La cola y el diablo

El contenido del actual proyecto de ley sobre universidades estatales conocido por la opinión pública en las últimas semanas ha sido rechazado en sus partes importantes. Este rechazo incluye no sólo a los rectores que integran el Consorcio de Universidades del Estado de Chile, sino a amplios sectores de la opinión pública y, particularmente, a todos los estamentos de la comunidad de la Universidad de Chile, incluyendo su máxima autoridad, su Senado y Consejo Universitario, las agrupaciones de académicos, funcionarios y la FECH.

Las razones se han explicitado profusamente en declaraciones, columnas de opinión y entrevistas que apuntan a repudiar las propuestas, especialmente en torno a la gobernanza de dichas casas de estudio, que con este proyecto cambiarían sus estructuras actuales por juntas directivas con presencia mayoritaria de agentes externos, pasando a llevar no sólo la autonomía universitaria, sino la historia de dichos planteles; al rechazo ante los componentes del financiamiento, o bien a la precarización de la condición laboral de funcionarios y académicos, entre otros puntos.

Lo que se esperaba con expectativas, una ley que fortaleciera a las universidades estatales pensadas como motoras del desarrollo económico, social y cultural de la República, devino en un balde de agua fría que lavaba no sólo ese rol, sino sus épicas resistentes y todo vestigio democratizador propio de una universidad crítica, hija de la Reforma de Córdoba de 1918.

La universidad plasmada en parte de los articulados de este proyecto de ley no era aquella que exigió al Estado un compromiso público con sus planteles, sino una fiel exponente del modelo neoliberal que con tanto éxito ha permeado nuestro país.

De ahí la advertencia del Senado Universitario cuando señalaba que “coherente con la lógica gerencial que se quiere imprimir a las instituciones de educación superior, el proyecto introduce normativas que eventualmente podrían flexibilizar la vinculación entre la Universidad y su personal académico y no académico, precarizando aún más las condiciones laborales en las universidades. Unido a lo anterior, si bien el proyecto avanza en la materia, entrega fondos insuficientes para enfrentar el enorme desafío de reconstruir universidades abandonadas por el Estado que puedan contribuir significativamente al desarrollo del país y no modifica en su esencia la política de financiamiento del Estado y sus instituciones”.

Sin embargo, luego de conocerse este proyecto, cuyo articulado mayoritariamente vulnera las promesas y expectativas que lo precedieron, la pregunta que ha rondado diferentes círculos es cuándo, en qué minuto el diablo metió su cola y cambió tan radicalmente lo que era un proyecto esperado por todos quienes creen que es indispensable una ley que potencie a las universidades del Estado.

Pero más que una cola separó al gobierno y al ministerio de Educación. Lo que a estas alturas se evidencia con claridad es más bien la superposición de “dos almas”, dos proyectos de país y de educación pública que no terminan de encontrarse y que hacen que cada mes las reformas avancen y retrocedan dependiendo de quién gane la pugna en cuestión.

Por ello la preocupación de las universidades del Estado, cuyas comunidades hoy están expectantes y exigen ser escuchadas. Escuchadas por sobre aquellos poderes que, parapetados en las lógicas tecnocráticas, pretenden torcer el espíritu de una ley y hacer de estos planteles un remedo de universidad; una intervenida por los gobiernos de turno, domesticada por el poder de los fondos concursables y precarizada en su inestabilidad laboral.

Autonomía universitaria hoy

Por Jonás Chnaiderman | Fotografía: Alejandra Fuenzalida

El 2 de junio de este año la Presidenta Bachelet ingresó al Senado de la República el Proyecto de Ley sobre Universidades del Estado. En el artículo 2 de dicho proyecto se explicitan definiciones respecto a la autonomía académica, administrativa y económica que deberían tener todas las universidades pertenecientes al Estado. Sin embargo, en el párrafo 1°, llamado “Del gobierno universitario”, en 17 artículos se detallan los órganos superiores (además de su constitución y sus funciones) que deberían regir a dichas instituciones. En particular, se define un Consejo Superior (en adelante CSup) con un impresionante conjunto de poderes, entre los que destacan el tener que aprobar los planes de desarrollo institucional, las políticas financieras, los presupuestos y las modificaciones a los estatutos de cada universidad. Esta descripción llamaría menos la atención si no fuera porque dicho CSup tendría nueve integrantes, cinco de los cuales serían externos a la universidad, tres de ellos nombrados por la Presidencia de la República.

Es innegable que este modelo de gestión implica un cambio radical en el modo como se gobiernan las universidades estatales hoy y una evidente contradicción con las definiciones más extendidas de autonomía universitaria (ver por ejemplo [1]). Para ir un poco más allá de la burda y malintencionada caricatura que muestra a las universidades estatales como unos entes abusivos que quieren toda la plata y ningún control, procuraremos despejar algunas variables que inciden en esta discusión, específicamente en lo que atañe al efecto que los tipos de gobierno universitario tienen en su misión institucional.

Autonomía institucional

La orgánica del Estado chileno contempla la existencia de diversas estructuras con variables grados y dimensiones de autonomía, tales como el Banco Central, la Contraloría General de la República, el Tribunal Constitucional y las universidades estatales. Esa autonomía está otorgada por las mismas leyes que delimitan su quehacer y el argumento más reiterado por los defensores de esas autonomías es la necesidad de proteger el quehacer institucional de los vaivenes políticos a los que cada gobierno somete a la estructura estatal. Este argumento trae implícita la desconfianza respecto al daño que cada gobierno pueda infligir a instituciones que tienen sus obligaciones definidas “por sobre” la contingencia de un periodo presidencial.

Sin embargo, autonomía no es sinónimo de independencia, inclusive para las universidades[2], puesto que en pos del cumplimiento del bienestar común de quienes habitamos el país, en algún momento las instituciones deben demostrar que están cumpliendo con aquello a lo que han sido mandatadas, aquello que en la jerga anglosajona se ha denominado accountability. El eje de discusión actual no es si las instituciones deben o no dar cuenta de lo que hacen, sino de quién y en qué momento realiza el juicio de evaluación de esa rendición de cuentas.

La visión más académica de esta discusión sostiene que para las universidades dicho control no puede ser ex ante, como lo propone el proyecto de ley antes citado, puesto que no existe evidencia alguna en el mundo moderno de que para el caso específico de las universidades sea la mejor manera de garantizar su rol en la sociedad. En cambio existe sobrada evidencia de los negativos efectos que el tipo de gobierno universitario que en él se propone puede tener en otros aspectos del quehacer institucional, particularmente en su carácter democrático y en la libertad académica.

La batalla conceptual por el tipo de gobierno

En todo el mundo se ha polemizado respecto a las instancias de autonomía que las universidades deben tener y existen innumerables estudios (especialmente de carácter cualitativo) que relatan experiencias y sintetizan categorías al respecto. Lógicamente, estas discusiones se han dado en el contexto de cómo la sociedad (particularmente la occidental) ha ido evolucionando y muchas de las decisiones tomadas han sido consecuencia de los procesos político-sociales que cada país ha evidenciado. Así, la versión más simplista de esta batalla conceptual es la presunta dicotomía que coloca a los académicos que “manejan” las universidades, la del “templo del saber”, frente a los modernizadores de la actual sociedad capitalista que quieren acercar a la universidad a la noción de “templo del producir”[2]. Ambas definiciones, así de simplificadas, permiten dibujar la dimensión contaminada en la que el concepto de autonomía se está dando, puesto que en el momento de la historia actual ninguno de los dos modelos sirve para dar cuenta de aquello para lo cual las sociedades necesitan universidades: ni para la pura reproducción del conocimiento ni para la pura creación de valor agregado de las mercancías.

Efectivamente hay ingentes ejemplos de universidades, especialmente en Estados Unidos, a las que se les ha impuesto un tipo de gobernanza de carácter más empresarial. Sin embargo, no existe ningún estudio sistemático que pruebe que dichos cambios las haya llevado a cumplir de mejor manera un rol social objetivable ni de que aquellas que han mantenido un gobierno de carácter más académico u horizontal tengan una peor performance. Además, ha surgido una crítica transversal a aquello que en el mundo anglosajón se ha denominado el managerialism [3] que ha infiltrado a las universidades en el contexto de un mundo más focalizado en el mercado que en el humanismo, particularmente porque las comunidades en las que esas universidades se encuentran no revelan una mejor percepción de ellas bajo los nuevos tipos de gobernanza. En otras palabras, se ha pasado de instituciones que presuntamente sirven solamente a un grupo de interés (los académicos) a otras que sirven a otro grupo de interés (los mercaderes del conocimiento); del rol social ni una palabra.

No habiendo razones sólidas para transitar hacia un modelo gerencial de gestión, cabe entonces iniciar la discusión (que va más allá de este espacio) respecto de la tendencia que ha existido en nuestro continente a tener gobiernos universitarios más pluralistas y con participación de sus comunidades (el manoseado concepto de triestamentalidad). En este sentido vale recordar que las universidades europeas tampoco han estado exentas de la necesidad de incorporar a sus comunidades en la toma de decisiones[4].

Autonomía financiera

Habiendo despejado la escasa injerencia que el tipo de gobierno pueda tener sobre el rol social que las universidades estatales deben cumplir, entonces se requiere entrar a la discusión de otro aspecto de la autonomía que sí suele tener efectos más visibles: el financiamiento para su quehacer.

Para aportar a la discusión de la ley en cuestión, cabe reiterar la tesis de que por muy gerencial que sea la gestión de una institución universitaria, ningún país desarrollado ha decidido recortar de manera importante el financiamiento estructural de las universidades estatales como sí lo hizo Chile en la década de los ochenta. Esto no significa que la estructura presupuestaria no deba tener componentes variables en función de compromisos en periodos de tiempo definidos, pero es evidente que las proporciones de los tipos de financiamiento, que en la versión chilensis se desglosa en “basal” versus “convenios marco”, reflejan la dosis de desconfianza entre el Estado y sus universidades[5]. La siguiente pregunta que debe responderse es si la desconfianza que muestran los tecnócratas que redactaron esta ley acompaña cualquier atisbo de desconfianza que las comunidades puedan tener respecto al rol de las universidades estatales.

La experiencia chilena ha mostrado que el más peligroso efecto de la prescindencia estatal en el financiamiento universitario es que las obliga a buscar financiamiento y eso las ha llevado a una enorme pérdida de autonomía, puesto que las decisiones pasan a estar supeditadas a la capacidad de generar ingresos en el contexto de un mercado del conocimiento[1]. De ahí que el proyecto de ley deja a las universidades estatales en el peor de los mundos: la desconfianza reflejada en una gobernanza más bien gerencial y la dependencia del mercado para lograr financiamiento, es decir, una pérdida completa de la autonomía.

La libertad académica

Un último aspecto a discutir y que suele estar vinculado al concepto de autonomía universitaria es la libertad académica, entendida como la anuencia que se les da a las comunidades universitarias (no solamente a los académicos) a decidir “el área chica” de su quehacer: qué conocer, qué enseñar, qué divulgar a la comunidad (investigación, docencia y extensión).

Aunque no hay una correlación absoluta entre autonomía institucional y libertad académica[2], parece claro que una institución con baja autonomía será más favorable a que se desarrollen prácticas de coerción académica en su interior[3], [4]. Sobre la base de los conceptos previamente analizados (gobierno y financiamiento), es fácil colegir que bajo un régimen como el propuesto en el proyecto de ley la libertad académica podría verse seriamente mermada, ya sea porque un CSup tendría un criterio no-académico para decidir qué financiar o desfinanciar, ya sea porque la necesidad de buscar financiamiento externo puede desgastar recursos humanos que podrían ser mejor aprovechados para avanzar en aspectos más estrictamente académicos. Cualquiera de estos costos podría ser discutido si se hubiera probado que dicha opción de gobernanza o de financiamiento trae aparejada una significativa ventaja en lo que respecta al rol social de la universidad. Mientras así no sea, no se entiende que valga la pena aplicarlos.

Epílogo

La promesa de masificar la educación superior no puede deshacerse del componente ético que implica educar con calidad. Hay sobrada experiencia internacional que demuestra que la calidad depende del quehacer integral de las instituciones universitarias, más aún, las mejores universidades del mundo han mostrado una capacidad de adaptarse a los nuevos tiempos (económicos y sociales), dándole libertad a sus comunidades a elegir los caminos para dar cuenta de su función. Es de esperarse que el poder legislativo de nuestro país logre en esta ocasión realizar una discusión independiente de los oscuros intereses que pretenden empeorar aún más la autonomía institucional de las universidades estatales a sabiendas de que no es esperable ningún beneficio social de tan peligrosa decisión.

[1]       R. Atria Benapres, “La autonomía universitaria ante el estado y el mercado,” An. la Univ. Chile, vol. 0, no. 11, 2017.

[2]       T. Nybom, “University autonomy : a matter of political rhetoric?,” in The university in the market, 2008, vol. 84, no. 84, pp. 133–141.

[3]       K. Lynch and M. Ivancheva, “Academic freedom and the commercialisation of universities : a critical ethical analysis,” Ethics Sci. Environ. Polit., vol. 15, pp. 71–85, 2015.

[4]       C. Macilwain, “Time to cry out for academic freedom,” Nature, p. 2015, 2015.

[5]       L. C. Chiang, “The relationship between university autonomy and funding in England and Taiwan,” High. Educ., vol. 48, no. 2, pp. 189–212, 2004.

Legislando sobre universidades y sobre universidades estatales

A partir de dos proyectos de ley, uno general sobre universidades y otro específico para las estatales, el país puede por fin vislumbrar la posibilidad, porfiadamente negada e inexplicadamente postergada, de un cambio en la actual legislación chilena sobre universidades.

Antes de discutir los contenidos mismos de estos proyectos de ley parecería necesario un debate previo: decidir si queremos o no un cambio en la actual legislación universitaria. Aparentemente, gran parte de los comentarios críticos a las propuestas modificatorias del actual estado de cosas en educación superior no están en realidad dirigidos a las propuestas propiamente tales, sino al intento de hacer un cambio. No son críticas a este proyecto de cambio, sino a cualquier proyecto de cambio. Esto no debería extrañarnos pues muchos representantes de universidades sienten que ya viven en el mejor mundo posible, amparados tanto por la ambigüedad entre lo público y lo privado, como por la redefinición del rol del Estado, el que pasa de ser un proveedor de educación superior a un mero facilitador de transferencia de recursos. Ellos no podrían, aun extremando la imaginación, concebir una situación mejor que la que ya tienen.

El cambio que esperamos debe restaurar en las universidades chilenas valores inherentes a la academia que fueron trastocados por la aplicación de otros valores como parte de un proyecto integrista inédito. El exagerado énfasis en la competencia y en la motivación entusiasta que despierta el afán por el lucro tuvo hondas y extensas repercusiones. Se supuso que las universidades serían mejores mientras más se las hiciera competir entre ellas. Parte importante de las dificultades que hoy encontramos para trabajar una nueva legislación provienen, precisamente, del temor permanente de que alguna medida beneficie a otro. Para la nueva mentalidad rivalizadora, lo que es bueno para otro es malo para uno.

Valores tales como el pluralismo, la democracia, la inclusión, el compromiso con el desarrollo social, científico y cultural del país, o la formación cabal de profesionales de pertinencia nacional y regional, persisten no sólo en las comunidades de las universidades estatales. Las encuestas a la población señalan que el ideario de las estatales prima con creces en la sociedad chilena. Los datos objetivos que evalúan a las universidades no son considerados. La insólita insistencia en declarar que lo privado es mejor que lo público, como la consecuencia de un principio que tiene que ser cierto porque un dogma así lo exige, representa un excelso ejercicio de posverdad.

A la hora de discutir sobre gobierno universitario, el dogmatismo homogeneizador demuestra suma coherencia. No cree en la participación, desconfía de las comunidades universitarias y amenaza con instalar formas de gobiernos propias de otros contextos negando los desarrollos históricos específicos. La Universidad de Chile se caracteriza por un entrelazamiento entre sus funciones y el progreso del Estado. En realidad, fue fundada expresamente para cumplir esa misión. Nuestra historia tiene resonancias con una historia de la universidad latinoamericana de participación y compromiso social, uno de cuyos paradigmas es la Reforma de Córdoba, ya a punto de ser centenaria. La actual estructura de gobierno de la Universidad de Chile es un motivo de orgullo para el país, pues es la primera instancia en que un precepto heredado del período dictatorial, a saber, la organización de la universidad, es debatido y modificado. Ya antes nuestra Universidad se había rebelado ante formas autoritarias de intervención gubernamental. Incluso por su simbolismo, no puede pretenderse que sus actuales estatutos se borren de una caprichosa plumada. O lo que aún es peor, de una plumada no caprichosa sino premeditada.

Estamos ante una oportunidad inédita de reforzar un ideario de universidades públicas. Para lograrlo bastaría con permitir que esas universidades se articulen entre sí y con el resto del Estado, respetando su historia de autonomía, participación y compromiso. No debiera ser en absoluto difícil, si hay conciencia y voluntad para ello.

Bernardo Oyarzún, artista: “La violencia en Chile viene desde los inicios del Estado”

Su obra Werken ha sido reconocida en la 57° Bienal de Venecia, instalando el mensaje de un “pueblo que está absolutamente vivo” en un país que “es mapuche, pero se cree nórdico”. Siendo uno de los artistas más políticos de la historia chilena reciente, Oyarzún critica a la Bienal porque se ha ido constituyendo en un espacio cada vez más banal y vacío de sentidos.

Seguir leyendo

Eduardo Engel, economista: «La calidad de vida de uno depende de la calidad de la democracia en la que vive»

Cuando Eduardo Engel encabezó el Consejo Asesor Presidencial contra los Conflictos de Interés, el Tráfico de Influencias y la Corrupción, que se constituyó el 2015 para crear un marco que regulara el financiamiento de la actividad política, lo hizo convencido de que las crisis son oportunidades reales para hacer modificaciones que mejoren la calidad de las instituciones y la confianza hacia éstas. A dos años de ese trabajo, en conversación con el también académico de la Facultad de Economía y Negocios, Daniel Hojman, destaca que las reformas aprobadas “tomarán tiempo en rendir todos sus frutos, pero pueden cambiar el equilibrio político de una sociedad y llevar a una mejor democracia”.

Por Daniel Hojman | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

Existe una tradición intelectual y académica importante en temas de corrupción y transparencia, que enfatiza el rol de la calidad de las instituciones para el desarrollo económico y político. ¿Hasta qué punto son amenazas u oportunidades para nuestro desarrollo?

– La primera decisión que tomamos en la comisión fue concebir los escándalos que motivaron la creación de la comisión como manifestaciones de debilidades institucionales. Fue así como enmarcamos el informe que preparamos dentro de una larga tradición en ciencias sociales respecto de la importancia de las instituciones para el desarrollo de los países. Las propuestas que hicimos apuntaron simultáneamente a los síntomas de estos problemas y a sus causas más profundas. Además, si uno mira la experiencia comparada, la mayoría de los grandes avances para fortalecer las instituciones democráticas suceden luego de escándalos de corrupción que se aprovechan para impulsar una buena agenda de reformas. Esto vale tanto para países desarrollados como para países en desarrollo. Así que la manera de entender la importancia de esta agenda es que se trata de aprovechar una oportunidad de hacer reformas del Estado que, bien hechas y manteniéndose en el tiempo, pueden hacer una diferencia muy grande, un antes y un después en el desarrollo de Chile. Son reformas que toman tiempo en rendir todos sus frutos, pero que pueden cambiar el equilibrio político de una sociedad y llevar a una mejor democracia.

Cuando uno leía estadísticas hace unos 10 ó 15 años, Chile siempre aparecía entre los 25 mejores países del mundo en los índices de Transparencia Internacional y ciertamente por lejos el mejor de la región. Desde un punto de vista comparado, ¿hasta qué punto lo que estamos viviendo en Chile es algo distinto, especial? ¿Podríamos decir que Chile sigue siendo un país poco corrupto con respecto al resto de la región, del mundo?

-Se comenzó a construir indicadores para medir corrupción hace poco más de 15 años. En esos indicadores, efectivamente Chile desde un principio estaba muy por encima de lo que sugería su ingreso per cápita, el gran misterio era por qué Chile no era más desarrollado dados los buenos indicadores que teníamos en las distintas dimensiones de gobernanza, entre ellas el control de la corrupción. Eso no ha cambiado después de los últimos escándalos. A la gente le cuesta creerlo, pero Chile sigue con indicadores que, junto a Uruguay, lo sitúan muy por encima del resto de América Latina, en tercer lugar viene Costa Rica, claramente por debajo de Uruguay y Chile, y después otro salto grande para pasar al resto de la región. Lo anterior no quita que los desafíos que tenemos en esta etapa de nuestro desarrollo sean más complejos que aquellos que enfrenta el resto de América Latina, que se encuentra en una etapa anterior de desarrollo. Estamos mucho más cerca de ser un país desarrollado que el resto de la región, salvo Uruguay, con pocas experiencias en que inspirarnos, dado que muy pocos países han hecho la transición que queremos hacer en los últimos 50 años. En ese contexto, tener una democracia mucho más representativa, donde los ciudadanos sientan efectivamente que quienes han sido elegidos representa sus intereses, puede ser un elemento central para contribuir a encontrar las políticas que necesitamos y lograr que tengan la legitimidad que haga posible que se lleven a la práctica con éxito.

Lo que aparece como parte de estas agendas tiene un componente democratizador bien importante.

– Sí, y es un fin en sí mismo porque la calidad de vida de uno depende de la calidad de la democracia en la que uno vive, pero también es un medio para avanzar en temas que tenemos pendientes como sociedad. La manera en que se originan las políticas en los tiempos que estamos y que la gente las perciba como legitimas detereminan si una democracia funciona bien o no.

Ciudadanía y delación compensada

– En suma, en materia de corrupción, Chile seguiría estando en un nivel relativamente de avanzada en la región, pero hay cierta decadencia que aparece como crítica en esta etapa de desarrollo. Al mismo tiempo, los escándalos florecen en otros países América Latina. ¿Por qué ahora? ¿Nos jodimos o es un fenómeno más global? Una hipótesis es que hay cambios culturales asociados a una ciudadanía que no está dispuesta a tolerar impunidad, que está más alerta y más educada. Tal vez la tecnología, el acceso a Wikileaks, Panamá Papers o los propios requerimientos de transparencia crecientes hacia el Estado, hacen que estemos más conscientes de cosas que pasaban igual, pero no conocíamos. Una historia sería que no nos jodimos, que éramos igual de corruptos, pero ahora nos damos cuenta más de la cosas. Otra, es que las formas de funcionar de nuestro capitalismo reciente se asocian con prácticas más corruptas. ¿Hasta qué punto hay fenómenos que nos han llevado a tener mayores grados de corrupción? ¿O somos igual o menos corruptos, pero los cambios culturales y tecnológicos hacen la corrupción más visible y menos tolerable que antes?

– Partamos por lo que está pasando en América Latina. Si uno mira el indicador de control de la corrupción del Banco Mundial, que es el que más me gusta, hay seis países de 20 en la región –un 30%- que están en su peor momento. En cambio, en el resto del mundo sólo un 9% está en su peor momento, entonces hay algo en América Latina que es distinto. Para tratar de explicarlo postulo una combinación de dos factores. Primero, un factor a nivel mundial es que hoy es mucho más fácil para la ciudadanía movilizarse que hace 15 ó 20 años, porque con las redes sociales y nuevas tecnologías de la información el costo de la acción colectiva es mucho más bajo que antes. Basta con ver lo que pasó en Chile cuando se anuncia que se ha aprobado el Proyecto Barrancones el 2010 y a las pocas horas hay miles de personas protestando en la calle, tomando por sopresa a todo el mundo político. Por otra parte, está el costo de reprimir, que es mucho más alto que antes porque cada manifestante es un periodista en potencia, que con su celular puede fotografiar a un policía que lo está reprimiendo. Más fácil coordinarse, más difícil reprimir y es así como en el 2011 tenemos manifestaciones masivas en todo el mundo.

De hecho, el personaje del año de la revista Time del 2011 fue el manifestante.

– Efectivamente. Me acuerdo que para una columna que escribí en La Tercera revisé todas las ediciones del Economist de 2011, y hubo más de 40 países que aparecían con manifestaciones multitudinarias ese año. La primavera árabe, los estudiantes en Chile, los indignados en España, etc. Ahora al segundo factor, particular de América Latina. En tiempos recientes emerge una clase media que ha crecido notablemente, que es más educada y más exigente con la calidad de los servicios que provee el Estado y la calidad de la política. El rol de la prensa y el sistema judicial también contribuye. Antes, cuando había escándalos, muchas veces no los conocíamos porque había menos periodismo de investigación. También, en algunos países como Brasil y Chile, fueron importantes reformas del sistema procesal penal, que llevan a sistemas judiciales más autónomos y con más herramientas. Un ejemplo de lo anterior es la incorporación de la delación compensada como herramienta jurídica.

Eso ha sido muy importante en Brasil y en la colusión acá.

– Cuando fueron las manifestaciones masivas del 2013 en Brasil, justo antes del mundial, Dilma Rousseff intenta una serie de reformas y una de las pocas que aprueba el Congreso es aquella que incorpora la delación compensada. Esta fue clave para conocer todo lo que sabemos en el caso Petrobras. En Chile, hace diez años, cuando se supo que había colusión en el mercado de los pollos, quienes estaban involucrados durante cinco años negaron su participación y cuando la Corte Suprema los declara culpables ya casi nadie está siguiendo el tema; en cambio cuando se destapa el caso del papel tissue se conocen de inmediato los detalles de lo que sucedió y los involucrados no pueden legarlos, ya que dichos detalles los han provisto ellos como parte de un acuerdo de delación compensada, para reducir sus penas y sanciones. Concretamente, el mismo día que conocemos del caso de colusión del papel tissue sabemos que hubo laptops arrojados al Canal San Carlos, partes de matrimonio ficticios que contenían los listados de precios de la colusión, etc. En este escenario el grado de indigación que provocan estos escándalos es mucho mayor.

Muchas veces la gente ve en casos de colusión que, a partir de la delación compensada, al momento de las penas hay ciertas dudas: la condena no parece ir de la mano de la falta. Queda una sensación de impunidad que puede ser desmoralizadora y generar desconfianza y deslegitimación de las elites e instituciones. ¿Piensas que las penas de cárcel pueden ser algo útil tanto en los delitos económicos como en casos asociados a faltas de probidad pública y política?

-La ley chilena en temas de competencia es un ejemplo interesante de cómo, a punta de casos notorios de colusión, fuimos avanzando, lentamente, para llegar a una legislación que está a la altura de las mejores del mundo, incluyendo la posibilidad de que en los casos más graves hayan penas de cárcel. A la gente involucrada en estos escándalos no les duelen las multas porque son gente de muy alto patrimonio. En cambio, la posibilidad de ir a la cárcel sí les importa; aunque sean periodos cortos como seis meses o un año, el efecto disuasivo es muy potente. El motivo para tener penas de cárcel es que los acuerdos colusorios causan un daño enorme a toda la economía, mucho más allá de los consumidores afectados, porque deslegitiman un sistema que bien regulado tiene las mejores posibilidades de llevar al desarrollo de un país.

Me da la impresión de que hay un tremendo potencial para la sociedad civil, desde las ONG hasta la educación, la educación cívica en la escuela o ampliar el razonamiento moral en la formación universitaria.

-La gran paradoja es la siguiente: la ventana de oportunidad para estas agendas se da luego de escándalos de corrupción, pero quienes deben liderarla están debilitados precisamente por los mismos escándalos que abren la ventana. Aunque tengamos actores clave en el Ejecutivo y el Legislativo, estos tienen poco capital político para sacar adelante la agenda de reformas, porque se encuentran debilitados por los escándalos de corrupción. La sociedad civil es siempre importante y ahora mucho más todavía porque puede contribuir a empujar la agenda con fuerza, compensando la debilidad de otros actores. Y eso es lo que ha pasado en Chile: un círculo virtuoso entre líderes claves del mundo político y la sociedad civil. A lo cual agregaría el rol de la prensa, denunciando los escándalos e informando cada vez que la agenda se empantanaba, logrando así remover las trabas.

Porque esta agenda no es un tema en que estemos divididos los chilenos, el 99% de las medidas son apoyadas por el 99% de los chilenos, entonces el tema es cómo lograr que la ciudadanía pueda hacerle seguimiento y manifiestar su apoyo.

Entre los proyectos de ley y una serie de medidas administrativas aprobadas como parte de la agenda de probidad y transparencia del gobierno, destaca el regreso de la educación cívica a las escuelas. El rol de la educación es contribuir a que los cambios que conllevan los cambios legales se transformen, con el paso del tiempo, en cambios culturales. Y esos proyectos de ley aprobados, donde queremos que eventualmente lleven a cambios culturales, incluyen exigencias mucho mayores de transparencia y democracia interna para los partidos políticos, nuevas regulaciones de financiamiento de la política, declaraciones de intereses y patrimonio de las autoridades con mucho más información que en el pasado y que serán fiscalizadas, y una reforma importante del Sistema de Alta Dirección Pública, entre otras.

¿Cuál crees tú que puede ser el rol de los académicos en discusiones de política pública relevante para nuestro país?

Lo primero que les digo a mis colegas jóvenes es que no participen en la discusión pública antes de tiempo, la tentación es muy grande porque el impacto de una línea de investigación ambiciosa toma años en ser reconocido. Dicho lo anterior, creo que en este mundo de la posverdad es más importante que nunca que los académicos participemos en la discusión de temas públicos, contribuyendo a acotar los disensos y mejorar los consensos, promoviendo, por ejemplo que las propuestas se basen en la mejor evidencia disponible.

Una batalla contra la ignorancia

El siguiente texto corresponde a la presentación que el astrónomo y Premio Nacional de Ciencias Exactas 1998, José Maza Sancho, realizó para su libro Somos Polvo de Estrellas. Cómo entender el origen del cosmos, con ocasión de su lanzamiento la noche del 7 de abril pasado en el Sky Costanera.

Yo creo que Chile es un país en guerra y no nos hemos dado cuenta. Yo no he escuchado nunca a nadie hablar con esa crudeza, pero esta guerra es contra la ignorancia y llevamos 200 años perdiendo la guerra. Se han dado muchas batallas en esta guerra contra la ignorancia. Pero en el siglo XIX ésta siempre ganó. Yo creo que Chile ha tenido el récord del país más ignorante del planeta en el siglo XIX. Y después, en el siglo XX, en 1920, 110 años después de la declaración de independencia, hay una ley de instrucción primaria obligatoria que dice que no va a ser legal ser analfabeto. Porque el 70 u 80 por ciento de analfabetismo que teníamos en el siglo XIX no le extrañaba a mucha gente. Esa fue una de las pocas batallas que le hemos ganado a la ignorancia.

En esta lucha, Andrés Bello, Pablo Neruda, Ignacio Domeyko, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, han sido los generales que han ido tratando de vencer este océano de ignorancia que baña nuestras costas y que amenaza nuestros valles como una especie de vaguada costera que se mete y le va nublando el cerebro a todo el mundo. Y de repente nos aparecen tsunamis que nos traen horóscopos, nos traen tarot y nos traen una serie de reality shows, como para poner en duda a los que ya están más o menos convencidos de que la cultura es importante, la ignorancia nos ataca con nuevos métodos. Y cada vez que creemos que ganamos una batalla vuelven otros ataques de este océano de ignorancia.

Este libro es un pequeño rayo de luz para disipar esta neblina mental; es un granito de arena frente al océano de la ignorancia.

Pero cuando el 50% de los ciudadanos en Chile cree en fantasmas, y cuando más del 50% no es capaz de resolver una operación aritmética, -25 menos 30, ¿cuánto es? Eso no lo contesta nadie en el Transantiago- es obvio que estamos muy lejos de ganar esta guerra. Y parafraseando a Churchill, diré “esto no es el final de la guerra, no es ni siquiera el comienzo del final”. Yo creo que es, con suerte, el final del principio de la guerra contra la ignorancia.

Así que nos quedan muchas batallas y en estas batallas ciertamente yo me iré para el otro mundo, si es que hay otro mundo, haciendo un aporte, un granito de arena. Y este libro va en esa dirección.

Elegimos este día porque Júpiter está en oposición al sol. Si no hubiera nubes se debería ver Júpiter muy bonito, el más capo del sistema solar, el más grande de los planetas, entonces es un homenaje. Júpiter en otra época era el dios de todo; Júpiter antes se llamaba Zeus, que es más impresionante.

En el libro indico los porcentajes del cuerpo humano que son materia. Si yo pesara 70 kilos, el oxígeno de mi cuerpo serian 45 kilos, el 65% del cuerpo: la molécula del agua tiene un oxígeno y ese oxígeno está en todo el cuerpo. 12,5 kilos de carbono, siete kilos de hidrógeno, dos kilos de nitrógeno. El cuerpo nuestro es oxígeno, carbono y nitrógeno. En este libro cuento que, como corresponde, todos tenemos un padre y una madre, pero, en este caso, varias madres. El padre es el Big Bang: cuando todo se originó hace 13.800 millones de años, en el Big Bang, lo único que aparece es hidrógeno y helio. Por suerte eran tres cuartas partes de hidrógeno y un cuarto de helio.

El helio es el elemento más tonto de la tabla periódica. Es un gas noble, no se mete con nadie. Y el hidrógeno, aburrido, le metía conversa al helio, pero no pasaba nada: el helio realmente mantiene su filosofía de ser autista. En ese universo, que surgió hace 13.800 millones de años, no hay ninguna posibilidad de que jamás hubiera habido vida. Y el universo se expandió, se expandió, no hallaba qué hacer. Los átomos de hidrógeno se aburrían porque no tenían ningún amigo, el helio andaba por otro lado. Y sin embargo, cuando se aglutinan las nubes de gas –porque el universo inicial es todo gaseoso- empiezan a formarse grupos de estrellas.

Y las estrellas son la gran maravilla, porque en su interior apelotonan todo y lo dejan bien calentito, y empiezan a hacer reacciones nucleares. Y las estrellas, en vez de hacer conversar al hidrógeno con el helio, lo primero que hacen son reacciones que al hidrógeno lo transforman en más helio. Pero por ahí no está pasando nada en ese universo, está todo fome.

Eso fue hace 13.800 millones de años, tal vez 12.500 millones de años, cuando empiezan a formarse las primeras estrellas. Y cuando las estrellas agotan el hidrógeno en el centro, los átomos de helio que no hacían nada se empiezan a achurruscar, porque ahí queda toda la parte central de la estrella de helio puro. Y el helio de repente sacaba a bailar a otro helio; le proponía matrimonio, pero era un matrimonio que duraba menos que un Candy, porque dos helios forman un berilio 8: separación express, una centésima de millonésima de segundo más tarde estaban separados. Y ahí, cuando la temperatura del centro de la estrella llega a como 100 millones de grados, arman un trío y ese trío es estable: tres atomitos de helio se agarran de las manos, producto de que la estrella estaba tratando ahí de que algo pasara, y forman un átomo de carbono. Ahí viene la maravilla y de ahí vamos a salir nosotros.

El helio no servía para nada, pero en tríos forman carbono. Y el carbono de puro aburrido se come un canapé de helio y hace un átomo de oxígeno. No a todos los carbono les gusta el canapé de helio, así que se comen dos protones y forman un nitrógeno 14. Entonces en el corazón de una estrella, Fonasa nivel 1, va a quedar un cuesco de carbono, con un poquito de oxígeno y un poquito de nitrógeno. Y los átomos de carbono, que son bien sociables, de repente se toman de las manos con cuatro hidrógenos y forman una molécula de metano, un CH4. Y el oxí- geno, para no ser menos, se agarra a dos hidrógenos y forma un H2O, más conocido como agua. Y el nitrógeno, que es el tercero en el trío, agarra tres hidrógenos y forma una molécula de amoníaco, NH3. Y muchos átomos de carbono se toman de la manito y hacen una cadena y forman un granito de polvo, una partícula de grafito. Así que el título del libro no es metáfora.

El polvo que se forma en el interior de una estrella sale volando al espacio. En esa micro se van moléculas de agua, de amoníaco, de metano. Y ese polvo se mezcla con las nubes. Esto ocurre durante 9.000 millones de años. Y ahí de repente, en un lugar cuyo nombre no quiero acordarme, se forma el sol con sus planetas. Y en este planetita, el tercero, hay carbono, hay nitrógeno, hay oxígeno y todo el resto de los elementos. Las estrellas Fonasa Nivel 1, como el sol, forman carbono, nitrógeno y oxígeno; pero las estrellas grandes, las ABC1, de más de ocho masas solares, al final explotan como supernova. Y en el interior de la estrella y en la explosión de la supernova se generan todos los elementos químicos: los elementos que están más allá el hierro se forman en la supernova. Y los que llegan hasta el hierro se forman tranquilamente en el interior de la estrella.

Qué les puedo decir. Somos polvo estelar diluido con un poquito de hidrógeno. Quiero decirles a todos que los extraterrestres existen. Los extraterrestres somos nosotros. Porque de la cabeza a los pies no tenemos nada que no venga del cosmos. Y a los niños les cuento que ellos son igual de viejos que yo, porque no tienen ningún átomo del cuerpo que sea menor a 5000 millones de años. Y yo tampoco. Así que a nivel atómico somos igual de viejos. Y parafraseando un cuento de Bradbury, donde un niño preguntaba, ¿y dónde están los marcianos?, al final el papá lo lleva y lo pone a mirar en un espejo de agua y le dice “los marcianos están ahí”. Yo les digo, esta noche vayan a verse a un espejo y verán al extraterrestre más cercano.

Dueña de casa y trampa patriarcal

Una dueña de casa protagoniza Vida de hogar, escrito por Naomi Orellana e ilustrado por Constanza Figueroa. Un volumen donde se cruzan el testimonio con el diario de vida, el libro de notas con el manifiesto de una “dueña de casa joven, precariamente ilustrada” (9) quien expone un tramo particular de su vida de seudoreina del hogar.

Seguir leyendo

Proyecto de ley de universidades estatales: Reacciones ante los vacíos de la nueva ley

El reciente anuncio del gobierno del proyecto de ley que regirá las universidades estatales gatilló la inmediata reacción de parte de la comunidad universitaria. Los reparos están en la propuesta de estructura de gobierno universitario, que iría en detrimento de la autonomía alcanzada por la U. de Chile desde la reforma de sus estatutos, la precarización de la situación laboral del personal de colaboración de la institución y la insuficiente propuesta de financiamiento a la educación pública superior, que dejaría a las universidades del Estado nuevamente a merced de la búsqueda de autofinanciamiento.

Seguir leyendo