Fue una figura influyente en una etapa crucial del arte chileno. Como docente, formó a destacados artistas, y como creador, dejó una huella imborrable en el paisaje urbano. Dos exposiciones —una en el GAM y otra en el MAC Parque Forestal— traen de vuelta a Eduardo Martínez Bonati, que a sus 94 años mantiene intacta su búsqueda creativa.
Por José Núñez | Fotografía principal: Felipe PoGa
Quizás es necesario partir mencionando —para quien no conozca su obra, o no le resulte familiar su nombre— que una parte del centro de Santiago tiene su impronta.
Cuando se construyó el edificio que albergaría la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo en el Tercer Mundo (UNCTAD III), en 1971, Eduardo Martínez Bonati (Santiago, 1930) fue contratado como Asesor de Arte Incorporado, encargado de la parte decorativa. Pero en vez de simplemente ornamentar el edificio emplazado en la Alameda, propuso incorporar el arte a la arquitectura. Para eso convocó a destacados creadores como Roberto Matta, Marta Colvin y las Bordadoras de Isla Negra, entre otros, quienes convirtieron puertas, tiradores, jardineras, bancos, bebederos de agua y ductos de ventilación en originales piezas artísticas. Muchas de ellas fueron robadas o destruidas en dictadura, otras permanecen en lo que ahora es el Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM).
Pero eso no es todo. No muy lejos de ahí, también en la principal avenida de la capital, hay otro hito arquitectónico que lleva su firma: el paso bajo nivel del cerro Santa Lucía. En 1970, junto con los pintores Carlos Ortúzar e Iván Vial, realizó el icónico mural de mosaicos que aún cubre —aunque descuidado— los muros del túnel, una obra de estilo cinético que en 2019 fue declarada Monumento Histórico Nacional.
No es solo su huella en el paisaje urbano lo que lo define, sino también el rol que tuvo durante los años 60 y 70 en el mundo cultural, ya sea como profesor de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, donde formó a artistas como Carlos Leppe, Francisco Brugnoli y Eugenio Dittborn, entre otros, o como integrante del Grupo Signo, considerado “el primer movimiento genuinamente ‘moderno’ del arte chileno”, según el teórico Guillermo Machuca.
Hoy, a sus 94 años, Martínez Bonati sigue activo, y dos nuevas exposiciones lo confirman. Hasta el 1 de septiembre, el artista y académico está presentando El camino a mí mismo en el GAM, una muestra que reúne lo último de su producción pictórica —una serie de cuadros abstractos de mediano y gran formato—, y con la que regresa a uno de los lugares emblemáticos de su trayectoria. En paralelo, se encuentra trabajando en una exposición retrospectiva titulada Orígenes, que abrirá sus puertas el 24 de agosto en el MAC Parque Forestal.
“Es una joya como artista, aunque muy poco valorada en el medio local”, dijo en abril de este año el fallecido Guillermo Núñez —quien fue su compañero en el Instituto Nacional— en la “Revista Ya”, de El Mercurio. Las actuales exhibiciones de su obra tratan de saldar esa deuda con una de las figuras más invisibilizadas y, a la vez, influyentes del arte chileno; alguien que hoy, con la inquietud que lo caracteriza, sigue pintando y buscando nuevas formas de expresión:
—No me van a sacar tan fácil, voy a seguir peleando y tratando de encontrar materiales que tengan vida —afirma.
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Eduardo Martínez Bonati está sentado en su casa-taller en Pirque, donde vive desde que retornó al país en 2005, luego de tres décadas en España. A su izquierda, una larga mesa llena de tubos de pintura acrílica vacíos, junto con recortes de prensa y fotografías familiares. A su espalda —al fondo de la sala—, hay paneles deslizantes donde guarda decenas de cuadros, varios de ellos nunca exhibidos en Chile. Son las obras que hizo después de 1975, año en que se exilió en Madrid, donde se ganó la vida trabajando como docente en la Universidad Complutense y en el Círculo de Bellas Artes de esa ciudad.
—Cuando partí al extranjero, no me llevé nada. Todo eso ha quedado disperso, no sé en qué condiciones. Alguien debe tenerlos guardados, si es que no los ha tirado a la basura —dice sobre los cuadros que faltan en su taller, en esa suerte de galería personal.
Las piezas faltantes son el testimonio de sus trabajos iniciales, cuando experimentaba con la técnica del grabado, buscando alejarse del arte figurativo. Pero no estaba solo. Él, junto a José Balmes, Gracia Barrios y Alberto Pérez formaron a inicios de los sesenta el Grupo Signo, uno de los precursores de la modernización de las artes en Chile. Antes de la performance y el arte conceptual, hubo una crisis de la representación pictórica impulsada por agrupaciones como Signo, que adscribían a diversas corrientes del arte abstracto:
—Nadie se atrevía a quebrar los huevos porque nos habrían tildado de copiones de Europa; había un poquito de miedo. Nosotros empezamos a avanzar en el terreno, simplificando cosas e intensificando lo cromático. No estábamos puestos de acuerdo, incluso nos criticábamos unos a otros. Cada uno creía que tenía la verdad, como si en las artes hubiera una sola. Hay tantas como personas pintan —señala Bonati, para quien el corte con la tradición de entonces tuvo “un factor no teórico, sino prácticamente económico”:
—Había unas exposiciones en el parque Quinta Normal [donde se encontraba el Museo de Arte Contemporáneo]. Yo mandé un par de cuadros y lo que hicieron fue agruparlos en las nuevas concepciones de arte juvenil. Nos hacían un poco al lado, pero en realidad allí es donde hubo más discusión. Los cuadros tradicionales se disputaban los premios, hasta que comenzamos a ganarlos nosotros, para nuestro asombro y el desprecio absoluto de los maestros antiguos —recuerda sonriendo.
Bonati luego se interesaría por el arte integrado al espacio público. Era profesor de grabado en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile —espacio donde “se fue gestando poco a poco una libertad y un modo de trabajo que penetraba más en el medio”— y había ganado las becas Fullbright en 1959 y Guggenheim en 1964 y 1969, que le permitieron profundizar sus conocimientos artísticos:
—Yo sentía que había que incorporarse a algo que fuera realidad, no solo teoría nuestra. Entonces empecé a trabajar cosas que no tenían un lenguaje cómodo para ponerlo en galerías tradicionales.
De esa búsqueda surgieron los murales del Centro de Estudios Nucleares en La Reina y de la Escuela de Agronomía de la U. de Chile en La Pintana (ambos realizados en hormigón), así como también el mencionado mural de azulejos de Santa Lucía. En 1972, Martínez Bonati definió su trabajo ligado a la arquitectura como “un planteamiento en el campo social”: “Este arte se incorpora no sólo a la naturaleza física del entorno, sino que también a la vida cultural de un país”, escribió en la revista Quinta Rueda. Pero su proyecto más significativo en ese sentido fue como coordinador de la colección de arte del edificio UNCTAD III, proyecto emblemático del período de la Unidad Popular, realizado en un plazo récord de 275 días:
—Primero tuve que convencer a los arquitectos. Ya venía entrenado de todos los trabajos previos, así que tenía más picardía. En ese momento había que conseguir que entendieran que podíamos poner arte dentro del edificio. El edificio se veía fome —recuerda.
Entonces Bonati mintió. Para entusiasmar a los arquitectos, dijo que la embajada de Estados Unidos le había ofrecido una obra del escultor norteamericano Alexander Calder, quien en ese momento tenía una exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes. Luego confesó que no había tal obra, pero a cambio ofreció unas pinturas de Roser Bru, Gracia Barrios y Lucía Rosas, que más tarde se exhibirían en el edificio. En total, participaron 36 artistas, entre los que destacaban Roberto Matta, Marta Colvin, José Venturelli, Nemesio Antúnez y artesanos populares como las Bordadoras de Isla Negra y Luis Manzano Cabello, “Manzanito”, quien hizo los famosos peces de mimbre que hoy se encuentran en una de las explanadas del GAM.
¿Qué sensación le produjo el resultado final?
—Quedó muy bien. Un poco homy, como dijo alguien. Tú llegabas y había mucha gente, hasta niñitos jugando en el suelo. Y empezó a ser un centro de visita para quienes iban a almorzar, a tomar desayuno o el té. Empezaron también a funcionar las reuniones de los poetas, las películas, las conferencias y discusiones. Lamentablemente, después del golpe estuvo cerrado, y un señor que trabajaba cuidando el lugar se dedicó a destruir y regalar cosas. Hizo desaparecer varias esculturas.
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“Martínez Bonati entra en la escena de la pintura nacional con cierta grandilocuencia. (…) Su caso podría abreviarse en tres palabras: una brillante promesa”, escribía el poeta y crítico Enrique Lihn en la Revista de Arte de la Universidad de Chile en 1959. Hoy, esa “brillante promesa” es un artista consagrado, que entre sus múltiples reconocimientos cuenta con la Orden al Mérito Gabriela Mistral concedida por el gobierno de Chile en 2001, y que en la actualidad se mantiene trabajando “a lo bestia”.
Desde que se levanta por la mañana, dice que prácticamente vive en su taller. En sus ratos libres, disfruta de las caminatas por la naturaleza, la misma que ha plasmado en su obra, como cuando en 2015 expuso en la Galería Réplica de la Universidad Austral de Chile retratos de unos árboles de su parcela en Pirque. Algo en sus ojos se ilumina cuando habla de los cuadros que lo rodean. Martínez Bonati se levanta de su silla e indica a un costado:
—Por ejemplo, en este se ve un revoltijo; pero no, todavía tiene restos de figura humana. Ahí hay una mano, una cabeza. No sé qué más habrá. Todo eso fue algo previo a lo que hice al final, en que no hay figuras.
Como artista ha tenido varias etapas, sin un estilo determinado, lo que hace que quizás su obra no sea de inmediato identificable en la mente del espectador. Cuando volvió a Chile en 2005, expuso en el Centro Cultural Matucana 100 la muestra Requiem, donde exhibió unas esculturas textiles en forma de nudos. “Lo que me tenía aterrado era la violencia del recuerdo. Así que intenté descargar lo que tenía adentro”, dice sobre la obra, que simbolizaba el trauma producido por la dictadura militar.
Luego, en 2011, presentó en el Museo Nacional de Bellas Artes Vuelvo a casa, una selección de pinturas y acuarelas realizadas entre 1978 y 1986, donde buscaba reflejar desde el exilio la situación que se vivía en el país. Era una serie de dibujos cercanos al cómic, que contenían escenas grotescas, teñidas de humor negro y crítica social. “Me quedó como el saldo de una cosa que no podía ser ni dulce ni bien dibujada aparentemente. Eran chocantes”, detalla.
Hoy en día a Bonati le interesa hacer una retrospectiva de su obra, algo más exhaustivo de lo que ha hecho hasta ahora. “Es una idea nada más. Porque la gente que ve pinturas como estas dice ‘bueno, le dio por…’. Y no, no es tan fácil. Para que yo pueda pasar de eso a lo que pinto ahora hay tirones, titubeos”, sostiene, indicando los cuadros que guarda al fondo de su taller: “Nunca he expuesto estas cosas, me gustaría mucho hacer una selección, una línea para que se entienda qué es lo que nos pasa al pintar”.
Sobre su actual exposición en el GAM, dice sentirse contento: “Es el fin de un largo camino. Suena un poco literario, pero es cierto”. Bonati trabajó en los cuadros durante la pandemia. En ellos es posible encontrar un “juego de combinaciones cromáticas que producen un efecto magnético”, como se lee en el texto que acompaña la muestra. “Los colores que utilicé hacen que un movimiento tuyo actúe sobre la percepción de la imagen, como si estuviera habitada”, indica, y cuenta que se inspiró en un escrito religioso que leyó hace años, sobre el caso de un joven que, en un acceso de inspiración mística, levitaba al barrer una iglesia en la Francia del siglo XVI o XVII.
—Creo que si una persona se sienta frente a un cuadro que tiene gran intensidad cromática, y está solo, tranquilo, mirándolo más de un cuarto de hora, probablemente pueda despegarse del asiento.
¿Le gustaría producir eso?
—Yo espero que se produzca, realmente lo espero. Quizás es una ambición, no sé. Me gustaría ser el primero en pegarme en la cabeza —dice entre risas, aludiendo al joven de esa historia extraordinaria que aterrizaba de golpe luego de levitar—. No creo que sea una pérdida de tiempo. Si lo logramos, hacemos que la pintura se convierta en medicina.