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Umbral

Por Elvira Hernández

Envueltos a cada instante en palabras, nos olvidamos de ellas como si el lenguaje no fuera la casa que nos hospeda y nos define como seres humanos. Hablar se hace entonces una mecánica costumbre, y las palabras, en vez de obtener el relieve que se merecen, las borramos o las sumimos en la mendacidad. Es el vaciamiento que acontece también con la expresión “la casa de todos”, una imagen acuñada para el albergue del debate democrático primero, y marco de convivencia posterior —garantista de los derechos de minorías y mayorías— y así dar salida a la crisis social y política de nuestro país: un proyecto de nueva Constitución. Pronto, por el uso reiterado y la prisa del habla, fue una frase gastada —la casa de nadie— hasta hacerla ajena a nosotros, la ciudadanía. ¿Cómo volver al momento inicial en que la imagen requiere que se la aquilate?

Nadie podría tener mejor comprensión de la imagen alojada en la palabra concreta de casa que la mujer, confinada en el tiempo entre cuatro paredes, aunque hogareñas; sin poder participar de la noción abstracta de casa, que es el espacio público y sus instituciones. Bajo este nuevo techo —el texto constitucional que se levanta, hay que decirlo, como una exigencia de autoconstrucción de la ciudadanía—, la mujer avanza en derechos humanos, se le consagran libertades individuales y, sobre todo, ve acentuar en la proximidad su práctica política, donde la perspectiva de género adquiere posibilidades.

No es baladí que la imagen de la casa se encuentre sosteniendo también las palabras ecología y economía que derivan del griego oikos, casa. Así, podríamos decir que, con las casas pareadas de la palabra, la ecología, la economía y la constitución política del Estado nos asomamos a la realidad mestiza de Chile, donde tenemos que poner los pies con firmeza. No atemorizarnos frente al mapudungun, un idioma que le ha dado carácter y raíces al castellano de Chile, pero que proscribimos. Cuando Elisa Loncon le dirige la palabra al país, haciendo uso parcial de su lengua de nacimiento, adviene, en efecto, un momento refundacional para el país; el único genuino —antes que al vocablo se lo salpicara sobre múltiples hechos y lo volvieran espurio en su intencionalidad— y de emocionante simbolismo. Un momento de reconstitución del país y no de separatismo, pues pone en el lugar usurpado el fundamento faltante —para nivelar la construcción de “la casa de todos”—: el cimiento de los pueblos originarios, nunca reconocidos; velados en la identidad chilena nuestra, y que permite corregir una de las muchas desigualdades chilenas. Un acto reivindicatorio que no le da carácter de constitución indigenista. No todas las refundaciones son absolutas —ni sobrevienen a cada rato de manera insignificante—, y esta no lo es. Es el puntal que faltaba en justicia. 

Un hecho lingüístico, un discurso —no un “palabrazo”, como dicen en el campo— que se realiza con excelencia. En una palabra se descongela el tiempo histórico y volvemos al siglo XIX, a los años en que se hablaba de civilización y barbarie —el cuadro ideológico de la época— bajo influjo europeo. Donde el Partido de la Civilización manejaba la tesis de que la unidad nacional se organizaba en la medida que la gran nación desorganizara a las menores y absorbiese sus restos. Es claro que el pueblo mapuche resistió su muerte. Y el transcurso del tiempo ha dado evidencias de que la barbarie no se encontraba donde enfáticamente se la señaló. 

Incluso, mucho antes, el abate Molina, sabedor ya de antropología europea, y temeroso de racismo, pregonaba: “Confesemos, que todas las naciones, sean americanas, europeas o asiáticas, han sido semejantísimas en el estado salvaje, del cual ninguna ha tenido el privilejio de eximirse”. Y agregar, para no olvidarse del mito de la blancura que nunca deja de resucitar, que España dudaba si era cola de Europa o cabeza cercenada de África.

Hoy estamos —con el proyecto de nueva Constitución— ante un escenario de reedificación del país respaldado por nuevas ideas. Con derechos humanos, con mayor autonomía para que los pueblos originarios puedan proseguir con el curso organizado de sus sociedades y acervos. Hoy, mañana, podrían tener presente y futuro; son sociedades vivas que no se las puede confinar en un museo. Es, entonces, tarea del país reunir las partes dispersas y reprimidas del todo, marcadas por una historia pasada cruenta para estos pueblos, y que como chilenos nos tiene que avergonzar. Las políticas de reparación se vuelven urgentes. Nada fácil, por su complejidad, no exenta de enormes contradicciones. Sin embargo, estamos ante la mejor circunstancia política para enmendar pasos, porque hay una valoración de la riqueza de gentes que puebla el país y que nos habilita para estos cambios. En eso no hay debilidad ni se nos disgrega; permite dar un salto adelante hacia otra historia. Pero requiere diálogo, y que se pueda seguir legislando al respecto. “La casa de todos” necesita completar la obra gruesa, proseguir con las terminaciones y el amoblar.          

El principio de plurinacionalidad nos convoca en igualdad como pueblos a construir, en democracia, un Estado social de derechos. Es, este principio, en su particularidad, una pieza jurídico-política que tenemos que dimensionar, discutir, habitar; saber si nos está quedando grande o chica. Esforzarnos para que entronque con nuestra historia, se amalgame con nuestras costumbres más que con la creencia en una eficacia conseguida por países de otras latitudes. Hay que evitar el exceso de copia y confiar en una experiencia a la que no se puede renunciar. Nuestras tradiciones no son estáticas, no se las puede inmovilizar; para seguir viviendo en ellas tenemos que darles continuidad, lo que implica ser críticos en un trabajo de autoconstrucción comunitaria permanente. 

Como chilenos no estamos acostumbrados a movilizaciones ciudadanas deliberativas —las movilizaciones las hemos reducido a las marchas callejeras—; el debate nos incomoda y los procesos nos desasosiegan. Queremos ver productos terminados. Son los años de dictadura y falta de educación cívica. Sin embargo, tenemos tareas ciudadanas. Muchas. Por el momento, oírnos y entendernos antes de proceder a la interpretación. Es legítimo que las palabras estén en boca de quienes las acuñaron, antes de apropiárnoslas. Que se examine cuánto de coincidencia o discrepancia hay, correspondencia o disyuntiva, antagonismo o concordancia entre küme mongen, alli kausay, por ejemplo, y otras formas de vivir bien, dichas en otras lenguas ancestrales de este territorio. Sería una fragua cultural mayor en nuestra construcción comunitaria. Un momento de tocar tierra local en época de globalización.

Para eso hay que cruzar el umbral, entrar a “la casa de todos”, que no es el paraíso de la hermandad sino el amparo y la protección donde en democracia se resuelven querellas, luchas o desavenencias y se avanza. Es construcción que se sigue levantando, haciéndose visible. Por cierto, atrae temores: que esta no resista, que esté sobreedificada. También hay otro, que es casi destino, derrumbamiento atávico y tragedia de los pueblos latinoamericanos: abandonar las obras a medio terminar. De aquello, hay ejemplos notorios: hospitales, astilleros, puertos, líneas férreas, pueblos abandonados… El esfuerzo, entonces, es cruzar el umbral, no pasar al living, quizás, sino a la sala de estar, donde sea posible hablar, es decir, ser. Y algo más, como pedían las abuelas: por favor, no arrastrar al interior, mugre con los pies.