Como una invasión alienígena

Isla Alien, la nueva película del realizador Cristóbal Valenzuela, “se suma a un campo de documentales chilenos siempre dispuesto a explorar otros modos en que la fantasía de la ficción se entrecruza con el documental”, escribe Laura Lattanzi.

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Imágenes que nos miran

El realismo socialista, de Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, es «un documento de las clases populares organizadas que destila respeto, cariño y algo de melancolía, al contrastarse con los tiempos que corren.

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Más vale perderse que encontrarse

En palabras del cineasta Carlos Flores, Raúl Ruiz. Potencias de lo múltiple —libro que reúne cuarenta y dos ensayos en torno al cineasta chileno— nos trae delante una de sus multiplicidades: “nos presenta un cineasta que no está ni muerto ni vivo, que continua operando ahora como un fantasma, que desordena, dispersa, se va por las ramas”.

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Los distintos nos miramos

En el documental Bajo sospecha: Zokunentu, «Daniel Díaz muestra una reflexión íntima de la carrera y trayectoria de su tío, en la que recorre algunos de sus trabajos más relevantes y los procesos de creación asociados, a la vez que indaga en su propia identidad y la de toda su familia», escribe Laura Lattanzi

Elisa Loncon mencionó en su último discurso como presidenta de la Convención Constitucional que ese órgano nos permitió “vencer el miedo, el desconocimiento y la ignorancia, porque ahí estamos los distintos que necesitamos mirarnos”.

“Mirarnos” no es lo mismo que “ver”, no solo porque tiene la potencia de la primera persona del plural, sino también porque apela a nuestra voluntad. No toparse con un objeto —algo propio del “ver”—, sino enfrentarse a él, enfrentarnos a nosotros como colectivo de distintos. “La patria es el otro” es un lema similar que circuló en Argentina durante los gobiernos kirchneristas.

En un contexto en que se multiplican los discursos y las prácticas discriminatorias, donde no se reconoce lo distinto, o se lo estigmatiza, podríamos juzgar que hoy aquellas palabras de Loncon se presentan más como una promesa que como una realidad, un “ahí” que todavía resuena. Aunque las palabras, como las imágenes, no tienen necesariamente que corresponder con una realidad, sino que pueden tener también la potencia de contrastarla, señalar sus faltas, sus silencios, sus invisibilidades.

El documental Bajo sospecha: Zokunentu, de Daniel Díaz, explora las complejidades y conflictos de una definición cultural identitaria que se construye con miradas, desplegando los modos en que somos distintos. En este caso, se trata de ser mapuche en Santiago, una ciudad donde las culturas tienden a una mayor hibridación, pero donde se producen a su vez borraduras, exclusiones y estigmatizaciones. “¿Soy mapuche?”, se pregunta el director, “¿es mi familia mapuche?”. Las abuelas de Díaz tienen apellido mapuche, pero ese rastro ya no está en su nombre, y ello no solo por los dispositivos patriarcales, sino también por la estigmatización y violencia que se ha ejercido históricamente sobre este pueblo.

El disparador del relato, y lo que inicia la película, es la injusta detención que sufre su tío, el reconocido artista Bernardo Oyarzún, al que la policía confunde con un ladrón de apariencia supuestamente similar. “Tiene la piel negra, como un atacameño. El pelo duro, labios gruesos prepotentes, mentón amplio, frente estrecha, como sin cerebro”, dice el reporte policial, una descripción que se asemeja a los discursos de la antropología criminal que surge en el siglo XIX como un respaldo “científico” de los prejuicios que existían hacia los sectores populares. Este suceso es el mismo que Bernardo Oyarzún trabaja en la obra que lleva parte del mismo nombre que el documental —“Bajo sospecha”— y que fue incluido en la exposición que el artista instaló en la Bienal de Venecia 2017, invitado a representar a Chile —he aquí otra capa de las complejidades sobre la identidad y las representaciones—. Años más tarde, este suceso y obra inspiran a su sobrino.

En Bajo sospecha: Zokunentu, Díaz muestra una reflexión íntima de la carrera y trayectoria de su tío, en la que recorre algunos de sus trabajos más relevantes y los procesos de creación asociados, a la vez que indaga en su propia identidad y la de toda su familia, destacándose sobre todo la biografía de sus abuelos. Para ello se vale de diversos recursos cinematográficos. En primer lugar, está la voz en off del director, quien narra en mapugundún, decisión ética y estética que se añade al prisma identitario del film. “Vivir otra lengua es la única manera de habitar todo este inmenso despojo”, menciona Díaz en una declaración que busca justificar esta elección. También se vale de varios documentos de su archivo familiar para componer el relato: videos y fotografías de reuniones familiares, registros de su tío —de sus procesos creativos, de sus obras, de su testimonio—, y también algunos propios —en su mayoría registros hechos a sus abuelos y su tío—. El trabajo con estas imágenes de archivo es cuidadoso y atento, y tal como observamos en los documentales contemporáneos, los documentos de archivo se vuelven una superficie que nos permite mirar, mirarnos, identificar gestos y expandirlos en su sentido, denunciar los estigmas que se posan sobre ellos; en definitiva, convertirlos en un material performático que se activa en el montaje. Por ejemplo, cuando Díaz se detiene en los gestos de su abuelo al cantar, en el despliegue del cuerpo de su tío performando en sus propias obras, o en la voz de su abuela cuando explica los modos de tejer. A su vez, cita referencias heterogéneas, distantes a la cosmovisión mapuche, pero de las que él se siente cercano: Dragon Ball Z, el cantante Sandro o la música de Björk son también elementos que pueden traerse y combinarse. La identidad como un espacio continuo de reconstrucción parece ser la apuesta del director.

A primera vista, el documental es un retrato prismático sobre el artista Bernardo Oyarzún, pero sus motivaciones y preguntas exceden este objetivo, lo que quizás es una de las mayores fortalezas y debilidades de la película. Por momentos parece que estamos asistiendo a una presentación de la obra de su tío; en otros, a un retrato familiar, a los modos en que se constituye la identidad y los estigmas que se sufren en el proceso. Los entrecruces entre todas estas dimensiones no siempre son claros, aunque también se agradece la apertura y heterogeneidad de materialidades y reflexiones que la obra propone.

La categoría “bajo sospecha” puede ser pensada aquí como una doble operación: denunciar las identidades que se encuentran bajo sospecha por los dispositivos del poder dominante, pero también poner a la propia identidad en sospecha. En esa tensión es que surgen miradas de alteridad plebeya, que aún siguen interpelando a pesar de la derrota del Apruebo. Aceptar que lo que vemos nos mira, parafraseando a Georges Didi-Huberman; mirarnos como distintos, entender lo distinto como condición colectiva.

En los límites de la razón colonial

«En su tercer largometraje de ficción, Christopher Murray afina algunos temas que dibujan puntos fijos de su obra: la presencia intensa del paisaje, la fuerza de la creencia y la espera del “milagro” como mediación o represión de lo incomprensible», escribe Iván Pinto sobre Brujería.

Las primeras escenas de Brujería instalan el tono y el tópico central de la película. Un rebaño de ovejas aparece muerto en una casona de colonos alemanes en Chiloé, en lo que parecen ser los últimos años del siglo XIX. Rosa, una niña indígena que habla alemán y trabaja en la casona, observa cómo su padre es acusado de ello por el patrón y luego atacado por sus perros hasta matarlo. La escena es retratada con crudeza: las tomas trabajan con planos largos y sus movimientos van develando el espacio y la luz grisácea del ambiente, mientras notas graves de violonchelo construyen una atmósfera trágica e irreal.

Luego de acudir al alcalde, quien desestima realizar una investigación sobre el asesinato, la niña visita la casa de un poderoso brujo huilliche de la isla para pedirle justicia. El brujo, quien rechaza la cultura de los blancos, ayuda a la niña mediante hechizos y poderes sobrenaturales, haciendo desaparecer a un niño y controlando a los perros del colono. En medio de esto, comienza una persecución y un juicio contra los brujos. La película aborda la lucha entre estas dos fuerzas, la del orden colonial y la brujería, y se sitúa históricamente en el llamado “proceso a los brujos de Chiloé”, un litigio que se llevó a cabos a fines del siglo XIX entre el Estado y el grupo conocido como Recta Provincia o La Mayoría, una asociación de brujos repartidos a modo de república y a la que acudían los habitantes de la isla en busca de ayuda.

Rosa empieza un camino hacia la iniciación a través del bautizo y el acceso a “la cueva”, un ritual para acceder al saber de la brujería. Ella sirve de mediadora entre dos mundos —el orden blanco colonial y el mundo sobrenatural—, ya que es quien cambia el impulso vengativo del brujo por uno de justicia cuando el alcalde le pide ayuda mágica para salvar a su bebé de una enfermedad. Mientras el brujo mayor se niega, ella accede a ayudarlo como una forma —finalmente fallida— de establecer un vínculo entre ambos mundos.
La película muestra poderes sobrenaturales a los que recurre el hombre blanco cuando los necesita. Así, gran parte del filme desemboca en rituales y simbologías iniciáticas que llevan a largas secuencias, las que funcionan de forma irregular para el tratamiento estético, aunque otorgan ese ambiente de misterio y extrañeza cercano al de películas como The Witch (2015) y parte de la estética de la productora A24 (Lamb, El faro), particularmente al inicio y en las escenas con perros bajo hechizo. Así, el filme toma estas estrategias de género paranormal para hablarnos de la cultura y mitología chilotas.

En su tercer largometraje de ficción luego de Manuel de Ribera (2010) y El Cristo ciego (2016), Christopher Murray afina algunos temas que dibujan puntos fijos de su obra: la presencia intensa del paisaje, la fuerza de la creencia y la espera del “milagro” como mediación o represión de lo incomprensible. Si en el filme de 2016 esto lo lleva a crear una alegoría social sobre la fe, los sectores populares y la compasión, en Brujería hace algo similar en torno a la razón colonial y los pueblos originarios desde la perspectiva de la marginación colonial.

Como en otras películas recientes —Blanco en blanco (2019), Rey (2017)—, Brujería echa mano a la reconstrucción histórica para establecer una interpretación en torno a los procesos históricos y la cuestión colonial. A partir del caso de la Recta Provincia, el filme propone una relectura en clave alegórica sobre la imposible convivencia entre dos mundos: el de la razón y sus límites; el mundo de la cultura blanca, colonial y occidental, y el de las culturas originarias, más vinculadas al pensamiento mágico y a la resistencia frente a los códigos con los que los blancos intentan asimilarlos o dominarlos, encarnada aquí en el brujo huilliche. Este aspecto denota una cierta curiosidad o nota antropológica respecto de esas otras formas de comprender la relación humano/naturaleza, otorgándoles a sus elementos cuotas de fuerza y conexión cósmica.

En ese marco, la película se convierte en una fábula ilustrativa de los límites de la razón colonial moderna. Mientras Rosa parece ser un personaje mediador entre ambos mundos, son los propios acontecimientos los que cierran las puertas a esa posibilidad: luego de pedirle que salve la vida del bebé del alcalde, la niña es traicionada cuando se decide condenar a los brujos. Rosa se venga a través de los perros y después la vemos reunida con otros brujos. De esta manera, el filme presenta también la capacidad de agencia de esta comunidad para mantener su autonomía respecto de la cultura opresora y sobrevivir bajo las sombras de su dominio, utilizando sus poderes a su favor.

Brujería es otra muestra de los esfuerzos del cine chileno en su fase internacionalista por dar cuenta de problemáticas sociales, particularmente interrogando las historias de la nación y sus “otros”. Como ha pasado antes en algunas películas, se repite algo del estereotipo y el rasgo aún demasiado binario entre lo que sería la cultura blanca y su otredad, idealizando identidades con un sesgo paternalista (algo que aquejaba también a El Cristo ciego). Mientras podría considerarse un acierto la lectura de la historia de la Recta Provincia, sus mecanismos de representación acusan cierto estilo arty para un thriller que se regodea demasiado en la atmósfera, otorgando sentidos no siempre evidentes o abiertamente difusos, a medio camino entre un cine de narración y otro de vocación autoral. Aunque se aleja del “realismo mágico” al estilo del tratamiento en …Y de pronto el amanecer (2017), de Silvio Caiozzi, cabe preguntarse cuánto queda hoy de las dicotomías instaladas por ese género literario.

Una performance insurgente

«El documental de Videla, quien es también parte del elenco de la obra bajo la figura de Amnesia Letal, explora los vínculos entre espectáculo y política, entre afecto y expresión, entre la dimensión íntima y la comunitaria; al resignificar el proceso biográfico, político y sensible de un grupo de artistas-activistas», dice Laura Lattanzi sobre el documental Travesía travesti, de Nicolás Videla.

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