A la sombra del museo

Es posible imaginar museos y centros culturales como árboles estables, sólidos y frondosos, que aun expuestos a la falta de riego resisten a la obsolescencia. Sin embargo, la poca atención deteriora sus tejidos y, con ello, la posibilidad de imaginar y crear un futuro distinto.

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Entretención en un pispás

Revista Guarisapo nº5 (2012), de Hueders+Focus. Muchos de quienes crecimos con revistas infantiles hace un par de décadas recordamos ese formato con nostalgia, en parte, porque hace rato que en Chile dejaron de imprimirse publicaciones orientadas a niños y niñas. Así fue hasta 2020, en que la consultora Focus y la editorial Hueders —dueña de un catálogo notable de libros infantiles— se aventuraron con Guarisapo, medio orientado a lectores de entre 4 y 7 años, quienes encuentran en sus páginas una buena dosis de entretención y material educativo. Las aventuras de Pis y Pas —un androide mal hecho que busca su fábrica de origen y una perra quiltra adicta a los sinónimos— permiten recorrer distintos rincones de Chile y sus culturas; mientras que El llamado de la selva, un diario de animales, revela detalles de la vida de especies que habitan a lo largo del país y de Sudamérica. Experimentos, cuentos, manualidades y juegos permiten a niños y niñas conocer más sobre pueblos originarios, cambio climático, reciclaje, cine e incluso hasta sobre sus propias emociones. Lo mejor: que está pensada para que tanto niños como adultos se entretengan leyendo. Un lujo. —Evelyn Erlij. Guarisapo, de Focus + Hueders. En: https://tienda.hueders.cl 

Sátira al multiverso

Película Todo en todas partes al mismo tiempo (2022), de Dan Kwan y Daniel Scheinert. En un circuito dominado por las grandes producciones de acción y superhéroes, los directores Dan Kwan y Daniel Scheinert, apodados The Daniels, llegaron a despeinar la industria del cine con la extraña y delirante Todo en todas partes al mismo tiempo, su segunda película luego de Un cadáver para sobrevivir (2016). Evelyn (Michelle Yeoh) es una inmigrante china en Estados Unidos quien, en medio de una crisis familiar y una auditoría del servicio de impuestos a su negocio, es contactada por seres de otra dimensión, quienes le anuncian que es la única que puede salvar al mundo de una catástrofe. Esta premisa, cliché de tantas películas, es el punto de partida para entrar en un multiverso vertiginoso y muchas veces absurdo, en una propuesta que difiere radicalmente de las producciones estadounidenses a las que estamos acostumbrados. The Daniels derrochan creatividad en un filme que mezcla ciencia ficción, artes marciales y drama familiar, y que, a pesar de lo desconcertante que puede ser, es un respiro en la oferta cinematográfica actual. —Sofía Brinck.

Memoria y justicia

LibroRompiendo el silencio de niñas, niños y adolescentes ejecutados políticas durante la dictadura cívico-militar: 1973-1990 (2022), de Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos. Rompiendo el silencio de niñas, niños y adolescentes ejecutados políticos durante la dictadura cívico-militar rescata 205 historias de quienes, a pesar de su corta edad, figuran en la lista de víctimas de uno de los períodos más oscuros de Chile. Relatos, poemas, ilustraciones y fotos reconstruyen las vidas de jóvenes como Juan Fernando Aravena Mejías, quien a los 16 años, durante la Octava Jornada de Protesta Nacional, fue golpeado por policías, muriendo tres días más tarde. O de Magla Evelyn Ayala Henríquez, quien falleció con tan solo dos años, luego de recibir un impacto de bala por parte de agentes del Estado. Para reconstruir cada caso, se tomó material del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, del Informe de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y del archivo de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, organismo que editó esta publicación, realizada junto con la Cátedra de Derechos Humanos de la U. de Chile. Este libro es un ejercicio de memoria esencial para hacer justicia. —Monserrat Lorca.

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Jane Campion en su mejor territorio

Pelicula El poder del perro (2021), de Jane Campion. En medio de una sobreoferta de plataformas y producciones audiovisuales, cuesta encontrar películas cuya preocupación vaya más allá del plot sorpresa o del tema humanitario. El caso de Jane Campion no es menor, directora neozelandesa ganadora del Oscar 2022 y primera mujer en obtener la Palma de Oro en Cannes por La lección de piano (1993), quien ha logrado hacerse un espacio en la industria desde una mirada feminista y autoral, ingresando incluso a las series con la magnífica Top of The Lake. Con su último trabajo, El poder del perro, vuelve a su mejor territorio: abordar un género en este caso, el westernpara torcerlo, relaciones de poder en la escala afectiva, solidaridades silenciosas y, particularmente, un tono subjetivo donde el paisaje y la fotografía cobran preponderancia. —Iván Pinto.

Por una genealogía feminista

Libro Mujeres y economía (2022), de Charlotte Perkins Gilman. Alquimia Ediciones.   Después de dar a luz, la estadounidense Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) recibió un tratamiento curioso para lo que hoy se conoce como depresión posparto: debía abandonar todo instinto artístico y volcarse a la vida doméstica. El trabajo intelectual era dañino, le dijo su neurólogo, pero por suerte la escritora se rebeló. Así nació su famoso cuento El tapiz amarillo (1892) y comenzó una carrera literaria que solo hace algunas décadas fue puesta en valor. Su ensayo Mujeres y economía. Un estudio de las relaciones económicas entre hombres y mujeres como factor en la evolución social, recién llegado a librerías chilenas, es un texto esencial para entender la lucha de las que ella llama “las mujeres pensantes”, feministas del siglo XIX que pelearon por eliminar las condiciones arbitrarias que mantenían a las mujeres sin voz ni poder. Una mujer que no “sirve para el sexo” o el servicio doméstico —alega la autora en 1898— es vista como “una humana fracasada”. Cuánto han cambiado las cosas desde entonces es una de las preguntas que queda al cerrar este libro fundamental. —Evelyn Erlij.

Una herida abierta

ExhibiciónTrig Metawe Kura, en el Palacio Pereira. Hasta el 29 de mayo. Descolonizar los espacios institucionales del arte se ha convertido en una de las misiones del artista y cineasta de origen mapuche Francisco Huichaqueo, desde que en 2016 interviniera la colección del Museo Arqueológico de Santiago con su proyecto Wenu Pelon. Ahora vuelve a hacerlo en el Palacio Pereira, donde funciona el gabinete de la ministra de las Culturas, y cuyo espacio se ha abierto al público con nuevas salas para las artes visuales. Entre las exposiciones con las que debuta, destaca la conmovedora puesta en escena Trig Metawe Kura, en la que Huichaqueo toma prestadas piezas originales de museos y colecciones privadas y las instala en un paisaje híbrido, a modo de ritual, tensionando símbolos mapuche ancestrales con videos grabados en territorios del Wallmapu entre 2015 y 2021. A través de un cántaro de piedra roto, objeto protagónico de la muestra, el artista representa la herida abierta de una colonización que no acaba y por la que se cuela el pasado, pero también el presente de un pueblo que está lejos de ser una pieza de museo. Por el contrario, sigue luchando por reivindicar su lugar y no perderse dentro de la nación huinca. —Denisse Espinoza.

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El hada del cine

Libro Memorias 1873-1968 (2021), de Alice Guy. Editorial Banda Propia. Ha tomado siglos hacerle justicia a las mujeres olvidadas de la historia, pero por suerte nunca es tarde. Se ha dicho que los Lumière inventaron el cinematógrafo y que Méliès creó el lenguaje del cine, pero ese día de 1895, cuando aquel aparato fue exhibido, en el público había una joven que pronto haría magia con él. Se trataba de Alice Guy, secretaria de Gaumont, quien pidió permiso para usar la máquina y así dar vida a El hada de los repollos (1896), una de las primeras películas que se conocen. Guy filmó más de mil piezas, dirigió películas cuando aún no existía el voto femenino en Francia y en Estados Unidos fue la primera y única mujer en diseñar y dirigir su propio estudio de cine, cuenta Tiziana Panizza en el prólogo de Memorias 1873-1968, texto que vio la luz luego de la muerte de la creadora francesa. Solo hace algunas décadas su nombre fue reinstalado en la historia del cine, y este libro, publicado en una bella edición por la editorial Banda Propia, desempolva su nombre y la instala en el lugar que le corresponde: el de la primera cineasta y el de una mujer revolucionaria que creó en el cine el espacio de libertad que la sociedad le negó. —Evelyn Erlij.

Nostalgia y desapego

Exposición Geometría emocional, en MAC Quinta Normal. Hasta el 22 de enero de 2022.   Huacherías fue una serie de exposiciones realizadas entre 2015 y 2017 por Juan Castillo (1952), en las que indagó en las vivencias, frustraciones y anhelos de migrantes, material que usó para sus obras visuales. Ahora, en Geometría emocional, el artista toca una fibra más personal: las historias de exiliados chilenos que, como él, se instalaron en Suecia tras el golpe de Estado. El artista, exintegrante del grupo CADA, convierte las doce entrevistas en pinturas, videos e intervenciones en el espacio público. Usa té y harina, materiales vinculados a su infancia en las salitreras, para escribir las frases con que los exiliados responden a la pregunta “¿Qué piensas cuando piensas en Chile?”. Son relatos que despiden nostalgia, tristeza y desapego; sentimientos que llegan a su clímax cuando se muestran los videos con las entrevistas completas. En un momento en que abundan los discursos de odio, Castillo nos recuerda que la identidad puede estar marcada por los devenires geográficos y no por el invento de las nacionalidades; que en los años más oscuros del país, miles de chilenos se volvieron inmigrantes y nunca más dejaron de serlo. —Denisse Espinoza.

Pensar la realidad local

LibroUniversidad pública, crisis y democracia (2021). Varios autores. Editorial Universitaria/Vexcom U. de Chile. Universidad pública, crisis y democracia es el libro que inaugura la colección Universidad, ideas y debates, de Editorial Universitaria y la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile, a través de la que se busca ofrecer una discusión, en el contexto actual de crisis y definiciones políticas, sobre el rol de la universidad pública en la promoción y acompañamiento de las transformaciones que enfrenta nuestra sociedad. Tomando como punto de partida las movilizaciones sociales de 2019 y las expectativas sobre el trabajo de la Convención Constitucional, esta compilación reúne miradas de reputados autores, autoras e intelectuales chilenos para analizar los cambios desde la universidad pública en ámbitos que abarcan la educación, la cultura, la sociología, las ciencias y más. Premios Nacionales como María Olivia Mönckeberg, María Cecilia Hidalgo y Manuel Antonio Garretón, y renombrados intelectuales como Carlos Ruiz Encina, Claudia Zapata, Alejandra Castillo y Federico Galende, entre muchos otros, entregan un panorama de la realidad chilena que pone a la educación pública como centro y al debate de ideas como la piedra angular. —Jennifer Abate.

Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

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Grínor Rojo: ¿Hay esperanzas para la razón sin lugar para la cultura?

Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Por Grínor Rojo

En una conferencia para un congreso sobre “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, que tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016, el intelectual boliviano Álvaro García Linera, todavía en aquel entonces vicepresidente de su país y quien sin duda es una de las inteligencias más perspicaces en la izquierda latinoamericana de hoy, reconoció que “las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto ‘fin de ciclo’ que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente”. De parte del vicepresidente García Linera, esa era una suerte de autocrítica, y en ella un lugar destacado lo ocupaba su reproche al escaso interés del izquierdismo por la función de la cultura, no obstante ser esta el “escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas”, pues los “los significantes y representaciones simbólicas son los ‘ladrillos’ sociales con que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etcétera”. Su conclusión:

“el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no sólo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas”.

Yo no puedo menos que manifestar mi acuerdo con él. Hace tiempo, mucho en realidad, que vengo argumentando que los humanos no tenemos acceso a la realidad como tal, que la realidad nos es incognoscible en sí misma, que la única manera en que podemos establecer contacto con ella, conocerla, cuidarla, preservarla o cambiarla, es a través de la cultura. O, dicho más precisamente, que la cultura es el único medio con que contamos para, a partir de ella, actuar en el mundo que nos rodea.

Grínor Rojo. Ilustración de Fabián Rivas.

Si esto es así, si como yo pienso no existe un “orden natural” del universo cuya perfección la ciencia tendría que mapear o, peor aún, en el que tenemos que creer —peor aún, en este caso, porque no poseemos constancia alguna de la entidad del objeto de nuestras creencias—, sólo nos queda disponible nuestra razón. Quiero decir con esto que la verdad no es una estación de llegada, sino un paradero más en el viaje interminable de nuestra razón y que, siendo esta un patrimonio común de la especie, las diferentes culturas, que son las diferentes interpretaciones de lo verdadero a cuyo servicio se habrá puesto la razón, necesitan confrontarse, pero no para hallar así el calce exacto del intellectus (es decir el universal inexistente) con la res (la cosa inaccesible como lo que es), menos todavía para dialogar y zurcir soluciones de consenso, sino para acceder al máximo de verdad al que podemos aspirar los seres humanos de una cierta época para resolver nuestros problemas. Por ejemplo, la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro como adversario e incluso como un enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas son problemas reales y acuciantes en el Chile de hoy y nadie que esté en su sano juicio osaría a negarlo. ¿Por qué entonces no aplicamos el mismo criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional?

Por eso, porque yo siento que la razón es un patrimonio de la especie, disponible para todos quienes la integramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persuasivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor.

En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un ornamento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimientos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectáculo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros.

Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y hasta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspectiva como esta a mí me parece contradictorio.

La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que constituyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edificio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del quehacer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto valor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”.

Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “deberes” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en propietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano).

Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuenta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad.

Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últimas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas.

Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Linera y la mía. García Linera reconoce la importancia “primordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que cuenta además con un poderosísimo aparato para convertirla en materia de “sentido común” y para de ese modo difundirla y hacer que el resto de los ciudadanos participe de ella (a través de los medios de comunicación, universidades, etcétera. En otra parte, yo he escrito que la derecha contemporánea apoya su dominio cada vez menos en el ejercicio de la fuerza bruta y cada vez más en lo que Pierre Bourdieu caracterizó como “violencia simbólica”).

Ahora bien, estando yo de acuerdo con García Linera, debo observarle que todos (y todas), y no sólo los/las de la derecha, andamos con nuestra cultura en el cuerpo. Que no existe un ser humano que esté desprovisto de ella, que el instrumento transversal y más útil mediante el que esa cultura se moviliza es nuestra razón y que esa razón puede y debe entrar en un debate de verdades con la razón de los otros. Si nos encontramos con que los resultados de ese debate se corresponden bien con lo que los tiempos demandan, si al cotejar lo que nosotros pensamos con lo que piensan nuestros pares conseguimos que de ello emerja una idea del mundo preferible a la que actualmente nos rige, le habremos dado un palo al gato.

Y eso significa que la cultura no es un ornamento, pero que tampoco es una más entre las varias dimensiones del quehacer humano —como la economía, la política o el orden societario—, sino que ninguna de esas dimensiones (o de otras, la de la ciencia sin ir más lejos) es visible, ni menos aún comprensible, sin su intervención. La cultura es más que ellas o mejor dicho las precede, porque es la que define, clasifica y deslinda, es la que les pone sus nombres a los seres y las cosas, la que orienta en definitiva nuestras acciones. La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían. Por su parte, la razón es el vehículo para procesarla, exponerla y defenderla, el que nos permite construirnos y reconstruirnos día tras día con el fin de percibirnos a nosotros mismos y de infundirle sentido a una exterioridad que no lo tiene por sí sola.

Finalmente, en mi opinión nuestra convención constitucional (¿por qué ese miedo estreñido a nombrarla por su nombre verdadero y a hablar de una vez por todas de asamblea constituyente?), esa que los chilenos tenemos ahora ad portas, debiera ser un lugar donde esto que acabo de escribir se tomara en serio. Yo la veo, por lo tanto, como una asamblea que tiene que empezar reconociéndose a sí misma como el locus de un cruce de culturas, como un campo para la coexistencia pero también para la disputa, dentro del cual las que se miden son las verdades respectivas, argumentadas siempre en su mérito, con independencia, sin la intromisión de intereses y poderes espurios. Que haya cultura en la asamblea constituyente no significa entonces que los teatristas van a ir ahí a darles sus obras a los asambleístas, ni los poetas a asestarles sus poemas, ni los pintores a colgar sus cuadros en el recinto escogido (lo que por lo demás podría hacerles harto bien), sino que significa que ese es el sitio por excelencia donde los chilenos debiéramos encontrarnos todos con todos (estemos o no presentes in corpore) y donde lo que ha de primar es el ejercicio del discernimiento, en unas discusiones donde tendrán que exponerse y lidiar razones múltiples y heterogéneas, sin miedo de las diferencias, a veces con dureza, pero sin excomulgarse las unas a otras (no es equivalente la dureza intelectual a la agresión de palabra o peor), sino enriqueciéndose a través del contacto.

Quizás de esa manera es como van a lograr pensarse y escribirse los artículos principales del texto fundacional de otro Chile, en el que la sinrazón de la competencia salvaje, la desigualdad aberrante, el otro adversario o enemigo, el racismo, el clasismo, el culto obsceno del dinero y el desencanto con las instituciones democráticas (malas, pero no se han inventado hasta ahora unas que sean superiores) no tengan la oportunidad de volver a empoderarse. Y el orden social que de ahí emerja tampoco va a ser un orden eterno, durará hasta que otros ciudadanos, con otras razones, ojalá mejores que las nuestras, manifiesten su descontento y decidan que de nuevo ha sonado la campana del cambio.

La cultura chilena: cincuenta años

En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad.

Por Grínor Rojo

Salvador Allende asumió sus funciones como presidente de Chile el 4 de noviembre de 1970 y, al contrario de lo que muchos creíamos entonces, su mandato no traía consigo el comienzo de un nuevo período de la historia nacional, sino el estiramiento hasta el máximo de lo que él podía dar de un período previo y más largo. Estoy pensando en nuestra segunda modernidad, la que se inauguró en los años veinte del siglo pasado y cuyo gran proyecto cultural consistió en la instalación en Chile de una conciencia democrática y democratizadora que, sin perjuicio de inflexiones y debilidades múltiples (no son lo mismo el populismo del viejo Alessandri, el socialismo democrático de Pedro Aguirre Cerda, el macarthysmo de González Videla, el neofascismo de Ibáñez, el protoneoliberalismo de Jorge Alessandri y la “revolución en libertad” de Frei Montalva), se mantuvo en pie hasta el 11 de septiembre de 1973.

Grínor Rojo, ensayista, crítico literario y profesor titular del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile.

Mientras no puso en cuestión su dominio, la oligarquía de nuestro país toleró la existencia y aspiraciones de semejante proyecto democratizador. Una demostración de esa anuencia reticente fue la reforma agraria “de macetero” que implementó Jorge Alessandri, a principios de los años sesenta, sin el más mínimo entusiasmo y picaneado por la kennedyana Alianza para el Progreso. Pero, cuando la oligarquía chilena sintió que el proyecto se expandía más allá de lo presupuestado, que eso hacía peligrar sus intereses, que las invasiones bárbaras estaban poniendo su perpetuación en jaque, se reconstituyó rápidamente y reaccionó de la manera que todos sabemos: haciendo trenza con el imperialismo, sacando a los militares a la calle y sumergiendo al país en diecisiete años de tinieblas.

En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad. La solidaridad y la colaboración se concretaron durante el trienio de Allende, facilitándose el acceso de los ciudadanos a los bienes de todo orden (bienes materiales, alimentación, casa, abrigo, pero también bienes no materiales, como la educación formal y la no formal o la frecuentación liberada para todos los centros de cultura, teatros, museos, bibliotecas, etcétera), así como mediante la promoción de un trato respetuoso entre las personas en el ámbito de su vida cotidiana. Me refiero al trato que yo entablo con un otro que difiere de mí, a quien yo le reconozco su identidad como la de un otro legítimo, pero que en derechos no es diferente de mí y con el que debo y puedo relacionarme horizontalmente. El espíritu crítico, por su parte, estimuló el discernimiento y la discrepancia razonada, por lo que no estar de acuerdo con las opiniones políticas del otro que no era como uno no sólo resultaba posible, sino bienvenido. E incluso era aceptable no estar de acuerdo y manifestarlo con dureza, pero siempre racionalmente y sin por eso convertir al adversario en enemigo. La Unidad Popular no persiguió a nadie por su pensamiento, no cerró ningún periódico, no calló ninguna boca.

A propósito de las prácticas en que cuajó este proyecto cultural, se suelen mencionar la nueva canción, el nuevo teatro, el nuevo cine, los murales callejeros y el involucramiento generoso de las mujeres y los jóvenes en las diferentes iniciativas. Las feministas, pensando, proponiendo y actuando como no lo habían hecho desde los tiempos de su lucha por los derechos políticos. Los jóvenes, sintiendo que su rebeldía estaba amarrada a la emancipación de los más.

Pero los que vivimos esa época sabemos que en realidad fue el libro (y, en general, la letra) el vehículo por excelencia de aquel afán de lucidez. Era una vieja tradición de la izquierda chilena, que entonces renacía y gloriosamente; una tradición que había apostado cincuenta años atrás, en los tiempos de Recabarren y El Despertar de los Tabajadores, a los beneficios de la lectura y la escritura. Me acuerdo muy bien de los pasajeros en la micro, sacando el libro o la revista o el periódico de algún bolsillo de la chaqueta, desarrugándolo y haciendo equilibrios para poderlo leer. Ello explica que uno de los logros espectaculares de aquel período haya sido la Editorial Quimantú, que publicó 12.000.093 libros con 247 títulos distintos en poco más de dos años y de los cuales, cuando se produce el golpe de Estado, se habían vendido 11.164.000, casi todos en los quioscos de periódicos y a un precio que cualquier trabajador podía permitirse. Nunca se había visto un éxito de ventas semejante en la historia editorial de Chile y tampoco se ha vuelto a ver después.

El gobierno de Augusto Pinochet echó en el tacho de la basura los dos principios filosóficos que constituían el alma de la cultura chilena hasta ese momento. Desechó el universalismo y la autonomía del sujeto, porque como un asunto de principio ese era un gobierno que descreía tanto del uno como de la otra. Por consiguiente, despreció la solidaridad, la colaboración y el espíritu crítico, e introdujo en cambio la competencia sin restricciones junto con el disciplinarismo autoritario. El disciplinarismo autoritario apuntalando esta vez el desenfreno de los mercaderes.

Así fue como la dictadura pinochetista impulsó la figura del otro como un competidor al que debo y puedo anular y vencer. Que ganara el “más mejor”, fue lo que se dijo, copiando la sentencia meritocrática del futbolista Leonel Sánchez, aunque el más mejor fuese en este caso sólo aquel a quien los nuevos dueños del poder le habían entregado los instrumentos para serlo.

La diferencia se convirtió en jerarquía y el universalismo en uniformidad. En un lado se ubicaban los jefes, que eran los superiores por la gracia divina y a los que si uno quería evitarse problemas era conveniente obedecerles, y en el otro se ubicaban los subordinados, los inferiores, también por la gracia divina, que eran los que obedecían y a quienes se apiñó en una masa indistinta. Por ejemplo, dejaron de existir en Chile los indios, sólo había chilenos. Un decreto de Pinochet, el 2.568, de 1979, prácticamente los ¡abolió!, autorizando la división de las tierras de las comunidades, “liberalizándolos” y “chilenizándolos”.

«El gobierno de Augusto Pinochet echó en el tacho de la basura los dos principios filosóficos que constituían el alma de la cultura chilena hasta ese momento. Desechó el universalismo y la autonomía del sujeto, porque como un asunto de principio ese era un gobierno que descreía tanto del uno como de la otra».

Resultados principales de esa gestión autoritaria: i) una sociedad desigual y segregada, lo que se materializó topográficamente en un apartheid urbano, de espacios para ricos y espacios para pobres,cuyo rigor habrían envidiado los supremacistas blancos de Sudáfrica; ii) una educación mejor para unos y peor para otros. Chile se transformó en el paraíso de la educación privada: colegios particulares pagados enteramente, que eran los de primera clase, para los ricos; colegios particulares subvencionados, pagados parcialmente, los de segunda clase, para aquellos que no eran ricos pero tenían todas las intenciones de serlo; y colegios públicos gratuitos, los de tercera clase, para los pobres de solemnidad. Con esto la educación pública chilena retrocedió en proporción inversa y a expensas del avance de la educación privada, hasta el nivel de su casi liquidación, es decir hasta un nivel en el que ciertos colegios públicos, que habían sido el orgullo de Chile, se desintegraron y, lo que es aún peor, que siguieron desintegrándose después, porque la verdad es que no hemos salido de ese estado de cosas hasta el día de hoy. No olvidemos, además, en este renglón, que con la misma lógica la dictadura intentó cerrar la Universidad de Chile y que sólo la respuesta airada y unánime de su comunidad impidió que ello ocurriera; iii) la instalación de un aparato de control de la cultura crítica, y estoy aludiendo ahora a la censura directa e indirecta; iv) el sospechoso regocijo de los desfiles militares, del folklore oligárquico, de los saludos a la bandera y de una canción nacional a la que se le repusieron versos alusivos a los “valientes soldados de Chile”; y v) una cotidianeidad caracterizada por la hostilidad y la agresión.

En cultura, como en todo lo demás, la postdictadura ha mantenido, y no pocas veces ha profundizado, lo obrado por la dictadura, aunque debe reconocerse que morigerándolo para hacerlo palatable a la “gente” (una palabra sanitizada, que sustituyó a la palabra “pueblo”, que era el término que empleábamos hasta 1973 para estos propósitos… otra sustitución significativa con la que se mal sinonimiza lo que no se quiere nombrar con su nombre propio). Por ejemplo: la segregación social se mantiene contemporáneamente incólume, como una expresión clara y concreta de la desigualdad, entre ricos y pobres, blancos e indios, caballeros y rotos, señoras y chinas. Y en esas condiciones no es raro que se haya continuado en la postdictadura con el predominio de la educación privada, tanto en cantidad como en calidad. Los colegios privados tienen hoy día más alumnos que los públicos e incluso más de los que tenían en 1990. En 2017, en la media, 370.627 en la educación pública frente a 519.207 en la particular subvencionada y 81.725 en la particular pagada. También el número de estudiantes en la educación superior pública es minoritario. Y los mejores resultados en las pruebas para entrar a la universidad los obtienen los/las egresados/as de la media que salen de los colegios particulares pagados.

Pero también es cierto que la censura desapareció o, mejor dicho, que sus funciones han sido trasladadas y confiadas al ejercicio de un supuesto “sentido común”, que no es otro que el que difunde una nube espesa de banalidad, la que secretan los medios, sobre todo, y que algunos políticos suelen hacer suya, ya que para sus propósitos funciona de perlas. Asisten, por ejemplo, esos representantes de nuestros deseos, rebosantes de complacencia, a los “matinales” de la televisión, donde su política se codea con la de los “rostros”, las bataclanas y los futbolistas mientras se deleitan todos juntos con los sabores del chisme.

El hecho es que hoy no hay censura formal en nuestro país, que eso es verdad y hay que agradecerlo, pero no menos verdad es que el pensamiento crítico tiene serios problemas para darse a conocer, porque aquellos que tendrían que abrirle camino -los controladores de la prensa, de los canales de televisión, de las radios, de las editoriales, del Ministerio de las Culturas, entre otros-, no lo hacen, argumentando no tanto el distanciamiento que ellos tienen respecto de la crítica en general, que lo tienen en efecto, como el desinterés de la “gente” por tales contenidos. Un buen ejemplo es el canal estatal de televisión, que opera de la misma manera en que operan los canales privados, sólo que lo hace peor y sobrevive por eso en un déficit interminable y que los contribuyentes tenemos que ayudar a paliar cada dos o tres años. Han optado quienes dirigen ese canal por la cultura light de la farándula, una estrategia comercial que, según declaran, les asegura un rating competitivo. Que eso no es cierto, a todos nos consta. Un ente público compitiendo en un contexto capitalista con un ente privado no puede ganar.

Finalmente, anoto aquí que en el cotidiano actual continúan presentes (la realidad es que se han incrementado) la hostilidad y la agresión, en ocasiones hasta niveles apenas tolerables. Que las autoridades de turno prometan entonces combatir la “violencia” imperante en el país no es más que un parloteo hipócrita. Vivimos en una sociedad que es estructuralmente violenta y esas autoridades, que hablan fuerte y golpean la mesa, tienen, si es que no toda, una parte sustancial de la culpa.

* Texto presentado en el simposio “50 años: Unidad Popular, un pasado lleno de futuro”, en la Universidad de Chile, el 3 de noviembre de 2020.