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Una batalla invisible

Visiones más antiguas del sistema inmune reducen su quehacer a atacar lo extraño y tolerar lo propio, pero no todo lo extraño es malo y no todo lo propio es bueno. De ahí que el gran conflicto de nuestras barreras inmunitarias sea poder distinguir cuándo asediar lo peligroso y cuándo proteger lo inocuo. 

Por Leandro Carreño | Ilustración: Fabián Rivas

Nunca el sistema inmune había cobrado tanto protagonismo en las últimas décadas como en la reciente pandemia de covid-19. El temor a una enfermedad desconocida, sin tratamientos ni vacunas disponibles, nos hizo recordar la importancia de contar con un arma propia en nuestro cuerpo que nos protege de múltiples amenazas: el sistema inmune. Las conversaciones cotidianas, las noticias, las decisiones en torno a políticas públicas, entre muchas otras instancias, incluían palabras específicas de este increíble sistema de defensa —anticuerpos, linfocitos, memoria inmunológica, inmunidad de rebaño—, las que se hicieron comunes entre nosotros y aparecían como un clamor popular necesario para sobrellevar una enfermedad que alteró nuestras vidas. Ya no solo nos preocupábamos por una mejor educación, salud o pensiones; también se había sumado la necesidad de tener buenos anticuerpos. 

Estos y otros componentes son fundamentales para defendernos contra microorganismos patógenos que siempre amenazan con enfermarnos e incluso ponen en peligro nuestras vidas. De ahí la importancia de tener un sistema inmune robusto para atacar a estos invasores y mantener una suerte de lucha constante contra ellos. No extraña, por lo mismo, las analogías que se hacen entre el sistema inmune y la guerra, donde anticuerpos, linfocitos y otros elementos inmunológicos serían soldados con funciones específicas de defensa, y los microorganismos patógenos serían, a su vez, malvados intrusos.  

Sin embargo, el verdadero conflicto no radica en esta “guerra constante”. El hecho es que el sistema inmune no solo defiende, ataca y elimina las amenazas externas, sino que también tiene la función de tolerar, cuidar y reparar. Hacer ambas tareas no es fácil ni tampoco es algo exento de errores. Visiones más antiguas del sistema inmune simplifican su quehacer en atacar lo extraño y tolerar lo propio, pero no todo lo extraño es malo y no todo lo propio es bueno. Lo que respiramos y comemos contiene muchas cosas que no son malas y que no deben ser atacadas, sino toleradas; mientras que cosas propias de nuestro organismo pueden ser malas y sí deben ser eliminadas, como es el caso de los tumores. De este modo, el conflicto central es la difícil tarea de atacar lo peligroso y tolerar lo inocuo. Poder discriminar entre el bien y el mal es una extraordinaria capacidad de nuestro sistema inmune, y no siempre es una tarea libre de equivocaciones. 

A principios de 1900, la esperanza de vida en el mundo era de alrededor de 35 años, una cifra increíblemente baja comparada con la de hoy, de poco más de 73 años (81 años en nuestro país). Este cambio radical se ha debido principalmente al control de enfermedades infecciosas (el componente de “guerra” de nuestro sistema inmune) por tres grandes intervenciones: el agua potable, que ha permitido la higiene en nuestros alimentos; los antibióticos, que han ayudado contra el combate de bacterias patógenas (aunque han generado también problemas debido a su abuso); y las vacunas, que entrenan a nuestro sistema inmune contra un patógeno específico para luego defendernos de él. Si bien el control de las enfermedades infecciosas es un gran avance para la humanidad —pasando de ser responsables de más del 50% de las muertes a menos del 5%—, es muy importante entender que no las hemos erradicado. La pandemia de covid-19 nos recordó su potencial peligro y siempre será vital monitorear, investigar y desarrollar tratamientos y vacunas para defendernos contra estos agentes patógenos. Sin embargo, el aumento de la esperanza de vida ha permitido la aparición de enfermedades que a comienzos del siglo XX no eran tan comunes, como las de tipo cardiovasculares, neurológicas, inflamatorias o autoinmunes, y el cáncer, donde las defensas del organismo tienen un papel crucial. 

Otra de las características más importantes del sistema inmune es la capacidad de generar memoria. Este concepto, que es el principio detrás de las vacunas, consiste en que, frente a un agente patógeno, se genera una respuesta específica en su contra, dejando parte de sus componentes como una reserva para una posterior infección, de modo de responder en menor tiempo y con mayor fuerza. Pero no solo la respuesta de defensa tiene memoria: muchas veces la tolerancia hacia cosas no peligrosas (tanto propias como externas) también. Y esta memoria es, por supuesto, beneficiosa cuando la discriminación entre lo peligroso e inocuo funciona bien.  

El problema es que esta discriminación no es tan fácil y no siempre funciona bien. Microorganismos patógenos capaces de esconderse o de confundir al sistema inmune pueden tomar ventaja y no activar correctamente el sistema de defensa (casos en los que es totalmente necesaria la vacunación), lo que conlleva a una memoria inadecuada para defenderse. Asimismo, los tumores, que muchas veces son controlados por el sistema inmune, pueden confundirlo para ser vistos como no peligrosos y generar una respuesta de tolerancia que permitirá su expansión. Por otra parte, hay cosas que sí debemos tolerar, y que sean vistas como peligrosas (tanto por causas intrínsecas como ambientales) puede provocar enfermedades autoinmunes, inflamatorias o alérgicas. 

En la actualidad, nos enfrentamos a múltiples desafíos que pueden atentar peligrosamente contra nuestra salud. El cambio climático, la contaminación, la pandemia de problemas de salud mental, una economía mundial en crisis, entre muchos otros factores, tienen efectos en la composición del mundo que nos rodea, en nuestras interacciones y, por supuesto, en nuestra salud. El gran aumento de alergias y enfermedades inflamatorias nos muestra que estos problemas han afectado la capacidad del sistema inmune de discriminar, atacando lo inocuo debido a “confusiones” por la presencia de estresores externos que dificultan su labor. 

El gran conflicto, por tanto, es poder discriminar bien qué atacar y qué tolerar, un aspecto que hasta hoy seguimos investigando quienes cultivamos la ciencia en el área de la inmunología. Sin embargo, con algunas acciones simples podemos ayudar a nuestras defensas. La conexión estrecha y bidireccional entre cuerpo, mente y microbiota hace que sea fundamental mantenernos sanos en alimentación, tener actividad física, cuidar la salud mental y mantener una microbiota sana. Solo así, en definitiva, logramos aliviar las batallas que día a día libra nuestro sistema inmune.