Una semana con los latinos que caminan a Estados Unidos

Mientras Donald Trump alertaba sobre la caravana de migrantes que comenzaba a organizarse y desplazarse desde Honduras, Guatemala y El Salvador para cruzar masivamente la frontera estadounidense, la periodista Marianne von Pérez partió hacia la localidad de Huixtla, al sur de México, para unirse a la peregrinación de los casi 5 mil migrantes. La siguiente crónica revela las dificultades cotidianas del grupo, las medidas de resguardo, las formas de sobrevivencia y el incierto destino de un enorme grupo de niños, jóvenes, mujeres y ancianos que actualmente insisten en llegar a Estados Unidos. Un país donde, al cierre de esta edición, el presidente Trump autorizó el uso de fuerza letal contra la caravana.

Texto y fotografías: Marianne von Pérez, desde México

A sus 68 años, no es la primera vez que don Jesús se embarca en la cruzada por llegar a Estados Unidos. La primera fue a finales de los ‘80, cuando “quería conocer y saber si era realidad todo lo que le contaban. Que era el país de los sueños, de las promesas, que había mucho dinero y trabajo”. Y pese a que el sueño americano del cual tanto escuchó se hizo real, la preocupación constante por todo lo que dejó atrás lo hizo regresar a Honduras.

Víctor Manuel escuchó las mismas historias de niño que don Jesús. Con 17 años, se armó de valor y los primeros días de octubre salió, una vez más, en búsqueda de su hermana que vive en Houston desde 2013. Era su segundo intento en un año: en abril había sido detenido por la migra y deportado de vuelta a El Salvador, pero al oír sobre la caravana no lo pensó dos veces y decidió unirse. “Es la única forma que tengo de llegar y así poder ayudar con dinero a mi familia. En mi país, al no tener estudios y ser menor de edad no me contratan, ni siquiera para las chambas (trabajos) matadas que pagan menos que poco”, dice.

Bartolo Fuentes, periodista hondureño que lleva veinte años tratando temas de inmigración, fue el primer acusado por el presidente de ese país, Juan Orlando Hernández, de instigar las caravanas. Para muchos era inimaginable pensar que personas de tres países distintos, cuyos gobernantes no gozan de una gran relación entre ellos, se hubieran unido para huir de la violencia, el hambre y la falta de oportunidades que vivían día a día en sus distintas regiones. Pero sucedió: con el lema “la unión hace la fuerza” comenzó a correrse la voz y de las doscientas personas que eran en un inicio, terminaron siendo más de mil las que el 13 de octubre tuvieron el coraje de abandonar sus hogares en Honduras en busca de un mejor porvenir. En esta ocasión no se expondrían a morir solos en el tren de carga llamado “La Bestia”, ni tendrían que pagar los cerca de 6.500 dólares que cobra por persona un coyote para cruzar a Estados Unidos, casi 4 millones y medio de pesos chilenos por arriesgar la vida; ahora lo harían en grupo, cuidándose unos a otros.

Los gobiernos y las realidades que se viven en Honduras, Guatemala y El Salvador -el llamado Triángulo Norte de Centroamérica- no distan mucho entre sí. Los días giran en torno a la miseria, la corrupción y la impunidad. San Pedro Sula, donde se conformó la primera caravana en Honduras, es una de las ciudades más peligrosas del mundo. Tanto que su tasa de homicidios es de 51,18 por cada 100.000 habitantes y, según las Naciones Unidas, si la tasa supera los diez estamos hablando de una “epidemia de homicidios”. Las cifras de Guatemala se asimilan a la realidad hondureña. En el Índice de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2018), Guatemala se encuentra en el puesto 127, sólo seis escalones por sobre Honduras.

Por su parte, El Salvador, conforme a la “Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples 2017” (EHPM, 2017), es uno de los países más desiguales de América Latina. “A nivel nacional un 29,2% de los hogares se encuentran en pobreza; de estos el 6,2% se encuentra en pobreza extrema; mientras que el 23,0% están en pobreza relativa.” Además, ”una característica fundamental es que la población es mayoritariamente joven, puesto que el 53,6% de la población es menor de 30 años, mientras que el 12,6% tiene una edad de 60 años o más”. Pero el problema más grave en este país no son las cifras de desigualdad, sino las pandillas que han azotado la región con su brutalidad.

Roberto Valencia, periodista vasco quien ha investigado durante casi ocho años la realidad de las pandillas en El Salvador y su exportación desde Estados Unidos -análisis plasmado en su libro Carta desde Zacatraz (Libros del K.O., 2018)-, señaló hace poco en una entrevista en el medio eldiario.es que “vivir en una zona controlada por una pandilla significa que si el colegio al que tienen que ir tus hijos está en el territorio de la pandilla rival, no puedes llevarles allí. Las pandillas tienen control e imponen su lema, resumido en oír, ver y callar”. Fue por lo mismo que Juan Carlos, de 14 años, al igual que tantos otros de la caravana, huyó de su hogar. “En mi barrio me dijeron que me tenía que unir a los Mara y que si no lo hacía me matarían, a mí y a mi familia. Así que por buscar un lugar mejor y tratar de salvarlos a ellos, partí”, me contó mientras alumbraba, con una pequeña linterna entre la lluvia, los pies de tres personas a quienes la piel herida ya no les daba más.

La frontera

El 18 de octubre, miles de personas que esperan en el puente Rodolfo Robles -que une a Guatemala con México- están expectantes y algo inquietas. Un helicóptero militar sobrevuela sus cabezas y la policía se alista para recibir el contingente.

La madrugada del sábado 13 de octubre centenares de personas desconocidas empezaron a avanzar juntas hacia la carretera, una detrás de la otra. A medida que la caravana pasaba frente a otras casas, muchos más se iban sumando. Familias, hermanos, amigos, ancianos, mujeres embarazadas, adolescentes y niños. Todos y cada uno de ellos había achicado su mundo para que cupiera en una pequeña mochila. Nada ni nadie los iba a detener de su objetivo: llegar a Estados Unidos para tener una vida mejor. No sería un impedimento la pena por dejar a los suyos, ni las llagas que se irían infectando lentamente en sus pies. Ni siquiera la incertidumbre de si lo lograrían o morirían en el intento. Tampoco los más de 5 mil kilómetros que tendrían que recorrer. Algo así como cuatro días seguidos en bus o 10 horas en avión incluyendo una escala.

Ese 18 de octubre, las horas al sol y la angustia de no tener claridad de si podrán cruzar empiezan a calentar los ánimos hasta que todo estalla con violencia. Un grupo logra tirar las rejas que los mantiene dentro de territorio guatemalteco y como una manada corren a traspasar las barreras. – ¡Sí se pudo! ¡Sí se puede! -, gritan a coro hasta que las bombas lacrimógenas empañan sus ojos y ahogan sus pulmones.

Los noticieros esa tarde mostraron las piedras que en su agobio lanzaron los migrantes y el daño causado a las fuerzas especiales, pero la cámara obvió enfocar a los cientos de mujeres y ancianos que saltaron al río Suchiate en su intento desesperado por respirar y llegar a México. Ni siquiera informó sobre los dos niños muertos en pleno puente a causa de los gases.

Luego de la tormenta/enfrentamiento se llamó a la calma, se negoció con los encargados fronterizos, algunos de los integrantes de la caravana se enfilaron y comenzaron a pasar en grupos de cinco personas, tal como lo habían solicitado las autoridades mexicanas. “Avancemos ordenadamente, compañeros”, se escuchaba alto y claro por un megáfono. Pero muchos no lograron atravesar la frontera ese día. Los rezagados deberán esperar en el mismo puente anhelando cruzar, sin asistencia humanitaria, a la intemperie, en condiciones indignas y con la incertidumbre de no saber cuánto tiempo tendrán que soportar para ser atendidos por las autoridades. No tuvieron otras alternativas de recepción, en Ciudad Hidalgo el albergue temporal fue cerrado.

Pese a que horas antes el nuevo presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, dijo que “hay que hablar con los migrantes, ofrecerles opciones y protegerlos, que puedan tener albergues, que si son familias se cuide a los niños y al mismo tiempo buscar soluciones para que tengan posibilidad de trabajo”, el personal del Instituto de Migración (INM) y las policías federal, estatal y municipal se dedicaron a obstaculizar el acceso a territorio mexicano bajo diversos medios, y gestionó únicamente el ingreso con la condición de someterse a una detención migratoria. El miedo por una posible deportación aumentó y se hizo visible en sus caras cansadas.

El diario vivir en la caravana

Las condiciones para migrar no son fáciles. La caravana de centroamericanos sufre la incertidumbre todo el tiempo. Los destinos cambian, los buses prometidos no llegan y los kilómetros que faltan por avanzar se tornan inimaginables. En general, cada jornada hay que moverse a un nuevo lugar. La hora de salida es entre las tres y cuatro de la madrugada porque a medida que avanza el reloj, el sol hace imposible seguir desplazándose a pie. Las sandalias empiezan a quemar la piel, las ampollas proliferan y los síntomas de la insolación no demoran en aparecer. Más aún para los ancianos, mujeres embarazadas y niños pequeños.

Pese a que cada lugar trata de recibirlos de la mejor manera, la infraestructura no da abasto para albergar a los cerca de 5 mil migrantes que hoy componen la caravana, lo que se traduce en condiciones indignas para cualquier ser humano. Los piojos y las pulgas abundan, los baños se rebalsan, el agua potable se agota antes de oscurecer, las personas se agolpan en filas para pedir un plato de comida o un café y al llegar la noche la tos es parte del concierto nocturno, cuando es posible dormir. Casi todos están enfermos.

Tratar de descansar es difícil. El calor ahoga o la lluvia no da lugar para salvar lo poco y nada que les queda. La ropa se va dejando tirada en el camino porque el tiempo es insuficiente para que se seque y “llevarla mojada es un peso más”. Las guaguas no dejan de llorar, las madres desesperadas no saben cómo callarlas, empieza el griterío y los golpes entre tanto estrés. Muchos pequeños ya no quieren bajarse de los coches ni un solo momento luego de estacionarlos: les da pavor volver a caminar. Esto, sumado a la obligación de tener un ojo abierto y otro cerrado a la hora de dormir, lo que se ha vuelto ley, tratando de evitar más abusos sexuales a menores. Ya es común que estos se produzcan amparados por la noche, cuando la mayoría trata de recomponerse tras un día de arduo caminar.

A su vez, ser mujer en la caravana no sólo es vivir con el constante miedo a que le hagan algo a tus hijos o los intenten raptar -como sucedió en más de una parada-, sino que además convives con el terror diario a que te roben, violen o rapten. Y pese a que se trata de resguardar la integridad de todos, hasta ahora la más comprometida y vulnerada es la de mujeres y niños. Su espacio vital ha sido invadido, la infancia truncada y lo que partió siendo casi un juego, se convirtió en un tedio real. Pero ya su mentalidad ha cambiado, la de todos ha cambiado, porque ahora la vida es otra. “Por eso somos migrantes”, me dijo Exiel – de 10 años – en el albergue Hermanos en el Camino, “porque nuestra vida ahora es caminar y caminar”.

Les sobrevivientes del mundo binario avanzan con más orgullo que miedo

Por Franco Fuica

El avance de los gobiernos fascistas en América Latina nos ha tomado por sorpresa como movimiento LGBTI porque hemos estado construyendo leyes estas últimas dos décadas para reconocer y garantizar los derechos igualitarios y pensamos que ése era el curso obvio del avance de derechos humanos en una región asolada por las dictaduras cívico-militares. Pero no, el péndulo estaba destinado a volver al otro polo y sentimos con más intensidad el cambio de dirección a la derecha con la elección de Bolsonaro en Brasil, con la que ya suman seis países con gobiernos conservadores y con agendas poco claras respecto de las personas LGBTI, Paraguay, Argentina, Chile, Estados Unidos, Colombia y Brasil. Además, están los dos gobiernos que si bien no son del todo conservadores y no son de derecha, no tienen la mejor gestión política ante las diversidades, como Bolivia y Venezuela, más los países de Centroamérica que no tienen aún desarrollada la capacidad de gestionar las diversidades debido a las profundas pobrezas y contextos de violencia de pandillas que mueven drogas a través de sus territorios, sembrando terror entre sus vecines.

No sólo no hemos tomado el peso que dicha elección tiene sobre nuestra política interna en materia de reconocimiento de nuestros derechos en leyes, normativas, circulares y sentencias, entre otros, sino que hemos pasado por alto que la situación nos afecta regionalmente dado que en las campañas surgen actores similares en cada uno de los países de la región, como los fundamentalistas religiosos que trabajan sistemáticamente por limitar derechos y que comparten estrategias comunes y contextos similares, como la pobreza, la desinformación, la mala calidad de la educación, la escasez de trabajos estables y decentes, los miedos a la inseguridad, la falta de servicios garantizados por los Estados, los altos niveles de criminalidad, delincuencia e impunidad. A esto se suma que los grupos conservadores están cerca de las esferas de poder y de los medios de comunicación, donde pueden evitar que ciertas ideas se propaguen y otras tengan tribuna, aunque carezcan total y absolutamente de sentido común, como es el caso del movimiento “Con nuestros niños no se metan”, que reclama sin cesar por menos Estado y más familia. Estos movimientos le ofrecen a la ciudadanía un espacio social, una vinculación emotiva, un sentido del deber, un libro sagrado, y establecen relaciones de vasallaje y dominación muy propias del fascismo, que rápidamente les permiten a todos descansar sin tener que decidir, sólo obedecer, con el fin de cumplir con una planificación divina fuera del entendimiento racional. Posterior a ello, todo cuanto esté en contra de las normas de los fundamentalistas será el blanco de sus ataques virulentos, llenos de ira y discriminación.

Con todo, se establece la naturalización de los discursos de odio entremezclados con la libertad de expresión, lo que no parece inmutar a la opinión pública ni a los medios de comunicación, que siguen buscando noticias para generar polémicas y confundir a una ciudadanía que no tiene argumentos para evaluar el mérito de tales dichos, una práctica que sólo robustece la desconfianza y puntualiza la polarización, pues ofrece una realidad televisiva plagada de inseguridad y que fortalece el individualismo y la homolesbobitransinterfobia, dejando a las “minorías” sin la consideración en tanto personas, sin derechos humanos, presas de los prejuicios y la vulneración que ha cobrado tantas vidas de las maneras más horrendas e injustas.

Al mismo tiempo, es innegable que en estos últimos años hemos avanzado como nunca en la historia: hoy la cárcel del género es cada vez más cuestionada y denunciada. Ahí surge la paradoja: la misma región del mundo donde hay mayor cantidad de asesinatos a personas trans es al mismo tiempo una de las que más ha avanzado en este siglo en el reconocimiento de derechos que crean un piso mínimo de garantías. Según las cifras publicadas por Transgender Europe, año a año se incrementa el número de asesinatos de personas trans y claro, a mayor visibilidad, mayor rechazo. El reporte del año pasado registró 369 personas asesinadas en el mundo, 44 más que en el año anterior. De acuerdo a la comparación de cifras por continente y a un estudio longitudinal de 10 años, se han registrado 2.982 personas trans asesinadas, de las cuales 79% corresponde a Sudamérica y Centroamérica. La cifra es desoladora porque sin tener el detalle y sólo por el conocimiento de la realidad trans que tengo de la región, diría que mucho menos del 10% se ha investigado y muy pocos casos han tenido un desenlace que sancione el asesinato. En tanto, los medios de comunicación aún mencionan sus pronombres y nombres legales sin el más mínimo respeto por sus identidades, y en la mayoría de los casos son recordades con burlas en las páginas amarillistas de los diarios locales, donde se destaca su nombre legal y se hace mofa de su nombre social. Aún es posible leer en Centroamérica titulares que llaman al desprecio de personas trans y que justifican su muerte.

En ninguna parte los cambios legales han sido gratuitos, han costado sangre, sudor y lágrimas. Les niñes trans de ayer, que hoy somos adultes y activistas de la causa, estamos luchando porque las nuevas generaciones tengan lo que nosotres no tuvimos. Se trata de leyes de reconocimiento de la identidad de género y anti discriminación, las que han sido logros de las organizaciones y de activistas que hemos conquistado el derecho a ser nombrades, a ser reconocides a través de un trabajo colectivo pero agotador de educación constante de nuestros representantes, de nuestros gobiernos y de nuestras instituciones. Más veces de las que desearíamos hemos aportado horas de nuestra existencia para capacitar en cuestiones tan simples como establecer que el uso del nombre social es la primera acción de respeto hacia las personas trans. Es necesario destacar que ni en Chile ni en Argentina, Uruguay, México, Ecuador o Bolivia se han discutido ni votado con absoluta convicción las normas relativas a las identidades de género; los votos han salido a regañadientes con requisitos abusivos, ridículos y patologizantes, estableciendo límites a las garantías constitucionales, como es el caso de Bolivia, derivadas de las presiones de los grupos fanáticos religiosos que en todos los niveles surten efecto y han logrado pausar pero no detener el avance.

En Chile, este año será recordado como el año de la revolución transfeminista, con miles de personas en las calles gritando “que todo el territorio se vuelva feminista”, llevando a las tomas universitarias las temáticas de género que alguna vez, hace más de diez años, propuse en un CONFECH del año 2006, pero no era su tiempo. Hoy sí es el tiempo.

Este año, después de más de cinco de discusión legislativa, se logró promulgar el 28 de noviembre la Ley de Identidad de Género; este año, de la mano de la actriz trans Daniela Vega celebramos el primer Oscar a una persona trans en la historia de la Academia de Hollywood y este año ha explotado el uso del lenguaje inclusivo que conocí en 2008 y que trajimos a Chile desde Brasil junto a Michel y Ana Lucía, y que hoy está presente hasta en noticiarios y es parte incipiente de la lengua coloquial. Ya nadie está ajeno al todes. Todes tienen una opinión respecto a ello, buena o mala. Este año escuchamos y leímos la palabra trans más veces que en toda la historia de la humanidad gracias a muches valientes que nos abrieron paso resistiendo en las esquinas, en el anonimato, en las poblaciones, en la vega, para que hoy podamos ser visibles con más orgullo que miedo y reivindicando las voces y discursos trans tantas veces usurpados por voces cisgénero que poca conciencia tienen e intentan una y otra vez protagonizar la demanda de reconocimiento trans, invisibilizando el inmenso avance de vocerías trans que han surgido estos últimos años.

Este año también marcó un antes y un después en el derecho comparado de las identidades trans debido a la discusión de la Ley Integral Trans en Uruguay, que incluye la reparación histórica en trabajo, educación, salud y seguridad social, la cual parte reconociendo la desventaja histórica que hemos vivido producto de la negligencia e ignorancia del Estado uruguayo. Este año se dio a conocer con fuerza la opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que insta a los 34 Estados del sistema a legislar a favor de las identidades trans y del matrimonio igualitario. Este año Chile y Canadá han presidido la primera coalición para velar por la igualdad de derechos LGBTI en el mundo.

El 2018 ha marcado un periodo de cambios y fuertes contrastes. Avances importantes en materia de derechos humanos y duros retrocesos políticos en las diversas latitudes de nuestra América. Sin embargo, el tiempo avanza incesante y nuestras vidas brillan y se visibilizan cada día más, haciendo frente al camino dificultoso de la resistencia cultural que ha despertado a criaturas que creíamos extintas, poseedoras de increíbles discursos odiosos, escasos de sentido común y complejos de desarmar, pues se aprovechan de la ignorancia y miedo de la población. Consignas gritadas sin contexto como “No a la ideología de género” han logrado instalarse en la opinión pública y nosotres y nuestres aliades estamos intentando desarmarlas. La derecha y los grupos conservadores siempre han recurrido a discursos insostenibles que generan confusión, pero que son muy efectivos en su objetivo: desviar la atención hacia consignas breves y vacías mientras retrasan urgentes avances sociales con el fin de detenerlos e incluso hacernos retroceder. ¿Qué hay detrás de esto? ¿Libertad de culto, libertad de expresión, conservadurismo, miedo, ignorancia, mal vivir, fascismo, incitación al odio, vinculaciones con poderes fácticos? Las especulaciones son variadas, pero lo que reciben de vuelta es, parafraseando a Daniela Vega, rebeldía, resistencia y amor, con toda la valentía de les sobrevivientes de un mundo binario.

Tal vez un simulacro

Por Lina Meruane

Tal vez recién ahora estemos empezando a comprender que el fascismo sólo se había dormido y resbalado de sus múltiples sillones presidenciales a lo largo del continente, a lo ancho del planeta; al caer volvió a despertar, se quitó la gorra militar y los bototos, se desempolvó el trasero, se puso una chaqueta, se apretó el nudo de la corbata, se sacudió el pelo lleno de canas y se instaló detrás de las cortinas a hacer de las suyas: influenciar (cuando no comprar) a los políticos de turno, dictar la continuidad de las políticas neoliberales y seguir propagando sus ideas a través de unos medios que continuaba controlando, a la espera de un momento más propicio, soñando volver a tomarse el sillón, esta vez por las urnas.

Pero tal vez no debamos llamar fascismo a esto que estamos viendo aparecer. Ya no se trata de la misma derecha fascista que conocimos y sufrimos y creímos definitivamente derrotada cuando los militares volvieron a sus regimientos y se precipitó la marea de gobernantes que prometían, usando la plataforma de un populismo de izquierdas –un populismo inclusivo–, trabajar por y para el pueblo y unir el continente para fortalecerlo ante las agendas usureras del capitalismo planetario.

Y tal vez debimos prever que ese halo rosado que cubrió el mapa latinoamericano a inicios de este siglo no iba a durar: hubo altos pero también hubo bajos en esos gobiernos que apostaron a revertir el racismo, la pobreza y la creciente desigualdad provocada por décadas de neoliberalismo. Los problemas económicos no fueron pocos y la oposición de las élites, enorme. Algún líder de esa izquierda desconfió de las élites que tenía alrededor o de la veleidad de sus propias bases o se enamoró del trono y no quiso abandonarlo y se alargó en el poder, desconociendo el pacto de la alternancia y, sobre todo, la necesidad de abrirle paso a los sucesores.

Tal vez sea cierto, pienso con tristeza, que algunos se dejaron llevar por ese poder al que nunca habían accedido, que no estuvieron a la altura de sus promesas, que tuvieron que transar en espacios políticos históricamente turbios donde siempre hubo transacciones ilícitas. Que fue por ahí que salieron sus contendores, a difamarlos, a denunciarlos por hacer las mismas cosas que ellos mismos habían hecho. Sea como fuere, sin que lo avizoráramos se invirtió la marea y en su reflujo apareció una derecha distinta, una derecha que había comprendido ciertos trucos del populismo y estableció el suyo propio –un populismo excluyente que asociamos con el fascismo por falta de mejores términos.

Tal vez no debiéramos usar esa palabra equívoca para nombrar lo que se nos viene encima: una derecha tan racista, clasista, nacionalista y desvergonzadamente misógina como la de antaño, aunque no golpista. Una derecha que fue fraguando discursos de odio, que fue alimentando a su base de inquina y de desprecio por los otros que no eran sus iguales. Todo eso mientras creíamos que estábamos pudiendo reconocer a los demás en su diferencia y cuidar el modo de nombrar a los demás deshaciéndonos del insulto y la humillación, es decir, creyendo, acaso ingenuamente, que habíamos aprendido el valor de cuidar del otro que vive, trabaja y sueña entre nosotros y como nosotros. Ahora comprendemos que estábamos equivocados, equivocadas: alguien estaba concitando el odio a nuestras espaldas.

Eso es lo que llevaba años haciendo, por ejemplo, la derecha en los pueblos y los campos y hasta en los rincones más desolados (y armados hasta las muelas) de los Estados Unidos. Tal vez ese trabajo previo explique que Donald Trump, haciendo estallar ese odio, subiera en las encuestas y se tomara la presidencia (sin el voto popular pero con un gran margen de votantes blancos de la derecha conservadora, supremacista, religiosa). Y de un momento a otro, a grito pelado, a golpes incesantes de tuiter, cambiara las reglas del juego político e hiciera lo que quisiera respaldado por el partido que lo había hecho presidente. Como un espejismo pesadillesco y sureño algo similar ha sucedido con Jair Bolsonaro, un deslenguado diputado de derechas que aprovechándose del trabajo sucio hecho por otros se convirtió en el nuevo presidente de Brasil.

Y si digo que tal vez fascismo no sea la palabra adecuada es porque lo que conocimos como fascista era un movimiento idealista de entre-guerra, modelado sobre las virtudes de un pasado que se oponía a las dos utopías racionalistas y materialistas lanzadas hacia el futuro: la comunista y la capitalista. El fascismo europeo del siglo pasado era contrario tanto a la arenga transnacional comunista como a las ansiedades privatizadoras del sistema capitalista que tanto defienden Trump, Bolsonaro y tantos líderes de la derecha recalcitrante. Siguiendo resumidamente ciertas hipótesis del historiador Christopher Browning, veo, con él, que hay “preocupantes similitudes pero igualmente preocupantes diferencias” entre la actualidad estadounidense (y tal vez muy pronto la brasileña) y el fascismo del pasado. Menciono las más estremecedoras para marcar esos parecidos pero también las claras desviaciones capitalistas que no son las del fascismo de antaño. En común hay varias. El aislacionismo en política exterior y la estigmatización de los aliados. La exaltación del nacionalismo blanco, del hombre blanco (ario, anglosajón, criollo) y a veces también de la mujer blanca. Una misoginia validada por algunas de esas mujeres. El cierre de fronteras y el acoso a la migración. La negación de todo principio humanitario. La valorización del orden por sobre la ley. Y con ciertas variaciones están el asesinato “preventivo” del hombre negro, la criminalización del hombre negro, el masivo encarcelamiento y la esclavización del hombre negro en prisiones privadas de alto rendimiento, así como la conveniente supresión del voto negro. La redistribución de los distritos de votación. Los pactos con la empresa privada para que financien, ya legalmente, los partidos que luego los recompensarán. Los ataques a la prensa libre y la manipulación de los hechos. La normalización y la propagación de discursos del odio. La destrucción de las instituciones, los fundamentos y las normas democráticas que existen para mantener un equilibrio entre los poderes del Estado. Son todas parte de la agenda de una derecha cada vez más feroz y “alternativa” que consiente el totalitarismo sin comprender (o tal vez comprendiéndolo, ciertamente aplaudiéndolo) que eventualmente el presidente pueda prescindir del partido y hasta de la gente que lo apoya.

Hasta ahí la cercanía con el pasado fascista que tal vez no sirva para entender hacia dónde vamos. Hay “preocupantes diferencias”, advierte el mismo Browning, diferencias que importa examinar. Porque si el fascismo europeo celebró las políticas antidemocráticas que estaba llevando a cabo entonces, hoy no parece hacer falta esa celebración. Lo que hay hoy –y tal vez este sea un mejor concepto– es lo contrario, la utilización de la democracia como escudo legitimador de un nuevo totalitarismo. Es decir, la aparición de una democracia “vacía” de la que no queda más que el armazón, una democracia eufemísticamente llamada “de baja intensidad” como la que se ha instalado en Estados Unidos, Rusia, Turquía, Hungría, Filipinas, y yo agregaría Israel, y hacia la que se dirigen Brasil (cuyo presidente no ha asumido todavía) y tal vez Argentina, cuyo presidente tiene a Trump de modelo, y Chile, si nuestro país continúa violentando a la comunidad mapuche tras el uso ilegítimo pero “legal” de la ley antiterrorista, y manipulando criminalmente la verdad de los hechos.

Estas democracias falseadas, estos simulacros de democracia amparados en la mentira ya no necesitan que la oposición desaparezca, sobre todo si esa oposición ha sido cómplice del establecimiento y mantención de la trama neoliberal (como ha señalado el cientista político Rodrigo Karmy para el caso chileno) y si esa oposición está dividida o desarticulada, como suele encontrarse la oposición tras una derrota electoral. A estos regímenes les sirve tener de enemiga a la oposición, culparla de todo, declararse víctimas de sus ataques (Bolsonaro subió su puntaje gracias a una puñalada paradójicamente enviada por “orden de Dios”). Sobre todo les sirve para legitimarse, a estos nuevos regímenes, mantener elecciones que los aseguren en el poder. (Esto ya lo habían entendido los dictadores latinoamericanos de antaño, hasta Pinochet, mi ejemplo más cercano, buscó legitimarse por la vía electoral). Para lo mismo parece estar sirviendo hoy la prensa opositora (que en Chile siempre ha sido precaria y es, hoy, casi inexistente): controlar la prensa, censurarla como antes, se ha vuelto innecesario: esa prensa puede ser explotada con fines políticos, asegura Browning. Acusarla de engañosa levanta las iras de la base mientras la marejada de noticias (en efecto) mentirosas y de hechos (en efecto) manipulados, provenientes de presidentes-mentirosos-en-serie han contaminado de tal manera el flujo de información que la verdad se ha vuelto irrelevante para formar opinión pública.

Dentro de esa irrelevancia, de la oposición, de los medios, de la democracia como la conocimos, se levanta una violencia sin precedentes. Porque como señala Karmy en unas líneas contundentes: “la violencia que quiere ser legítima es aquella que se realiza en y como democracia”. Y es precisamente esa violencia la que está devorando lo que todavía queda en pie.

Fascismo latinoamericano

Por Grínor Rojo

Yo estoy cada vez más convencido de que lo que llamamos fascismo es una tendencia permanente de los seres humanos y de su historia. En lo que toca a Occidente y, con más precisión, en lo que toca a la historia del Occidente moderno, estuvo ahí desde el día uno. El Maquiavelo que en la Florencia del quinientos aconseja al Príncipe y le dice que lo que debe hacer para asegurarse de que tiene al Estado bajo control es “ganar amigos, vencer o con la fuerza o con el fraude, hacerse amar y temer por los pueblos, hacerse seguir y reverenciar por los soldados, eliminar a quienes pueden o deben ofenderte, innovar el antiguo orden, ser severo y agradable, generoso y liberal, eliminar la milicia desleal, crear otra nueva, conservar las amistades de reyes y príncipes de manera que tengan que favorecerte con cortesía o atacarte con respeto” es un buen ejemplo. Ese Maquiavelo, para quien la política consistía en el logro y la retención del poder a no importa qué precio, era un fascista de tomo y lomo. Y de ahí en más.

En la América Latina del siglo XX hubo fascismo clásico en los ‘30 y en los ‘40. Más o menos grande en la Argentina, en Brasil y en México, y de mediana intensidad en Chile, en Perú y en Bolivia (para no hablar sobre los dictadores centroamericanos y caribeños, por ejemplo, sobre la condecoración a Mussolini por parte del Jorge Ubico en Guatemala ni sobre el bigotito a la Hitler que luce el dominicano Trujillo en algunas de sus fotos más conocidas). Postfascismo clásico hubo en Paraguay con la dictadura de Stroessner, que duró hasta 1989, y en el justicialismo argentino de la segunda época, el que se viene abajo con la revolución del ‘55. Perón, que dio refugio a cinco mil nazis escapados de la guerra y que se fue al exilio en el ‘55, escogió un itinerario sugerente: partió primero al Paraguay de Stroessner, luego a Panamá, donde tenía amigos de su misma persuasión desde hacía mucho, en seguida a la Venezuela de Pérez Jiménez, de ahí a la República Dominicana de Trujillo, para rematar en la España de Franco en 1960, donde estuvo viviendo hasta noviembre de 1972.

Pero vamos a la cosa más actual. Primero fueron las dictaduras anticomunistas o, mejor dicho, las dictaduras anti cualquier cosa que oliera a progresismo, las que, espoleadas por los Estados Unidos de la Guerra Fría, se estrenan con el golpe contra Jacobo Árbenz en Guatemala, en 1954. Ese golpe fija un pattern. Organizado por la CIA a solicitud de la United Fruit Co., con respaldo popular en Estados Unidos (poseídos a la sazón los estadounidenses por la histeria mccarthysta), sumó internamente a la oligarquía guatemalteca, a la jerarquía eclesiástica, a los grupos medios anticomunistas y a un sector de los militares. La CIA forma entre tanto en Honduras un ejército, al mando de un coronel desafecto, que había recibido entrenamiento previo en Fort Leavenworth, en Estados Unidos, Carlos Castillo Armas. Ese ejército cruza la frontera el 18 de junio del ‘54, al tiempo que pilotos estadounidenses bombardean la ciudad capital. Debutaba de ese modo un pattern que la CIA iba a replicar posteriormente en otros países latinoamericanos, en Cuba en 1961 (donde fracasó), en Brasil en el ‘64 (éste el primero de los golpes de postguerra en Sudamérica, donde los marines estadounidenses estuvieron listos para desembarcar pero no lo hicieron porque el gobierno de Goulart colapsó sin su ayuda) y en Chile en 1973 (nótese que el bombardeo aéreo de La Moneda, en septiembre del ‘73, no fue novedoso en absoluto, aunque deba reconocerse que a diferencia de lo acaecido en Guatemala, fueron pilotos chilenos los que tuvieron el indigno honor de conducir los Hawker Hunter que lo ejecutaron).

Casi coincidiendo con la caída de los socialismos “reales” y con el retroceso de la izquierda mundial en los ‘80, desvaneciéndose de esa manera y a todo vapor el “peligro comunista”, aparece en el horizonte un nuevo objetivo: el desmantelamiento de lo obrado por el Estado de bienestar, el modelo económico vigente en el mundo y en América Latina desde la gran depresión, y su sustitución por un modelo capitalista globalizado. Este desmantelamiento se debe a la crisis del capitalismo. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon le puso fin en Estados Unidos al patrón oro para el dólar, a lo que se añadió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, las dificultades del capitalismo internacional no han hecho otra cosa que multiplicarse. Entre 1982 y 1989 sobrevino la llamada “crisis de la deuda”, la que aun cuando impactó a los países latinoamericanos principalmente, amenazaba internacionalizarse desestabilizando con ello a la totalidad del sistema; en 1997 se desató en el sudeste asiático el dominó de las devaluaciones, ominosas también para las operaciones del capitalismo, reproduciéndose a todo lo largo y ancho del globo terráqueo; luego se produjo el caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero dentro de un grupo de grandes bancos estadounidenses que se declararon en quiebra; el de 2008, cuando se produjo el estallido de la burbuja inmobiliaria española; el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24.7 millones de personas sin trabajo; así como el de 2015-2016, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos pudimos experimentar en el caso del cobre y los venezolanos, mexicanos y ecuatorianos en el del petróleo. Tales son sólo los hitos mayores de una curva descendente que ha durado más tiempo del que los capitalistas están dispuestos a tolerar.

Dado este estado de cosas, ellos hacen lo que siempre han hecho en circunstancias análogas: se embarcan en una campaña de reacumulación del capital, expandiendo territorialmente sus operaciones hacia comarcas del globo que no habían sido incorporadas hasta ahora dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que profundizan la capacidad de extracción de plusvalía al interior de las comarcas que se encuentran bajo su dominio (creación de nuevas necesidades, exacerbación del consumo, etc.).

Por cierto, esta nueva coyuntura necesita para implementarse “científicamente” de una ortodoxia teórica, que es la que proporciona la ideología (ellos dicen “ciencia económica”) “neoliberal”, y los “adelantados” en la materia fuimos los chilenos. Tan adelantados fuimos que incluso la empezamos (la empezaron) a implementar antes de que el Consenso de Washington fijara las medidas que debían tomarse: disciplina fiscal, reordenación de las prioridades del gasto público, reforma tributaria, liberalización de las tasas de interés, tipo de cambio competitivo, liberalización del comercio, liberalización de la inversión extranjera directa, privatización de las empresas estatales, desregulación para distender las barreras al ingreso y salida de productos, estimulándose de ese modo la competencia, y derechos de propiedad garantizados. En efecto: cuando los de Washington emitían estas recomendaciones, en 1989, en Chile ya se estaban realizando. A punta de bayoneta, es claro. El ladrillo, la biblia de los neoliberales chilenos, se escribió y circuló confidencialmente durante el periodo de Allende y el líder de los Chicago boys, Sergio de Castro, fue designado asesor del Ministerio de Economía tres días después del golpe, el 14 de septiembre de 1973. En abril de 1975, mientras Pinochet se sacaba de encima por las buenas o por las malas a los últimos generales nacionalistas, de Castro ascendió a ministro del ramo, cargo que ocupó hasta 1976 cuando el dictador lo sacó de Economía y lo puso en Hacienda, esta vez hasta 1982. Cada uno de estos ascensos del ínclito de Castro en la escala del poder fue acompañado por un crecimiento y una entronización mayor de los miembros de su equipo en el gobierno. En 1992, en el prólogo a una edición de El ladrillo que financió el Centro de Estudios Públicos, él lo recuerda así:

“El caos sembrado por el gobierno marxista de Allende, que solamente aceleró los cambios socializantes graduales que se fueron introduciendo en Chile ininterrumpidamente desde mediados de la década de los 30, hizo fácil la tarea de convencerlos [a los militares] de que los modelos socialistas siempre conducirían al fracaso. El modelo de una economía social de mercado propuesto para reemplazar lo existente tenía coherencia lógica y ofrecía una posibilidad de salir del subdesarrollo. Adoptado el modelo y enfrentado a las dificultades inevitables que surgen en toda organización social y económica [sic], no cabe duda que el mérito de haber mantenido el rumbo sin perder el objetivo verdadero y final corresponde enteramente al entonces Presidente de la República.

Los frutos cosechados por el país, de los ideales libertarios que persiguió ‘El Ladrillo’, son, en gran medida, obra del régimen militar. En especial del ex Presidente de la República don Augusto Pinochet y de los Miembros de la Honorable Junta de Gobierno. Nosotros fuimos sus colaboradores”.

Ahora bien, Chile es el único país de la región en que el modelo neoliberal se ha podido implantar plenamente. En ningún otro país de Latinoamérica ha logrado entronizarse como aquí, no obstante los esfuerzos reiterados porque así ocurra. Para dar sólo cinco ejemplos tópicos: en México, desde el mandato de Carlos Salinas de Gortari, entre 1988 y 1994; en Colombia, desde la presidencia de César Gaviria, entre 1990 y 1994; en el Perú, sobre todo durante el periodo que sigue al autogolpe de Alberto Fujimori, entre 1995 y 2000; en Bolivia, desde el fin del cuarto gobierno de Víctor Paz Estenssoro, en el ‘89, y especialmente en el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, y hasta el segundo que culminó con su fuga a Estados Unidos en 2003; y en Argentina, en dictadura con José Alfredo Martínez de Hoz, luego en democracia con Carlos Menen, entre 1989 y 1999 (ésa una intentona horrenda, que no sólo no prosperó sino que hundió al país en el peor de los marasmos. En la Argentina, un país productor de alimentos como no hay muchos en el mundo, ¡se registraron en esos años episodios de desnutrición!), y desde 2015 con Mauricio Macri, que lo está haciendo tan bien (o tan mal) como Martínez de Hoz y Menem. En todos estos casos, el proyecto y su fundamentación fueron los mismos: se estaba haciendo en el país lo que había que hacer. Era la “ciencia económica” la que así lo indicaba.

Pero a comienzos del nuevo milenio a los neoliberales le salió al paso el “socialismo del siglo XXI”: Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva en el Brasil, los Kirchner en la Argentina. Atacados ferozmente por todos los flancos y de todas las maneras imaginables, hoy el único sobreviviente es Morales. Bastaron apenas ocho años para que Hugo Chávez, muerto en 2013, fuera sucedido por Nicolás Maduro, presidente de Venezuela desde la desaparición de su mentor y a quien asedia hoy una crisis económica y política gigantesca; para que Rafael Correa cumpliera su mandato en la presidencia ecuatoriana y Lenin Moreno, su antiguo vicepresidente, se convirtiera en su adversario; para que, cosa increíble, Lula da Silva terminara en la cárcel y Dilma Rousseff, su heredera política, fuese destituida; y para que Cristina Fernández de Kirchner se encuentre también a las puertas del presidio. Podrían sumarse a estos cuatro casos otros tres: el de El Salvador, un país con un gobierno de izquierda, pero en el que las pandillas, las “maras”, fijan el rumbo de la vida nacional; el de Paraguay, donde Fernando Lugo fue despojado de su cargo en junio de 2012 con un verdadero “golpe parlamentario” y donde en la actualidad gobierna una derecha cerril; y el nicaragüense, donde Daniel Ortega se aferra al poder de una manera nada envidiable. A la desafiante UNASUR, la esperanza integracionista del bolivariano Hugo Chávez, la habían abandonado hasta abril de 2018 seis de sus socios más importantes: Colombia, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú.

¿Qué pasó? Pasó que con el imperialismo no se juega. En los ‘70 y ‘80, la CIA y sus cofrades latinoamericanos habían hecho uso de las armas sin asco. El resultado fueron más de tres mil asesinados en Chile, más de treinta mil en Argentina y más de doscientos mil en Guatemala. Desde los ‘90 en adelante guardaron las armas (no del todo, no se crea) y apostaron a las potencialidades de un aparato comunicacional al que la revolución de las TIC había fortalecido. Sembraron así la percepción (la percepción, porque no es la realidad) de la corruptela y la inseguridad bajo las administraciones de los dizques socialistas del siglo XXI. Convencieron a la población de que había que tener mano dura con los delincuentes y con los corruptos y que para ello era preciso elegir “hombres fuertes”. Y la población fue a votar por ellos (¡salvo en México!).

Ocurrió así algo parecido a lo que se vio en la Alemania de Weimar. Gobiernos socialdemócratas débiles que prometieron mucho y dieron poco, crisis económica (según la CEPAL, en América Latina la pobreza llegó en 2017 “a 186 millones, es decir, el 30.7% de la población, mientras que la pobreza extrema afectó al 10% de la población, cifra equivalente a 61 millones de personas”), desorden político y social y un demagogo que sale de la nada y que grita que él va a poner orden en ese desmadre. Simultáneamente, un capitalismo de poderosos empresarios que no trepidan en tirar por la ventana el prejuicio según el cual la libertad económica debe acompañar a la libertad política. De nuevo, los brillos chilenos se adelantaron en este viraje. El gran descubrimiento de Jaime Guzmán Errázuriz fue que sus preferencias conservadoras en política y católicas en religión (franquistas en sus orígenes, recuérdese) no sólo podían convivir cómodamente con el programa económico neoliberal, sino que el programa económico neoliberal era el medio más idóneo para hacerlas florecer. Pinochet ha de haberse sobado las manos. Él, que para entonces ya se había deshecho de sus competidores y era el más igual entre sus iguales, no pudo menos que percatarse de que el camino que Guzmán le estaba ofreciendo era el más promisorio. Iba a ser así el suyo el primero de una serie de matrimonios regionales, pletóricos de expectativas retrógradas y que a los padres de la patria les hubieran hecho caer la cara de vergüenza, de una economía neoliberal con un gobierno fascista.

Ciencia, universidad y bien común

Una vez más, la discusión sobre el presupuesto de la nación obliga a preguntarse acerca de qué es importante para el país y qué no lo es: cuáles son las prioridades. Desde las academias y sociedades científicas y desde las universidades, se ha intentado llamar la atención sobre el hecho de que la inversión en ciencia y tecnología alcanza a tan sólo un 0,36% del Producto Interno Bruto.

El presupuesto y los reclamos nos llevan a considerar dos interrogantes. Primero, si 0,36% es mucho o poco. Segundo, si es a las personas e instituciones vinculadas a la academia a quienes les corresponde reclamar.

Para abordar ambas cuestiones sirve una analogía. Si en una población periférica hay una escuela y hay un consultorio a los que se asigna un determinado presupuesto, cabe preguntarnos a quién corresponde juzgar si ese presupuesto es mucho o poco y a quién interesa un aumento del presupuesto. No hay una cifra presupuestaria correcta de por sí, pues es la población la que debe valorar según sus propios intereses lo adecuado o no del presupuesto. Así como es también la población misma la que habrá de reclamar si sus expectativas no son cumplidas. No son los profesores quienes definen el valor de la escuela ni es el personal de salud quien define el valor del consultorio. Es la población donde están la escuela y el consultorio.

Del mismo modo, no corresponde a la academia juzgar si 0,36% del PIB para ciencia y tecnología es mucho o poco, porque, en realidad, eso depende de lo que queramos como sociedad. Si quisiéramos seguir siendo un país cuya economía se basa principalmente en la exportación de recursos naturales, incrementar ciencia y tecnología podría ser una pérdida evitable (y así parece haberse interpretado hasta ahora). Por el contrario, si quisiéramos diversificar nuestra matriz productiva y pasar a una sociedad con una economía basada en el conocimiento, ese porcentaje es, a todas luces, absurdo, y la meta, imposible.

No es en absoluto exagerado afirmar que la inversión en ciencia es una de las decisiones políticas más importantes que cualquier país, empezando por el nuestro, puede tomar. Promover u oponerse al desarrollo de la ciencia representa también un modo de perpetuar o desafiar la actual estructura socioeconómica de Chile.

Según los rankings que consideran objetivamente la investigación científica y el impacto social, Chile tiene una universidad entre las diez mejores de América Latina, la Universidad de Chile. Siete de las diez que componen esa lista son brasileñas. Brasil más que triplica a Chile en el porcentaje del PIB destinado a ciencia y tecnología. Debemos preguntarnos cuál sería la presencia chilena si tuviéramos un porcentaje semejante a Brasil. Y hacernos otra pregunta, ésta mucho más dolorosa: a cuántos jóvenes chilenos muy talentosos que podrían haber hecho grandes contribuciones a la ciencia les será negado ese derecho por rehusarnos a construir un entorno científico con la extensión y profundidad que merecemos.

Cuando enfatizamos la idea de bien común afirmando que el presupuesto para ciencia no es para los científicos sino que es para Chile, estamos también haciendo referencia a uno de los errores conceptuales más graves del sistema ideológico impuesto a las universidades chilenas desde 1981. A saber, la idea de que todos competimos por recursos, que esa competencia será motor de progreso para las universidades y para la ciencia, y que lo que uno gane será ganancia para uno y pérdida para los demás.

Estas ideas, que no sólo son muy poco atractivas desde una perspectiva ética, sino que son inoperantes y falsas al examinar sus resultados en el mundo real, han hecho mucho daño a nuestro sistema universitario y tergiversado nuestro debate reciente.

En este contexto, una muy buena noticia es la creación del Consejo Coordinador de Universidades Estatales. En el reciente debate nacional sobre educación superior las universidades estatales han defendido enfáticamente que la colaboración y la complementariedad son los fundamentos de la actividad académica. Este nuevo Consejo Coordinador habrá de facilitar la interacción de esas universidades entre sí y de ellas con el resto del Estado. De ese modo podrán incrementar su contribución de excelencia y compromiso al desarrollo nacional y regional.

A 70 años de la Declaración Universal de los DD.HH: hechos que alarman

La conmemoración de los 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se enmarca en un contexto regional e internacional preocupantes. Por una parte, la crisis migratoria en el mundo y que apunta a cerca de 250 millones de personas que han debido abandonar sus países de origen y que en América Latina tiene como correlato la caravana de más de cinco mil centroamericanos intentando llegar a EEUU. Por otra, el creciente fenómeno inaugurado por Trump de hacer de lo “políticamente incorrecto” una política que, tras la premisa de “América Primero”, arrasa con principios y derechos básicos sobre los cuales hasta ahora existía consenso.

En ese marco y horas antes de esta conmemoración, el gobierno del Presidente Sebastián Piñera anunciaba que Chile no suscribía el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular que fomenta Naciones Unidas, sumándose a EE.UU. e Israel, en oposición a otros 180 países que lo apoyan con el objeto de garantizar procesos migratorios más seguros y dignos.

La decisión, que sin duda implica un retroceso de Chile en materia de respeto a los derechos humanos, y que cuestiona artículo 13 de la Declaración Universal que señala el derecho a migrar, se instalaba en medio de las críticas por la política gubernamental de establecer “los vuelos humanitarios” de migrantes, principalmente haitianos, hacia sus países de origen con la prohibición de regresar a Chile en un plazo de nueve años, y en medio de cifras y episodios de racismo y discriminación en contra de migrantes haitianos.

Pero lo que sin duda marcaba no sólo un cuadro complejo sino un cambio en la agenda política del país fue el asesinato del joven comunero mapuche Camilo Catrillanca en manos de agentes del Estado chileno.

Este último hecho generó no sólo un repudio transversal sino que reiteró las condenas a la militarización de La Araucanía y la presencia de fuerzas especiales, algunas de ellas entrenadas fuera del país. Como lo expresaran en una declaración las Cátedras de Derechos Humanos, de Racismo y Migraciones Contemporáneas, y la Cátedra Indígena, todas de la Universidad de Chile, en relación al asesinato del joven comunero: “sin prejuicio de las eventuales responsabilidades penales y/o administrativas que surjan como consecuencia de este caso, también hay responsabilidades de tipo político que deben asumir quienes han tomado la decisión de militarizar la respuesta policial en el marco de las legítimas reivindicaciones del pueblo mapuche. Un hecho de esta gravedad no puede quedar impune ni quedar limitado a las responsabilidades del personal policial que participó en los hechos que terminaron con el asesinato de Camilo Catrillanca, sino que se deben asumir las consecuencias políticas de la militarización del territorio mapuche. Este es un imperativo mínimo para restablecer la legitimidad de la respuesta estatal en la zona y erradicar la violencia y discriminación étnica de que es víctima el pueblo mapuche”.

En este escenario, centrar el tema mapuche en un debate que gira en torno al orden público y no en un diálogo político que incorpore sus demandas históricas, seguirá generando violencias. Como lo expresa el intelectual y poeta Elicura Chihuailaf, hace falta sentarse a conversar, porque parafraseando al senador Huenchumilla, “los problemas políticos no se entregan a la policía para que los resuelva”.

La conmemoración de los 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se da en un momento donde tanto en Chile como en el continente proliferan episodios que resultan alarmantes. Elaborada por representantes de todas las regiones del mundo, la Declaración fue aprobada en la Asamblea General de Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948, estableciendo por primera vez derechos humanos fundamentales que deben protegerse en el mundo entero. Sin embargo, se trata de un texto que si bien ha sido traducido a más de 500 idiomas, muchos países, entre ellos el nuestro, lo desconocen con alarmante frecuencia.

Genoma humano: infinitas posibilidades de un modelo para armar y desarmar

El anuncio del primer borrador del genoma humano el año 2000 fue presentado como una revolución total en la ciencia. El mapa genético entregaría la clave para el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de la mayoría, si no de todas, las enfermedades humanas. Poco más de una década más tarde, la técnica de edición de ADN, CRISPR/Cas9, anotaba otro golpe a favor de la ciencia y hacía realidad lo que parecía imposible: modificar las instrucciones genéticas de la vida. En los últimos días, el mundo científico sufrió otro remezón tras el anuncio del investigador chino, He Jiankui, quien aseguró haber modificado genéticamente a dos gemelas, quienes habrían nacido inmunes a diversas enfermedades, entre ellas al VIH. La crítica de sus pares no tardó en llegar, abriendo un debate ético que hoy se hace inevitable: nuestra transformación, y eventualmente, la de nuestra descendencia.

Por Francisca Siebert | Ilustraciones David S. Goodsell, Scripps Research Institute

“La ciencia genómica tendrá un impacto auténtico en nuestras vidas y, más aún, en las vidas de nuestros descendientes. Revolucionará el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de la mayoría, si no todas, las enfermedades humanas”, dijo Bill Clinton, presidente de los Estados Unidos, el 26 de junio del año 2000 al anunciar en la Casa Blanca, junto al primer ministro de Gran Bretaña Tony Blair, que el mundo ya disponía del primer borrador del genoma humano.

Miles de millones de dólares y años de trabajo de una empresa que unió a un consorcio de países desarrollados y al mundo privado costó la secuenciación de las 3 mil millones de bases del genoma humano, aquella trama de texto cuyo abecedario nos constituye como seres vivos. Hoy, a 18 años de ese hito, la técnica avanzó lo suficiente como para permitirnos acceder masivamente a esa información. Clonación, uso de células madre, secuenciación y edición genómica. El destino biológico de los organismos vivos, y particularmente de los seres humanos, parece estar hoy –casi- en nuestras manos.

“Los costos de secuenciar el genoma están bajando estrepitosamente, al punto de que al día de hoy se puede tener un genoma razonable por unos 1000 dólares. Con eso, uno puede hacer un diagnóstico detallado de muchas enfermedades y características de un individuo. Creo que eventualmente vamos a estar todos enfrentados a la decisión de secuenciarnos o no”, advierte Miguel Allende, director Centro de Regulación del Genoma, para quien esta posibilidad es uno de los dos elementos que están generando una revolución en el área de genética y genómica.

Mientras el primer genoma humano secuenciado se obtuvo a partir de varios individuos, diversos proyectos científicos alrededor del mundo han secuenciado el ADN de millones de hombres y mujeres de diversas edades, etnias y condiciones físicas, y conforme el procedimiento pasó a ser parte de un servicio de mercado, cuyo valor además se vuelve cada día más accesible, su realización por motivos médicos o personales se multiplica.

No obstante, por mucho que la ciencia haya podido acceder al código, la secuenciación del ADN no describe lo que el organismo o el individuo es, sino su potencial genético, es decir, sus posibilidades y limitaciones.

“Podemos secuenciar nuestro genoma, podemos detectar diferencias entre nuestra secuencia y la “normal” que sean relevantes para nuestra salud y, secuenciando a nuestros familiares, reconocer aquellas mutaciones heredadas versus las que aparecieron por primera vez en nosotros (mutaciones somáticas). El ADN es la molécula de la herencia, pero no de la esencia ni de la trascendencia”, apunta Miguel Allende en el libro La lógica de los genomas.

Así, por ejemplo, se ha llegado a detectar que las mujeres con una mutación en el gen BRCA1 tienen un 55 por ciento de probabilidad de manifestar un cáncer de mama, versus el 12 por ciento de probabilidades que tienen aquellas que no cuentan con la mutación. La mutación en este caso abre una pista relevante para la medicina, sin embargo, la interacción celular y entre genes, la suma de mutaciones, los factores ambientales y la historia de cada persona intervienen en el desarrollo o no de la enfermedad.

Medicina a tu medida

Mónica Acuña, magíster en Bioestadística, profesora de la Facultad de Medicina e integrante del Instituto de Ciencias Biomédicas, es fundadora de Genytec, el primer laboratorio privado en realizar test de ADN en el país, hace ya más de 20 años. Además, es el único que actualmente ofrece en Chile los servicios de farmacogénetica, disciplina que estudia las variaciones genéticas responsables de la respuesta a fármacos, y farmacogénomica, la cual realiza estas indagaciones con herramientas todavía más sofisticadas.

“Yo genotipifico al paciente para uno o más genes, directamente utilizando ADN, y le puedo decir al médico que de acuerdo a su genotipo el paciente es metabolizador lento, rápido o ultra rápido del fármaco. O bien le puedo decir que el individuo es resistente o sensible al fármaco”, dice la Dra. Acuña, quien realiza diversos tipos análisis genéticos con el fin de orientar a los médicos respecto a las estrategias terapéuticas a seguir.

“Esto es lo que se llama medicina personalizada”, señala la investigadora, quien comenta que esta indagación requiere realizarse sólo una sola vez en la vida y tiene un costo que por lo bajo va entre 300 mil y 500 mil pesos. La secuenciación de todo el ADN de los pacientes no es necesaria para la medicina personalizada a no ser que la complejidad del caso lo amerite.

Los test genéticos, que son extendidamente usados en países como Estados Unidos, Brasil y buena parte de los europeos, también son utilizados por pacientes que tienen familiares con patologías que pueden prevenirse, como es el caso del cáncer de mama, o por aquellos que, teniendo una patología, quieren conocer su variante para adecuar sus tratamientos y obtener más información sobre las perspectivas de la enfermedad.

“No todos los Parkinson son iguales, ni todos los cánceres, aunque sea el mismo tipo genético. De acuerdo a la variante que presente el cáncer puede ser más o menos agresivo. La esperanza de vida también cambia para una variante y para otra, y eso también se necesita saber. Todo eso ya es información que se le puede entregar al paciente”, dice la Dra. Acuña.

Pese a la amplia gama de posibilidades que hoy entrega la farmogenética, la investigadora del ICBM sigue manteniendo la cautela respecto a lo que esta disciplina puede ofrecernos: “La genética no se conoce a cabalidad, sabemos que hay genes involucrados en ciertas patologías, pero no se conoce la totalidad, sobre todo en las llamadas enfermedades complejas”.

No obstante esta dosis de realidad, la académica está cierta de que conociendo y sabiendo más cada día, va a ser posible aumentar la prevención, entregar más terapias y generar fármacos más baratos a través de la ingeniería genética. “Eso es lo que se pretende y para los Estados es súper importante porque la prevención reduce los costos. La cantidad de dinero que se necesita hoy es tremenda, la genética va a resolver el problema del financiamiento de la salud de aquí a unos años más, previniendo las enfermedades”, concluye.

CRISPR: la revolución del copiar y pegar

Tras la secuenciación del ADN humano en 2003, las cartas estaban echadas: el próximo paso era lograr la manipulación del genoma, cuestión que tardó algunos años en llegar y que finalmente lo hizo en 2012 de la mano de dos mujeres: Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier.

“Una grieta en la creación”, así calificó la bioquímica Doudna de la Universidad de California, a CRISPR/Cas9, una técnica de edición de ADN que permite alterar la secuencia, modificando las instrucciones genéticas de la vida.

CRISPR, detalla Miguel Allende, es una técnica que, a través de herramientas moleculares, permite entrar en el genoma y realizar cambios bastante precisos y casi a voluntad en éste. “Eso significa que podríamos llegar a hacer correcciones o reparar enfermedades, o generar genes que estén funcionando mejor en los casos patológicos. El más claro es el cáncer, pero también hay muchas enfermedades degenerativas, todas de origen genético, que uno podría tratar de curar con bastante más precisión que antes”, afirma Allende.

Jimena Sierralta, Profesora Titular de la Facultad de Medicina de la U. de Chile y subdirectora del Departamento de Neurociencias, es una de las científicas que desde hace algún tiempo trabaja con CRISPR en Chile, específicamente en un tipo de mosca drosófila.

“CRISPR es una técnica que tiene, desde el punto de vista teórico, una potencialidad inmensa. Dependiendo de qué tipo de células se repare, permitiría reparar a la persona, o también eventualmente a su descendencia”, apunta Sierralta, quien estima que a futuro se esperaría poder revertir una mutación en las células germinales del padre o de la madre, y lograr así que sus hijos no las porten.

“Las tijeras genéticas”, como popularmente se conoce a CRISPR, es una técnica que también podría utilizarse en algunos cánceres que son muy intratables, como los astroliomas u otros cerebrales. Según Sierralta podría eventualmente intentarse, a través de inyecciones localizadas, una estrategia que matara ese tumor por medio de la deleción (procedimiento que se asemeja a borrar un trozo del ADN) de algún gen esencial del mismo. “Eso no se ve tan lejano porque ha habido un gran desarrollo de virus que se van específicamente a algunas células y no infectan todo sino que trabajan de manera muy localizada en el lugar donde uno los inyecta solamente”, afirma la académica.

Pese a la amplia gama de alternativas que son posibles de imaginar utilizando CRISPR, la complejidad que plantea el genoma y sus interacciones vuelve a levantarse como el gran desafío que tiene esta técnica para seguir adelante. “Tú cambias un gen, pero la respuesta del humano completo es la interacción entre los genes, no es el gen en particular. Es muy difícil además hacer el CRISPR para muchos genes a la vez. Todavía no sé de alguien que haya logrado hacer un CRISPR ni siquiera para dos genes a la vez. Entonces, cambiar muchos genes a la vez en un ser humano, no es posible pensarlo todavía”, asegura Sierralta.

Las dificultades, sin embargo, están lejos de detener el camino emprendido en el ámbito de la edición genómica. La técnica, estima la subdirectora del Departamento de Neurociencias, seguirá mejorando y especificándose con el tiempo, y de tener éxito, podría cambiar radicalmente mucho de lo que hoy damos por sentado.

Nuevos y mejores humanos

Dado que existe la posibilidad de modificar un gen que está defectuoso, también entonces es momento de pensar en la posibilidad de modificar un gen que no necesariamente lo está.

Aumentar nuestra potencia muscular, mejorar nuestra memoria, combatir obesidad, la calvicie, la intolerancia a ciertos alimentos o producir anticuerpos sin la necesidad de vacunar son algunas modificaciones que podríamos realizar por medio de la edición genética.

Y aunque por el momento la manipulación genética de manera heredable está prohibida en la gran mayoría de los países, tanto en China como en Estados Unidos ya se ha intervenido el genoma de embriones humanos, demostrando que su manipulación es perfectamente posible. Aunque la decisión en ambos países fue no llevar dichos embriones a término, el duelo biomédico entre ambas potencias avanza y el debate ético que esto supone no tardará en permear a la sociedad civil.

“Habrá una inmensa presión sobre los científicos y tecnólogos para las aplicaciones menos cuestionables éticamente y sobre las cuales probablemente haya también menos restricciones regulatorias, al ser materia de opción personal. Le doy unos 20 años al desarrollo de acceso masivo a estas opciones”, sentencia en su libro Miguel Allende, al tiempo en que llama a sumarnos desde ya a un debate que nos involucra a todos.

Periodismo, tolerancia y libertad de expresión

Por Paula Molina

Los límites de lo “políticamente correcto” en muchos casos representan una salvaguarda mínima para grupos que se han visto tradicionalmente afectados por la libre expresión de prejuicios de todo tipo: de género, de raza, económicos, sociales.

Homosexuales, transexuales, lesbianas, mujeres en general, judíos, “pobres”, negros, inmigrantes: los prejuicios van usualmente contra los mismos grupos y sus efectos van más allá de las palabras, tienen efectos reales en la vida de la comunidad que formamos todos.

Hay quienes ven en esas restricciones -que en algunos países, como Chile, son muy moderadas y recientes- una restricción a la libertad de expresión. Una barrera que impide la representación imparcial, exhaustiva de la diversidad de opiniones que se manifiestan en una sociedad.

Sabemos que países como Alemania se dan a sí mismos mandatos éticos más densos y admiten restringir la libertad de expresión para proteger un bien mayor, el bienestar de la comunidad, asumiendo que los discursos de intolerancia y odio causan daño y tienen efectos políticos, sociales, reales.

Estados Unidos defiende en general un sistema donde la libertad se erige como el derecho más robusto. La libertad de expresión puede cubrir incluso el derecho a realizar una marcha neonazi en un barrio de sobrevivientes de la persecución bajo Hitler –así ocurrió en un dictamen judicial.

¿Es posible demandar y defender el derecho a la libertad de expresión y al mismo tiempo restringir o ignorar la manifestación de ideas que promueven prejuicios de género, religiosos, raciales, ideológicos?

¿Es sensato expresar las ideas de grupos que, en última instancia, quisieran restringir para algunos la misma libertad de expresión -y otras libertades- que reclaman para sí mismos?

El dilema no tiene respuesta, más bien nos exige tomar decisiones. Y en esas decisiones, a veces diarias, el periodismo está en la primera línea de fuego.

¿Existe temor en ciertos sectores de la población chilena a perder cupos, empleos, espacios o “identidad” ante la inmigración? La popularidad del discurso anti inmigrantes así lo indica.

¿Existe inquietud ante las conquistas de grupos que buscan el reconocimiento de la diversidad sexual, de género, en la sociedad chilena? Las demoras en la aprobación legislativa de todas las leyes relacionadas así lo manifiestan.

Son temas en la agenda. Y el periodismo, que la mayor parte del tiempo vive atrapado en la urgencia de sus decisiones diarias, debe definirse ante ellos a veces, minuto a minuto. Y en esas decisiones urgentes, muchas veces triunfa la opción más sencilla. La más simple de todas: ser el altavoz, voluntario o involuntario, de esos y otros temores, y de quienes los explotan por beneficios, por ejemplo, políticos.

El miedo es audiencia segura. Las emociones fuertes –como las que articulan los heraldos del racismo o la xenofobia- llevan la promesa de la atención pública, uno de los bienes más escasos y preciados hoy en los medios de comunicación (y no sólo en ellos). La polémica es tráfico digital y rating fácil y sus beneficios son mucho más claros, inmediatos y evidentes que sus costos en prestigio y reputación.

A la tentación del tráfico se suma la del desafío: el periodismo llama a quienes disfrutan los debates. El duelo (que imaginamos) intelectual, se presenta como oportunidad valiosa. Nos entusiasmamos ante lo que imaginamos será una intensa, pero sana discusión de ideas.

Muchas veces no lo es.

Se emplaza desde los argumentos a quienes responden con pasiones y creencias. El/la entrevistado/a responde “desde dentro”, las preguntas, en cambio, se hacen “desde fuera”. No importa quién haga la entrevista: los Trump, los Bolsonaro en cualquier lado siempre serán más fáciles de entender y sonarán más honestos. Precisamente porque hablan sólo y únicamente desde lo que sienten y creen.

Pero hay alternativas a ser, voluntaria o involuntariamente, el altavoz de la intolerancia.

La o el periodista, a quien ya se le negó el privilegio (siempre dudoso) de ser “objetivo”, sí conserva la indiscutible capacidad de expresar las distintas posiciones en la sociedad en forma informada, precisa y justa. Y es en el despliegue de esa capacidad -en la búsqueda de información, la pesquisa de datosdonde mejor puede expresar la diversidad de ideas.

Ante los temores (a la migración, la diversidad, la globalización, los otros, etc.) se impone la tarea de entrevistar e informar desde el reporteo: ¿podemos identificar el origen de estos miedos? ¿En qué datos se sustentan esas inquietudes? ¿Qué información –económica, científica, histórica- podemos buscar, analizar y publicar para responder a esas inquietudes? ¿Podemos identificar qué sectores se ven beneficiados con esa sensación? ¿Quiénes los explotan?

El periodismo siempre opina en alguna medida. Incluso cuando se limita a describir los hechos, el trabajo de edición y selección de información expresa una opción por cierta representación de la realidad. Esa representación debe incluir todas nuestras pulsiones, las democráticas y las autoritarias, las tolerantes y las intolerantes, aquellas que sólo expresan prejuicios y aquellas ideas bien fundadas.

Pero dar cuenta de esa riqueza –y pobreza- no implica tratarlas a todas con una misma vara. Por el contrario, es expresarlas cada una en su mérito. La opinión que desafía a los datos, la ciencia, el análisis, es creencia. Y podemos creer distintas cosas sobre la realidad. Pero no podemos presentar la realidad como mera creencia.

Creo en restringir las expresiones de odio. El periodismo, que siempre emplaza, no puede ser mera propaganda de ningún discurso, tampoco de aquellos que dañan la convivencia común.

Pero creo más en la fuerza de la información. En iluminar los sombríos pliegues del miedo. En exponer y desafiar ante la opinión pública nuestras luces y nuestras sombras.

Lo otro es permitir que nuestras peores pulsiones crezcan en la oscuridad, sin contrastes, sin emplazamientos, sin cuestionamientos. Y que asomen su fea cara cuando ya sean demasiado fuertes para desenmascararlas.

Carlos Huneeus: “Carabineros ha llegado a un grado de autonomía incompatible con la democracia”

El académico del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile, ex embajador de Chile en Alemania entre 1990 y 1994, y director del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, CERC, analiza la sumatoria de escándalos de corrupción en las Fuerzas Armadas, los montajes policiales como la Operación Huracán y el reciente asesinato de Camilo Catrillanca por agentes del GOPE de Carabineros.

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Eugenia Prado nos entrega un libro fundamental en lo que a perspectivas de género se refiere, elaborado con extremo cuidado, dedicación, apelando a la facturación del fanzine, riguroso en su escritura, en sus propuestas, en las sutilezas con que se expresan estas obreras textiles que nos devuelven a preocupaciones olvidadas por el feminismo de la elite.

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