Joan Turner: “Después de 45 años, la justicia no es justicia”

“¿La felicidad tiene alguna imagen?”, se interroga Joan Turner, y los ojos se le llenan de lágrimas. Todo duele más en un septiembre cargado de recuerdos, de iras, de muertes. Duele también cuando responde que no, que la justicia no es justicia después de 45 años, el tiempo que ella y el país tuvieron que esperar para que los asesinos de Víctor Jara fueran condenados.

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Porfiada memoria

Por Marcia Soantkebury | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

La negación y el borramiento fueron la política de la dictadura desde que bombardeó La Moneda. Al reconstruir el edificio, suprimió la entrada de la calle Morandé: si no había puerta, nadie había salido por ella y, por lo tanto, los que atravesaron ese umbral detenidos o muertos jamás existieron. Al suprimir la dirección del centro de detención y tortura ubicado en la calle Londres: si se sustituía el número 38 por otro desaparecía el escenario de tormentos y muerte. Al promover la recuperación del espíritu “deportivo” del Estadio Nacional, porque el fútbol contribuiría a evaporar la memoria de las violaciones a los derechos humanos que allí sucedieron. Y, lo más cruel, en el caso de los detenidos desaparecidos: al no existir el cuerpo, no quedaba constancia de su existencia ni las huellas del crimen.

Mientras gobernaba el general Augusto Pinochet, miles de chilenos y chilenas fueron perseguidos, privados de libertad, exiliados, exonerados, ejecutados, torturados o hechos desaparecer. Durante la transición, los gobiernos democráticos materializaron sus políticas de derechos humanos en las comisiones de verdad (1990- 2005) y estas identificaron a 3.185 desaparecidos, ejecutados o asesinados en forma sumaria. Individualizaron a 28.459 torturados y detectaron 1.132 recintos de detención y tortura, varios de los cuales eran desconocidos hasta entonces.

Además de negar estos crímenes, a los afectados por ellos los agentes del Estado les negaron derechos, identidad y hasta su calidad de seres humanos. También los privaron de su nacionalidad y desconocieron su existencia legal. Por eso, los años que siguieron al golpe de Estado estuvieron marcados por una lucha sorda o abierta por imponer la impunidad o la justicia, el olvido o la memoria.

Especialistas en estos temas establecen que el proceso de sanación de quienes han sufrido atropellos a su integridad y derechos requiere del reconocimiento social de lo sucedido. De allí que el propósito de las medidas de reparación formuladas por los gobiernos de la Concertación apuntó a revertir esta situación reforzando el protagonismo y la dignidad de las víctimas e involucrando a la ciudadanía en una profunda reflexión sobre las consecuencias de la intolerancia.

Al poco tiempo de instalarse la Junta Militar en el poder, con el propósito de recordar a sus familiares desaparecidos, organismos de derechos humanos y grupos de sobrevivientes de los centros de detención comenzaron a instalar cruces, placas alusivas o memoriales a lo largo y lo ancho de nuestra geografía. Y, desde entonces, estos se transformaron en espacios de reparación y encuentro que nos hablan de un pacto para no olvidar.

“No podemos cambiar nuestro pasado. Sólo nos queda aprender de lo vivido. Esa es nuestra oportunidad y nuestro desafío”, afirmó en diciembre del 2008 la presidenta Michelle Bachelet al poner la primera piedra del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Ella estaba convencida de la importancia de este proyecto y lo llevó adelante contra viento y marea. Estimaba que contribuiría a transparentar las situaciones dolorosas vividas por nuestro país, a reflexionar sobre ellas y que contribuiría a que estas no se repitiesen “nunca más”.

El pasado vinculado a guerras o dictaduras suele desatar apasionadas polémicas en torno a las distintas interpretaciones de lo sucedido y la memoria se constituye en territorio de disputa cultural y política. Chile no ha sido la excepción. Sin embargo, la exmandataria consideró que la imposibilidad de establecer una mirada única no podía ser el pretexto para dar la espalda a lo ocurrido.

La construcción del museo, cuya muestra estable abarca entre el 11 de septiembre de 1973 al 10 de marzo de 1990, remeció a la sociedad chilena aún marcada por el discurso  único heredado del régimen militar y por la negación de la evidencia. Sus contenidos visibilizaron lo que durante muchos años había permanecido oculto.

Hoy, por los pasillos de este edificio transparente ubicado frente a la Quinta Normal, circulan cientos de visitantes, fundamentalmente jóvenes: más del 50 por ciento de nuestra población no había nacido cuando sucedieron los hechos que se presentan en el museo. Se detienen para revisar fotografías y leer los recortes de prensa, observan las artesanías carcelarias y se conmueven frente a las pantallas con los testimonios de los presos políticos.

Al recorrer los sitios de memoria -espacios físicos donde ocurrieron los acontecimientos y prácticas represivas del pasado reciente- como Londres 38 o Villa Grimaldi, el potencial de transmisión es enorme y el visitante se enfrenta y emociona ante la presencia inmanente del pasado.

Sin embargo, en un museo como este, fue necesario enfrentar otros desafíos: ¿Qué se quiere representar? ¿Con qué objetivo? ¿De qué manera? La opción fue entregar al visitante el máximo de elementos –cartas, fotos, recortes, videos, grabaciones y documentos- que le permitiesen reflexionar, sacar sus propias conclusiones y quizás, ¿por qué no decirlo?, salir del edificio con más preguntas que respuestas.

Tarea difícil de abordar fue definir cómo se presentarían la represión y los horrores del terrorismo de Estado. Se decidió no utilizar la “pedagogía de la consternación”, predominante hasta los años ‘90, y que con su recreación morbosa del horror fuese contraproducente, generando distancia y dejando fuera a un visitante anonadado y sin palabras. Se recurrió a representaciones abiertas que combinan información desprovista de retórica con elementos de fuerte simbolismo, destinados a estimular la reflexión.

Testimonios, relatos, voces, paneles y maquetas acentúan el heroísmo y espíritu de lucha de los prisioneros, sus historias de vida, cartas, poemas, formas de resistir, esperanzas, miedos y gestos solidarios. No hay recreaciones y, con excepción de un catre de tortura, todos los objetos de la muestra son originales.

Se optó también por plantear desde un lenguaje simbólico y poderoso, múltiples preguntas e interpretaciones de los hechos que se rememoran. Expresiones mixtas que incluyen relatos y representaciones convencionales y audiovisuales en pantallas y formatos diseñados especialmente para llegar a los jóvenes. Porque la idea es que el museo opere como un puente entre el pasado y el presente y que sus contenidos transciendan las experiencias individuales para educar y construir futuro.

Implementar una política de memoria es complementario a las acciones de reconocimiento de la verdad, de justicia y de reparación individual de las víctimas. Y, a diferencia de la justicia de la historia que se sustancia en una explicación de los hechos, la justicia memorial no puede descansar mientras haya una injusticia no reparada.

El Museo de la Memoria busca transformar la historia en memoria en función de un proyecto destinado a abrir un camino para avanzar y que nos ofrezca un sentido de identidad y destino. Destino que convoca a cada ciudadano de nuestro país a reconocerse como parte de la tragedia ocurrida, idea que está expresada en la obra de Alfredo Jaar. Materializada en una cripta que dialoga con el edificio, ésta se inspira en el concepto “todos hemos perdido algo”, e incluye imágenes de detenidos desaparecidos y de personas aparentemente no involucradas en lo ocurrido.

Cada cierto tiempo, en torno al museo se abren debates sobre el contexto o el periodo que abarca la muestra. Involucran a una sociedad aún dividida frente a lo sucedido en un pasado reciente y nos remiten a los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado contra un sector de la sociedad. Sin embargo, a diferencia de otro tiempo donde primaban el miedo o la indiferencia, en estos días sus detractores han tenido que enfrentar la protesta de miles de ciudadanos que valoran este espacio de resistencia frente al olvido.

Universidad pública y democracia

En torno al 18 de septiembre ocurren otras efemérides significativas: la de las elecciones que llevaron a la Presidencia de la República, entre otros, a Salvador Allende, Eduardo Frei Montalva y Jorge Alessandri; la del golpe de Estado que marcaría el inicio de una prolongada dictadura y la del plebiscito en que triunfaría la opción de llamar a elecciones presidenciales en vez de continuar siendo gobernados por Augusto Pinochet. Así, la celebración de nuestra condición de país soberano se rodea de evocaciones profundas acerca de la historia de nuestra democracia. Son distintos momentos para evocar, a veces con alegría, otras con dolor, cómo se construye, cómo se pierde y cómo se intenta recuperar una vida en democracia.

Muchos componentes esenciales de una sociedad democrática están ciertamente ligados a factores educacionales y culturales que condicionan a sus integrantes. Sin embargo, sería infundado, además de ingenuo, afirmar que la educación es un antídoto contra las dictaduras. Baste recordar a países que disfrutaban de un muy alto nivel intelectual al momento de caer en regímenes dictatoriales. Pero, si no condición suficiente, la educación al menos sí parece ser condición necesaria para la democracia.

Específicamente en el caso de la educación pública, uno de sus principales valores debe ser, precisamente, contribuir a la formación de ciudadanos responsables en un ámbito de respeto a la diversidad de los seres humanos y de contribución a la cohesión de la sociedad en torno a ideales comunes.

No es de extrañar que en la sucesión de las diversas etapas que configuran la historia de nuestro país en el último siglo, existiera, primero, una correlación evidente entre el fortalecimiento de la educación pública y el de la democracia; en seguida, a partir del golpe de Estado se observa un esfuerzo por anular a una y a otra. Y, más recientemente, hemos visto coexistir llamativas limitaciones e inesperados problemas al intentar restablecer la vida democrática con un cierto desentendimiento para con la responsabilidad de reconstruir la educación pública.

La educación pública pretende formar ciudadanos responsables y autónomos, dos valores difícilmente apreciados por las dictaduras. Estas prefieren inducir una suerte de regresión infantil que haga más tolerable a los adultos el acatar órdenes y el ser marginados de la toma de decisiones. Si la Revolución Francesa vio en la educación pública el medio para transformar a súbditos en ciudadanos, su debilitamiento debería facilitar el proceso inverso. Por otra parte, una convivencia social armónica debería complementarse bien con un tipo de educación, como es la educación pública, que fomente la interacción entre personas diversas en múltiples dimensiones, tales como las relativas a política, religión, etnia, ingresos económicos o cultura.

La celebración de nuestro retorno a la democracia por el plebiscito del 5 de octubre de 1989 y la reflexión que conlleva debería también reflejarse en cómo habremos de seguir conversando de aquí en adelante acerca de la universidad pública. Necesitamos ir más allá del reciente debate sobre educación superior, muchas veces excesivamente limitado a la inmediatez pecuniaria tanto institucional, el financiamiento de las universidades, como individual, la motivación que impulsaría a un joven a cursar una carrera.

La universidad pública precisamente debe destacar por su compromiso definitorio con aspectos esenciales para la comprensión y defensa de la vida democrática. Debe promover el pluralismo en su vida interna y en sus medios de comunicación. Debe no sólo mencionar, sino hacer evidente el concepto de bien común, la idea que una universidad pública nacional o regional vela por el progreso del conjunto de la comunidad a la cual se debe, más allá de intereses de grupos. Debe comprometerse con el progreso del país, desde lo humanista y social hasta lo científico y tecnológico.}

Y la democracia debe cuidarse a sí misma cuidando a sus universidades públicas. Somos espacios de intercambio de ideas a través de nuestro quehacer cotidiano y a través de nuestros medios de extensión. El Estado debe sentir a sus universidades como un aliado para sus objetivos trascendentes, muy especialmente el robustecimiento, la profundización y la ampliación del ámbito de la democracia.

El caso Rebolledo

Nada se ve sólido en este último trimestre del año, ni el inicio de la primavera, ni el ejercicio de la justicia en temas de derechos humanos, y menos el periodismo de investigación, léase libertad de expresión. El caso del autor de la trilogía de los cuervos, el periodista Javier Rebolledo, quien hace menos de un año publicó Camaleón. Doble vida de un agente comunista, es un alarmante ejemplo y no precisamente de primaveras inestables. Una querella en su contra por injurias interpuesta por la hija del ex agente de la DINA, Raúl Quintana Salazar, que actualmente cumple condena en Punta Peuco por crímenes de lesa humanidad, fue primero rechazada por el Octavo Juzgado de Garantía, pero luego acogida por la Tercera Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago.

El libro Camaleón es una apasionante crónica escrita con las herramientas del periodismo narrativo junto a una acuciosa y amplia investigación sobre la doble vida de un controvertido personaje de filiación comunista, Mariano Jara Leopold, infiltrado no sólo en las más altas esferas de la dictadura sino en lo más profundo de la noche santiaguina, donde agentes de la Dina, hípicos, empresarios y reconocidas artistas del cabaret se tomaban la sórdida vida nocturna de un país con toque de queda y licencia para matar.

En la página 20 de este libro el autor escribe refiriéndose a un pariente político, Raúl Quintana Salazar, vinculado con su protagonista: “Contaba con una destacada carrera dentro del Ejército que lo coronó como teniente coronel. En sus inicios estuvo a cargo del campo de prisioneros en Tejas Verdes. Los detenidos lo recordaban como un tipo durísimo, bruto, insensible y anticomunista. Según el testimonio judicial de un ex agente del regimiento, lo vio introducir una zanahoria en la vagina de una mujer extranjera, mientras se encontraba desnuda y vendada sobre una “parrilla”.Nelsa Gadea Gadán, uruguaya, desaparecida de Tejas Verdes. A esas alturas, Raúl Quintana tenía una condena en segunda instancia por su responsabilidad en la desaparición de seis personas y las torturas a veintitrés más. Al 2013 todavía andaba, como muchos de los victimarios, libre en espera de una sentencia definitiva”.

El párrafo anterior podría ser omitido si nos referimos sólo al ejercicio del periodismo y el atentado a la libertad de expresión que significa acoger esta querella. Como lo señaló el programa del mismo nombre del ICEI, “investigar, establecer los hechos y darlos a conocer es de la esencia del periodismo. Sin un periodismo que cumpla con este fundamento ético,
estamos frente a una democracia debilitada que priva a la ciudadanía de ejercer su derecho a la información”.

Sin duda el tema trasciende al caso Rebolledo y nos instala no sólo en la premisa de que la defensa de la libertad de expresión, el derecho a la información y de prensa son principios y valores que deben ser defendidos por toda sociedad con estándares democráticos, como se establece en los artículos del Código de Ética del Colegio de Periodistas de Chile y en diversos instrumentos internacionales. Basta con recordar que en el preámbulo de la Declaración Universal del año 1948 se deja constancia de que la libertad de pensamiento y expresión es una de las cuatro libertades cuya violación estuvo directamente vinculada con los actos de barbarie de los que fue testigo la humanidad durante la Segunda Guerra Mundial. Así, la Declaración Universal consagra un derecho autónomo a la libertad de expresión señalando en su artículo 19 que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.

En torno a esta materia, que se levanta como una de las deudas de la transición chilena no sólo con el periodismo sino con la propia democracia, debemos recordar el resultado de la visita del Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y que están contenidas en un documento del 2016, en el que entre otras observaciones “recomienda al Estado chileno fortalecer las garantías legales para que las y los periodistas no sean sometidos a acoso judicial u otro tipo de hostigamiento jurídico como represalia por su trabajo estableciendo estándares diferenciados para evaluar la responsabilidad civil ulterior, incluyendo el estándar de la real malicia y la estricta proporcionalidad y razonabilidad de las sanciones ulteriores”.

El Caso Rebolledo compete a cada hombre y mujer de este país y debe ser seguido con preocupación. Porque estamos frente a una paradoja admitida por los tribunales de justicia, cuyo correlato es una clara advertencia al periodismo de investigación para que no siga cumpliendo con un trabajo fundamental, que ha permitido que desde las primeras horas de la dictadura supiéramos de las brutales y sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Esta tarea, asumida por un periodismo riguroso e independiente, puede terminar gracias a las presiones desde Punta Peuco y a la sensibilidad para acogerlas de algunos tribunales de justicia.

Jorge Lobos: “Incluso la arquitectura social en Chile es neoliberal”

Sustentado en sus conceptos de arquitectura cultural y de justicia, Jorge Lobos y su oficina Emergency Architecture and Human Rights trabajan desarrollando proyectos que van en rescate y apoyo a las víctimas de desastres socionaturales, migraciones forzadas, guerras y otros fenómenos que afectan a la humanidad actualmente. Según Lobos, la relación entre identidad, cultura, derechos humanos y arquitectura se torna fundamental para plantear un ejercicio de la disciplina que ponga en cuestión los modelos políticos y sociales imperantes.

Por Ana Rodríguez | Fotografías: Dosteroios Editorial, 2016. Gentileza Jorge Lobos

Cuando egresó de Arquitectura en la Universidad de Chile, a mediados de los ‘80, Jorge Lobos partió de vuelta a su Chiloé natal. Iba a trabajar por unos meses, pero se terminó quedando doce años. Fue ahí, trabajando con antropólogos, entidades como museos y arquitectos como Edward Rojas, que Jorge Lobos concluyó que la enseñanza académica que había recibido le era inútil en un contexto como ese. Entonces surgió el concepto de “arquitectura cultural”.

-Lo que era útil era una cierta manera de pensar que nos había inculcado la universidad, una cierta estructura de análisis de la realidad, sin embargo, los conocimientos concretos y técnicos eran poco útiles en un contexto como Chiloé. Nunca nos enseñaron madera. Entonces, al intentar entender cómo se construía en Chiloé, fuimos descubriendo esta conexión con la cultura. Y cómo podíamos aprender de las culturas locales. En Chiloé nosotros hemos elaborado todos los conceptos teóricos que utilizamos hasta el día de hoy, a partir de la arquitectura cultural.

A fines de los ‘90, Lobos decidió partir fuera de Chile. Sabía que una voz provinciana tendría menos resonancia en este país que la de alguien que había pasado una temporada en el extranjero.

– Para el centro de poder de la arquitectura de Santiago, lo que nosotros estábamos haciendo en Chiloé era algo interesante, pero algo más bien folklórico y distante, algo provinciano- asegura.

En España, Lobos hizo clases de proyectos en ETSAM Madrid, cursó un máster en teoría en ETSAB Barcelona y comenzó su carrera en Europa, que ha estado dedicada fundamentalmente al desarrollo de proyectos arquitectónicos en zonas golpeadas por las catástrofes naturales, los conflictos políticos y las migraciones forzadas. Lobos habla de “nosotros”, en colectivo, refieriéndose a la oficina que formó en Dinamarca: Emergency Architecture and Human Rights, EAHR. Sus obras incluyen viviendas de emergencia para los afectados por el huracán Katrina, para los refugiados por la sequía de Uganda, para los afectados por la erupción del Chaitén en Chile y los desterrados luego del tsunami en Indonesia, además de viviendas para las víctimas de la guerra civil de Sri Lanka, entre otras soluciones, como museos, obras públicas e iglesias. Fue en este camino que Lobos entendió que la utilización de problemáticas relativas a la cultura, las etnias y las identidades podían ser una herramienta política peligrosa.

– Los racismos, la xenofobia, todos ellos se basan en elementos de identidad cultural. Por lo tanto, esta relación entre cultura, identidad y arquitectura, tenía un límite que era muy delicado. Era una línea que se podía pasar muy fácilmente. Por eso salto a los derechos humanos y en ese punto también nos transformamos en las primeras personas que hablamos de arquitectura y derechos humanos, conectando estos dos elementos. En Chile, la referencia que uno tiene en el imaginario colectivo son las violaciones a los derechos humanos, los ataques de la dictadura. Pero en realidad los derechos humanos son mucho más que eso. Son los derechos a vivienda, a un ambiente limpio, a la identidad. Lo que descubrí trabajando y pensando en esto fue que los temas identitarios y culturales son parte de los derechos humanos. Que el paraguas de los derechos humanos es mucho mayor para poder albergar una teoría de arquitectura que pueda ser más universal y que pueda servirnos en otros países, no sólo en Latinoamérica.

¿Cómo ves desde Dinamarca el panorama chileno respecto a las migraciones?

– Desde el exterior uno ve a los políticos chilenos, sobre todo la derecha, repitiendo los códigos atrasados que se usaban aquí en Europa hace diez años y que se empezaron a replicar en Estados Unidos hace más o menos el mismo tiempo. Son frases hechas y que simplemente se empiezan a imitar porque producen rédito de votos al apelar a emociones primarias y fáciles de activar. Pero es un lenguaje peligrosísimo porque comienza a generar enormes fracturas en la sociedad. El lenguaje racista y xenófobo que comienza a aplicar la derecha en muchísimos temas de migración es una escalada sin límites. Cada vez van a ir con un lenguaje más y más salvaje en contra de los inmigrantes, de los pobres, de los indígenas, porque eso es lo que se ha visto en otros países. Chile está repitiendo exactamente los mismos parámetros, lo cual es muy dañino para la convivencia ciudadana. Algo que cuesta muchísimo volver a sanar y volver a reconstruir. Eso, sumado a la desafección de la ciudadanía a la política, hace que sea muy posible que en un futuro no tan lejano, ni deseado, una derecha extrema, xenófoba y religiosa pueda gobernar en Chile.

¿Cuál sería el rol de la arquitectura en ese escenario?

– El rol de la arquitectura es bastante lateral en ese escenario. Chile no decidió construir un Estado de bienestar, decidió construir una sociedad neoliberal, por lo tanto en Chile la arquitectura es neoliberal, incluso la arquitectura social en Chile es neoliberal. En Chile no se forman ciudadanos, se forman propietarios a través de la vivienda social. No se entregan valores humanistas de convivencia en la ciudad; se entregan valores de propiedad bancarios, hipotecas, compromisos legales que tiene la gente que respetar. Y en eso la arquitectura es simplemente una caja de resonancia del poder. No puedo decir que la arquitectura sea la culpable de esto. Pero la arquitectura construye las ideas políticas que ha generado nuestro país y que son totalmente neoliberales y fracasadas desde el punto de vista colectivo y solidario.

Hace algunas semanas, el alcalde de Las Condes, Joaquín Lavín, anunció la construcción de viviendas sociales en la rotonda Atenas. El mismo Lavín que un par de décadas atrás comenzó personalmente la destrucción de la Villa San Luis, viviendas sociales emblemáticas del gobierno de Allende.

– La arquitectura siempre va a estar al servicio del poder. La arquitectura es el bufón del poder, construye los escenarios del poder. Los que nosotros conocemos como los grandes arquitectos son los bufones del poder, a los cuales el poder les paga para que ellos hagan un cierto divertimento estético urbano para los sectores más acomodados y para consolidar el poder de los que lo poseen. Si realmente queremos tener un país más equitativo, cambiemos el sistema político. La arquitectura, luego, va a cambiar por sí misma. Los Estados de bienestar escandinavos, que son el modelo más exitoso que ha tenido el planeta en términos de equidad, no han sido considerados ni de asomo como una opción para repetir su éxito, porque los que están en el poder no están dispuestas a ceder una gota de éste a “los otros” . La arquitectura de los Estados de bienestar escandinavos ha construido el Estado de bienestar, pero después de que la política ha decidido que iba a ser equitativa, ética y solidaria. Y la arquitectura escandinava ha construido viviendas sociales, escuelas, librerías, bibliotecas, espacios públicos, en la lógica de la equidad, la ética y la solidaridad.

Entonces, ¿sería ilusorio esperar que a partir de la creación de una villa de viviendas sociales en un sector donde el paño de terreno es carísimo, estamos creando inclusión?

– Es una ilusión doblemente ficticia porque se genera discusión sobre un proyecto específico y hay miles y quizás millones de personas en Chile que están requiriendo mejores condiciones de vida. Estaba leyendo un reporte económico sobre Chile donde el promedio de ingresos es 550 mil pesos. Pero el 75 por ciento está por debajo de ese promedio. O sea, reciben mucho menos. Ese es el promedio. Esos niveles de inequidad que tiene Chile hacen totalmente imposible pensar que la arquitectura va a construir un cambio social. Es imposible que la arquitectura produzca cambios sociales con los niveles políticos que tenemos.

Arquitectura y catástrofes

¿Cómo han enfrentado en tu oficina el tema tan amplio de la arquitectura y los derechos humanos?

– Hay una parte teórica, un grupo que está pensando sobre esto, y que estamos desarrollando el manifiesto “Arquitectura es un derecho humano”; lo estamos haciendo en muchos países del mundo en forma colectiva y debería estar terminado el borrador a fines de este año, para la celebración de los 70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el 10 de diciembre. Y por otra parte tenemos un área práctica que es la mayor, donde estamos haciendo proyectos que nosotros buscamos a través de los medios de comunicación. Leemos los diarios, escuchamos la televisión y vemos dónde hay necesidad de arquitectura.

Por ejemplo, Myanmar en migración: van a otro país, los instalan en las montañas y ahora hay un monzón. Por lo tanto toda esa gente va a ser barrida por las lluvias y por los aluviones. Ahí hay un problema. Entonces, pensamos cómo se pueden defender los derechos humanos en ese lugar, comenzamos a buscar fondos y a buscar organizaciones que trabajan en esa zona, para asociarnos con ellos. Esa es nuestra modalidad de trabajo.

Alberto Cruz decía que los problemas de la arquitectura están en la ciudad. ¿Estás de acuerdo con eso?

– Para mí los problemas de la arquitectura están no en la arquitectura en sí misma, sino en los modelos políticos y sociales que nosotros nos damos. Y por eso nosotros promovemos arquitectura y derechos humanos, porque creemos que los derechos humanos pueden ser parte de la estructura social del siglo XXI. Están los derechos a la igualdad de género, los derechos de los niños, de los migrantes, los derechos de las minorías. Y eso puede estructurar otro tipo de arquitectura. Puede que sea en la ciudad, puede que sea en los territorios rurales. Puede que sean territorios más macros que la ciudad misma. No sabría definirlo. O, ¿cómo definirías los campos de refugiados? ¿Los definiría como una ciudad? ¿O como una ruralidad? No lo sé. Pero en ese lugar sí se producen muchos temas de los que estamos discutiendo en arquitectura.

¿Cómo afectan a la inequidad social los desastres socionaturales, muy recurrentes en Chile?

– Al parecer los temas de emergencia en Chile son parte de la identidad nacional y producen al menos dos efectos. Uno es el efecto del desastre, de la catástrofe económica, que conlleva pérdida de vidas y de calidad de vida de muchas familias. Un segundo efecto es uno de los pocos elementos que aún sigue despertando solidaridad. Cuando ocurren desastres naturales se logra ver algo de solidaridad en nuestro país, cosa que se ha perdido radicalmente en las últimas décadas. La solidaridad, que es uno de los elementos esenciales para construir una sociedad, en Chile prácticamente no existe o existe en niveles bajísimos y en esferas aisladas. Pero la solidaridad no es caridad. La caridad cristiana, católica, de hacer una Teletón para donar unos dineros y para que se enriquezcan algunas empresas con publicidad, no es el tema social. Tienen que ser movimientos sociales, ciudadanos, que estructuren la solidaridad como eje central de la sociedad. Lo cual sí existía en los años ‘60 y ‘70 en nuestro país.

Pero a la vez, como reacción a los desastres, uno ve los saqueos. O la gente que empezó a construir la idea de que venía una turba y que había que hacer turnos con escopetas para defenderse. Es la otra cara.

– Exacto, es la otra cara y es curioso porque eso ocurre casi en todos los lugares del mundo con desastres naturales. Da la sensación, y eso lo hemos analizado en términos urbanos, que cada ciudad o cada territorio tiene unas ciertas leyes tácitas de convivencia, que pueden gustarnos o no, pero existen. Y uno se da cuenta fácilmente cuando viaja a lugares con contextos muy diversos, de que hay ciertos códigos que uno no maneja del todo, pero que se pueden absorber tácitamente. Cuando se rompen esos códigos producto del desastre natural, da la sensación de que las personas se consideran con el derecho a tener comportamientos que no se permiten a sí mismos en tiempos de normalidad. Esto es un fenómeno muy común en las emergencias, en los naufragios, los terremotos, las erupciones volcánicas: las personas son capaces a veces de hacer cosas que no se imaginaban, en el sentido positivo y en el sentido más negativo. Algo pasa con la regulación social que produce la ciudad. La ciudad y lo urbano tienen ciertas leyes implícitas que estructuran una convivencia ciudadana, lo que llamamos civilidad.

100 escuelas para niños refugiados en Medio Oriente 

Uno de los proyectos principales en los que trabajan Lobos y su equipo hoy se llama “100 escuelas para niños refugiados en el Medio Oriente”. Consiste en construir cien escuelas sencillas en los campos de refugiados producto de la guerra en Siria, por la que han migrado entre cinco y seis millones de personas hacia los países aledaños: Jordania, Irak, Egipto, Líbano. Hoy, dos tercios de los niños refugiados no tienen escuela. Lobos contabiliza que podrían extenderse a quince los años que esos niños no tendrán acceso a educación. “En ese tiempo se va a perder una de las generaciones de niños y la educación del país con más alto nivel de Medio Oriente. Eso va a ser una fractura tremenda para el país y para la reconstrucción”, asegura. Jorge Lobos hace por este medio un llamado de ayuda para conseguir la meta diciendo que necesitan dos cosas: “voluntarios, gente que quiera ir a ayudar a construir y trabajar como arquitecto en esos lugares. Y segundo, necesitamos fondos de sectores que pueden hacer donaciones. Principalmente, que la comunidad de Medio Oriente en Chile tenga la opción de involucrarse y asociarse a este proyecto”.

La poderosa porfía de Ana González

Su imagen es el símbolo de la persistencia de la memoria en nuestro país. Su duelo, interminable e inabarcable, la bandera de lucha que ha encabezado, representando en su cuerpo la historia de las víctimas de los atropellos a los derechos humanos en dictadura. Ana González de Recabarren recuerda su infancia tocopillana, su llegada a Santiago, las juventudes comunistas, las primeras imágenes de su amor, Manuel. Un testimonio que está también contenido en las páginas de su autobiografía, que acaba de terminar.

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¿Poder femenino o feminismo interseccional? Una reflexión histórica en torno a los 30 años del NO

Por Kemy Oyarzún

Los debates en torno a las nuevas subjetividades sociales, culturales y políticas de hoy representan nudos centrales para el feminismo, para la radicalidad democrática y el pensamiento crítico. En ese sentido, constituyen un barómetro a partir del cual examinar los 30 años desde que el éxito del No y las ciudadanías activas plantearan al terrorismo de Estado la imposibilidad de una vuelta atrás.

Históricamente, los nudos de sabiduría feminista de las nuevas subjetividades de la modernidad quedaban formulados lúcida y tempranamente para América Latina a partir de Flora Tristán, entre 1833 y 1838, en Unión Obrera y Peregrinaciones de una paria. Posteriormente, en Chile, las nuevas subjetividades serían invocadas por el Movimiento de Emancipación Chilena (MEMCH ‘35 y ‘83) y por Julieta Kirkwood, tanto en sus escritos como en sus talleres feminarios. Esos nudos han mostrado complejas problematizaciones en filosofía política a partir de planteamientos como los de Carole Pateman y Nancy Fraser, entre otros. Pateman instaló la idea de una “deuda primaria” de las democracias occidentales para con las mujeres, y en ese sentido, a nivel del modelo democrático de la propia burguesía, ella daba cuenta de ciertas fallas estructurales del paradigma de igualdad. Aparte de la desigualdad estructural entre capital y trabajo, el modelo sería sistémicamente deficitario por desconocer ciudadanía incardinada para la mitad de la especie. A su vez, Nancy Fraser daba cuenta de un paradigma histórico tripartito que el feminismo estaría configurando a nivel mundial a partir de tres vectores: la representación, las identidades y la redistribución, todos ellos a niveles simbólicos y materiales. No se trataría de “estadios” diacrónicos. Las más de las veces, las luchas feministas latinoamericanas los expresan con mucha sincronía. Como ejercicio teórico, podríamos identificar la representación con las luchas sufragistas que pusieron en tela de juicio los procesos ilustrados y republicanos de democratización. Las luchas identitarias vendrían vinculadas a los movimientos del ‘68 y posteriormente surgirían las demandas por la redistribución de poder e igualdad estructural.

Como la dictadura constituyó un retroceso en el sufragio de toda la ciudadanía, las luchas por la representación y la identidad se convirtieron en ejes simultáneos hasta la posdictadura. Los esfuerzos por redistribuir poder simbólico y material aguardan aún, dadas las condiciones del hipercapitalismo neoliberal.

No será sino hasta la Comuna de París y la Revolución Bolchevique que los objetivos de redistribución se convertirán expresamente en nudos políticos para las mujeres y las grandes mayorías, como muestran Louise Michel (la “louve rouge”) en 1871 y Aleksandra Kollontái en 1918, respectivamente.

La división capitalista del trabajo se va consolidando. La oposición entre letradas o movimientistas, políticas populistas (María de la Cruz) o de avanzada socialista-comunista (Julieta Campuzano y Laura Allende) marca los tránsitos hacia imaginarios cada vez más heterogéneos hasta que se configura un segundo auge coalicional significativo, el de la Unidad Popular, caracterizada, paradójicamente, por una baja en el feminismo movimientista. Ni la revolución en libertad ni la Unidad Popular impulsan, por motivos opuestos, la constitución de identidades feministas, si bien ambas se plantean proyectos de desarrollo país. Supuestamente, las contradicciones entre la emancipación de las mujeres y la liberación nacional se habrían de resolver “más adelante”. Es posible que la Unidad Popular haya subordinado la cuestión del sujeto feminista a la “cuestión popular” sin más calificativos a raíz de dos amenazas: la intervención norteamericana y los avatares antidemocráticos del capital monopolista chileno. Aquí resulta indispensable enfatizar, en primer lugar, el rol intervencionista del capital norteamericano, elidido tozudamente en el Chile dictatorial y posdictatorial por los medios comunicacionales, a pesar de la evidencia de los ITT Papers. Gladys Marín, quien se encontraba en clandestinidad para el No, fue tajante: “Estábamos en medio de la guerra de embargos, bloqueos, desestabilización, paros patronales, atentados todos los días a vías férreas y tendidos eléctricos; asesinatos; radios, diarios, TV que llamaban abiertamente a derrocar a Allende. Todo financiado desde los EE. UU. Millones de dólares para desestabilizar el gobierno popular y hacer chillar la economía chilena”.

En segundo lugar, la Unidad Popular experimentaría la avanzada de mujeres naturalizadas de derecha, organizadas bajo el lema de “poder femenino”, que a diferencia de los sujetos feministas, lanzaban sus campañas profamilia consolidando la resacralización de la familia heteronormativa, la sumisión neocolonial y la agresiva repulsa de los amplios imaginarios interseccionales. En perspectiva, los derechos reproductivos terminarían siendo uno más de los chivos expiatorios de la dictadura. En los ‘80, la re-penalización del aborto dio vuelta el reloj hacia 1931, haciendo tabla rasa de las luchas feministas de los años ‘30. No habrá solución de continuidad entre esa actoría hegemónica de mujeres autocráticas y la constitución pinochetista, cuyo biopoder patibulario propugnará la violencia sexual como eje de la violencia de clase. Aunque de ello no se hable sino hasta apenas siete años atrás, no habrá prisionera que no fuera violada en cruentas prácticas sexuales, como tampoco varón que no haya sido feminizado a partir de torturas sexuales en cautiverio. La Constitución de 1980 centrará en la familia y no en la persona los derechos, para convertirla en núcleo de políticas educativas privatizadoras y docilizadoras. La estrechez del Estado para los cuidados se habrá realizado en nombre de esa feminidad y de su ideología familiocéntrica.

El Estado subsidiario anexado al exterminio durante la dictadura es hasta el día de hoy producto ancilar de una transición inconclusa. Referir a mujer y/o género hoy implica asumir la diferencia radical entre lo femenino y el feminismo interseccional, entre ser sujetos u objetos de políticas públicas, entre neoliberalismo y democracia, en una situación epocal de neocolonialidad. En el contexto del binominalismo pactado, la transición democrática se dio de espaldas a los movimientos estudiantiles, a las feministas radicales, a los movimientos sociales y a aquellos considerados de “ultraizquierda”, con la consiguiente lucha permanente de esos sectores por incidir en las coyunturas políticas más allá de las “cocinas” legislativas. Para 1995, el Parlamento, que aún contaba con senadores designados, llegaría a votar por mayoría la censura del vocablo “género” en los documentos que la Ministra Josefina Bilbao llevaría a la Conferencia en Beijing. Sin duda, los movimientos sociales y los partidos excluidos han protagonizado procesos democratizadores desde las calles, sindicatos e instituciones, impulsando legislación a favor del divorcio, la despenalización de la sodomía, uniones civiles, leyes contra la violencia intrafamiliar (no de género), planes laborales de igualdad y despenalización del aborto en tres causales. Mayo de 2018 repolitiza el propio concepto de género, que se había venido sumando a otras estrategias de gatopardismo y autocensura para eludir hablar directamente de patriarcado, machismo o extractivismo, pero también de clase, raza, colonialidad o imperio. El triunfo del No fue indudablemente generado por amplias y diversas actorías democratizadoras, que no siempre han sido representadas a nivel gubernamental. El largo camino de blanqueo e impunidad frente al exterminio dictatorial resurge una y otra vez como situación inconclusa, como retorno de lo reprimido a niveles macro y microestructurales.

El segundo gobierno de Michelle Bachelet propugnó reformas estructurales como el fin al binominal, la reforma tributaria o el derecho universal a la educación. Pero esas reformas, instaladas desde nuevas subjetividades democratizadoras, no siempre concitaron amplio respaldo al interior del propio gobierno; redundaron en diseños deficitarios que finalmente favorecieron la elección del actual gobierno de derecha. La despenalización parcial del aborto en tres causales aguarda convertirse en pleno derecho reproductivo -aborto libre, gratuito y de calidad- a partir de más amplias subjetividades y actorías democratizadoras, capaces de nuclearse en torno a objetivos prioritarios colectiva y participativamente acordados.

La enorme desigualdad estructural en Chile afecta particularmente a las mujeres y a los sectores más pobres, en la medida en que la reproducción de la especie y la reproducción de la fuerza de trabajo remiten a la maternidad obligatoria, a dobles y triples jornadas de trabajo y a mermas crecientes del tiempo para sí. Hoy, cuando casi el 50% de las mujeres se ha incorporado a la fuerza laboral, todavía sorprende que perciban el 65% del salario de los varones. De gran impacto para un sistema de sexo género contrahegemónico es el matrimonio igualitario y un sistema nacional de cuidado, que permita desmantelar el binarismo excluyente entre lo privado y lo público, entre la producción y la reproducción, entre la reproducción y la creación artístico-cultural. El neoliberalismo se plantea ajeno al trabajo cultural y al pensamiento crítico. Pendiente queda la capacidad colectiva de convocar a una Asamblea Constituyente que posibilite construir colectivamente una nueva Constitución desde las y los nuevos sujetos. Imagino una carta de navegación estratégica que asegure el tránsito desde el Estado subsidiario impuesto durante la dictadura y prolongado desde el No hasta ahora, hacia un Estado garante de derechos, con igualdades sustanciales y no meramente formales para la ciudadanía toda. Los feminismos interseccionales insertos en los movimientos sociales y el Parlamento, desde las casas y las calles, desde imaginarios plurales y dialógicos han delineado los mapas. El viaje desde los sufragios activos y las identidades a las reapropiaciones materiales y simbólicas recién comienza.

Manuel Antonio Garretón: «En Chile no hay un solo aspecto de la vida social que no esté afectado por las herencias de la dictadura»

Por Jennifer Abate / Fotografías: Miguel Ángel Larrea y Felipe Poga

Sorpresa fue lo que provocó Manuel Antonio Garretón en un panel radial cuando comentó, a principios de la década, su opinión sobre la recién estrenada película “No” (2012) de Pablo Larraín. “Fui a ver la película del No y es probablemente la basura ideológica y el bodrio más grande que he visto”, señaló. Esto, debido a que la película no consideraba, a su juicio, elementos clave en la recuperación de la democracia, como los miles de ciudadanos anónimos que custodiaron las elecciones, un cuadro internacional favorable, la coordinación política y las movilizaciones sociales que se desarrollaron en los meses previos.

Por cierto, el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2007 y académico de la Universidad de Chile tenía y sigue teniendo las credenciales para referirse con propiedad tanto a las batallas por la recuperación de la democracia como a lo que ocurrió tras el plebiscito de 1988 que prometía la llegada de la alegría. Autor o co-autor de decenas de libros y especialista en procesos de democratización y transición, Estado, sociedad, movimientos sociales y partidos políticos, Garretón ha sido una de las principales voces de la consciencia crítica de un país que a 30 años del triunfo del No se sigue asumiendo en transición y que por eso, en sus propias palabras, ha buscado los acuerdos políticos “en la medida de lo posible” con el fin de evitar una regresión autoritaria que desde su perspectiva, nunca estuvo cerca de suceder.

Tomás Moulian ha dicho que la transición se acabó cuando el gobierno de Ricardo Lagos eliminó los enclaves autoritarios de la Constitución del ´80. ¿Comparte usted esa opinión?

No.

¿Se acabó la transición en Chile?

Primero tenemos que ponernos de acuerdo en un concepto de transición, porque si no, cada cual va a decidir cuándo terminó la transición. De hecho, todos los ex presidentes han dicho que con ellos había terminado la transición. Hubo otros publicistas que dijeron que la transición había terminado el 4 de agosto del ‘92 y el propio presidente Aylwin tuvo que decir que en realidad se había equivocado y que la transición no había terminado y que probablemente duraría mucho tiempo. No entremos a hacernos trampas con los conceptos, no entremos a decidir que la transición comienza o termina cuando a mí me gusta o cuando yo decido al respecto.

Entonces, desde su perspectiva, ¿cuándo se acaba la transición?

Mi manera de plantear el asunto sería decir que la transición en el caso chileno comienza el 5 de octubre de 1988 en la noche, cuando queda superada la posibilidad del golpe de Estado. Con el plebiscito se desencadena el proceso de transición, es decir, todos los actores empiezan a preocuparse ya no de la lucha contra la dictadura sino que del régimen que viene y cómo se van a ubicar en el futuro. Por lo tanto, la transición comienza el 5 de octubre y termina el día en que Patricio Aylwin es nombrado Presidente de la República, el primer presidente propiamente tal después de Salvador Allende, porque Pinochet fue un tirano.

¿Y qué fue lo que ocurrió después de ese día?

Estamos en presencia de un régimen democrático, un régimen democrático incompleto, pero es democracia, ya no es dictadura. Creo que, los distintos presidentes, incluso lo que dice Tomas Moulian sobre el gobierno de Ricardo Lagos, hicieron ampliaciones democráticas, reformas que mejoraron el régimen, pero el país ya no estaba en transición y yo creo que el uso del concepto de transición ha sido enteramente ideológico e instrumental.

¿Ideológico e instrumental de parte de quiénes y con qué objetivos?

De parte de todos, tal como se ha usado. ¿Por qué algunos dicen que la transición no ha terminado? Porque, “ah, la transición no ha terminado, por lo tanto, por favor no nos movilicemos demasiado, no generemos demasiados problemas, no exijamos demasiado, calmemos las demandas, hagamos acuerdos y consensos, porque como no ha terminado, capaz que pueda haber regresión autoritaria”. Una de las bases sobre la que se consolidó el modelo socioeconómico de la dictadura, con muchas y profundas correcciones por parte de la Concertación, eso es innegable, fue decir que si nos metíamos con el modelo económico, iban a reclamar los empresarios o los militares. Es decir, la amenaza de regresión autoritaria fue usada para una u otra política a pesar de que cualquier persona con un mínimo de cultura y de estudio de todo lo que han sido las transiciones en el mundo sabía que el 5 de octubre en la noche se acabó la posibilidad de regresión autoritaria. Puede haber habido boinazos, puede haber habido movimientos y amenazas, pero no había ninguna posibilidad de regresión autoritaria y eso lo sabían todos, pero convenía decir que estábamos bajo presión y bajo amenaza autoritaria.

Usted ha hablado de enclaves autoritarios que dificultan el desarrollo de la democracia representativa de calidad, como el control de la elite en la selección de candidatos o la inamovilidad del modelo económico heredado de la dictadura. ¿Cree que en los últimos años, a raíz de fenómenos como el cuestionamiento a la corrupción o la emergencia de nuevos movimientos y partidos políticos, se han reducido los enclaves?

Mire, yo quisiera atenerme un poco a una cierta definición, a un cierto concepto para no hacernos trampa. Cuando yo hablaba de enclaves autoritarios, de lo que hablaba fundamentalmente era de aquellos componentes propios de un régimen dictatorial o autoritario que se trasladan al régimen democrático y que restringen la capacidad democrática. Enclaves son aquellos elementos del régimen dictatorial que se perpetuán en el régimen democrático e impiden la plena expresión de la soberanía o la expresión popular. Dicho eso, los enclaves autoritarios pueden ser institucionales, como una Constitución, o, por ejemplo, ético-simbólicos, como la impunidad de los actores que perpetraron violaciones a los derechos humanos. También hay enclaves actorales, que representan a los actores de la dictadura que aún viven en la democracia buscando una regresión autoritaria, como el núcleo militar o el pinochetismo político.

¿Y se ha logrado reducir esos enclaves en los últimos años?

Si uno toma el enclave ético-simbólico, ahí uno diría que hay una parte importante de lo que se ha logrado que ha sido obra de los movimientos de derechos humanos, fundamentalmente los movimientos que representan a las víctimas, como la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos o las comisiones de derechos humanos. Es evidente que ahí ha habido un papel importante de los movimientos sociales, pero no hemos superado el tema constitucional y ese es el central. En ese punto, a mi juicio, los movimientos sociales han sido más bien débiles, el tema constitucional ha sido uno que han mantenido sobre todo los actores políticos y a veces con la idea de que a la gente no le preocupan esos problemas. En el tema constitucional se define, a mi juicio, la diferencia con la herencia de la dictadura.

Recientemente se aprobó la Ley de Identidad de Género en la Cámara de Diputados, hace un año el aborto en tres causales y hace tres años el Acuerdo de Unión Civil. ¿De qué Chile nos hablan estos avances que eran impensados en los primeros años después de la transición?

Es evidente lo que ha avanzado la sociedad chilena en los últimos cuatro o cinco años. Hace siete u ocho años, hacer un chiste sobre homosexualidad era celebrado en los festivales, en las casas y en todas partes. Hoy es inaceptable y puede ser constitutivo de delito. Esos fueron avances de los movimientos sociales que no habrían tenido una instalación jurídica si no hubiese sido por la política. Pero a su vez, los enclaves institucionales impidieron que pudiera expresarse cabalmente lo que era la demanda ciudadana. Por ejemplo, la ley de divorcio o las discusiones en torno al matrimonio igualitario todavía están atrapadas en una época anterior donde los sectores conservadores tenían mucho poder al respecto.

¿Cuáles diría usted que son las deudas más urgentes que le impiden a Chile alcanzar una democracia plena?

En primer lugar, no tenemos un régimen político completamente democrático debido a que tenemos una Constitución heredada de la dictadura y que tiene un sello de tipo neoliberal con predominio del mercado. No podemos tener democracia plena en un país que no tiene acceso a sus recursos porque los sectores privados son los dueños de estos. No hablo de democracia representativa sino de democracia como una forma de vida en que la sociedad define su destino. Por tanto, el aspecto constitucional es clave. Además, yo tengo la impresión de que siempre va a ser una democracia incompleta si no se define una nueva forma de relación con los pueblos originarios. Va a ser una democracia incompleta con este sistema actual de regionalización. Va a ser una democracia incompleta si no se introducen mecanismos de participación y de expresión de la soberanía popular como los plebiscitos, como la posibilidad de discutir la revocación de mandato, la iniciativa popular de ley, en fin.

La herencia principal de la dictadura ha sido el haber transformado a la sociedad hacia un modelo que si bien los gobiernos democráticos han modificado, se mantiene en sus principios centrales. Hay que llamar la atención sobre eso porque el caso de Chile es único. Los problemas que enfrentan países como Brasil y Argentina no tienen que ver con la época de la dictadura, su vida cotidiana no está afectada por la dictadura excepto en los temas de violaciones a los derechos humanos. Pero si uno mira el caso chileno, salud, educación, pensiones, regionalización, recursos naturales, todo eso tiene que ver con la dictadura. No hay un aspecto de la vida social, no digo de la vida privada, de la vida social, de la vida como país, que no esté afectado por las herencias de la dictadura. Con todos los elementos positivos que tuvo la Concertación, lo que uno más lamenta es que no se le haya dado importancia al debate sobre la modificación del modelo económico neoliberal y los enclaves autoritarios.

A propósito de la ex Concertación y de la ex Nueva Mayoría, ¿qué dice de esas coaliciones, que fueron las que impulsaron la recuperación de la democracia, el hecho de que hoy no se puedan poner de acuerdo para celebrar los 30 años del triunfo del No?

Yo creo que expresa que no existe esa coalición. Dejó de existir como proyecto en un cierto momento y en la medida en que usted va dejando de existir como proyecto, también va dejando de existir como una comunidad con un pasado común. Como ya no tiene porvenir, vuelve sobre el pasado, y cuando hay debates sobre ese pasado, empiezan las divisiones.

Tiempos transicionales, ¿tiempos mejores?

Por Claudio Nash

Chile siempre sorprende. Cuando por fin se comenzaban a mover los “límites de lo posible”, cuando tímidamente mirábamos el futuro sabiendo que de alguna forma nos estábamos haciendo cargo del pasado, justo en ese momento, como si viviéramos una pesadilla larga y agotadora, nos damos cuenta de que estamos lejos de cerrar nuestra transición a la democracia.

Los crímenes perpetrados por el gobierno militar (1973-1990) no tienen precedente en la historia chilena por su gravedad y prolongación. Además, las violaciones de derechos humanos (DDHH) fueron parte de una política de Estado destinada a controlar la población e imponer un modelo político-autoritario, económico-neoliberal, cultural-conservador y social-individualista. Un proyecto refundacional basado en el horror.

El triunfo de la opción No en el plebiscito de octubre de 1988 abrió las puertas para un largo proceso de transición a la democracia y reconstrucción institucional. A diferencia de otras experiencias, la transición chilena no se funda en la caída de la dictadura sino que en una derrota electoral (importante, por cierto), pero dentro de la propia institucionalidad diseñada por el régimen cívico-militar. Esto trajo como consecuencia que no se desarrolló una transición pactada, como suele afirmarse, sino que una transición condicionada. ¿Cuál era este condicionamiento? La dictadura estaba dispuesta a dejar el gobierno, pero a condición de que el modelo fundacional que había llevado adelante durante 17 años sin contrapeso alguno siguiera vigente sin modificaciones estructurales. Además, había una condición explícitamente establecida por el dictador: “El día que me toquen a alguno de mis hombres se acabó el Estado de derecho” (1989). Una transición fundada en la impunidad y en la inamovilidad del modelo impuesto.

En este difícil contexto, los nuevos gobiernos, para asegurar la democracia, optaron por privilegiar mecanismos de reparación y el conocimiento de la verdad. Así, surge la Comisión de Verdad y Reconciliación (1990) que dio cuenta de más de 3.000 casos de muertes y desapariciones; años después, la Comisión de Prisión Política y Tortura (2003) consignó más de 30.000 personas víctimas de la tortura en Chile. Esta pasó a ser la verdad oficial e indiscutida de lo ocurrido en dictadura. En materia de reparaciones se han implementado distintas medidas, tales como la petición de perdón formulada por el presidente Aylwin, en nombre del Estado, por las violaciones de DDHH y políticas de compensaciones económicas y de otro tipo para las víctimas de las más graves violaciones o para sus familiares.

No obstante, había un camino que no se había explorado con profundidad: la justicia. Durante años (1990-1998) sólo se avanzó en algunos pocos casos judiciales más por el tesón de los familiares y el rol jugado por algunos jueces que por un impulso desde las autoridades democráticas. Eran los tiempos de la “justicia en la medida de lo posible”. No fue sino hasta fines de 1998, con la detención de Pinochet en Londres, que se abrió el camino de la justicia. En 1999, el Presidente Lagos convocó la Mesa de Diálogo, donde las Fuerzas Armadas reconocieron su responsabilidad en las violaciones de DDHH (hasta esa fecha habían negado sistemáticamente que estas obedecieran a actos institucionales), pero no entregaron información acerca de los detenidos desaparecidos y, peor aún, las instituciones armadas mintieron en los pocos datos entregados. Luego de este fracaso político, toda la responsabilidad en materia de justicia quedó radicada exclusivamente en los tribunales, los que han avanzado en el esclarecimiento de múltiples casos pese a un marco jurídico restrictivo, la nula contribución de las FFAA y Carabineros para investigar los hechos y una total ausencia de colaboración de los victimarios que siguen apostando por la impunidad a través del silencio. Finalmente, la memoria, la incómoda memoria en un modelo fundado en la impunidad, quedó relegada a los esfuerzos de organizaciones de víctimas. El Estado miraba, algo ausente e indeciso. Así, recién en 2010 se funda un Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, institución privada pero que con fondos públicos cumple una obligación estatal. Digna metáfora de nuestra transición.

Pese a los evidentes avances en la democratización y en materia de DDHH, el bicentenario nos encuentra con un modelo transicional que era abrazado por el “peso de la noche” portaliano, donde el orden establecido se imponía, se acorralaba a las víctimas en fatigosos procesos judiciales y una sociedad olvidadiza se sumía de lleno en una espiral consumista e individualista que era la consolidación del modelo legado por la dictadura y refinado en democracia.

Pero todo cambió, de golpe, sin que lo anticipáramos, en 2011. Estudiantes secundarios y universitarios de todo el país salieron a las calles para protestar por la calidad de la educación. Parecía una protesta más, un reclamo que como tantos otros, pronto caería en el olvido. No fue así. Las demandas aumentaron, se sumaron otros sectores y el primer gobierno de derecha desde el retorno a la democracia se enfrentaba a un movimiento social irreconocible: demandas laborales, regionales, medioambientales se sumaban y anunciaban que esta vez los cambios no sólo apuntaban a reformas menores sino que se estaba cuestionando el “modelo”, ese mismo modelo que derecha e izquierda habían asumido como propio. El país había cambiado, la democracia se consolidaba.

El 2014 asume el gobierno Michelle Bachelet por segunda vez, pero en esta ocasión es otra la impronta, es un gobierno que debe dar respuesta a los movimientos que le llevaron al poder. Desde los primeros días, el gobierno adopta un discurso refundacional. Parecía definitivo: los “límites de lo posible” habían cambiado. Estaba ahí, a la vuelta de la esquina, la transformación de la educación, del sistema político, el modelo tributario y el de seguridad social, incluso, la propia Constitución. Mas la historia nunca es lineal, siempre nos depara sorpresas y no todas agradables.

La Presidenta se fue de vacaciones en febrero de 2015 celebrando un gran primer año. Avances sustantivos en su programa la hacían soñar a ella y a muchos más que los cambios eran posibles. Pero vino la debacle. La corrupción había sido un tema ajeno a las preocupaciones de la democracia. No escudriñar en la corrupción institucionalizada durante la dictadura (el enriquecimiento del propio dictador, su entorno cercano, las privatizaciones, en fin, el saqueo del Estado) había sido parte del acuerdo condicional de la transición. Durante 2015 se consolidan una serie de investigaciones que daban cuenta de que importantes empresas chilenas habían financiado lícita, pero también ilícitamente, la política; que existía cohecho de altas autoridades; que las empresas pagaban a políticos de todo el espectro y con ello aseguraban una excelente “disposición” a escuchar sus puntos de vista en leyes, controles, regulación de mercados, entre otros temas relevantes para sus intereses. El escándalo de corrupción política primeramente afectó a la derecha, pero a poco andar arrastró a todo el espectro político y pasó a ser un problema institucional. Como si esto ya no fuera suficiente, los escándalos de corrupción llegaron al palacio de gobierno cuando el entorno familiar de la Presidenta se ve envuelto en acusaciones de tráfico de influencia, entre otros ilícitos. Frente a este escenario, la Presidenta Bachelet asumió un tímido liderazgo. La creación de un Consejo Asesor y propuestas de reformas legales fueron un paso, pero claramente insuficientes ante la profundidad de la crisis moral de la clase política en Chile. Una vez más, la impunidad se impone y las instituciones no están a la altura.

Estos escándalos generaron indignación ciudadana, pero el impulso pronto se agotó. En 2018 asume, nuevamente, la presidencia Sebastián Piñera, pero esta vez con un discurso de derecha tradicional muy distinto a su moderado primer mandato. En este contexto, los temas de la transición han tomado dimensiones insospechadas. Por primera vez surgen voces que justifican los crímenes de la dictadura; se producen ataques a sitios de memoria; se insulta a las víctimas y se reivindica la figura del dictador; se usa al Tribunal Constitucional para demorar causas de DDHH; se nombra un Ministro de Estado que había calificado al Museo de la Memoria como un “montaje”. Además, la Corte Suprema, que ya venía imponiendo en varios casos sanciones reducidas frente a crímenes atroces, acoge un recurso de amparo y libera a un grupo de violadores de derechos humanos a través de la figura de la “libertad condicional” como si estuviéramos frente a crímenes comunes, ignorando gravemente los compromisos internacionales de Chile. Las grietas de la democracia comienzan a ser el cauce por el cual fluye la impunidad que sigue estando en el alma del modelo transicional.

En tiempos en que el “peso de la noche” parece imponerse, las estudiantes de todo el país lideran un movimiento feminista que no sólo pone en jaque a las instituciones educacionales sino que a un modelo patriarcal impuesto desde los orígenes de la República. Ese aire fresco e irreverente es un signo de esperanza porque pulveriza los límites de lo posible.

¿Cómo se resolverá el modelo transicional? Las respuestas a las preguntas de siempre definirán qué ocurrirá con la transición: ¿seguiremos compartiendo como un mínimo ético común la verdad de las violaciones de DDHH? ¿Se consagrará un modelo de justicia mitigada que termina confundiéndose con la impunidad? Por otra parte, la lucha por la memoria será decisiva; el tiempo pasa, los protagonistas de la historia reciente van muriendo y lo que queda son testimonios, archivos, recuerdos y silencios. Preservar la memoria es una tarea vital para nuestra historia y para no repetir los errores, pero por sobre todo, los horrores del pasado.

¿Sobrevivirá el modelo impuesto por la dictadura? Después de 30 años de transición, vivimos un Chile tensionado entre un modelo impuesto por la fuerza, pero que fue aceptado por parte importante de la clase política que se acomodó y usufructuó de él y es apoyado por amplios sectores de la sociedad que ven en el individualismo y egoísmo la mejor forma de surgir. Por otro lado están los diversos sectores sociales que demandan transformaciones profundas, económicas, sociales y culturales. Diagnóstico reservado.

¿Alcanzarán los nuevos vientos para deshacernos del “peso de la noche”? La juventud tiene la respuesta.