hacemos dos conciertos, una puesta en escena de danza, se presenta el coro, etc. Desde que empezamos a grabar hasta ahora, tenemos unos 300 grabaciones de conciertos, cerca de 15 programas distintos de ballet y unas 20 presentaciones de conciertos de piano y otros registros del coro y la camerata. Con todo ese material, además del programa de radio Con Cierto Oído, formamos una parrilla programática; no queríamos simplemente colgar archivos a la web como si fuese YouTube, sino que hacer una propuesta cultural que se va renovando cada una o dos semanas.

Aún en marcha blanca, Ceac TV transmite desde las 9 a las 20 horas y para esta Semana Santa, por ejemplo, programó obras como Stabat Mater (1950) del francés Francis Poulenc, el Réquiem (1791) de Mozart y Tierra Sagrada (2018) del autor local Nelson Vinot. Matte cuenta que la idea a futuro es poder transmitir en streaming y todos los viernes desde el Teatro Baquedano, además de ofrecer contenido cultural durante la semana.

En este periodo de cuarentena por la pandemia se han fortalecido los canales digitales y muchos han empezado a impulsar la cultura en Internet de forma gratuita. ¿Te parece que puede ser eventualmente riesgoso profundizar la idea de que la cultura debe ser gratis?

Creo que el riesgo existe, pero yo no le tendría miedo. Hay una falsa sensación de que Internet es exhaustivo, de que allí puedes encontrarlo todo y no es tan así. Google va priorizando las búsquedas según la popularidad de los contenidos, entonces al final los contenidos culturales se van acotando, y cuando tú buscas más especificidad, versiones de calidad no las encuentras, en el caso de las películas es lo mismo: el cine arte queda de forma muy marginal en Internet, de hecho. Por un lado eso, y por otro lado, la experiencia de escuchar un concierto o un disco por Internet es infinitamente distinta a ir al teatro. Asistir al teatro es una experiencia física, intelectual y emocional incomparable. Cuando uno está en el teatro siente las vibraciones de los instrumentos, las cuerdas en las maderas, los bronces. Para nosotros, el Ceac TV nos reconecta con un público que quizás le ha perdido la pista a la orquesta por el tema de la crisis, pero también nos permite crear nueva audiencia para la música clásica. Estas plataformas digitales pueden generar una primera inquietud en un público que luego los lleve a asistir al teatro y esa es la apuesta. Romper con esa idea de que la música docta o la danza es para una elite o es complicada, y poder mostrar lo que verdaderamente hacen nuestros músicos, cantantes y bailarines.

El Banch en escena con Giselle. Contrapunto y revisita, de Mathieu Guilhaumon. Crédito de foto: Ceac.

¿De qué forma este año de crisis que ha vivido el Ceac, alejado de su teatro, ha sido una oportunidad para reformularse?

La prioridad del centro y mi trabajo siempre ha sido generar las condiciones necesarias para que los conjuntos desarrollen su labor artística, poder crear, estrenar obras y presentarse a público. En ese sentido, ha sido complejo, pero la idea siempre ha sido buscar alternativas, adaptarse. Ahora, en cuarentena, simplemente no podemos hacer funciones, pero la vocación de ser una institución cercana a la gente nunca ha cambiado, siempre ha sido esa, desde la política de precio accesible que tenemos hasta el lugar en el que estamos ubicados, en plena Plaza Italia. En este año hemos logrado crear alianzas con otros espacios para seguir tocando y, de hecho, antes de la pandemia hicimos giras internacionales muy importantes e históricas para nuestros elencos. Con la Orquesta Sinfónica fuimos a Lima, se presentaron en el Teatro Nacional de Perú, que es un teatro maravilloso y al que la orquesta hace más de 30 años que no asistía, y también fuimos a Buenos Aires. Aunque parezca increíble, era la primera vez que la orquesta se presentaba en esa ciudad. Tocaron en la sala La Ballena Azul del Centro Cultural Kirchner, que es una maravilla y que es un poco el modelo de sala que queremos lograr acá en términos acústicos. Además, el Banch hizo una histórica gira por cinco ciudades de Francia, con un tremendo éxito, y también estuvimos con ellos en la Bienal de Cali, en Colombia. Entonces, en ese sentido, fue un año super bueno, pero desde la llegada de la pandemia el contexto es otro, más dramático.

En contexto de cuarentena, el ritmo de músicos y bailarines queda suspendido. ¿Cómo se están haciendo cargo de ese problema?

Eso es lo más complejo, porque nuestra prioridad siempre son los artistas y buscar los espacios y las instancias para que se sigan desarrollando. Reunirse a ensayar para una orquesta es vital, al igual que para los coros y los bailarines del Banch; estar parados mucho tiempo les significa un deterioro físico y emocional. Ellos son artistas y necesitan de esa contención emocional también. Como equipo hemos estado preocupados de eso, de monitorear la situación de cada uno, de brindarles apoyo y tranquilidad sobre sus puestos de trabajo, de seguir pendientes de la situación económica de la institución, etc. La verdad es que después de tanto problema que hemos tenido, se ha creado una verdadera hermandad en torno a la desgracia.

Sabemos que el futuro es difícil de predecir, pero ¿qué está proyectando el Ceac en su regreso?

Esperamos en el segundo semestre retomar la celebración de los 250 años del nacimiento de Beethoven, que más bien será el cierre. Nuestra idea es hacer presentaciones masivas y gratuitas, algunas de ellas en espacios públicos de la Novena Sinfonía. Además vamos a transmitir a través del Ceac Tv un ciclo de todas sus sinfonías y haremos conciertos educativos en torno a la figura de Beethoven. En agosto vamos a conmemorar los 60 años de la venida de Igor Stravinsky a Chile, quien estuvo en 1960 tocando y trabajando con nuestra Orquesta Sinfónica. Ese fue uno de los grandes hitos de nuestra institución y existe un registro que queremos editar, acompañado de un seminario sobre la gran influencia que tuvo su visita en el panorama artístico chileno.

Filosofía en emergencia: sólo un punto de partida

Desde que se produjera la expansión del virus Covid-19 a nivel planetario, las reflexiones filosóficas en torno a sus alcances sociales y políticos no tardaron en llegar. Pensadores como el esloveno Slavoj Žižek, el coreano Byung-Chul Han o la estadounidense Judith Butler han dado ya sus primeras impresiones acerca de la pandemia. Sin embargo, la Doctora en Filosofía Política de la U. de Chile, María José López, insta a mirar con cautela estas deliberaciones.

Por María José López Merino

El asombro por lo ocurrido con esta crisis sanitaria mundial ha sido casi tan enorme como el universo de reflexiones y tesis acerca de su significado, causas, consecuencias. Reflexiones que han poblado los diarios y los medios digitales, que, sumadas a un tiempo nacido del encierro en el que hemos tenido días para leer estas ideas, han amplificado su efecto. Pienso, modestamente, que antes de las tesis y los diagnósticos un poco acalorados que declaran desde la muerte de la China comunista hasta la muerte del capitalismo o la llegada de un nuevo holocausto del siglo XXI, es necesario recordar eso que decía Hannah Arendt: la compresión previa, que busca domesticar el acontecimiento histórico nuevo, no es nunca toda la comprensión, sino sólo el punto de partida.

La académica y doctora en Filosofía Política, María José López. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

En el caso de los filósofos y pensadores de la cultura, hay esfuerzos disímiles que vale la pena mirar. Algunos de ellos se reúnen en Sopa de Wuhan (2020), compilación en la que encuentran lugar algunas impresiones, de distinta densidad y alcance, de autores como Slavoj Žižek, Byung Chul-Han,  Judith Butler y David Harvey, entre otros.

Me impresiona el libro por la prontitud de las tesis, la seguridad de los diagnósticos, la radicalidad de las lecturas y conclusiones que sacan. No me siento muy cercana a esta filosofía comentarista inmediata de la actualidad. Cuando la filosofía observa de reojo, con una mirada más lenta que le da cierta desactualidad, encuentra su mayor realismo. 

En esta premura del diagnóstico, el artículo más impresionante es el de Giorgio Agamben, bastante comentado por lo demás, en el que pone en duda la existencia de una real epidemia de proporciones anormales en Italia, y propone la tesis de que para los gobiernos mundiales, “habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas (las restricciones a la libertad y las formas de control) más allá de todos los límites”. Este parece un ejemplo paradigmático de lo que Arendt llamó alguna vez el exceso de teoría, que está en la base de cualquier ideología. Allí donde la realidad no coincide con el marco de ideas previas con las que se la quiere leer –en este caso, “biopolítica”–, es la realidad la que se modifica o se relee para hacerla coincidir, incluso al precio de falsearla.

Otro lugar común que confunde, que viene más bien de la política que de la filosofía, es la metáfora de la guerra. Como dijo Humberto Maturana (La Tercera, 10, 4, 2020) hace pocos días, aquí no hay ninguna guerra contra un virus, porque el virus no es un enemigo ni una entidad inteligente que combatir, de hecho, hay dudas de que esté vivo. Más bien hay un acontecimiento que no pudimos prever y que nos revela una forma de vida y de organización social que sin duda nos pone en peligro.

El filósofo Slajov Žižek afirmó que el Coronavirus es un ataque mortal al capitalismo.

Otra forma de apresuramiento distinta es la que asume Žižek, el filósofo esloveno. Con una grandilocuencia que no es nueva en él, afirma que el Coronavirus es algo así como el ataque mortal al sistema capitalista. Ya nos gustaría a muchos que un virus pudiera hacer algo así. Lo que más bien ha mostrado esta pandemia es la crudeza de un sistema de libre mercado radical, en el que producto de la especulación suben los precios, se despiden masivamente a trabajadores sin respeto por sus derechos laborales, los insumos de salud se vuelven un nuevo campo de ganancias para quienes aprovechan la oportunidad y la salud privada sigue abrazando un negocio lucrativo mientras la salud pública, con enormes dificultades e inequidades, asume gran parte del peso de esta crisis. Llama luego Žižek, con su acostumbrado entusiasmo, a un nuevo comunismo global que reordene el campo de la economía. 

El problema es que nuestras legítimas aspiraciones de transformación emancipadora pueden impedir que veamos la realidad sobre todo, que olvidemos algo que Chul Han advierte a mi juicio con mucho tino en el artículo que incluye en el mismo libro: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución”. Es más, aclara, ojalá luego del virus venga la revolución humana, una que tenemos que hacer nosotros. 

Está claro que la pandemia hace reflotar idearios políticos y morales que en las últimas décadas se han visto fuertemente cuestionados por el avance de un capitalismo neoliberal sin contrapeso, especialmente en nuestro país. En este sentido, ideas como la necesidad de una salud pública, de un Estado fuerte, de unas regulaciones globales a los intereses privados, vuelven a adquirir una vigencia normativa importante. En esta misma línea, se pregunta el artículo de Butler:

El coreano Byung-Chul Han aseguró que ningún virus era capaz de hacer una revolución.

“¿Imagina que la mayoría de la gente piensa que es el mercado el que debería decidir cómo se desarrolla y distribuye la vacuna? ¿Es incluso posible dentro de su mundo insistir en un problema de salud mundial que debería trascender en este momento la racionalidad del mercado?”. 

Así como Butler, impactados por esta crisis, hoy nos vemos en la necesidad de formular la pregunta por la validez de la desigual seguridad que viven los ciudadanos, cuestión que redunda en la recuperación de la discusión sobre los derechos sociales y la necesidad de un Estado fuerte que sea capaz de proteger, pero también de escuchar a sus ciudadanos. 

Estas tremendas desigualdades hoy determinan a quién se va a diagnosticar, tratar a tiempo y adecuadamente, y a quién no, y se expresan en diferencias entre países (Ecuador y Alemania, por ejemplo) y en otras al interior de cada nación.  Concretamente: ¿qué pasará en Chile cuando las camas de cuidados intensivos o los medios para soporte vital no den abasto? Es lo mismo que se preguntan insistentemente distintos expertos. 

“Un aspecto positivo es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible”. 

En este sentido, si bien la pandemia no derroca ningún sistema económico ni político por sí misma, sí pone en evidencia la radiografía de la desigualdad planetaria. En su alcance político, este desnudamiento de una realidad que ya estaba antes del virus puede despertar conciencias y aunar deseos de una ciudadanía planetaria, lo que Butler llama “un deseo colectivo de igualdad radical”.

En la misma línea, del carácter revelador y no transformador de esta pandemia, se instala Harvey, quien considera que todas las formas de discriminación, “maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal”, se hacen evidentes con estas crisis. En este sentido “el Covid-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, género y raza”.

Un aspecto positivo, sin embargo, es la inevitable revalorización de la ciencia, del saber experto y avanzado. Sin él, encontrar una vacuna, evaluar y planificar una contundente respuesta a la pandemia, es y seguirá siendo imposible. 

Pero esta revalorización de la ciencia no deja de hacer evidente que la crisis no se supera sólo con ciencia, con tecnología y saber de punta. Es evidente que la manera en que la superaremos tiene que ver sobre todo con la acción políticas de los Estados y, más incluso, de la asociación de los Estados para instaurar soluciones que sean razonables y justas. En esto me quedo con las palabras de Markus Gabriel, también en la Sopa de Wuhan: “Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica. Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar”. 

Judith Butler, quien estuvo en julio pasado invitada por la U.de Chile, dice que frente a la crisis del virus, se podría despertar una conciencia y un «deseo colectivo de igualdad radical». Crédito de foto: Felipe Poga.

Es interesante ver resurgir la vieja idea del cosmopolitismo ahora sobre bases nuevas: las de una democracia global y con justicia real para todos (como diría Van Parijis), que no nacerá espontáneamente. Serán necesarias la organización ciudadana y la activación de ese mundo en común, que presione a los gobiernos y a las organizaciones mundiales para la obtención de cambios reales. Volviendo a Butler y Harvey, hay un proyecto político y económico de transformación que deberíamos construir en conjunto. Para ello se requieren gobiernos con altura de miras, pero también ciudadanos con voluntad y con capacidad de acción política para impulsar los cambios que garanticen mayores niveles de justicia para nuestras democracias. 

La filosofía puede ayudar en esto a la hora de repensar y reexaminar nuestras formas de vida, las injusticias en las que vivimos y naturalizamos. Hay mucho que pensar y mucho que construir políticamente después de esta crisis para reconducir nuestro proyecto político hacia una democracia verdadera en la que todos tengamos espacio.