Aliocha de la Sotta pone en escena hasta el 22 de junio una obra en la que enfrenta a la Nobel chilena con una feminista del futuro. De ese modo, sitúa su obra y su intimidad en un terreno poco explorado hasta ahora: el de la sexualidad y el género. La académica Soledad Falabella critica el montaje tanto desde el género como desde los estudios mistralianos. “Hay un cuidadoso y valioso trabajo de investigación que a veces cae en estereotipos que no se ajustan al discurso de Mistral”, advierte.
Por Soledad Falabella | Fotografía: Patricio Melo-GAM
Mistral, Gabriela (1945), dirigida por Aliocha de la Sotta y basada en el guión de Andrés Kalawski[1], nos lleva a ser testigos de un momento vital crítico de Mistral: justo antes de ganar el Nobel, en 1945, y después de la muerte de Yin Yin, su hijo. Nos invita a cuestionarnos las verdades absolutas, fijas y estereotipadas: tanto Gabriela Mistral como Alicia, su secuestradora del futuro se despliegan como subjetividades complejas y vivas, capaces de ir creciendo a través del diálogo dramático. En Mistral, Gabriela (1945) dos mujeres antagónicas, con posiciones radicalmente distintas, incluso hasta pertenecientes a distintas temporalidades, emprenden un camino (im)posible de diálogo y conocimiento mutuo. Como público participamos en esta aventura sorprendente y paradójica de un diálogo entre mujeres “a puerta cerrada” —a veces recuerda justamente esa feroz obra del existencialismo de Sartre, A puerta cerrada—, donde el pasar del tiempo y la cotidianidad se ven suspendidas, en pos de un encuentro humano más pleno.
Se trata de una puesta en escena compleja, con altos y bajos, donde sobresale el guion y su performance escénica por parte de las actrices, Solange Lackington y Valeria Leyton, logrando volver el diálogo en un dispositivo dramático actancial que moviliza la acción. Al comienzo, presenciamos un personaje de Mistral sentada, que en su soledad social —está en una comida en su honor, pero irónicamente está sola—, ni siquiera la anfitriona la oye: “A nombre de Chile. Esta hija de la democracia chilena se despide”. Mistral, Gabriela (1945) comienza con un final, una despedida porque está cansada, agotada: “¿Aló? Sabe que me quiero guardar. Si fuera tan amable de indicarme la puerta. O de llevarse la taza, esta. ¿Dónde se la dejo? Si me indica la puerta se la puedo devolver limpia, si no hay dónde dejarla. Si me pudiera llamar un taxi”. No da más.
Vemos un cuerpo cansado y algo mareado, interferido por la iluminación escénica para rendirlo de forma incompleta e incómoda. Las cosas no fluyen para Mistral y tampoco la escena fluye: está alumbrada a medias, mucho queda en la sombra y solo lo vemos de manera fragmentaria. La soledad del personaje es también material: el escenario está casi vacío; carece de elementos que nos guíen respecto al contexto en que está ocurriendo la acción. Aparte de dos sillas, cuatro focos de teatro, lo único otro que puebla la escena es una tasa, que junto al vasto silencio denotan la gran soledad en que se encuentra el personaje de Mistral.
Entra su contraparte: una joven feminista que llega como de la nada. Paulatinamente y a través de un diálogo confuso, lleno de ironías crueles por parte de la joven, nos vamos enterando que la autora está en un momento crítico de su vida, pues está siendo secuestrada en medio del caos político del Brasil de Getúlio Vargas. Alicia, su secuestradora, le aclara: “No se va a ir a la casa hoy día. Además, allá no la espera nadie”. Se trata de un inicio cargado de sentido cuando vamos descubriendo que estamos justo antes de que Gabriela Mistral sepa que ha ganado el Premio Nobel de Literatura. El sentido se intensifica aún más cuando nos recuerdan que en la casa “no la espera nadie” por el suicidio de su hijo Yin, Juan Manuel Godoy, que se quitó la vida a los 18 años en Petrópolis, en 1943. De a poco, las palabras del diálogo entre Mistral y su secuestradora van llenando el espacio vacío de la escena, tomándose un lugar preponderante en la acción: la palabra dialogada comienza a ser la tercera protagonista de la obra.
Junto a ello, la luminosidad de la escena se intensifica: con la participación de la joven feminista, la luz, metáfora de la claridad, coherencia y verdad, entra en juego, destrabando la incomodidad de la luz fragmentaria inicial. El diálogo se vuelve más denso y cambia de tono: Alicia resulta ser una viajera del tiempo, que desde el futuro viene a secuestrar a Mistral. No hay casualidades: Alicia es la nieta adoptiva de la artista —y una de las líderes del Movimiento Pro Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH)— Laura Rodig, que creció en un seno familiar marcado por el despecho amoroso de la misma por parte de Mistral. Vuelve al pasado a exigir justicia: que Mistral ocupe su poder público para defender a las mujeres y sus derechos.
El minimalismo y vacío fragmentario e incómodo del inicio se deja atrás. De repente, el público se ve envuelto en una saga amorosa y pasional de dos jóvenes heroínas mujeres, Mistral y Roig, y su descendencia. El elemento melodramático y realista descoloca el minimalismo abstracto con su densidad emotiva, haciéndonos entrar en un espiral de sincronías y simultaneidades; el viaje en el tiempo colapsa las distancias históricas y hace posible lo imposible: la coincidencia de Alicia y Mistral. Comienza un movimiento dramático vertiginoso, donde las distancias históricas colapsan. Las dos protagonistas entran en un juego dialéctico entre opuestos, se movilizan y transforman el espacio con velocidad en un mundo tambaleante, donde lo cierto pasa a ser incierto. Ante esta pérdida de solidez, se efectúa una suspensión de las categorías claras y taxativas, y las fronteras se ponen en entredicho.
El lenguaje del cuerpo de los personajes sigue el mismo patrón de movimiento dialéctico tambaleante, cuestionador de las certezas. Por un lado, a nivel corporal, el personaje de Mistral es portador de una densidad y peso comunicados por el gestus actoral de la mímesis, que busca imitar una Mistral vieja e incómoda. Solange Lackington crea su personaje con oficio de caracterización, haciendo uso minucioso del maquillaje, del vestuario y la actuación. Mistral es un personaje opaco, equívoco, tramposo; una construcción llena de mediaciones, cuya artificialidad sirve para extrañar y fascinar a la vez.
En cambio, su contraparte, el personaje representado por Valeria Leyton, quien interpreta a Alicia —la líder del movimiento de mujeres que la tiene secuestrada—, encarna el opuesto en términos de lenguaje corporal: su performance actancial es luminosa y brillante; nos presenta con un cuerpo joven y liviano, carente del peso del devenir histórico simbolizado en el cuerpo de Mistral. El rostro de la feminista del futuro no parece estar maquillado, su piel y pelo están relucientes y vitales, su agilidad corporal es envidiable; todo lo contrario del cuerpo de Gabriela Mistral que está agotado. Ambas representaciones se oponen en una danza de vitalidad y cansancio, juventud y vejez, vida y muerte, Eros y Tánatos, que van entretejiendo una trama donde dos mujeres antagónicas emprenden un camino de diálogo y conocimiento mutuo, relativizando las distancias y diferencias de posicionamiento que las separaban.
El rechazo (de Gabriela Mistral) a unirse a las filas del feminismo de la igualdad de Amanda Labarca no puede interpretarse como un rechazo a luchar por los derechos de las mujeres, sino como una crítica de clase.
Este diálogo no se da fácil. Ambas mujeres están llenas de estereotipos y desconfianza mutua. Mistral le reprocha a Alicia: “Les encanta creer que soy una vieja loca, que estoy paranoica. Como si no bastara mi palabra”. Aparece la locura mistraliana. Más adelante en la obra, al discutir la maternidad, salta otro importante estereotipo y tópico para la autora —el de tener o no tener hijos— cuando Alicia la increpa: “Y una alegría también, vieja cínica. A mí no me vengas con eso. No tengo hijos porque no quiero. Nunca voy a querer. No me interesa.”
Vemos cómo a medida que va avanzando el diálogo entran en escena puntos clave de la vida y obra de Mistral. No todo es discusión abrasiva, hay humor e ironía cuando la autora aparenta escribir versos que son de Pablo Neruda en un momento en que Alicia la quiere obligar a escribir poesía. “Ya, anota —le dice Mistral—: ‘Puedo escribir los versos más tristes esta noche…’”. Ambos personajes se van humanizando a través del diálogo y el humor, integrando hábilmente las múltiples, y muchas veces contradictorias, capas de Mistral. Así, nos vamos enterando de su pensamiento religioso, donde el budismo y el panteísmo están acompañados del catolicismo popular del campo chileno. También, conocemos sus amistades y filiaciones intelectuales, como Stefan y Lotte Zweig, Alfonsina Storni y Pedro Aguirre Cerda.
Alicia la interpela a que se pronuncie, optando por un bando: “Debe ser agotador, tener tantas caras, tantos discursos para distinta gente. Ser realista en la mañana y expresionista en la tarde”. A lo cual Mistral contesta: “Más agotador es encontrarse la razón a una misma todo el tiempo”.
Protagonista y contrincante llegan a un cierto punto cero cuando Mistral se muestra clara y firme al emprender un discurso en contra de la guerra, la bomba atómica y el fascismo, cuando nos enteramos de que el Gobierno de Musolini la expulsa de Italia por sus declaraciones antimilitares y antifascistas:
- GABRIELA: ¿Quieres política? Creo en los autores rusos pero no creo en los bolcheviques. ¿Te sirve eso? Creo en los niños y en los viejos. Creo en enseñarle a leer a una vieja mientras desgrano porotos y alguien toca guitarra. Creo en la verdadera democracia.
- ALICIA: ¿Y eso qué es?
- GABRIELA: Es desterrar la muerte de la política. Decidir que las cosas no se arreglan con pistola. Pero que hay que cambiarlas.
Con el diálogo sube la intensidad y encuentran un punto y hasta un humor común entorno a la urgencia de rechazar y detener la invasión yanqui:
- ALICIA: Esta guerra también fue de la democracia. Y si hay que morir por ella entonces no puede ser el destierro de la muerte. La muerte ronda siempre. ¿Qué es la verdadera democracia?
- GABRIELA: Déjame pensarlo un poco. Sé que creo en eso, pero no es tan fácil formularlo. Por mientras, si te sirve, creo que hay que detener la invasión yanqui, sobre todo después de la guerra. Son un país de elefantes en un mundo de cristal. ¿Odio al yanqui? ¡No! Nos está venciendo, nos está arrollando por culpa nuestra, por nuestra languidez tórrida, por nuestro fatalismo indio. Nos está disgregando por obra de algunas de sus virtudes y de todos nuestros vicios raciales. Hay que detener la invasión que llaman inofensiva y que es fatal, de la América rubia que quiere vendérnoslo todo, poblarnos los campos y las ciudades de sus maquinarias, sus telas, hasta de lo que tenemos y no sabemos explotar.
- ALICIA: Gracias. Es un alivio escucharte, de verdad. ¿Quieres algo?
- GABRIELA: Una Coca-Cola.
Hay catarsis y risas; también el público se distiende con el humor y picardía del diálogo. Es uno de los momentos más potentes y más bien logrados de esta obra, momento donde las dos mujeres —una del pasado, otra del futuro; una vieja otra joven— son capaces de entenderse. A nivel de escenario no ha cambiado nada (sigue siendo el mismo espacio vacío con una silla y cuatro focos), es el diálogo cara a cara entre las dos protagonistas el que ha permitido esta nueva posibilidad: que ambas contrincantes se puedan comunicar de manera plena.
Pero la tregua dura poco, y la trama del diálogo se vuelve a desestabilizar cuando entran temas de género, feminismos, derechos y política. Es aquí donde reside mi crítica más fuerte a la obra: las posturas de Gabriela Mistral en relación a la maternidad, los derechos de las mujeres y el feminismo no logran ser representados de una forma que se ajuste a la realidad de sus escritos. Sus posturas son más complejas y abiertas, también van variando en el tiempo, no son “ahistóricas”. Así, el personaje de Mistral aparece defendiendo la maternidad compulsiva, cuando ella nunca se pronunció sobre esta. Más bien ocupa la metáfora de la maternidad para justificar el derecho de las mujeres a crear, crear hijos biológicamente, o crear simbólicamente. El uso de la metáfora es una estrategia de legitimación frente a una hegemonía patriarcal conservadora, una “treta del débil” al más puro estilo de Sor Juana Inés de la Cruz, recordando a la gran crítica literaria Josefina Ludmer. Es más, sus escritos en poesía y prosa están llenos de ejemplos de alabanzas a mujeres por sus obras “simbólicas”, los que mantiene desde comienzos hasta fines de su vida.
Tampoco Mistral se pronuncia en contra de los derechos de las mujeres, si no que reclama por el derecho de las mujeres de ser diferentes a los hombres, esto es, que a las mujeres se le reconozcan derechos específicos y no idénticos a los de los hombres. Hoy en día esta es la postura del feminismo de la diferencia: se nombra, reconoce y valora el hecho que haya diferencias entre los géneros, y se aboga para que estas diferencias sean respetadas y valoradas por la sociedad, su cultura e instituciones. Por ejemplo, el aborto y los derechos del pre y postnatal son un resultado de este tipo de lucha feminista, donde lo que se reivindica es que la realidad de las mujeres es específica, y por ende, necesitamos derechos que valoren y protejan nuestra humanidad en cuanto a dicha realidad.
También, en relación al feminismo, Gabriela Mistral rechaza el feminismo de su época por su carácter burgués y desvinculado de las clases obreras y las mujeres del campo —clase de la cual proviene, por lo demás. La animadversión entre Amanda Labarca y ella tiene que ver justamente con la diferencia de clase entre ambas: una de la capital, burguesa y con título universitario; la otra de provincia, criada campesina, sin propiedad de la tierra, autodidacta y sin título alguno, salvo un título honorífico que le otorgó la Universidad de Chile para que se pudiera jubilar. En este caso, el rechazo a unirse a las filas del feminismo de la igualdad de Amanda Labarca no puede interpretarse como un rechazo a luchar por los derechos de las mujeres, sino como una crítica de clase.
Luego, al hilo de la discusión sobre los derechos de las mujeres y la maternidad, Alicia interpela a la poeta a que reivindique públicamente su “amor sáfico” y defienda el derecho de las mujeres a amarse mutuamente: “Recibe el premio y habla. Yo he visto lo que hace tu poesía. A mí no me vengas con cosas. Por eso te necesitamos. Libéranos. Te van a escuchar porque eres la más grande poeta viva, y vas a cambiar el mundo”. El tema de la sexualidad de Mistral aparece al último, cuando ya está por acabar todo… ¿Será casualidad? La misma obra se encarga de representar la imposibilidad de dicha interpelación: ninguna de las dos protagonistas es capaz de darse cuenta de los límites reales que condicionan no sólo su existencia, sino también su sobrevivencia.
El personaje de Alicia no logra entender los límites de la realidad de Mistral al tratar de forzarla a salir del closet y proclamar el derecho a la diversidad sexual de las mujeres. Para lograr su propósito, la joven revolucionaria chantajea a Mistral amenazándola de hacer públicas unas fotos comprometedoras sexualmente que había guardado Laura Rodig y así arruinar su reputación y carrera. El personaje de Mistral, por su parte, no es capaz de dimensionar la vulnerabilidad de Alicia al abandonar la escena cuando llega la policía, asegurándole que podía entregarse con tranquilidad, que no le harían daño.
Mistral, Gabriela (1945) nos invita a ser testigos de un momento histórico de la vida de la autora. Se trata de un momento mágico, suspendido en el tiempo, capaz de problematizar eficazmente la vida y el pensamiento de nuestra primera Premio Nobel. El público es invitado a participar en un “tour mágico” por el pensamiento de Mistral, magistralmente entretejido en un diálogo dramático entre las dos protagonistas de la obra. Hay un cuidadoso y valioso trabajo de investigación, que a veces cae en estereotipos que no se ajustan al discurso de Gabriela Mistral. Los personajes, su performance y el diálogo van generando un movimiento dialéctico, en el que ambos personajes se van humanizando en el tiempo, creando complejidad. La obra termina abierta e indeterminada, de la misma manera que comenzó retomando el tema de la inestabilidad, que era tan propia de la vida andariega y patiperra de Gabriela Mistral. Podríamos decir que lo que más se agradece en Mistral, Gabriela (1945) es la apuesta por una estética, la que también es una ética de la obra: la necesaria suspensión de las categorías rígidas, enjuiciadoras y taxativas, para darle cabida a otras formas vivibles de habitar el mundo de manera feliz, digna y con plenitud de derechos.