Frente a la potencia destituyente-instituyente, ¿qué hace la literatura? (parte 2)

Junto con la exigencia de una educación gratuita, no sexista y de calidad, debemos exigir el fortalecimiento y la apertura de espacios, tales como la cadena de centros culturales comunitarios y vecinales, para que escritorxs y artistas produzcan con los pies en las comunidades, con ánimo descentralizador y aprendiendo de sus lenguajes y saberes.

Por Mónica Ramón Ríos

La fuerza destituyente de la Plaza Dignidad ha reeducado a la sociedad chilena. Hace unos años, en el aletargamiento de la literatura sin consecuencias, Diamela Eltit, admirada amiga escritora, activa en la resistencia de los ochenta, hizo un análisis del problema de la literatura y su neoliberalización: falta circulación del underground, y eso se notaba en la reproducción de poéticas que salían de la misma fábrica de un deseo enhebrado junto al mercado, cuyo producto era una cadena de subjetividades subyugadas a la escuela de la clase exitista y sus traumas. Pero en octubre de 2019 lo que emergió desde ese subsuelo que llamamos metro es la expresión de una potencial reconfiguración de los sentidos (los signos y las sensibilidades) y un nuevo sistema de legitimación, que no pasa por el salón y sus acólitos institucionales. En esa emergencia, la potencia se compone de nuevas poéticas y de otros públicos o contrapúblicos que encuentran insuficientes elementos identificatorios en esa esfera pública dominante marcada por la raza, el género, la sexualidad, la clase y las experiencias de unos cuantos n(h)ombres. Esas otras poéticas pujan por transformar no sólo el campo literario, sino la composición de la esfera pública misma. Es decir, la revuelta, tal como se materializa en el ejercicio de la palabra y los discursos, no trata únicamente de instalar otrxs sujetxs en las estructuras de la estrecha esfera pública anterior, sino de redefinir las leyes y la función de las instituciones y la relación que tienen las disciplinas literarias (y artísticas en general) con lx cuerpx social. Tal como afirmó Carmen Berenguer en un conversatorio en noviembre del 2020, “la revolución ya sucedió. Lo que nos queda es ver cómo la [instituimos]”.

Mónica Ramón Ríos, escritora y profesora de feminismo, marxismo y estudios culturales.

La tarea implica crear una red o malla significante que vincule el trabajo literario con las experiencias de base, de tal manera que no sea mediado por el mercado que prospera junto a las instituciones que resguardan la propiedad privada y su acumulación. Porque el mercado literario y editorial no es únicamente el lugar donde se transan derechos y se promueven libros. Con su poder adquisitivo y el despliegue hacia críticxs, periodistxs y profesorxs/administradorxs universitarixs, el mercado también esculpe los deseos materializados en escritura. Ese mercado (desaforado de cifras) desplazó a la política (de los cuerpos) como pozo de sentidos y donó en vez una red significante ––reflejo y diálogo con la letra–– que modela las poéticas con la eficiencia de los números[1]. Dicho de otro modo, la malla significante con que el mercado abasteció a la literatura durante la postdictadura, con su concomitante organización del campo y su afán clasificatorio, puso límites o estándares sobre qué es literatura y qué no, quitándole densidad lingüística y potencial crítico y precarizando, con una violencia lenta[2], el mundo de la cultura.

Aquellos sentidos (neoliberales) sobre los que se rearticuló la literatura a principios de los noventa se materializaron con su lógica depredadora en contadxs cuerpxs, cuya masa se desplegó en un campo de alianza entre la literatura, editores, un sistema de agentes que funcionaban como matones de apuesta, el periodismo, la acumulación de fondos estatales y, para darle la estocada final a la literatura con los pies en los deseos populares, la educación. Con el advenimiento de los programas de creative writing a la gringa y los programas para especializar editores, esa narrativa fue capaz de referenciarse únicamente a sí misma, la poesía se marginó y los géneros de no ficción se modelaron como crónicas desconectadas con la urgencia insurgente, desplazando al ensayo como escritura que conecta literatura y trabajo intelectual. Esa literatura unida en cofradía homosocial[3] creó círculos de acceso o denegación no sólo a las poéticas sino a lxs cuerpxs diversos. Así, en el siglo XXI, nos encontramos con (ya no tan) jóvenes que encarnan con toda soltura valores todavía resistidos en los noventa y resistidos, en particular, por el (trans)feminismo local.

Basta abrir los libros, leer las entrevistas y repasar los ensayos de lxs escritorxs con los pies en el underground para encontrar las referencias de la actual reconfiguración de los signos y sentidos; y me pregunto por qué hoy nos estamos quedando cortos de lenguaje para asumir esa tarea en toda su potencialidad. Mientras vuelvo a ver el documental sobre Pedro Lemebel Corazón en, releo las Emergencias de Eltit y miro la página que dice “hambre” del Bobby Sands de Carmen Berenguer, pienso en lo significativo que fue que icónicos escritorxs como Pedro Lemebel y Diamela Eltit pasaran de publicar en editoriales aunadas bajo idearios feministas y de izquierda a las transnacionales. Porque si bien publicar en Seix Barral tuvo un efecto importante para la circulación de su obra, también legitimaron, a pesar de sus pasados, una forma de hacer literatura; un circuito que respondía a la pulsión extractivista, acumuladora y los concomitantes ejercicios de poder en contra de lxs sujetxs minoritarizdxs. Esos libros que aparecieron en esa antigua y prestigiosa editorial, pero propiedad del Grupo Planeta desde los ochenta, y que se sentían como un reconocimiento a un trabajo con el lenguaje enquistado en experiencias de resistencia, hizo deseable una práctica que prontamente se configuró en torno a desatadas ansiedades propias de la expansión McDonald. De a poco, esas poéticas con los pies en la klle y la organización colectiva fue limitada a unas cuantas voces (pensemos en la lógica de la representación usada por el mercado hoy) para, en vez, normalizar lógicas individualistas como única red de sentidos con la que dialoga la letra literaria hasta ahora. De hecho, fueron Eltit, Lemebel y las poetas, pensadoras y activistas que compartieron espacios de intensas afectividades con ambos quienes formularon las críticas más espesas en contra de la postdictadura y sus ejercicios disciplinadores. Se escucha en la crítica y las prácticas de Nelly Richard, en las fórmulas críticas de Eugenia Brito, en la disciplina política de Kemy Oyarzún y en el pensamiento intenso de Raquel Olea, donde se gesta un circuito de pensamiento al que las mujeres accedimos no en secreto, sino al margen.

Mientras las policías militarizadas matan menores de edad y los políticos actúan en contra de quienes representan imponiendo sus idiomas, la literatura puede hoy asumir su poder sobre la letra y el lenguaje; puede, por ejemplo, nombrar con precisión qué se quiere destituir y qué instituir. Ese nombrar con precisión, o por lo menos ensayar esos nombres, es el campo de acción propio de la literatura. Un nombre que emerja de una suma de experiencias, un barro de sentidos pisados por cuerpos en fusión acalorada, de vida en común. Por ejemplo, es tiempo de que las escrituras no se desentiendan de las prácticas de acumulación de los actores culturales que nos publican; atender, finalmente, a los rumores de dónde provienen las acaudaladas arcas de las editoriales de la transnación corporativa y hacia donde nos conducen sus estrategias ideológicas-editoriales.

En su reemplazo la literatura podría abrir espacios para abolir las estructuras que se confabulan para oprimirnos; es decir, crear una letra y un circuito literario que converse con las pulsiones populares, esas experiencias de base que dan cuerpo a otros modos de vida. Tomando los escritos de Amílcar Cabral y la consecuente sistematización que hizo Paulo Freire en un sistema pedagógico que desborda las instituciones educativas, la literatura bien podría ser parte de un proyecto de educación con carácter popular donde la experiencia en común sea un proceso de desaprender la disciplina de escritorio. Es decir, junto con la exigencia de una educación gratuita, no sexista y de calidad, debemos exigir el fortalecimiento y la apertura de espacios, tales como la cadena de centros culturales comunitarios y vecinales, para que escritorxs y artistas produzcan con los pies en las comunidades, con ánimo descentralizador y aprendiendo de sus lenguajes y saberes. Esa educación de carácter popular abriría espacios para procesos de aprendizaje constantes y no limitados a los años escolares y/o universitarios; es una forma de vida donde lxs creadorxs estarían en estrecho contacto con sus comunidades, sus territorios, la experiencia y la memoria como motores de transformación. No se trata de un espacio normalizador de poéticas, sino espacios en constante metamorfosis y que diversifique los focos de producción y las posibles circulaciones. Tal propuesta no se origina de “una página en blanco”. Se trata de fortalecer y ampliar lo que ya existe: la red de talleres literarios en provincia o las redes comunitarias de enseñanza artística son ejemplos de ello. De hecho, hemos visto aparecer aquellas redes en toda su potencia este último año.

Se trata, pues, de que en el proceso asambleísta que nos toca ahora incorporemos a la conversación sobre la cultura las múltiples prácticas existentes que desestructuran el mercado como única voz modeladora de las poéticas. Mientras repensamos cómo abolir la violencia alojada en la institución militar y la de los pacos, se hace urgente reorganizar la lenta violencia alojada en el sistema neoliberal de la cultura que, en su crisis, ha dejado a muchos masticando la palabra hambre y la palabra rabia. Ahora debemos usar esas palabras como fuente para empoderar vínculos sociales precarizados; solo así podremos asumir las consecuencias de la deseada caída del sistema neoliberal juntas.

* La parte 1 fue publicada en Antígona Feminista.


[1] Cfr., Rita Segato: Contrapedagogías de la crueldad (Prometeo, 2018) y Alejandra Castillo: Asamblea de los cuerpos (Sangría Editora, 2019).  

[2] Cfr., Rob Nixon: Slow Violence and Environmentalism of the Poor (Harvard University Press, 2011).

[3] Cfr., Rita Segato: Las estructuras elementales de la violencia (Prometeo, 2010) y Eve Kosofsky Sedgwick: Between Men: English Literature and Male Homosocial Desire (Columbia University Press, 1985).

Ciencia, elitismo y mercado: una mirada crítica al desarrollo de las políticas de CyT en Chile

Por Claudio Gutiérrez y Mercedes López

Aunque desde los orígenes de la República se consideró a la ciencia, fue a partir de la formación de la Corfo, en 1939, que se instaló la idea de que la ciencia y tecnología es central para el desarrollo del país. A partir de ese momento se generaron grandes debates sobre política científica y tecnológica, sobre industrialización y desarrollo, que se desplegaron en dos perspectivas divergentes. Por un lado, en torno a la ciencia (básica), la educación universitaria y la cultura, impulsada fundamentalmente por quienes «investigaban» en las universidades y por los jóvenes doctorados que venían llegando al país, que conformarán la elite científica. Bajo esta mirada se crearon instituciones como la Academia de Ciencias, las facultades de ciencias y Conicyt. Por otro lado, se desarrollaron las aplicaciones de la tecnología y la ciencia a la industria y el desarrollo económico. En esta línea, se multiplicaron los institutos de investigación del Estado y comenzaron debates impulsados por investigadores aplicados, ingenieros y economistas al alero de instituciones como Corfo, Odeplan y agencias internacionales como Cepal.

Instauración, desarrollo y consolidación del modelo actual

El golpe de 1973 truncó ese debate y la CyT perdió prioridad con el régimen dictatorial. A poco andar, la noción de eficiencia económica comenzó a invadir todos los campos. La elite científica se centró en resaltar la relevancia de la ciencia para la cultura y la educación universitaria. La dictadura desmontó la ciencia como asunto institucional y social, quitándole el financiamiento a las universidades, y la transformó en un asunto competitivo individual (proyectos Fondecyt, 1982), un modelo orientado a conformar a los científicos ya instalados y que introducía la idea de que el desarrollo de la ciencia se mide por el número de científicos y de papers que estos producen.

La tecnología, por su parte, se desentendió de la estrategia de país y se concibió como un bien de capital para las empresas privadas, como un commodity importable y, a lo más, «adaptable» a las necesidades. En paralelo, se truncaron los esfuerzos por desarrollar una base tecnológica nacional con el desmantelamiento de los institutos de investigación del Estado.

Los gobiernos posteriores a la dictadura continuaron con el modelo y crearon diversos programas e instrumentos que impulsan proyectos más prolongados y con mayores recursos, como los Fondap (1997, dependientes de Conicyt), la Iniciativa Científica Milenio (2000, dependiente de Mideplan), los Centros Basales y Consorcios Tecnológicos (2004, dependientes de Conicyt) y los «Centros de Excelencia» (2006, dependientes de Conicyt). Aunque algunos de estos programas apuntaban a temas país, las métricas de evaluación y la lógica individual prevalecieron. Así, importantes recursos públicos se concentraron en la elite científica y en pocas unidades, apuntando progresivamente a crear grandes empresas científicas con lógicas esencialmente privadas, produciendo un natural conflicto con las universidades proveedoras de infraestructura, formación y estudiantes.

En el ámbito de la tecnología también continuó el espíritu de las políticas de la dictadura. Una prueba de esto es el hecho de que la matriz productiva chilena mantuviera (¿o profundizara?) su sesgo extractivista y la baja complejidad productiva del país. El modelo ahondó la dependencia tecnológica al extremo de diseñar programas para financiar la «atracción» de centros de excelencia internacional (2009) y emprendedores extranjeros (Startup Chile, 2010).

Consecuencias del modelo y sus políticas científicas

En las políticas, el quehacer científico se redujo a cuatro variables: prestigio internacional, número de científicos, número de papers y eficiencia empresarial. Ellas aseguraban esencialmente que (la elite de) el país pudiera frecuentar clubes internacionales. No importó el evidente empobrecimiento reflexivo y disciplinar de la academia ni menos el abandono de la búsqueda de respuestas a los problemas del país.

El sujeto “científico” se modeló como un emprendedor eficiente, guiado por rankings de prestigio y «excelencia» internacional. Esto benefició individuos y unos pocos grupos, que concentraron los recursos y el poder. Más abajo, invisibilizado, quedó el grueso de «colaboradores», en el cual está la mayoría de los jóvenes científicos y científicas, con una carrera insegura, un trabajo y vida precarios y un futuro profesional incierto.

Disciplinariamente, se privilegiaron ciertas áreas, no en función de un plan país, sino por mecanismos de mercado y de influencias. En particular, las ciencias sociales fueron sometidas a métricas que desincentivan el estudio de la sociedad local y sus problemas. Es paradigmática la irrelevancia de la ciencia social «oficial» (de los grandes centros) para prever el estallido social del 18 de octubre.

Propuestas mínimas para una futura política de CyT

De lo anterior se deduce que los problemas de CyT en Chile no son sólo ni principalmente presupuestarios, como se ha hecho tan común afirmar. Es indispensable:

1. Democratizar la toma de decisiones en CyT para incorporarla participativamente en todos los insterticios del Estado y la vida del país. Es crucial buscar mecanismos para que la comunidad científica y la sociedad toda participe y decida sobre las políticas cientifícas.

2. Reestructurar las relaciones entre ciencia y tecnología. Se debe romper el muro histórico existente en Chile entre la formación técnica y la educación universitaria, y repensar la relación entre los centros de investigación (excelencia), los institutos de investigación del Estado y de las FF.AA.

3. Redireccionar el modo de producción del conocimiento. Esto significa desmontar la concepción tecnocrática y cortoplacista de la ciencia, guiada por incentivos e indicadores basados en factores externos, e incentivar la diversidad del pensamiento y líneas de investigación, el desarrollo estratégico y la ligazón con la academia.

4. Terminar con la inaceptable división entre científicos de elite que concentran prestigio, dinero y poder, y que definen la agenda y los modos de producción de conocimiento, y «colaboradores» o científicos precarizados (usualmente jóvenes) con contratos a honorarios y temporales, sin posibilidades de desarrollar sus propias ideas ni una carrera científica.

Planteamos estas ideas como una contribución al necesario debate que debemos tener como país respecto de la CyT en el marco del proceso constituyente que vivimos.

Mercedes López, Doctora en Ciencias Biomédicas y académica de la Facultad de Medicina
de la Universidad de Chile
Claudio Gutiérrez, Doctor en Ciencias de la Computación y académico de la Facultad de Ciencias Físicas y
Matemáticas de la Universidad de Chile

*Esta es una versión resumida de un trabajo de lxs autorxs que contiene todo el aparato académico (datos, referencias, citas, etc.) que por razones de espacio no incluimos aquí.

El derecho a la salud en el debate constituyente

Por Pamela Eguiguren

Dentro de las causas del estallido social que nuestros jóvenes gatillaron hace ya seis semanas, la salud es una dimensión que ocupa un lugar central en las demandas. En muchas de las pancartas se plantean consignas que reflejan las insuficiencias del acceso a una atención de salud oportuna, continua, humanizada y de calidad, pero también que el sistema social, político y económico en el que vivimos condiciona nuestra salud de manera integral y fundamental. Desde la salud pública, hace muchas décadas que la evidencia señala que son las determinaciones sociales la fuente más importante de enfermedad o de protección frente a ella, poniendo alertas sobre la necesidad de políticas públicas que promocionen en todo orden y desde los distintos sectores, la salud y el buen vivir, abordando determinantes sociales de la salud. Sin embargo, los logros económicos se han puesto progresiva e insensiblemente por delante de los indicadores del bienestar humano y colectivo. Una de las consignas que resume el discurso del malestar es: “No era depresión, era el sistema”. Frases como esta resuenan para los y las salubristas que han venido encendiendo las alarmas respecto de las cifras de depresión y otros trastornos de salud mental en la población chilena y sus vínculos con ejes de desigualdad social, por ejemplo, género, ya que las mujeres doblan en cifras de prevalencia en varios trastornos a los hombres.

Hablando del sistema, la penetración de la doctrina neoliberal en nuestra sociedad se relaciona con la falta de protección del Estado ante garantías de derechos sociales fundamentales, como educación, salud, trabajo, pensiones dignas y muchas otras necesidades, hasta las más básicas para la vida humana. El alcance de estos derechos en Chile está limitado por lógicas de mercado que abandonan a los individuos a sus propias posibilidades de satisfacer sus necesidades. Este diseño de sociedad se ha ido adueñando progresivamente de todos los espacios, y lo ha hecho sobre la base de la generación de niveles inaceptables de desigualdad, con brechas insostenibles entre una gran parte de la población cuya vida se ha precarizado, frente a reducidos grupos privilegiados vinculados al poder económico que disfrutan con creces de un buen vivir.

En este contexto, hoy en la discusión ciudadana ha emergido fuerte y claro el derecho a la salud como un derecho social que debe ser reconocido en nuestra Constitución, que no admite dudas sobre el deber del Estado de garantizarlo. La salud, cuyo concepto se ha medicalizado en extremo, debe aproximarse más a la noción de bienestar integral y no sólo a la ausencia de enfermedad. La necesidad de un cambio sustancial del articulado que aborda esta materia tiene que ver con que el texto actual de nuestra Carta Fundamental sólo establece el derecho a la protección de salud a través del acceso a un sistema de atención de salud y sus acciones. Su modificación debe apuntar a la salud que se construye en la suma de las condiciones sociales, culturales y económicas, y es el Estado quien debe garantizar condiciones de vida dignas y equitativas para su ciudadanía. Otro punto fundamental que hay que desmantelar en la Constitución es la dualidad de la respuesta frente a las necesidades de salud, lo que instala una elección obligada entre el sistema público o privado, a partir de la cual las personas deben suscribir y, más gravemente, aportar su contribución a la seguridad social en un sistema u otro, lo que resta solidaridad y capacidad redistributiva a la salud. La sociedad chilena tiene en el cuerpo casi cuarenta años de esa dualidad, que hace evidente y demostrable que la elección no es tal y cuyo resultado ha sido el debilitamiento del sistema público de atención en desmedro de su capacidad de responder integralmente a las necesidades de salud de toda la población, particularmente la beneficiaria de este sistema, que es más del 75% de los/as usuarios/as a nivel nacional.

En esa vereda, el sistema público concentra a población de mayor edad y que producto de los determinantes sociales y sus interseccionalidades —como ser mujer y a la vez adulta mayor e indígena— es también la población con mayor carga de enfermedad y necesidades más complejas. El mercado de la salud y las reglas del juego, Isapres mediante, ha favorecido el crecimiento de un sector privado, concentrando los aportes a la seguridad social del 15% de la población que corresponde a la más sana y con más recursos. Adicionalmente, a este sector privado van a parar ingentes sumas de dineros públicos que no sólo enriquecen al sector privado, sino que pauperizan al público, incrementando la desigualdad.

El avance hacia un sistema público universal de salud que para su financiamiento y el fortalecimiento de su red pública de atención cree un fondo mancomunado, reuniendo los aportes a la seguridad social de todos/as los/as ciudadanos/as y los impuestos generales, es la alternativa que comienza a visualizarse en las discusiones de cabildos ciudadanos, incluidos los que están siendo organizados por organizaciones como Acauch, Ces y Afuch en alianza con la Escuela de Salud Pública y otras unidades de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. La red pública de salud chilena es sin ninguna duda una de las mejores en su diseño y posibilidades en la región, y cualquier medida debe comenzar por fortalecer sus recursos y recuperar su funcionamiento integrado, con el objetivo de que las personas tengan en su territorio las posibilidades de atención accesible, resolutiva e integral concebidas en el modelo de atención, con eje en atención primaria, y de desarrollar estrategias de promoción y prevención de la salud comunitaria, que actualmente tenemos en la teoría y que efectivamente podríamos brindar si creamos un sistema universal de salud capaz de responder como un todo integral y coordinado.

El llamado ciudadano es a encontrar, en esta construcción, formas que cambien y abandonen modelos donde el lucro con la enfermedad siga siendo posible. Desde la salud pública se tiene la obligación de pensar fuera de los límites del modelo actual a través de una amplia discusión social que abra espacios para construir caminos que nos puedan llevar, como sociedad, a una respuesta sanitaria a la altura de lo que el momento histórico nos demanda. Chile despertó y las fuerzas sociales están disponibles para participar activamente en la construcción del sueño colectivo, donde la negociación de las expectativas de todos/as ocurra no en las cúpulas y en la superficie, sino en comunidad, en los barrios, en la calle, en el contexto democrático que sin duda se está instalando y se instalará con la construcción de un poder constituyente. En ese diálogo democrático y participativo, el análisis profundo de los significados de estas modificaciones a la estructura del sistema de salud debe permitir comprender a todes las ventajas que tendrá para la ciudadanía destinar sus principales esfuerzos a una forma de hacer sociedad en la que sin exclusión tengamos lugar equitativamente en el aporte y también en los beneficios.

Salud mental y crisis social

Por Roberto Aceituno

Los problemas denominados de “salud mental” aparecieron referidos con fuerza este año al interior de la vida universitaria. Se trataba de la expresión a nivel subjetivo y psicosocial de un malestar colectivo e individual que durante años ha sido el resultado de un modo de vida implantado por lo que denominamos la “condición neoliberal”. Más allá de —o junto a— las cifras epidemiológicas frecuentemente citadas que reclaman, entre otras cosas, políticas públicas acordes a los necesarios recursos para abordarla, la salud mental en Chile expresa condiciones colectivas producidas políticamente, y cuyo abordaje requiere al mismo tiempo la especificidad de prácticas situadas y de cuidado, como el reconocimiento de que una vida mejor, “digna de ser vivida”, como aparece frecuentemente en las paredes de esta ciudad en crisis, exige transformaciones sociales y culturales de más amplio y profundo alcance.

Tal como ocurriera con la revuelta feminista del 2018, se incorporaban así —con las demandas estudiantiles por la salud mental— otras dimensiones de la desigualdad, del abuso o de la violencia, referidas hasta entonces —y con razón— a las condiciones estructurales e institucionales propias a ese estado de cosas, producido violentamente a partir de un golpe de Estado que implantó “experimentalmente” no sólo una lógica política basada en la acumulación financiera y la falsa expectativa de un acceso masivo al bienestar que produciría este “modelo” (que a estas alturas, estamos claros, de modelo no tiene nada), sino un sentido común anestesiado por las promesas incumplibles del modelo y/o un descrédito progresivo de la representación política a expensas de un malestar que sólo por la vía de la indignación activa alcanzaba periódicamente formas masivas de acciones de revuelta y de movilización.

“La salud mental en Chile expresa condiciones colectivas producidas políticamente, y cuyo abordaje requiere al mismo tiempo la especificidad de prácticas situadas y de cuidado, como el reconocimiento de que una vida mejor exige transformaciones sociales y culturales de más amplio y profundo alcance”

El abordaje de tales problemáticas quedó en cierto modo interrumpido —o, como comentaremos, desplazado hacia otras dimensiones— por el estallido social que reclama otros esfuerzos de trabajo y de acción, en el marco de una crisis no sólo social sino, sobre todo, política. Un cierto adormecimiento producido por las expectativas de acceso a mejores condiciones de vida —a través de un endeudamiento creciente de las capas medias y una precarizacion extrema de los sectores más vulnerados— mantuvo latente un estado de malestar que sólo explotaba cada cierto tiempo —por ejemplo, con las revueltas por la educación pública en el 2011— para luego decaer a partir del mínimo impacto en las políticas públicas y de un sistema político deslegitimado.

Crédito: Fabián Rivas

Como una síntesis de ambos procesos —crisis de las políticas públicas referidas al acesso a condiciones de salud, previsión, educación, laborales, entre otras— y, por otra parte, como una cuestión referida a las condiciones de género y de etnias, asociadas no sólo a expectativas socioeconómicas sino directamente culturales, el estallido social de este año vino a explotar bajo la forma de la indignación y de la indignidad. No es casual que sea bajo esa forma que aparezca el conflicto social hoy, porque de algún modo pone en cuestión la dimensión ética de una política que hasta ahora era comandada sólo por intereses económicos o donde la política ha sido reemplazada a menudo por la fuerza pura. La dignidad —o la indignación—, el abuso y la desconfianza, la corrupción, la violencia desatada como represión en el marco de una violencia estructural denegada, son nociones que apuntan a una dimensión del malestar que no se resuelve en la lógica simple de expectativas de desarrollo y su eventual satisfacción. Cuestión que no está alejada del problema así llamado de “salud mental”, en la medida en que sus mayores “trastornos” (que habría que considerar también como formas de resistencia) resultan menos de exigencias de emprendimiento para vivir mejor que de una percepción, ahora expresada elocuentemente, del menoscabo flagrante de los derechos, de la publicidad impúdica de la mentira institucionalizada, del quiebre de un pacto social basado en la denegación, la impostura y la arrogancia. Y del abuso, que es la síntesis más evidente de lo que vivimos hoy.

La lógica liberal supone —y esto forma parte de la declinación subjetiva, individual del malestar— que la sociedad se organiza en función de intereses individuales, donde el marco normativo e institucional de la democracia ofrecería condiciones generales de convivencia y desarrollo. Pero lo que olvida esta lógica es que el estado de cosas, construido historicamente, establece inequidades de base, naturalizadas, donde su eventual reducción sólo podría ser el resultado de una transformación profunda de la política social y de sus instituciones. No hay libertad individual —menos colectiva— posible sin un marco que otorgue legitimidad y reconocimiento a un proceso colectivo que requiere conducción política para la transformación radical del modelo.

El problema de la así llamada “salud mental” pone en juego en la esfera de la experiencia subjetiva y psicosocial condiciones que son propias a la sociedad y a la cultura. La individualización del malestar es tanto la expresión de imperativos basados en una ideología que exige a los individuos lo que la política colectiva desconoce, política colectiva que es el fundamento histórico de la noción misma de invididuo (social), ahora reducido a un consumidor, obligado a un emprendimiento que a falta de condiciones básicas —pensiones y salarios dignos, condiciones laborales respetuosas, cuidado garantizado para niños, ancianos, personas en situación de discapacidad física o psicológica, entre muchas otras condiciones más— como de un espacio de resistencia que visibiliza las demandas no sólo de mejores condiciones de vida en lo material y social, sino de reconocer y transformar un modo de vivir implantado violentamente que hace del abuso una práctica cotidiana y frecuentemente denegada.

Violencia política sexual y la reivindicación del foro público para las mujeres

Por Silvana del Valle Bustos

La etapa postdictatorial chilena se ha caracterizado por un continuo de violación a los derechos humanos de mujeres y niñas, lo que se refleja en dos situaciones constantes y sistemáticas. Por un lado, la violencia política sexual (VPS) y, por otro, la impunidad en crímenes cometidos en contra nuestra. Ambas realidades se retroalimentan en una ordenación neoliberal y patriarcal que sólo puede ser desestructurada por nuestra propia acción.

La VPS ha sido definida como aquella acción violenta de carácter sexual o sexista, dirigida contra las mujeres por el hecho de serlo, y que busca desanimarnos de participar en política, como señaló en 2016 el National Democratic Institute, menoscabando o anulando nuestros derechos. Al extender el análisis, podemos señalar que la VPS cumple un doble objetivo: castigar a las mujeres, jóvenes, niñes y disidentes sexuales por su participación pública, eliminándoles de la misma, y permitir con ello que los grupos privilegiados dominen a los pueblos, con un especial ataque a las etnias, razas y clases consideradas peligrosas, y en específico a las mujeres pertenecientes a tales identidades. Como consecuencia de esta agresión, no sólo se logran tales objetivos, sino que además se impide que mujeres y niñas podamos influir en el foro público y que aportemos con nuestras propuestas políticas a la eliminación de las estructuras de dominación y opresión.

“Si ante el temor que nos genera la violación nos protegemos restándonos de los espacios en que puede ocurrir, ¿cómo podremos participar en el debate y las acciones sobre nuestro futuro como sociedad?”

Las razones por las que el castigo político durante conflictos armados ha sido dirigido hacia el cuerpo-mujer se encuentra en la significación que se le da a nuestra sexualidad y nuestra posición como género en la sociedad (Catherine MacKinnon). Es el peligro que representamos como extensión de la vida y resistencia a la muerte lo que se intenta anular. Y es por ello también que la VPS puede abarcar a cuerpos identificados con aquello que difiere del cuerpo-varón hegemónico (blanco, heterosexual y rico), a fin de castigarles por su feminización, o bien feminizarlos para otorgarles el menor valor que el patriarcado asigna al cuerpo femenino. Así, la VPS en conflictos con alto grado de violencia, como el que estamos viviendo desde el 18 de octubre en Chile, se realiza a través de actos colectivos, públicos y no aislados, muchas veces asociados a otras humillaciones específicas dirigidas contra aquella otra identidad desvalorada que la persona agredida posee. La VPS revela, entonces, un modus operandi en su masividad y asociación a otras formas de violencia. Por eso no es de extrañar que en Chile los ya al menos 70 casos de VPS denunciados al Indh vayan aparejados de ya más de 250 mutilaciones oculares a manos de Carabineros.

Crédito: Amanda Aravena – Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

No obstante, lo más complejo para mujeres y niñas no es que la VPS se trate de una estrategia dirigida en nuestra contra. Se ha documentado que en acciones de guerra, como las ocurridas en Vietnam, los soldados, tras violar y asesinar a mujeres, al ser interrogados indicaban que habían recibido órdenes de matar pero no de violar. Esto implicaría que la VPS como tipo penal internacional puede cometerse como estrategia (bajo órdenes) o como una práctica tolerada por el contexto social (Elizabeth Jean Wood). Pero más allá de los tipos penales, lo preocupante es que, siendo la VPS una práctica tolerada por la estructura social, lo sea en cualquier tiempo y no sólo en tiempos de guerra o crisis. He ahí el carácter político per se de la violación sexual, “un proceso consciente de intimidación por medio del cual todos los hombres mantienen a todas las mujeres en un estado de temor” (Susan Brownmiller). Si ante el temor que nos genera la violación nos protegemos restándonos de los espacios en que puede ocurrir, ¿cómo podremos participar en el debate y las acciones sobre nuestro futuro como sociedad? Por ello, que la VPS ocurra permanentemente en tiempos de la llamada “paz”, como demuestran las 284 denuncias de violencia sexual cometidas contra mujeres pertenecientes a las Fuerzas Armadas y de Orden chilenas entre 2010 y 2018 (El Desconcierto), y el 44,4% de parlamentarias a nivel mundial que han recibido amenazas de muerte, violación o palizas (Unión Interparlamentaria), es altamente peligroso. La impunidad, así, está asegurada.

«La persistencia en nuestra lucha, que nos ha permitido nombrar la VPS cometida por el Estado, hoy más preocupado de la destrucción del capital que de la vida, nos permitirá seguir saliendo a las calles a mujeres y niñas»

Finalmente, el ciclo de impunidad se cierra en VPS cuando hombres del mismo grupo atacado participan en las violaciones, como se documentó respecto de Sendero Luminoso y Tupac Amaru en tiempos de Fujimori en Perú. Si la basurización de nuestros cuerpos (Rocío Santiesteban) es confirmada por nuestros propios “aliados”, la expulsión de nuestras vidas del debate político se sella. Entonces, que no sepamos las cantidades exactas de agresiones sexuales en conflictos como el de Guatemala (1.400 a 9.400) o Yugoslavia (14.600 a 60.000) o que sólo se haya llegado a una miserable condena en Chile por tortura “con connotación sexual” durante la dictadura de Pinochet, es parte de la misma VPS como práctica socialmente tolerada.

Crédito: Amanda Aravena – Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

En este escenario, sin embargo, la politicidad de las mujeres ha sido fundamental para denunciar la impunidad, que impide tanto castigar a todos los violadores de DD.HH. tras 1973 como conocer las razones de las muertes de muchísimas mujeres catalogadas por el Estado como “hallazgo de cadáver” o incluso suicidio, pese a ser encontradas flotando en ríos, con bolsas plásticas en su cabeza, quemadas o envenenadas (Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres). La persistencia en nuestra lucha, que nos ha permitido nombrar la VPS cometida por el Estado, hoy más preocupado de la destrucción del capital que de la vida, nos permitirá seguir saliendo a las calles a mujeres y niñas. Nos permitirá encontrar los cuerpos de Tanya Aciares de Copiapó y Paola Alvarado de Curacautín, asesinadas por violadores y femicidas antes del estallido social, y que el Estado de Chile se niega a buscar. Nos permitirá, en definitiva, seguir construyendo nuestra propia justicia.

Proceso constituyente y educación: abramos el futuro

Por Víctor Orellana C.

A menudo se piensa que la contradicción fundamental del debate constituyente en educación está entre Estado y mercado. Sin embargo, la verdadera contradicción es entre mercado educativo (Estado subsidiario) y democracia educativa (Estado garante). Sólo entonces podemos imaginar una nueva educación pública. Veamos.

Durante el siglo XX Chile optó por un Estado Docente que nos dio un merecido prestigio. Sin embargo, nunca fue universal ni igualitario. Tuvo un desarrollo incompleto, segregado e inorgánico. Además, como escribió Gabriela Mistral, sufrió de vicios de centralismo y falta de democracia.

Por ello el cultivo de la vida individual y social se dio principalmente en instituciones no democráticas. La familia patriarcal (muchas veces monoparental) o el inquilinaje en el agro formaron a la mayor parte del pueblo chileno hasta mediados del siglo XX.

Por eso, en los sesenta, la sociedad chilena estaba disconforme. No es casualidad entonces la Reforma Agraria o la planificación familiar. Menos que recién con la reforma escolar del 65, la ENU de la UP —que no era un proyecto de adoctrinamiento marxista, como se dijo— y la reforma universitaria del 67, se discutieran seriamente las bases de una educación pública, moderna y democrática.

Chile empezaba de verdad a ser una República. Al mismo tiempo que el familismo patriarcial era cuestionado, se planteó la necesidad de abrir la educación estatal a la nueva sociedad que surgía en esa convulsa década. Fue el inicio de una interesante democracia docente.

Como se sabe, este proceso fue interrumpido en 1973, y los avances descritos serían revertidos con la idea de subsidiariedad: las “familias” tendrían que elegir opciones en el mercado educativo. De un lado, esto permitía reponer el control de la familia patriarcal; y de otro, abriría un mercado educativo bajo la promesa de más calidad —por la competencia— e igualdad —por el acceso.

Bajo este arreglo, que profundizaron los gobiernos civiles, el mercado expandió la educación formal incluso más rápido de lo previsto. Pero el precio a pagar fue la construcción de un sistema segregado, caro y de baja calidad promedio. La educación funcionaría más como explotación rentista que como enseñanza-aprendizaje. De ahí la ironía de una sociedad sobre-escolarizada y sub-educada.

“El mercado expandió la educación formal incluso más rápido de lo previsto. Pero el precio a pagar fue la construcción de un sistema segregado, caro y de baja calidad promedio”

Si se mira el problema globalmente, el agotamiento del Estado Docente en los sesenta pudo haber sido dirigido tanto a proyectos de expansión de la democracia —reformas de los sesenta— como de mercado —reforma dictatorial. El Estado puede ser base de procesos de mercantilización o servir a procesos de democratización. Estado no se opone a mercado, necesariamente.

Lejos de sus ideologismos, la educación privada en Chile sólo ha sido viable gracias al Estado: universidades de transnacionales reclaman dineros estatales por su “rol público” pues atienden a públicos “focalizados” y “vulnerables”. Este es el Estado subsidiario del que tenemos que salir, incluida su maraña de justificaciones tecnocráticas y loas al management como falsa base científica de política pública.

Dicho esto, resulta impracticable un retorno al viejo Estado Docente, dado que sus supuestos socioculturales —el pacto familia/escuela— ya han sido superados. Hay que ir más allá, apropiándonos hoy de la discusión de los sesenta.

Caminamos a una época en que muchas funciones individuales de la parentalidad y maternidad tenderán a socializarse como responsabilidad colectiva por las nuevas generaciones. Emergen nuevas formas de familia, así como también nuevas formas de amor y de creación de la vida. Enhorabuena que así sea.

También es cada vez es más difícil diferenciar aula y sociedad. La cooperación humana que permiten las nuevas tecnologías, el acopio y uso directo de los saberes humanos —de lo que Marx llamara intelecto social han cambiado para siempre la relación entre individuo y cultura. Hoy la sociedad completa es el aula.

Crédito: Felipe PoGa

La tarea de la educación pública en el siglo XXI no es volver atrás: es liderar estas tendencias para que sean espacio de libertad y no el simple “extractivismo de humanidad” que ha hecho el neoliberalismo. No es casualidad que coincidan lucha feminista y lucha por la educación: en ambas se anuncia un concepto más universal de libertad humana. Una nueva relación entre individuo, familia y sociedad.

Hay que repensar desde su núcleo el hecho pedagógico y el sentido de la universidad. Salir de la jaula tecnocrática del management para entender que no se trata de aislar el “contexto escolar” del “efecto escuela” para producir más Simce, sino que es precisamente en ese “contexto escolar” donde se produce el aprendizaje y la vida. Ese contexto escolar se llama “sociedad” y allí debe enfocarse una nueva pedagogía para una nueva democracia.

Hemos de inventar un nuevo concepto de educación pública: uno que desborde el aula y atraviese de punta a cabo la vida social, en estrecha relación con un nuevo proyecto de desarrollo país. Que articule salud, educación y tiempo libre en instituciones abiertas y que nos acompañen a lo largo de toda la vida. Sólo entonces el actual apartheid educativo será superado por una vida en común más rica.

En Chile no existe la educación pública, malamente podríamos “fortalecerla”. Existe educación estatal subvencionada. La educación pública debe ser fundada y qué mejor oportunidad para hacerlo que la nueva constituyente.

El Estado subsidiario debe dar lugar a un Estado garante. Los edificios de la nueva educación pública deberán ser patrimonio de todos al mismo tiempo que sus trabajadores deberán ser funcionarios públicos. El financiamiento a la demanda debe ser reemplazado por aportes basales.

Pero, con todo, no reside en el Estado el carácter público de la educación, sino sólo su condición de posibilidad. Democracia docente implica entender la democracia como una característica de la sociedad más que del Estado y, por lo mismo, asumir la educación pública como un proceso libre de autoconstrucción social y cultural.

En definitiva, las principales páginas en la historia de la educación pública chilena no están en el pasado, están en el futuro. Chile ha sido tierra de experimentos. Llegó la hora de que el pueblo chileno inicie uno nuevo: el del fin del neoliberalismo y la construcción de una idea más avanzada de democracia.

Nona Fernández: Iriología de una revuelta

Por Nona Fernández Silanes

Despertar implica abrir los ojos. Dejar el sueño atrás, ver la realidad, el contexto presente, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el comienzo de un nuevo día. La luz que entra por la ventana, el olor del pan tostado, la intuición del café, las señas de un futuro posible. Si Chile despertó habría que asumir entonces que abrimos los ojos en colectivo. Que ese 18 de octubre la luz ingresó en nuestro cerebro y que ahí dentro, en una explosión neuronal, toda nuestra subjetividad, nuestra memoria, nuestra experiencia, levantó una imagen que nos hizo movilizarnos.

¿Pero cuál sería esa imagen?

Quizá las largas filas de los consultorios. Las miserables pensiones de nuestros abuelos o el estado deprimente de nuestra educación pública. Quizá la ridícula concentración de privilegios para un grupo minoritario. La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario. O el saqueo al que nos someten al adueñarse de nuestra agua, nuestros bosques, nuestros mares, nuestros minerales, y al levantar universidades, colegios, clínicas, centros comerciales que nos han endeudado de por vida. O tal vez fueron los escándalos de corrupción y desfalco de las Fuerzas Armadas y Carabineros. O los burdos montajes para incriminar al pueblo mapuche. O el asesinato a Camilo Catrillanca. O la militarización de Wallmapu. O el trato vergonzoso a nuestros inmigrantes. O la inutilización de nuestra tímida ley de aborto en tres causales, gracias a la objeción de conciencia instaurada por el gobierno para los médicos conservadores. O la Constitución redactada por la dictadura que nos rige hasta el día de hoy. O nuestros alcaldes, diputados y senadores que trabajaron para Pinochet. O nuestra seudodemocracia. O quizá todo eso y más, revuelto y guionizado en una sola pesadilla, fue lo que nos hizo salir del letargo de más de cuarenta años, abandonar la almohada e inaugurar juntos un día nuevo.

Crédito: Milagros Abalo

Lo que han visto nuestros ojos desde entonces ha sido intraducible. Instantáneas nunca antes almacenadas por nuestro hipotálamo. Marchas multitudinarias, pancartas festivas, poesía callejera, estatuas transformadas en arte moderno, creatividad desbordada en las paredes. Las plazas se llenaron de vecinos para cacerolear y conversar. Asambleas en el barrio, en los centros culturales, en las universidades, en los parques. Todas y todos hablando como si hubiésemos estado atragantados, diciendo lo que nunca dijimos o no nos atrevimos a decir. Dispuestos a asociarnos, a trabajar juntos, entendiendo que podíamos tener un rol más allá de las cuatro paredes de nuestra casa. Así colaboramos en distintos frentes, somos útiles, nos preocupamos por el resto y el resto se preocupa de nosotros. No estamos solas, no estamos solos. Sentimos la energía de los demás, nos dejamos movilizar y proteger por ella, y así permanecemos despiertos, con los ojos abiertos, pese a los golpes y al cansancio.

Más de un mes de revuelta y el cuerpo lo resiente. Las instantáneas luminosas que ingresamos a la memoria se mezclan con otras menos felices y pesan en el ánimo. Desde el día número uno, cuando el gobierno nos decretó la guerra, nuestros celulares comenzaron a registrar y traficar las imágenes más horrorosas que nuestros ojos hayan visto en años. Mediados por las pantallas o incluso en vivo vimos violencia sexual, golpes, malos tratos, tortura, vejaciones, allanamientos, perdigones acumulados en nuestros cuerpos. Nadie puede decir que no lo ha visto porque todo está registrado. No se nos perdona el reclamo y la protesta. No se nos perdona el caceroleo y las pancartas. Hasta la fecha hay aproximadamente 6.000 detenidos. 2.800 heridos. 22 muertos, de los cuales cinco son por acción directa del Estado. Han disparado a los rostros y tenemos 235 traumas oculares que han devenido en la pérdida de nuestros ojos. Despertamos juntos, dejamos el letargo atrás, y porque vimos el presente, nos han querido dejar ciegos.

En el antiguo Egipto, los curanderos ocupaban el ojo de sus pacientes para diagnosticar su salud. Según sus creencias los ojos eran las ventanas al alma de cada persona. El iris era el instrumento que, a través de sus lesiones, líneas, decoloraciones, entregaba los datos necesarios para hacer un perfil emocional, psíquico y físico de cada paciente. Con el tiempo este sistema se fue perfeccionando y se transformó en una seudociencia llamada iriología. Diagnóstico a través del iris. El ojo entonces aparece como un mapa para estudiar la salud, el interior de los cuerpos y las mentes. El ojo como una carta de navegación en la que se puede indagar en el mundo corporal, mental, emocional de cada persona. Una radiografía donde está todo resumido, su biografía, su memoria, incluso el alma, como pensaban los egipcios.

¿Pero qué pasa cuando el ojo ya no está? ¿Qué pasa cuando la presión de un proyectil y su increíble rapidez hacen que la membrana del globo ocular no resista y se desgarre violentamente? ¿Qué pasa cuando se desmantela esa esfera de nervios y músculos? ¿Qué pasa cuando se destroza su diafragma, su vitriolo, su retina, su esclerótica, su fóvea, su nervio óptico? ¿Qué ventana es la que se cierra? ¿Qué conexión es la que se pierde?

Hoy Sebastián Piñera niega las denuncias de violaciones a los derechos humanos por parte de Amnistía Internacional. Podemos ver sus ojos intactos en la pantalla del televisor, pero claramente todo el proceso neurológico que traduce la luz en imagen, en sentido, no ocurre en ese cerebro. Esos ojos no están viendo absolutamente nada.

Nos ofrecen un acuerdo de paz mientras nos están disparando.

Nos ofrecen partir un proceso constituyente en medio de la balacera.

En este mismo momento alguien está siendo herido y nadie toma responsabilidad por eso. ¿Es posible sentarse a dialogar un futuro sobre la impunidad? ¿Es posible discutir un marco legal sobre las cuencas vacías de nuestros compañeros y compañeras? ¿Es posible pasar por alto cada una de las agresiones que hemos sufrido? Ya lo hicimos en el pasado y cargamos con eso en nuestros cuerpos, en nuestras conciencias y en nuestra historia. ¿Lo volveremos a hacer? ¿Es que los ojos que hemos abierto al despertar no nos sirven para mirar hacia atrás?

Las pantallas televisivas hipnotizan las retinas incautas con imágenes de saqueos e incendios inoculando un discurso de violencia criminal para justificar todas las agresiones que nos están infligiendo. Nos culpan. Nos dicen otra vez que la responsabilidad es nuestra. Nos tachan a todos caricaturescamente de delincuentes. De narcotraficantes. Condenan la violencia como si no fueran ellos con su brutalidad sistematizada los que la han incitado desde hace décadas. Y nos castigan. Y nos golpean en nombre del orden público y la paz ciudadana. Igual que ayer. Igual que siempre. Y serán incapaces de asumir sus culpas, como han sido incapaces de ver las demandas ciudadanas expresadas por años en las calles y generar las políticas públicas que necesitamos para acabar con tanta, tanta, tanta frustración.

Cierro este texto y escucho desde afuera las cacerolas aullando por el joven Gustavo Gatica. A los 21 años recibió una ráfaga de balines que hirieron su cuerpo y sus ojos. Después de días de tratamiento y controles médicos hoy el diagnóstico es claro: Gustavo no podrá a ver nunca más.

Despertar implica abrir los ojos. Dejar el letargo atrás, ver la realidad, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el comienzo de un nuevo y gran día. Pero también, en el peor de los casos, despertar puede ser abrir los ojos en medio de una larga y oscura noche para asumir la condena del insomnio. Clavar la vista en el techo y atender a nuestros peores fantasmas que reclamarán molestos porque no aprovechamos la oportunidad, porque no les dimos un lugar, porque los dejamos otra vez abandonados.

Edipo, el rey de Tebas, se sacó los ojos cuando comprendió quién era realmente y cuál había sido la dimensión de sus crímenes. Con el rostro ensangrentado declaró que ese par de globos oculares que llevaba colgando entre las manos nunca le habían servido para nada. Y por esas cuencas vacías que cargó hasta su muerte, por ese par de orificios que lo internaron en la oscuridad más absoluta, volvieron a ver todos los que habían perdido la visión.

Santiago de Chile, 26 de noviembre de 2019. Día 46 de la revuelta.

Se oía venir

Desde el inicio de las históricas manifestaciones de octubre de 2019 la música ha sido un relato paralelo del hastío social. “No son treinta pesos, son treinta años”, fue la consigna inicial del movimiento, y hay canciones como evidencia de esos treinta años de protesta latente. Se veía venir, desde luego. Y sobre todo, se escuchaba venir.

Por David Ponce

Hacia las cuatro de la tarde de esa jornada de viernes, en la primera cuadra de la santiaguina avenida Vicuña Mackenna, estaba instalado un camión a modo de escenario improvisado. Era el día que dentro de poco rato iba a quedar en la historia con mayúsculas: la fecha de la Marcha Más Grande de Chile, el viernes 25 de octubre de 2019, cuando al menos un millón doscientas mil personas se congregaron en la calle sólo en Santiago, a una semana de iniciado el movimiento social por demandas ciudadanas y contra el gobierno de Sebastián Piñera.

Arriba de ese camión precario y entre el aire enrarecido por las bombas lacrimógenas llegó a tocar la popular banda Sol y Lluvia. Una de sus canciones, “Armas, vuélvanse a casa”, se había vuelto una consigna espontánea tras una semana de militares fuera de sus cuarteles a raíz del Estado de Emergencia decretado por el Presidente entre el 18 y el 27 de octubre. Rato antes un músico callejero preparaba el ambiente con una melodía de zampoña y guitarra aprendida de Inti-Illimani. A su lado un señor traía puesta una polera negra con la frase “En todas las esquinas viva la libertad”, verso del grupo Congreso. Y luego de la actuación de Sol y Lluvia, la trombonista del grupo, Isadora Lobos, dejó prendido el coro de la audiencia con la melodía de “Chile despertó”.

No siempre ha habido escenarios así en estas semanas de manifestaciones callejeras desde el 18 de octubre. Pero siempre ha habido música. Ha bastado salir a las calles para encontrar guitarristas aficionados, bandas de bronces, batucadas, tinkus o chinchineros, para corear cánticos con manifestantes o para leer versos de canciones inscritos en paredes y pancartas. Se oyen una y otra vez “El baile de los que sobran”, de Los Prisioneros, “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara, y “El pueblo unido”, de Sergio Ortega, y Violeta Parra se multiplica en carteles, papelógrafos y rayados, con la clarividencia de versos como “Miren como se alistan cabo y sargento / para teñir de rojo los pavimentos” si hay que referir a las víctimas de la represión uniformada, o de títulos como “Miren como sonríen” si se trata de retratar algo tan puntual como el rictus del ex ministro Andrés Chadwick en tres palabras certeras.

La música popular es repertorio, pero además es referencia. Ante una idea recurrente en esos primeros días de revuelta, sobre lo difícil que fue anticipar este conflicto, la canción es un desmentido, como constancia previa y cuantiosa de los motivos de la crisis. Cierto que fue un asalto por sorpresa, pero lo impredecible pudo ser el momento, no el estado de cosas que transformó la chispa en incendio. Sobre ese estado hay literatura, hay un historial movilizaciones previas y hay música. “No son treinta pesos, son treinta años” es una de las consignas iniciales del movimiento, tal vez la primera, y de esos treinta años existe evidencia grabada en canciones.

Es posible remontarse a los inicios de la transición en los ’90 para trazar desde ahí la denuncia del Chile post-dictatorial hecha en versos y música. El sello disquero Alerce había producido el más cuantioso repertorio musical contra la dictadura de Pinochet en los años ’70 y ’80 y siguió difundiendo a grupos de esa escuela. “No voy a bailar al ritmo de ningún general” afirmaban los citados Sol y Lluvia en el disco Hacia la tierra (1993), como si fuera una respuesta a los enclaves dictatoriales vigentes, y el dúo Schwenke & Nilo grababa en “Anda un pueblo” (1993) la estrofa “Este pueblo se pasa el tiempo / pareciéndose a los demás / sus canciones son otra lengua / no hay oídos para el de acá / el Estado es un ente inerte / con una sola ocupación / tener en calma al poderoso / sea gerente o general”. Eran versos molestos para la época, visto el desuso en que habían quedado palabras como “pueblo” en el escenario político de consenso, pero sorprende su sintonía con las rimas de “Al pueblo le asusta la revolución”, canción grabada dos décadas después por el rapero Portavoz en 2012. Dos momentos, dos lenguajes, la misma observación.

El rock, el punk y el rap aportaron orígenes proletarios genuinos a este discurso crítico gracias a bandas como Panteras Negras y sus rimas de población popular, Los Miserables con una combinación de ska y punk rebelde o Sandino Rockers con su ska militante. La Banda del Capitán Corneta apuntaba a la brutalidad policial en el blues “Sarna” (1994), mientras Profetas y Frenéticos en su segundo disco, Nuevo orden (1992), capturaban instantáneas como “Nuevos tiempos, todos amigos / cualquier idiota se disfraza y pasa por ovejilla” en “Nuevo orden” o “Ellos hablan de que se preocupan por darnos bienestar a cada cual / y todos tener / y yo quiero comprar también antes de que se acabe el stock” en “Caribou Lou”. Hijos de los años finales de la dictadura, Fiskales Ad Hok tienen en el historial títulos contestatarios como “El cóndor” (1993), donde el cantante Álvaro España imagina un cóndor que baja de las montañas y cubre de una diarrea justiciera instituciones como La Moneda, el Congreso y la Iglesia, y siguen en esa línea con canciones como “Odio”, “Cuando muera” o el disco Lindo momento frente al caos (2007).

Hasta grupos más visibles del pop y el rock de los ’90 mostraron cuotas de contingencia, en la supuesta crisis moral acusada por la iglesia católica que Beto Cuevas cita en “Tejedores de ilusión” (1993) de La Ley, en canciones de Los Tres como “La primera vez” (1991) o “De hacerse se va a hacer” (1997) y en el verso “Hasta cuándo con eso de todo está bien / basta ver las vitrinas y el Senado también” con que Colombina Parra inicia la canción “Vendo diario” (1996), de los Ex. En la misma época el libro “Chile actual – Anatomía de un mito” (1997), de Tomás Moulian, parece ser la lectura de cabecera del Joe Vasconcellos que grabó “La funa” y “Preemergencia” (1997), con menciones al “alto precio de la modernidad” y “lo absurdo con celular”. El trovador Francisco Villa venía cantando a la juventud nacida en dictadura en “Mi generación” (1993) y al transformismo político de parte de la misma generación en “¿Qué fue de ti?” (2000). Y en el caset La esperanza intacta (2001) editado por el sello autogestionado Masapunk, la banda hardcore Malgobierno hacía referencia a lo bonito de legislar con versos como “Orgulloso de trabajar / en el Senado de Pinochet”, de la canción “Legislar”, con el dictador todavía investido como senador vitalicio.

En el nuevo siglo fue sobre todo el rap el que hizo explícito el mensaje. Makiza había traído su visión de hijos del exilio a fines de los ‘90 mientras Legua York o el colectivo Hip-hoplogía, con raperos como GuerrillerOkulto y Subverso, marcaban presencia en barrios y poblaciones. En especial Subverso produjo una serie considerable de canciones con “Infórmate”, “San Bernales”, “El jarrazo” y “El padrino” (todas de 2008), “1.500 días” (2009), “Terroristas (2010), “Rap al despertar” (2011) y “Lo que no voy a decir” (2013) y con rimas como “Hay mil quinientos días entre cada votación / mil quinientos días de lucha y organización”.

Ese underground tenía para mediados de la década un arrastre de masas con raperos como Salvaje Decibel, Mente Sabia Crú y decenas de otros nombres. La revuelta escolar de 2006 y las manifestaciones generalizadas de 2011 tuvieron un correlato considerable en el rap, con maestras de ceremonia como Michu MC y Belona y con el disco Escribo rap con R de revolución (2012), de Portavoz, incluidas canciones como “Donde empieza”, con Subverso, y «El otro Chile», con Stailok.

Anticipada también a 2011 apareció la escena de solistas como Camila Moreno, llamativa desde su inicial canción “Millones” (2009), y Ana Tijoux, graduada de Makiza y autora de éxitos como “Shock” (2011), “Mi verdad” (2013) y “Vengo” (2014). Y en paralelo crecía un movimiento mestizo donde se encontraban la conciencia latinoamericana de La Mano Ajena en “Favela” (2005), la canción de barricada de Juana Fe en “La bala” (2010) o el encuadre del país como fantasía exitista retratada por La Patogallina Saunmachín en el disco Chile (2011).

Desde entonces es posible trazar lazos entre cada reivindicación de los últimos años y canciones respectivas. La cantora mapuche Daniela Millaleo el rapero Luanko son voces de pueblos originarios de primera fuente. Del poder corrupto de la iglesa ya daba señales Camila Moreno en «1, 2, 3 por mí, por ti y por todos mis compañeros» (2011). De los movimientos estudiantiles trataba la canción “Michelle y los pingüinos” (2007), de Mauricio Redolés, y el incendio de la Cárcel de San Miguel en 2010, con su testimonio dramático de inequidad nacional, quedó patente en “Cárcel arde” (2011), de Manuel Sánchez. La denuncia en temas ambientales consta en obras como “Pascua Lama”, de Santiago del Nuevo Extremo (2011), o “De Pascua Lama” (2011), canción de Patricio Manns que ganó la competencia folclórica del Festival de Viña nada menos, y el cuestionamiento a los medios de comunicación aflora electrizante en «Vuelan las protestas» (2011), deLaFloripondio. Sobre comunidades migrantes han cantado desde Anarkía Tropikal en “La chamba” (2009) hasta Andrea Andreu en “Colores de feria» (2017). En agosto de 2016 se inició el movimiento No + AFP y Villa Cariño llevó esa demanda a la cumbia «Antes que tú te mueras» el mismo año. Las disidencias sexuales se han expresado sutiles o frontales en Javiera Mena, Alex Anwandter o en la banda lesbiana de punk rock Horregias, así como del movimiento feminista hay señas en “Antipatriarca” (2014), de Ana Tijoux, o «Reacciona, mujer» (2018), de Chorizo Salvaje. El descontento generalizado se palpa en canciones como “No le entregues el poder” (2011) y «Luz de rabia» (2015), de Tata Barahona, tal como la conciencia de clase aflora en «La chusma inconsciente» (2017), de Evelyn Cornejo. Un registro destacado es el de Isabel Parra, histórica y vigente como la que más en canciones como “Minorías” y “Abusos” (2015), mientras, para delinear un contraste extremo, el reggaetón y el trap muestran su borde contingente con el popular Pablo Chill-e y su éxito «Facts» (2018).

Son casos elegidos entre muchos más posibles. El discurso crítico ya es tranversal, y no hay mucha excusa para no estar al tanto después de años de evidencia. El 23 de octubre último, en los días iniciales de las protestas, un panelista del programa matinal de Canal 13, Polo Ramírez, fue tendencia por su frase “Sabíamos que había desigualdad, pero no sabíamos que les molestaba tanto”. Cuatro años antes, en 2015, el mismo panelista había posado de “punk” como humorada para una nota en televisión. De haberse molestado en aparentar menos y reportear más sobre el tema tal vez hubiera encontrado, en el disco Calavera (2011), de Fiskales Ad Hok, la canción “Sudamerica-no”, rubricada con un verso que nunca estará de más citar, una otra vez, sobre todo en días como los que corren. Grabado y avisado hace dieciocho años: “No se sorprendan si reaccionamos mal”.

La raíz del estallido y el fracaso del modelo neoliberal

Por María Olivia Mönckeberg

Escribir estas líneas en un clima enrarecido por la falta de respuestas a tono con la profunda crisis de las instituciones del país, con los derechos humanos atropellados, mientras continúan las llamas, los saqueos, y —sobre todo— la incertidumbre, es un ejercicio difícil.

Pero en el intento de encontrar las hebras que ayuden a comprender lo que ha ocurrido —y sigue ocurriendo— aparece el grave deterioro de la educación pública y las continuas protestas de los estudiantes y profesores que lo venían señalando desde hace años; las deudas acumuladas por los créditos y las que se multiplican por los incentivos al consumo de cualquier cosa; las paupérrimas pensiones que entregan las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) a los que prometieron hace casi cuarenta años jubilaciones fabulosas; los innumerables y agotadores problemas de la salud pública, incluyendo los elevados precios de los medicamentos, y los de las Instituciones de Salud Previsional (Isapres); la falta de viviendas dignas y las ciudades segregadas.

Todo eso es parte del conjunto de duras secuelas de esas políticas económicas impuestas en dictadura que se mantuvieron en las décadas siguientes y a las que nos acostumbraron a aceptar como la manera de lograr el crecimiento y la «estabilidad democrática».

Sin embargo, la desigualdad y la estratificación social, así como el individualismo y el abuso en sus diferentes formas, fueron emergiendo dentro del poco feliz legado del «modelo» que por aquel entonces llamaban «de economía de mercado» y al que hoy se define como neoliberal. Si se analiza el asunto más en profundidad, habrá que admitir que también la delincuencia y el narcotráfico —en aumento en los últimos años— se relacionan con las consecuencias de ese estado de cosas generado por el trasfondo de injusticia social y falta de oportunidades de miles de jóvenes.

Libros, informes y cifras estaban dando señales de alerta que no fueron escuchadas. La más comentada post 18 de octubre es la del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, que en su publicación Desiguales, editada en 2017, ratificó que el 33% del ingreso que genera la economía chilena, lo capta el 1% de la población. Y, a su vez, casi el 20% se lo lleva el 0,1% más rico. Otro récord ingrato que se suma a los de alcoholismo, drogadicción, suicidios y enfermedades mentales del país que hasta hace muy poco era considerado por el presidente de la República como «un oasis».    

Ilustración: Fabián Rivas

Una historia de más de 40 años

Se ha sostenido que el estallido social del 18 de octubre no fue por 30 pesos sino por 30 años. Sin embargo, podría corregirse esa apreciación: la historia indica que la raíz del asunto va aún más atrás y se remonta a casi 40 años o incluso varios más: al principio de la dictadura, cuando un grupo de economistas provenientes de la Universidad Católica convenció a los altos oficiales uniformados de aplicar lo que fue conocido como «El ladrillo», con las líneas fundamentales de lo que sería su modelo de desarrollo.         

En 1981 el plan adquirió formas concretas cuando empezó a regir la Constitución de 1980, ideada por Jaime Guzmán Errázuriz, el líder del gremialismo, con el objetivo de perpetuar para siempre la dominación política y económica instalada en dictadura. Ese mismo año fundacional se estrenaron las controvertidas AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones) y las Isapres, que acumulan utilidades en el negocio de la salud privada hoy ampliado a clínicas, laboratorios y otros «servicios». El mismo año se dio el impulso a las «reformas» de la educación superior que castigaron a la Universidad de Chile y a la entonces Universidad Técnica del Estado —las dos únicas públicas—, y sin hacer mucho ruido se dio el vamos a la existencia de universidades privadas e institutos profesionales.

Poco tiempo después vino la municipalización de la educación básica y media que debilitó la educación pública hasta llevarla a niveles paupérrimos, y se implantó el nuevo invento de la enseñanza particular subvencionada que siguió el mismo esquema de voucher con la marca de Milton Friedman que hasta hoy prevalece también en la educación superior.

Es obvio que en democracia no habría sido posible que esa fórmula alentada por los Chicago boys, los gremialistas —antecesores de la UDI— y resguardada por los militares que acompañaron al dictador hubieran podido implantar esas férreas reglas sin reprimir con dureza a la población. Resulta impensable imaginar siquiera que con Parlamento y Poder Judicial independiente, con prensa libre y con organizaciones sociales como las que hubo alguna vez en Chile se hubiera podido descuartizar la sociedad para generar tan radical experimento.

Como recordaba el economista doctorado en Chicago Ricardo Ffrench-Davis, Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades, en una reciente entrevista en La Segunda, «Chile empezó a aplicar el modelo neoliberal casi 20 años antes de que recibiera su nombre actual». Y agregaba: «Fue pionero y lo aplicó brutalmente amparado en el miedo que existía en la dictadura». También comentó algo muy escuchado en esos años 70 y 80, cuando de la mano de Sergio de Castro y de Miguel Kast los Chicago Boys avanzaban: esta fórmula fue más extrema que la de Ronald Reagan en Estados Unidos y la de Margaret Thatcher, la dama de hierro, en Inglaterra.

«La nuestra fue una reforma brutal que liquidó muchas industrias, pymes y empleos. Pinochet no solo terminó con vidas, también creó desigualdad, estructuras desiguales que constituyen un lastre hasta hoy», concluyó Ffrench-Davis.

El saqueo, Büchi y Larroulet

Llamaron «modernizaciones» a los ejes de su «modelo». Decían que eran siete y abarcaban casi todos los aspectos de la vida de las personas. Recurrieron a los fondos de previsión de los trabajadores para afianzar sus políticas monetaristas y entregarlos a grupos financieros. Traspasaron miles de millones de dólares del erario nacional para salvar a los bancos cuando este experimento iba hacia el fracaso después de la fuerte crisis de 1982, en momentos en que los grupos económicos de aquel entonces rodaron por los suelos.

Los autores de ese «modelo» completaron el saqueo al Estado de Chile con la privatización de las grandes empresas públicas que tomó fuerza a partir de 1985 después de que Hernán Büchi Buc, quien antes había desempeñado estratégicos roles en el gobierno, asumió como ministro de Hacienda, en febrero de ese año. Ya el descontento se había manifestado a partir de las protestas nacionales de 1983 y por esa época aparecían señales de que la dictadura podía terminar algún día. El traspaso de las enormes riquezas del país se les hacía necesario para que funcionara la economía y para dejar asegurado el futuro de los grupos que los sostendrían y se beneficiarían con él.

Fue así como cayeron la Línea Área Nacional (LAN), la Compañía de Teléfonos, la Industria Azucarera Nacional (Iansa), las generadoras y distribuidoras de electricidad, entre las que estaban Endesa —que además era titular de derechos de agua a través de todo el territorio— y Chilectra. Entre otras, sucumbió también la Sociedad Química y Minera de Chile (Soquimich,) hoy conocida por su sigla SQM, que fue a parar a manos del ex yerno de Pinochet Julio Ponce Lerou, quien está desde hace unos años en el ranking de los grandes ricos del país, según la revista Forbes. Sus hijos, es decir, los nietos de Pinochet, acumulan fortunas en paraísos fiscales, mientras el litio y el potasio producido por Soquimich se encuentran en sus manos y en las de inversionistas chinos.

Desapareció en aquella época también el Instituto de Seguros del Estado (ISE) en medio de maniobras que favorecieron a dos ingenieros comerciales que poco tiempo después dieron vida al grupo Penta, Carlos Eugenio Lavín y Carlos Alberto Délano, los mismos que tras el controvertido caso de las boletas falsas que reventó en 2015 fueron sancionados con «clases de ética». Y después de traspasar algunas de sus pertenencias, acaban de reaparecer como prósperos empresarios inmobiliarios que buscan hacer negocios con viviendas en diferentes comunas de Santiago. El 11 de noviembre los Carlos aparecían, por ejemplo, en una crónica de La Segunda en que anunciaban su avanzada en Independencia, con una inversión por 84 millones de dólares.

Esa ola privatizadora que sobrevino después de la crisis de 1982 también significó la consolidación para grupos de corte más tradicional como los Matte o Anacleto Angelini, que se quedaron con parte de lo que había pertenecido al grupo Cruzat-Larraín, como las empresas forestales y de celulosa que fueron creadas por el Estado. Y Andrónico Luksic, que logró la Compañía de Cervecerías Unidas (CCU) y luego continuó con Madeco, el Banco de Chile y empresas mineras como Los Pelambres.

Crédito: Felipe PoGa

“El inmenso saqueo de las riquezas básicas y de la energía, que luego continuó en los años 90 ya en transición a la democracia con las aguas y los puertos, dejó al país prácticamente sin industrias y a su gente sin sentido de comunidad ni de país”

Büchi, quien hoy es miembro de numerosos directorios y preside la junta directiva de la Universidad del Desarrollo y —entre otros— integra directorios del grupo Luksic, no actuó solo. Son muchos los nombres de ingenieros comerciales y civiles, la mayor parte ligados a la UDI, que surgen al recordar ese periodo y siguen hoy resguardando el modelo y el botín saqueado.

Uno de ellos es Cristián Larroulet Vigneau, jefe de gabinete de Büchi durante todo su periodo como ministro de Hacienda, hasta 1989, cuando renunció para dedicarse ambos a su fallida campaña presidencial. Después, en marzo de 1990, Büchi, junto al ex ministro de Pinochet Carlos Cáceres, fundó el Instituto Libertad y Desarrollo, y Larroulet fue elegido director ejecutivo. Estuvo ahí 20 años, hasta el primer gobierno de Sebastián Piñera, cuando llegó a La Moneda en calidad de ministro Secretario General de la Presidencia.

Durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, Larroulet se retiró a la UDD para volver a La Moneda en marzo de 2018 junto a Piñera, esta vez, encabezando el grupo de asesores del denominado segundo piso. Y ahí permanece, moviendo los hilos, en este averiado gobierno de Piñera, en un puesto más oculto pero no con menor influencia.

Ese inmenso saqueo de las riquezas básicas y de la energía, que luego continuó en los años 90 ya en transición a la democracia con las aguas y los puertos, dejó al país prácticamente sin industrias y a su gente sin sentido de comunidad ni de país, dedicada a trabajar más en los servicios y las finanzas, a competir y endeudarse.

Los resguardos constitucionales

Todo el entramado político que se fue construyendo bajo la batuta del fundador del gremialismo, Jaime Guzmán Errázuriz, iba en estrecha relación con el modelo económico y social ideado y dirigido por Sergio de Castro, Pablo Barahona, Miguel Kast, Hernán Büchi y sus jóvenes seguidores como Joaquín Lavín, Cristián Larroulet y muchos otros.

La Constitución de 1980, aprobada en fraudulento plebiscito sin discusión abierta, logró en buena medida su objetivo de prolongar por casi 40 años un estado de cosas antidemocrático y adverso a las grandes mayorías. Esa Constitución exalta la propiedad privada como el máximo valor de una sociedad en la cual los ciudadanos se han convertido en consumidores. Todo en ella está impregnado de la concepción de “Estado subsidiario” y acarrea la visión economicista y privatista, además de concebir un poderoso Tribunal Constitucional que oficia de «cuarta cámara» dispuesta a atajar todo lo que no se avenga con ese modelo.

Además, están las leyes orgánicas constitucionales pensadas y redactadas para que en las diferentes áreas complementen a la Constitución. Y con sus elevados quórums para modificarlas han mostrado cuán rígidas pueden ser las amarras que dejaron puestas quienes ejercieron el poder dictatorial. El Código de Aguas, el de Minería y otras creaciones de ese tiempo han sido complementos importantes para favorecer a una pequeña minoría que se adueñó de lo que debiera ser de todos.

Con esos instrumentos lograron debilitar el Estado al que le quitaron su rol en la producción —salvo el caso de Codelco y otras pocas excepciones— y suministrador de servicios públicos básicos, y le dejaron sin posibilidad de ejercer su papel regulador, mientras la concentración se hacía cada vez más presente.

En algunos sectores, como las sanitarias y los puertos, que se habían librado del traspaso en dictadura, el impulso fue retomado en los 90. En el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle se vendieron las sanitarias y se privatizaron las faenas de la mayoría de los puertos. La justificación fue la falta de recursos del Estado y las necesidades de inversión. Lo mismo ocurrió después en el gobierno de Ricardo Lagos con las concesiones de obras públicas.

También es lo que está detrás del crecimiento sin límites —ni regulación— de las universidades privadas, favorecidas con recursos del Estado que se les otorgan por la vía del subsidio a la demanda orientado a los estudiantes que acuden a ellas, a quienes se les dan créditos o becas. El Crédito con Aval del Estado (CAE), que data de 2006, es elocuente ejemplo de la canalización de esos recursos a las entidades privadas, que ha permitido su notable ampliación de matrícula sin dar garantías de calidad, y que ha comprometido gran cantidad de recursos fiscales mientras disminuía la proporción de matriculados en las universidades públicas.

Crédito: Felipe PoGa

El precio de la atomización

«¿Por qué Chile es Chile?» fue la pregunta que nos plantearon en 2010, el año del Bicentenario y del terremoto a un grupo de 23 Premios Nacionales desde la Comisión Nacional de la Cultura y las Artes, precursora de ese Ministerio. Era el primer año del primer gobierno de Piñera y se publicó un libro con las respuestas. Cuando escribía este artículo, volví a toparme con ese texto que —creo— viene al caso recordar por su relación con la raíz de los hechos actuales.

Planteaba en esa oportunidad que «a ojos vista aumenta la riqueza y el lujo» y unos pocos concentraban cada vez «más poder económico y cientos de miles quieren seguir los ritmos del consumo de los más acaudalados, y se endeudan día a día para adquirir la última novedad que les ofrece el mercado».

Continuaba en ese artículo escrito hace nueve años: Chile es «un país de consumidores más que de ciudadanos, dicen muchos. Un laboratorio de experimentos ideológicos, religiosos y políticos de muy diferente signo para llegar a ser hoy un conjunto de muchos Chiles que se divisan a lo lejos unos a otros»…

Me referí a los medios de comunicación como «factores determinantes en esa atomización que experimenta el país cuando conmemora su Bicentenario». Y agregaba: «En Chile están —salvo muy pocas excepciones— en manos de un solo sector político y económico: la derecha vinculada a grupos económicos y financieros (…) Se puede advertir que los medios masivos —prácticamente todos— apuntan en un sentido, responden a una sola ideología, la de ese mercado que quiere ser reforzado, la que dictan quienes tienen el poder».

«Esto —continuaba— no solo atenta contra la libertad de expresión y el acceso de la ciudadanía a la información (…) contribuye a que Chile sea muchos Chiles fragmentados, y atenta contra el sentido de comunidad nacional donde unos y otros puedan conocerse y reconocerse. Difícilmente, entonces, podrán identificarse como un país».

A continuación rescato otros párrafos que parece adecuado considerar en estos días: «En lugar de integrar a los ciudadanos y contribuir a generar identidad, la actual estructura de medios de comunicación es una barrera que se levanta contra los muchos habitantes de este país que son ignorados, olvidados, censurados o estigmatizados. Un factor de desunión de los chilenos, de desinformación y de aislamiento entre las personas que integran los diversos sectores socioeconómicos. Un elemento que potencia la estratificación social que se ha venido manifestando en forma creciente en las últimas décadas”.

«Muchas realidades solo se conocen cuando estallan como conflictos. Ha ocurrido con el histórico tratamiento medial de la situación en La Araucanía, con la rebelión de ‘los pingüinos’ en 2006, con el reciente malestar de los habitantes de Rapa Nui, por citar algunos casos».

«Faltan espacios para la información sobre lo que realmente ocurre en este territorio. Faltan medios que, con ética y calidad profesional, entreguen versiones distintas a las de la prensa convencional ligada a grandes grupos económicos. Faltan escenarios donde pueda haber discusión de proyectos de largo aliento para el país, para la cultura y el desarrollo de las personas”.

«La situación de los medios y las ‘cortinas’ que se imponen son factores claves para la permanencia de la desigualdad y la desintegración social y política. Solo se muestra una cara de Chile: la que interesa a los grupos que han logrado dominar no solo con su poder económico, sino también con su visión y su manera de imaginar el futuro del país”.

«La actual estructura de medios de comunicación contribuye así a perpetuar y agudizar la existencia de ‘Chiles’ incomunicados y aislados. Sin espacios públicos para compartir realidades y sueños es imposible construir país. Entre los riesgos evidentes de una situación así está el debilitamiento de la democracia y la agudización de la desigualdad y de la estratificación social y económica. Y a la corta o a la larga eso no será positivo para nadie”.

«De no mediar acciones concretas que impidan que las cosas sigan el curso que llevan, este Chile dividido seguirá sumiéndose en sus brechas y contrapuntos, seguirá perdiendo su ser más profundo», decía en los párrafos finales.

Está claro que las acciones concretas no llegaron a tiempo. Y tal como están las cosas, sin reformas que abarquen el modelo económico impuesto en Chile en dictadura, sin un rol más activo del Estado al servicio del bien común y no de unos pocos, y —desde luego— con una nueva Constitución que las ampare, el resultado será como barrer la basura debajo de la alfombra. Y más temprano que tarde los innumerables problemas de fondo volverán a reaparecer. Y los costos que eso tendría para la democracia y para la calidad de vida de las personas no se miden en dólares.        

Para fortalecer la democracia y asegurar el destino del país para los próximos 30 o 40 años, parece ya imprescindible reconocer que el experimento de Chicago fracasó. Y habrá que pensar en serio en construir sobre nuevas bases y criterios un modelo de desarrollo sustentable a tono con los desafíos que plantea el siglo XXI y con los necesarios requerimientos de justicia social.

Proceso constituyente. ¿Y ahora, qué?

El 15 de noviembre el mundo político celebró: finalmente existía un acuerdo para un proceso que discutiría desde cero una nueva Constitución. Pero casi enseguida comenzaron las dudas. ¿Qué significa la hoja en blanco? ¿Qué ocurrirá cuando la convención constituyente o mixta no llegue a acuerdos que abarquen a dos tercios de sus integrantes? ¿Cuál será el rol de la comisión técnica? ¿Cómo deberían enfrentar esto los ciudadanos y ciudadanas? Bárbara Sepúlveda, abogada, profesora de Derecho Constitucional y directora ejecutiva de Abofem (Asociación de Abogadas Feministas), y Javier Contesse, abogado, académico del Departamento de Ciencias Penales de la Facultad de Derecho de la U. de Chile y uno de los coordinadores de la Defensoría Jurídica de la Casa de Bello, responden estas y otras dudas, pero también manifiestan su preocupación por las señales del gobierno respecto a los informes internacionales que hablan de violaciones a los derechos humanos.

Por Jennifer Abate C.

Javier, quisiera partir por lo más contingente. Eres uno de los coordinadores de la Defensoría Jurídica de la U. de Chile, fuiste a Quito a la audiencia pública de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que analizó las violaciones a los derechos humanos en Chile. ¿Cómo evalúas la respuesta de las Fuerzas Armadas y del gobierno al informe de Amnistía Internacional, que señala “que los derechos humanos se están violando en Chile a través de ataques generalizados, usando la fuerza de manera innecesaria y excesiva con la intención de dañar y castigar a la población que se manifiesta?”

Primero, quisiera puntualizar que la Defensoría Jurídica de la U. de Chile es, ante todo y desde un inicio, una iniciativa estudiantil. Respecto a lo ocurrido con el informe de Amnistía Internacional y las diversas reacciones del mundo político y castrense, creo que la situación es bien preocupante por distintas razones. Uno puede discutir el mérito, el contenido del informe o si se formuló de manera apresurada, pero es fundamental entender que proviene de una organización internacional que tiene una legitimidad en el mundo de la protección de los DD.HH. que es irrefutable. Entonces, que la actitud sea, de inmediato, prácticamente de denostación del informe, es por ese solo hecho, grave.

Además, las Fuerzas Armadas se manifestaron públicamente, deliberando.

Javier: exacto, es bien inédito lo que acabamos de ver.

—¿Cuáles son los riesgos de la negación inmediata del contenido de este tipo de informes? Ya ocurrió una vez en nuestra historia que la institucionalidad política no reaccionó a tiempo ante la ocurrencia de violaciones a los derechos humanos, lo que forzó a las familias de las víctimas de la dictadura a buscar justicia por su cuenta.

Javier: En este tipo de circunstancias siempre aparece el riesgo de impunidad. Ese riesgo es menor, claramente, que en el periodo de la dictadura. Además, existe un riesgo inverso para el propio gobierno. Con los compromisos internacionales asumidos por el Estado de Chile y sobre todo con el compromiso asumido a nivel de derecho penal internacional, mientras el gobierno se mantenga en esta política de dificultamiento de la obtención de información por parte de organizaciones internacionales, cada vez se acerca más a la posibilidad de cumplir una eventual responsabilidad penal, y eso vale para quienes están a cargo de las fuerzas de seguridad y de orden, pero también vale para la autoridad política.

Bárbara: hay que decir que esta es una irresponsabilidad bastante grave de parte del gobierno, ya que es un deber internacional adquirido por la ratificación de todos los tratados que ya hemos firmado en Chile sobre DD.HH. Hace un par de semanas vimos cuál fue la presentación del Estado de Chile ante la CIDH y bueno, fue un papel bastante vergonzoso.

Entrando en el proceso constituyente anunciado por el mundo político, ¿podrían decirnos qué significa la aprobación del texto constitucional con acuerdos de dos tercios y hoja en blanco? Se los pregunto porque inicialmente nos convencimos de que esto implicaba partir desde cero, lo que esta semana ha sido refutado por, entre otros, el senador Andrés Allamand.

Javier: Los dos tercios tienen mala prensa para los dos lados porque, como quórum para una reforma constitucional, operan efectivamente como un cerrojo. Pero eso cambia radicalmente cuando se trabaja sobre una hoja en blanco, porque cuando esto ocurre, y eso es lo que Allamand está tratando de desfigurar, por así decirlo, aquello que no alcanza los dos tercios, no entra a la Constitución. La trampa de Allamand es decir que ahí permanece lo estipulado en la Constitución anterior. Pero si uno lee el acuerdo completo se da cuenta de que no es necesario que exista una regla que diga expresamente que si no se alcanzan los dos tercios el desacuerdo no queda en la Constitución, porque cuando se analiza sistemáticamente el cuerpo del texto, es claro que si no se alcanza el quórum, lo que resulta no forma parte del texto constitucional.

Bárbara: mira, yo creo que de todas maneras hay que hacer varios matices sobre lo que dice Javier, en particular, porque si bien el quórum de dos tercios ha sido utilizado en otros procesos constituyentes, hay otros tipos de acuerdo que cumplen con los mismos requisitos, como los tres quintos. Siento que hoy se da una suerte de blanqueamiento de los dos tercios. Estuvimos toda la vida criticándolo y parece que ahora no es tan malo. Pienso que es mucho más saludable tener un quórum de tres quintos, ya hemos visto ejemplos a nivel internacional de que funciona y hoy su aplicación significaría tener un equilibrio de las fuerzas políticas.

Javier: un sector de la derecha va a iniciar una campaña por tratar de desconocer el acuerdo por todas partes, pero el punto es que ese paso se dio y ahora hay que defender la consagración de la hoja en blanco.

Bárbara: estoy de acuerdo contigo en que es muy importante lo de la hoja, pero yo no utilizaría la expresión “ir a defender”, sino que hay que ir a exigir la hoja en blanco porque si no, de qué proceso constituyente estamos hablando. A pesar de que este es un acuerdo que está escrito, que firmó la mayoría de los partidos políticos, queda un gran actor que sigue siendo reemplazado y eso no podemos dejar de decirlo, sobre todo yo, que represento a la sociedad civil en esta instancia.

Ya fue nombrada la comisión técnica que definirá aspectos clave del proceso. ¿Qué les parecieron los nombres de las y los convocados?

Bárbara: Más los que las. Y van a definir cuestiones cruciales a pesar de que es una instancia que más o menos replica la idea del binominal, mitad y mitad, oposición y oficialismo. Cuando esto llegue al Congreso, no podemos llegar y cerrar las puertas, o sea, ahí habrá personas, representantes de la sociedad civil, representantes de la ciudadanía electos popularmente, que también tienen cosas que decir, y eso es una instancia bastante democrática para incorporar las voces que hoy en día están siendo continuamente desplazadas.

—¿Qué es lo que va a definir esa comisión técnica?

Javier: Por ejemplo, el modo. Vamos a tener que elegir constituyentes, representantes, pero hay una serie de cuestiones que hay que discutir. Por ejemplo, una cuestión de extrema relevancia es el tema de paridad. Esa pelea no la podemos dejar de dar, como el problema de representación de los pueblos indígenas. Ellos no pueden quedar fuera de la discusión pública. La comisión va a tomar decisiones muy importantes que van a confirmar o refutar las sospechas que razonablemente tiene la sociedad civil frente a este acuerdo.

¿Cuál es el rol de la sociedad civil, de las instituciones, de nosotros y nostras, en tanto ciudadanos y ciudadanas, de cara al proceso que vivirá nuestro país?

Javier: la sociedad civil tiene un rol fundamental, es EL actor. Por supuesto, la sociedad civil es un actor que no tiene una forma tan clara, se manifiesta de múltiples maneras, pero lo que ha estado pasando hasta el día de hoy, esto es, que la sociedad se movilice, que se reúna en asambleas autoconvocadas, en cabildos, que discuta, es algo que tiene que seguir pasando. Quisiera señalar, además, el tema de la impunidad. Estamos tratando de luchar contra eso y vamos a seguir inclementemente en esa tarea. Nada de lo que se decida puede inviabilizar lo que está pasando en materia de violación de los derechos humanos en nuestro país.

Bárbara: el llamado a la ciudadanía es a informarse, a seguir discutiendo, a presentar ideas y a no tener miedo de soñar un nuevo país. Eso es importante, porque estamos acostumbrados a hacerlo dentro de una cajita con límites impuestos, pero hoy tenemos la oportunidad histórica de poder definir las propias reglas del juego que nos vamos a dar, con nuestros principios, nuestros valores, con los derechos sociales y todo lo que queremos incorporar en la nueva Constitución, así que a seguir avanzando con alegría y con esperanza, que esto no se ha terminado.

Bárbara Sepúlveda, directora ejecutiva de Abofem
Javier Contesse, académico de la Facultad de Derecho de la U. de Chile

Esta entrevista es una breve síntesis de la que se realizó el 22 de noviembre de 2019 en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile, 102.5.