“La pregunta abierta que dejó la caída del Muro de Berlín a fines del siglo XX y las demás crisis y derrotas de la izquierda en la segunda mitad de ese siglo es cómo reconstruir alternativas de cambio estructural que además de su valor ético y democrático, parezcan viables y confiables a las mayorías de la población”.
Seguir leyendoPalabra de Estudiante. No queremos más ausentes en la historia
La dictadura cívico-militar chilena dejó una marca profunda en nuestra sociedad en relación a las graves violaciones a los Derechos Humanos. Ejemplo de ello son los casos de tortura, desaparición y muerte de civiles, además de la implantación del modelo neoliberal que dejó en manos del mercado derechos sociales básicos como educación, vivienda y salud. Por ello, tras la caída del régimen, distintas organizaciones civiles exigieron verdad, justicia, memoria y reparación, porque era imposible cimentar las bases de una democracia real sobre la impunidad, cuestión que fue asumida por los gobiernos de la transición de forma fiel a su icónica consigna “en la medida de lo posible”.
De este abandono son cómplices todos los gobiernos que han pasado por La Moneda. La forma en que como sociedad hemos afrontado la memoria y las violaciones a los Derechos Humanos ha sido clave para construir la frágil y restringida democracia que hay en Chile. De aquí que la crisis del sistema político, la crisis de representación y el ascenso de los discursos de odio de hoy estén íntimamente relacionados con la impunidad y el pacto de silencio que decretó la transición.
Una parte especialmente oscura e invisibilizada de este periodo son los crímenes cometidos contra mujeres y disidencias sexuales, hechos que sólo han salido a la luz gracias al esfuerzo de historiadoras, activistas y organizaciones sociales que no han permitido que nos borren de la historia, pero todavía falta mucho. Respecto de la situación de las disidencias sexuales, existe un mito de que la dictadura fue relativamente tolerante con la población homosexual, cuestión sustentada en la existencia de la discotheque Fausto y la presencia de ciertos personajes en la vida pública, por dar algunos ejemplos. Dicha afirmación no podría estar más alejada de la realidad: basta escuchar los testimonios de activistas de la época y analizar cómo en el régimen de Pinochet se reforzaron cuestiones esenciales para el orden patriarcal y heteronormativo, a saber, el rol social de la mujer ligado al espacio doméstico y el rol masculino de fortaleza, virilidad y liderazgo, cuestiones que encarnaban muy bien Augusto Pinochet y Lucía Hiriart como matrimonio insigne del modelo cultural de la familia chilena. No había espacio para las disidencias sexuales, que sufrieron la persecución y la obligación de habitar ocultes en los márgenes de la sociedad.
“La forma en que como sociedad hemos afrontado la memoria y las violaciones a los Derechos Humanos ha sido clave para construir la frágil y restringida democracia que hay en Chile”.
Los activistas de la diversidad y disidencia sexual que vivieron en esa época han aportado relatos que apuntan a lo mismo: los militares cometieron actos de humillación, violencia e incluso asesinatos contra quienes según su apariencia mostraban una orientación sexual o identidad de género diversa, viéndose afectadas de forma más brutal la población trans/travesti y todes quienes desafiaran de forma más visible la heteronorma y los roles de género. Al igual que la militancia política, la orientación sexual y la identidad de género eran motivos para agravar los castigos y abusos que se daban en las cárceles.

Otro ejemplo claro de la violación a los Derechos Humanos de la población LGBTIQ+ en dictadura es lo ocurrido con la crisis del VIH/SIDA en el país: en 1984 falleció la primera persona notificada con el virus en Chile, hecho que fue titulado por La Tercera como: “Murió paciente del cáncer gay chileno”. Esta situación fue tratada con la misma irresponsabilidad del titular por el Estado y la junta militar, haciendo omisión de una problemática que más de treinta años después nos sitúa como uno de los diez países en el mundo donde más aumenta el virus.
Por todo lo anterior, en esta conmemoración también es necesario visibilizar cómo resistieron y sobrevivieron durante ese período oscuro las disidencias sexuales y las organizaciones feministas, partiendo por recabar información de forma sistemática respecto de los crímenes cometidos. Este asunto —como también la invisibilización de la violencia política y sexual que vivieron muchas mujeres, cuestión que queda en evidencia con la reciente venta del excentro de tortura “La Venda Sexy”— debería ser asumida como una deuda por parte del Estado y las organizaciones de DDHH.
Ya que la violencia, la discriminación y la exclusión que viven las disidencias sexuales persiste hasta hoy, es urgente tomar medidas de reparación histórica que se orienten hacia la inclusión y el otorgamiento de plenos derechos hacia estas comunidades. Por ejemplo, a través de una Ley de Educación Sexual Integral con perspectiva en las diversas orientaciones, identidades y expresiones de género; una Ley Integral Trans que incluya medidas de reparación hacia las personas que han vivido violaciones a sus derechos en dictadura y en democracia, como también garantías de acceso a salud, trabajo y educación.
Sólo así podemos ir saldando las profundas deudas que tenemos como sociedad con las mujeres y disidencias sexuales. Sólo así construiremos un país menos excluyente y una verdadera democracia.
Pedro Maldonado: “La neurociencia hoy tiene la capacidad de intervenir el cerebro”
El Profesor Titular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile lleva una buena parte de su vida explorando el cerebro humano. Hoy, con el mundo científico empeñado en descifrar los misterios de la mente, Maldonado —quien acaba de lanzar el libro Por qué tenemos el cerebro en la cabeza— pone la mirada en los debates que se vienen: inteligencia artificial, privacidad mental, neuroderechos, eugenesia, ciencia y poder. “La neurociencia ha traído avances que pueden afectar la manera en que nuestro cerebro es usado y compartido”, advierte.
Por Francisca Siebert | Fotografías: Felipe Poga
Desde hace años que a Pedro Maldonado le gusta llevar del laboratorio a la calle la conversación sobre el cerebro humano. “Hay preguntas increíbles que uno también quiere saber y muchos mitos, por supuesto. Y en un momento pensé que yo tenía material para contarlo”, cuenta sobre el origen de Por qué tenemos el cerebro en la cabeza (Debate), libro que lanzó a fines de agosto, y que gira alrededor de esta máquina biológica sobre la que la ciencia avanza esperando lograr la gran revolución: conocer cómo funciona y lograr su manipulación.
Hasta aquí, aún sabemos poco sobre este órgano que posee cerca de 100 mil millones de neuronas y un número astronómico de conexiones. “Conocemos menos del 15 por ciento”, dice Maldonado, doctor en Fisiología de la Universidad de Pensilvania, director del Departamento de Neurociencias de la Facultad de Medicina e investigador del Instituto Milenio de Neurociencia Biomédica (BNI).
Sobre sus inicios en la ciencia, cuenta: “Entré a estudiar Biología el año 78 porque quería seguir a Jacques Cousteau”. A la larga no tomó el camino de la biología marina, sino el de la fisiología del sistema nervioso. Así llegó al laboratorio de Epistemología experimental de Humberto Maturana y Francisco Varela: su tesis de magister, titulada “El sistema frontal y lateral de los pájaros” —un estudio conductual sobre la retina de los pájaros—, fue el último trabajo publicado en conjunto por ambos.

—Ser neurocientífico y haber estado en el laboratorio con Maturana y Varela es, a estas alturas, algo bastante histórico. ¿Cómo fue estar ahí?
Fue increíble. Ambos eran personas extremadamente brillantes y complementarias: Francisco era riguroso, muy hábil tomando ideas y concretándolas; Humberto es más brillante proponiendo ideas nuevas. Y como en esa época había repoca plata, pasamos mucho tiempo discutiendo frente a la pizarra, lo que fue un entrenamiento teórico muy fuerte, durante el que aparecieron ideas de ellos dos que todavía son muy vigentes, y que quizá recién ahora se están tomando más en serio en el mundo de la neurociencia.
“Hoy existen técnicas que permiten tener una línea de pensamientos de un sujeto. Si esto se llega a sofisticar, una persona podría estar sujeta a que todos sus pensamientos y su privacidad mental esté expuesta al escrutinio de alguien”.
—Conocer el cerebro es un desafío impostergable para la humanidad. El Proyecto BRAIN (Brain Research Through Advancing Innovative Neurotechnologies), en el que el gobierno de Estados Unidos está invirtiendo 6 mil millones de dólares, es una muestra de eso. ¿Cómo ve los avances de esta iniciativa?
BRAIN está diseñado para crear tecnología que permita mirar el cerebro completo de un humano en tiempo real. Actualmente son muy pobres las técnicas que tenemos en neurociencia para hacer eso. El problema es que, en ciencia, la tecnología es una herramienta, no una explicación. La aproximación de BRAIN va en una buena dirección, pero por sí solo no va a explicar nada.
—Pese a lo poco que se conoce del cerebro, Rafael Yuste, director de BRAIN, y un grupo de neurocientíficos firmaron hace unos años una declaración en la revista Nature en la que hablaban sobre neuroderechos, alertando sobre el riesgo inminente al que están expuestas nuestras mentes. ¿Cuál es su opinión?
La neurociencia en la última década ha traído muchos avances importantes que pueden empezar a afectar la manera en que nuestro cerebro es usado y compartido, y a eso apuntan los neuroderechos. Esto va a tener impacto dentro de los próximos diez o veinte años, pero no podemos esperar hasta entonces para empezar la discusión.
—En esa declaración se plantearon cinco neuroderechos inalienables: la privacidad mental, la identidad personal, el libre albedrío, el acceso equitativo y la no discriminación en el acceso a las neurotecnologías. ¿Puede que estos derechos estén en riesgo hoy?

Hoy existen técnicas de imageonología que permiten tener una línea de pensamientos de un sujeto. Si esto se llega a sofisticar, lo que es cosa de tiempo, una persona podría estar sujeta a que todos sus pensamientos y su privacidad mental esté expuesta al escrutinio de alguien. Ahí hay una amenaza, en términos de que alguien puede saber lo que quiero y lo que pienso. Por otro lado, lo que soy y lo que pienso pueden ser datos, por lo tanto, mi identidad como persona puede no estar sujeta a mi propia voluntad, y entonces el libre albedrío también estaría en riesgo. Esto no sólo involucra los datos: la neurociencia hoy tiene la capacidad de intervenir el cerebro, y si yo logro mejorar el cerebro, eso puede generar inequidad en la población, pensando en la posibilidad de que existan humanos potenciados, lo que crea todo un problema ético, que también es parte de esta discusión. Como también lo es la relación cerebro-máquina, que es algo que ya está ocurriendo.
—¿Y cuál es el debate que se abre en torno a la relación cerebro-máquina?
Desde hace diez años los científicos tienen acceso a las señales eléctricas de las personas, y eso pueden usarlo en pacientes que no logran mover el cuerpo para que lo hagan a través de un brazo robótico o con su propio brazo. Yuste plantea que si hay un paciente que maneja con la mente un brazo robótico, y ese brazo me muele la mano al saludarme, ¿quién es el responsable? ¿La persona que me apretó la mano? ¿El técnico que la fabricó? ¿El programador que hizo el software? Si conecto mi cerebro a un celular y logro tener una supermemoria en contraste con la tuya, habrá personas que van a poder ser superhumanos y otros no, y eso creará una diferencia. ¿Hasta qué límite vamos a llegar? ¿Quiénes van a poder tener acceso? Todas esas cosas están ocurriendo a una velocidad de avance mucho más rápido que leer los pensamientos.
—La idea de un superhumano suena peligrosa. Es inevitable, además, pensar en la desventaja en que esto dejará a los países y a las personas más pobres, ¿no?
El debate de la inteligencia artificial va por el mismo lado, y tiene relación con el cerebro, porque por primera vez lo que busca la tecnología no es reemplazar las habilidades físicas de las personas, sino las habilidades mentales. Esa ha sido un área que nunca se ha tocado, y ahora la tecnología tiene la capacidad de hacer ese tipo de cosas. Sabemos que cualquier tecnología siempre tiene el potencial para ser usada para beneficio o no, y es responsabilidad de la sociedad velar porque la ciencia contribuya al bienestar y no a una mayor segregación de las personas o países.
—Los científicos saben el impacto que puede tener la inteligencia artificial en el desarrollo, pero la inversión en ciencia sigue siendo baja en Chile. ¿Cómo entra la Inteligencia Artificial en este modelo?
La gran ventaja de la inteligencia artificial como tecnología es que es más democrática quizás que otras tecnologías porque requiere creatividad humana, y eso existe en todas partes del mundo. Ahora, la ciencia necesita también apoyo financiero, es la semilla para el desarrollo tecnológico y eso no está muy claro. Muchas veces se argumenta que la ciencia se puede comprar, que el conocimiento se compra, pero en realidad estamos comprando tecnología, no conocimiento, y eso nos hace dependientes del conocimiento extranjero. Ellos son los que terminan vendiendo alambres de cobre y nosotros produciendo el cobre. Y mientras no nos volquemos a una sociedad del conocimiento, esa diferencia se va a mantener.
—En este horizonte que abre la inteligencia artificial, ¿corremos el riesgo de seguir llegando tarde?
Por supuesto. Esto implica un apoyo inicial de recursos y es problemático, porque muchas veces no se entiende por qué se debe invertir en ciencia, dicen que es caro, habiendo otras necesidades de país más importantes. La respuesta es que uno no puede predecir con exactitud dónde la ciencia va a dar sus frutos y, por lo tanto, tiene que generar una masa crítica de científicos.
—¿Cómo explicaría la relevancia que tiene la ciencia para el país?
El ejercicio de preguntarse y responderse es superimportante. El pensamiento crítico, que es parte fundamental de la ciencia, es una enorme herramienta para las personas porque les da poder, les permite tomar buenas decisiones basadas en el conocimiento. Yo digo que la ciencia es la herramienta democrática más poderosa que puede tener un país, no sólo por el producto científico, sino porque la práctica científica empodera. Las democracias se basan en el aporte de las personas, de poder contribuir con sus reflexiones y sus decisiones. ¿Por qué ciertos países son los más poderosos? Porque tienen poder científico y ese poder está basado en la ciencia que tienen. ¿Y quién lo entendió ahora? China, que está poniendo cuatro y tanto por ciento de su PIB en ciencia, porque eso les va a dar poder, poder y desarrollo.
80 años de un viaje interminable
Más de dos mil republicanos españoles se refugiaron en Chile luego de pasar por la tragedia de la Guerra Civil. Niños, niñas, hombres y mujeres forjaron aquí su destino y el de este país, que comenzó a cambiar luego de ese 3 de septiembre de 1939. Hoy, el Winnipeg alado de Neruda nos vuelve a interpelar en torno a las migraciones, la política articulada con la intelectualidad y la construcción de una sociedad más libre y democrática.
Por Ximena Póo | Ilustración: Fabián Rivas
“Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. Las ásperas se quedan pegadas al papel, a la mesa, a la tierra. La palabra Winnipeg es alada”. Así hablaba Pablo Neruda del “barco de la esperanza” que recaló hace 80 años en Valparaíso. Un barco que no podemos olvidar, que sigue navegando con los valores de la República, ese segundo momento republicano español (1931-1939) que culminó en la tragedia de la Guerra Civil y en la dictadura franquista. Un segundo momento, vigente hasta la actualidad, cuando en España se levantan banderas independentistas en Cataluña, se busca exhumar los restos del dictador, se comienza a abrir la memoria para hacerla viva; cuando el fascismo revive en varios puntos de Occidente, cuando el cambio climático nos enrostra el tipo de desarrollo que se levantó el en siglo XX y en lo que va de éste, y cuando la migración y el refugio se vuelven a reconocer como conceptos cotidianos en países como Chile.
Desde el puerto francés de Trompeloup-Pauillac se embarcaron más de dos mil refugiados republicanos un 4 de agosto de 1939 en el Winnipeg, de la compañía France-Navigation. Se trataba de un carguero que debieron acomodar para los pasajeros. Niños y niñas, hombres y mujeres de oficios y profesiones diversas convivieron durante meses imaginando cómo sería Chile, previendo las precariedades que encontrarían al llegar a este fin del mundo para iniciar una nueva vida lejos de las atrocidades que debieron soportar durante la Guerra Civil y luego, en los campos de refugiados franceses, desde donde buscaron asilo en países como Chile, México, Inglaterra, la URSS, o bien se quedaron en Francia, sin retorno. En “Misión de amor”, Neruda describía así el viaje: “(…) Labriegos, carpinteros,/pescadores,/torneros, maquinistas,/alfareros, curtidores:/se iba poblando el barco/que partía a mi patria./Yo sentía en los dedos/ las semillas/de España/que rescaté yo mismo y esparcí/sobre el mar, dirigidas/a la paz/de las praderas”.
Siendo cónsul especial para la inmigración española con sede en París, Neruda logró que el barco llevara la bandera de la libertad junto a su compañera de entonces, la artista e intelectual Delia del Carril —la Hormiguita—, quien fue clave en esta misión que gestionaron con el Gobierno Republicano en el exilio a través del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (Sere) y el Comité Chileno de Ayuda a los Refugiados Españoles, dirigido por José M. Calvo, editor del periódico semanal América, donde daba cuenta de lo que estaba ocurriendo en España. En ese escenario, el apoyo del presidente Pedro Aguirre Cerda y el ministro de Relaciones Exteriores Abraham Ortega fue fundamental, especialmente porque el Frente Popular fue un modelo para España, Francia y Chile de vanguardia democrática en la organización del Estado y del gobierno, mientras la derecha chilena y sus medios de comunicación se referían a los pasajeros del barco como “peligrosos revolucionarios”. Desde un comienzo, el poeta y cónsul fue enfático, tal como recuerda Darío Oses en Pablo Neruda y el Winnipeg (2019), al decir que “desde el punto de vista político serán escogidos, para que su sola presencia, sin necesidad de que se mezclen en nuestra política interna, sirva de antídoto a la propaganda venenosa de la Falange española y del nazismo alemán”. Mucho se ha escrito sobre este viaje. Un viaje que para muchos intelectuales sería el primero de una doble expatriación desencadenada luego por la dictadura de Augusto Pinochet, tal como se recoge en el libro Winnipeg, el exilio circular (2010), editado por Ana Lenci, Ingrid Jasckek, Isabel Piper y Ricard Vinyes.
Están también los textos de Jaime Ferrer Mir, Winnipeg, el barco de la esperanza (1989), Los españoles del Winnipeg (2011) y otros registros como la novela gráfica Winnipeg: el barco de Neruda, de Laura Martel y Antonia Santaolaya (2015), o la novela Largo pétalo de mar (2019), de Isabel Allende. Durante la conmemoración de estos 80 años, diversas instituciones, como la Universidad de Chile, recordaron esta hazaña, para que no se olvide el legado democrático e intelectual con el que navegaron a Chile artistas como Roser Bru y José Balmes, el historiador Leopoldo Castedo, el profesor y artista Mauricio Amster, el médico Victorino Farga y los hermanos Pey: Víctor (ingeniero y director del diario El Clarín), Diana (concertista y promotora para la Comisión de Programas para el Planteamiento de la Educación y académica de la Facultad de Artes) y Raúl (ingeniero).
La esperanza como cargamento
El 30 de agosto, en el Salón de Honor de la U. de Chile, el Rector Ennio Vivaldi le otorgó la Medalla Rectoral a Roser Bru y a Montserrat Tetas, ambas viajeras en el Winnipeg cuando eran unas niñas. La primera, Premio Nacional de Artes Plásticas, y la segunda, académica de la Facultad de Medicina durante medio siglo. Antes la Medalla había sido concedida a Víctor Pey (2015), a Balmes (1999), Premio Nacional de Artes Plásticas, y a José Ricardo Morales (1999). Así, son muchos los nombres de viajeros y viajeras del Winnipeg o sus descendientes que han pasado por las aulas de esta universidad y cientos los que han aportado al país en todos los ámbitos de la vida democrática desde ese día del desembarco, el 3 de septiembre de 1939.
En sus memorias Para nacer he nacido, publicadas tras su muerte (1978), Neruda ya advertía sobre la larga dictadura que comenzaba a oscurecer a España y sin imaginar aún lo que le esperaría a él y a Chile más adelante con la “ley maldita” de González Videla (1948) y el golpe de Estado (1973). En el libro, el poeta buscó el espíritu que guiaba esta travesía entre dos mundos: “La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo. Lo cierto es que nunca llevó aquel barco más de setenta u ochenta personas a bordo. Lo demás fue cacao, copra, sacos de café y de arroz, minerales. Ahora le estaba destinado un cargamento más importante: la esperanza. Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración, de inhóspitas regiones, del desierto, de África. Venían de la angustia, de la derrota, y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años”.
“Hoy, el barco nos devuelve la mirada sobre qué somos y en qué nos convertimos en Chile desde esos años; nos interpela sobre qué República nos estamos contando cuando son otras las migraciones y los refugios que convocan los mesones actuales”
Cuando se cumplieron 65 años de la llegada del Winnipeg, José Balmes recordaba para la prensa de Valparaíso así su primer viaje al exilio desde Europa: “Aún los veo, de blanco y con sombrero, a Pablo Neruda y Delia del Carril. Era el verano del 39 y recibían a una avalancha de hombres y niños que venían de diferentes puntos de Francia, éramos los refugiados de la guerra de España. Junto a ellos, estaba el Winnipeg, barco de carga como un viejo objeto inmenso pegado al malecón, punto de encuentro y de esperanza. Nos otorgaron el nombre de Chile, papeles con timbres y fotos que nos convertían nuevamente en ciudadanos. Al fin nos hicimos a la mar, hacia Chile, Chile como una obsesión, como la última alternativa de una vida posible (…). Pasamos más de treinta días en el mar. Era de noche en Valparaíso cuando llegamos, toda la bahía estaba iluminada y casi nadie se movió de cubierta hasta el amanecer. Había sol de primavera ese 3 de septiembre. En tierra, rostros y manos nos decían su amistad, su bienvenida; después de mucho tiempo, sabíamos nuevamente el significado de un abrazo (…). Era el comienzo de un exilio distinto… Un tiempo después, esta tierra sería mía para siempre».
Comunidad, convicción y compromiso cruzaron los espacios biográficos de este viaje que el 28 de agosto pasado fue recordado en las Jornadas A 80 años del Winnipeg, que incluyó la mesa redonda “Del Winnipeg a la Universidad. Contribuciones del exilio al espacio artístico, intelectual y universitario”, realizada en la Casa Central de la Universidad de Chile y en la que compartieron Faride Zerán, Elena Castedo, Adriana Valdés y Andrés Morales. Durante esos días también se estrenó en el Centro Cultural Gabriela Mistral y bajo la dirección de Héctor Noguera la obra Bru o el exilio de la memoria, montaje de teatro documental escrito por Francisco López y Amalá Saint-Pierre, nieta de la artista, y se revisitaron documentales como La travesía solidaria (2011), de Dominique Gautier y Jean Ortiz. Fueron decenas las actividades con las que la comisión organizadora W80 conmemoró la fecha en Santiago, Arica y Valparaíso.
“Nunca me tocó presenciar abrazos, sollozos, besos, apretones, carcajadas de dramatismo tan delirantes”, escribió Neruda en esas memorias que nunca vio publicadas. “Luego —describía— venían los mesones para la documentación, identificación, sanidad. Mis colaboradores, secretarios, cónsules, amigos, a lo largo de las mesas, eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera y última vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados (…). El Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso. Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie”.
Hoy, el barco nos devuelve la mirada sobre qué somos y en qué nos convertimos en Chile desde esos años; nos interpela sobre qué República nos estamos contando cuando son otras las migraciones y los refugios que convocan los mesones actuales, donde la humanidad ha quedado relegada a indicadores. Hoy, esa “palabra alada” nos obliga a recalar para detenernos en colectivo y así sostener la mirada sobre la polis que nos espera y por la cual, como hace 80 años, cruzamos océanos con la esperanza de mover un destino que no sólo era de ellos y ellas.
Nostalgia de la razón
Llegó a librerías La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump, de Michiko Kakutani, considerada la crítica literaria más poderosa, influyente y temida de Estados Unidos. Un ensayo urgente sobre el descrédito al pensamiento crítico en una época en que la distinción entre lo verdadero y lo falso se diluye, pero que también funciona como una defensa férrea a una tradición liberal en la que estarían supuestamente las raíces de una sociedad racional y democrática.
Por Claudia Lagos | Ilustración: Fabián Rivas
En la Convención Nacional Republicana de 2016, Donald Trump pintó a Estados Unidos como un país en estado de guerra afirmando que el crimen estaba descontrolado. Tras la intervención del candidato, la presentadora de CNN Alisyn Camerota discutió con el republicano Newt Gingrich sobre el enfoque alarmista: los datos muestran una sostenida disminución de los crímenes violentos en ese país y Camerota se lo hizo ver al exportavoz de la cámara de representantes. El diálogo, áspero, fue más o menos así:
—Gingrich: El estadounidense promedio no cree que el crimen haya disminuido, no cree estar más seguro.
—Camerota: Pero ESTAMOS más seguros y (el crimen) ha disminuido —dice, citando los datos sobre criminalidad del FBI.
—Gingrich: No. Ese es su punto de vista.
—Camerota: ¡Es un hecho! —responde, destacando que el bureau no es, precisamente, “una organización liberal, sino que la oficina que combate el crimen”.
—Gingrich: Lo que digo también es un hecho (…). Los liberales tienen todo un conjunto de estadísticas que, en teoría, puede que sean correctas, pero los seres humanos no son estadísticas. La gente está asustada y siente que su gobierno la ha abandonado… La gente tiene esa sensación…
—Camerota: Sí, sí, la tienen, pero los hechos no la avalan.
—Gingrich: Como candidato que soy, me atengo a lo que la gente siente. Le dejo a usted con los teóricos.
El episodio es citado por Michiko Kakutani en su libro La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump, un ensayo dedicado a “todos los periodistas que trabajan, en todas partes, para llevar la noticia”. Kakutani fue durante tres décadas y hasta 2017 la editora de crítica de libros en The New York Times. Es calificada como “una leyenda”, “la mujer más temida en el mundo editorial” y como la crítica literaria más influyente, poderosa y temeraria en Estados Unidos. Se le atribuye un rol clave en impulsar carreras de escritores como Zadie Smith, David Foster Wallace o George Saunders, y ha criticado implacablemente libros de autores consagrados como Susan Sontag, Norman Mailer o John Updike.
En su primera incursión como autora, Kakutani discute lo que llama “estos asaltos a la verdad” que, por cierto, son un fenómeno global: “En todo el mundo se han producido oleadas de populismo y fundamentalismo que están provocando reacciones de miedo y de terror, anteponiendo estos al debate razonado, erosionando las instituciones democráticas y sustituyendo la experiencia y el conocimiento por la sabiduría de la turba”.
¿Le suena familiar? ¿Le parece conocida la estrategia de minar oficialmente… los datos producidos oficialmente? El 19 de marzo de 2019, la ministra secretaria general de Gobierno, Cecilia Pérez, era una de las invitadas al programa Mesa Central de Tele13 Radio. Estaba ahí para defender la propuesta del gobierno de ampliar las atribuciones policiales y permitir el control de identidad de adolescentes desde los 14 años. Ante las diversas y fundadas críticas de académicos que llevan años investigando el papel de las policías y la efectividad de este tipo de medidas, Pérez dijo: “Muchas veces los argumentos académicos no logran ver la realidad. No logran ver lo que siente un vecino de un barrio en Lo Espejo, de La Pintana, en La Florida, en Puente Alto, en Calama, en Ercilla o en Cañete. Y eso significa que no logran sintonizar con lo que están sufriendo las familias chilenas”.
El ensayo de Kakutani puede ser leído y criticado al menos en dos dimensiones: en primer lugar, es una detallada cuenta del estado de la cultura política estadounidense contemporánea y un condensado resumen de los estudios sobre opinión pública, producidos en y sobre la división política en Estados Unidos, incluyendo investigaciones sobre el rol del ecosistema digital en promover una esfera pública hiperfragmentada. En este nivel, el ensayo es valioso pues provee una síntesis de los dichos y prácticas de Donald Trump y de su corte torciendo los hechos, la historia y el lenguaje como presidente número 45 del país del norte y de la enorme producción periodística y académica en torno a ello. Ahí radica, en parte, su fortaleza.
Pero de esa fortaleza también arranca su debilidad: un trumpcentrismo y una defensa más bien cerrada a una tradición liberal ideal en la cual encontraríamos las raíces de una sociedad racional, democrática y de progreso. Lo que Habermas ha llamado el proyecto inconcluso de la modernidad. En otras palabras, la cojera del ensayo radica en la, digamos, cándida mirada para enfatizar el papel de Trump, Putin, el Brexit, internet y el posmodernismo y su énfasis en la deconstrucción del lenguaje y el imperio del yo y de la subjetividad en la muerte de la verdad y la razón. Asimismo, renuncia a la complejidad de la historia del tal liberalismo y a las bestias negras que él mismo ha incubado. Recordemos que en nombre del liberalismo se ha criminalizado la protesta social y se ha animado el hiperindividualismo. Si vamos aún más atrás, incluso hasta los llamados padres fundadores de Estados Unidos que la autora destaca sostuvieron e inspiraron el entramado del racismo, la esclavitud y el clasismo.
Katukani se concentra en el pasado reciente para explorar algunos de los fenómenos que estarían detrás del apoyo a Trump y su proyecto sociopolítico: el desencanto de la sociedad estadounidense “ha sido un producto colateral de la desilusión que provoca un sistema político disfuncional que se basa en los enfrentamientos partidistas; en parte, una sensación de desarraigo en un mundo que sale, tambaleándose, del cambio tecnológico, la globalización y la sobrecarga de información, y en parte también un reflejo de cómo la clase media perdió toda esperanza de que las promesas que forman la base del sueño americano —una vivienda asequible, una educación decente y un futuro mejor para sus hijos— pudieran cumplirse en los Estados Unidos de después de la crisis de 2008”.
“Denunciar la manipulación y la propaganda debe seguir siendo un objetivo político de nuestros tiempos. Es imperativo desnaturalizar la mentira como estrategia política sistemática”.
Sin embargo, la frontera del sueño americano no es la crisis de fines de la década del 2000. Era un sueño vedado para amplios porcentajes de la población antes de eso y sólo se ha agudizado: más de 3.800 localidades no gozan de agua limpia a lo largo y ancho de Estados Unidos y la evidencia sobre la re-segregación racial de las escuelas es abrumadora.

Crédito: Petr Hlinomaz / Galaxia Gutemberg
El horizonte histórico también es estrecho y tiene sólo ciertos hitos para indagar en las raíces de la propaganda y la desinformación políticamente intencionada (la propaganda soviética y la nazi y la extrema derecha contemporánea) y ciertos autores clave (Arendt, Orwell, Zweig). Es ahí donde el ensayo gana fuerza para un público hiperlocal, estadounidense, tal vez europeo, pero pierde sustento para proveer una mirada más compleja e internacional, totalmente ignorada, donde Estados Unidos ha promovido la tradición liberal tanto a través de la fuerza como de la diplomacia y el financiamiento para el desarrollo.
Porque, si no, ¿dónde ubicar el rol de los estudios en comunicación masiva y de sus padres fundadores, como Laswell, Siebert, Peterson y Schramm, por mencionar algunos? ¿Dónde ubicar en la reflexión de Kakutani el desarrollo de la propaganda en el último siglo ignorando las intervenciones en nombre de la tradición liberal que la autora valora y extraña ahora en su propio patio? ¿Cómo analizar el papel de esta misma tradición liberal, racionalista, científica que Kakutani advierte hemos perdido, en minar sus propias bases? ¿Cómo comprender el rol del periodismo, al que Katukani dedica el libro, si no lo entendemos también críticamente?
Denunciar la manipulación y la propaganda debe seguir siendo un objetivo político de nuestros tiempos. Es imperativo desnaturalizar la mentira como estrategia política sistemática (sólo en su primer año como presidente, The Washington Post calcula que Trump emitió más de dos mil declaraciones falsas o equívocas). Pero también es indispensable entender este panorama en sus contextos políticos y sociales a escala local y global (no es lo mismo Trump que el Brexit que el referéndum por la paz en Colombia o que Bolsonaro) y, desde ahí, repolitizar la discusión y rehumanizar nuestra vida en común. Si hemos leído algo de historia estadounidense contemporánea (agregaría latinoamericana) estamos enterados de que la manipulación y la desinformación no es nada nuevo. Tal vez lo que seguimos sin descifrar del todo es la constitución de las bases de apoyo a estos proyectos político-culturales racistas, xenófobos y misóginos.

La muerte de la verdad. Notas sobre la falsedad en la era Trump
Michiko Kakutani
Galaxia Gutenberg, 2019
142 págs.
El desafío que requiere equidad
“Las decisiones que tenemos entre manos como humanidad requieren de todos, todas y todes. Esto, claro, no puede desconocer que nuestra sociedad humana actual no es una igualitaria, sino que profundamente estratificada y segregada, donde el poder y la influencia están […]
Seguir leyendoEl monólogo del crecimiento económico: una confusión conveniente
En momentos en que en Chile se debate la reducción de la jornada laboral a 40 horas, es crucial buscar formas más razonables y menos sesgadas de medir el desarrollo económico, más cercanas al desarrollo humano. Para poner límites a la lógica capitalista se necesitan decisiones políticas: así ha ocurrido en países europeos, donde se ha logrado que una parte significativa de la expansión productiva redunde en más tiempo libre.
Por Nicolás Grau | Ilustración: Fabián Rivas
A pesar de lo que podría pensar una persona ajena a nuestra disciplina, las y los economistas sí consideramos el tiempo libre como una variable importante de bienestar. De hecho, la mayoría de nuestros modelos macro —los que están diseñados para capturar las decisiones más sustantivas de los individuos en la sociedad y así analizar las dinámicas de crecimiento— consideran que el total de horas no trabajadas es uno de los elementos que da bienestar a las personas. Incluir el tiempo libre como un bien preciado en las preferencias de los individuos tiene muy buenas justificaciones normativas y positivas.

Lo anterior implica que cuando las y los economistas hacemos análisis de bienestar a partir de nuestros modelos macro, el tiempo libre sí es un factor. Y, por ende, no consideramos igualmente desarrolladas dos sociedades con PIB parecido, distribuido de forma similar, pero donde en una se trabaja más que en la otra. La paradoja es que nuestras medidas más utilizadas para el desarrollo económico suelen olvidar esta dimensión, haciendo equivalente el crecimiento del PIB con el desarrollo económico.
Desconozco cómo llegamos a esta confusión. Pero en defensa de nuestra profesión, y en atención a lo señalado en el primer párrafo, creo que es justo señalar que el problema no tiene necesariamente que ver con el foco de la disciplina económica. En cambio, parece haber una disociación entre cómo hacemos nuestra ciencia social y los instrumentos concretos que utilizamos para medir cómo progresan las sociedades.
Vale la pena notar que esta confusión sesga positivamente la valoración normativa de la sociedad capitalista y de sus variantes más extremas, como la chilena. A saber, las sociedades capitalistas tienen una capacidad sin precedentes en la historia de la humanidad de expandir la capacidad de producción de bienes y servicios. Si pensamos en dos extremos, tal expansión de la productividad podría ser aprovechada para trabajar menos (y producir/consumir más o menos lo mismo) o para producir/consumir más (y trabajar más o menos lo mismo). Pues bien, la lógica interna del desarrollo capitalista requiere que su expansión productiva redunde principalmente en aumentos de la producción y consumo, y no en mayor tiempo libre.
“La lógica interna del desarrollo capitalista requiere que su expansión productiva redunde principalmente en aumentos de la producción y consumo, y no en mayor tiempo libre”.
El mecanismo tiene los siguientes componentes: primero, los capitalistas, en su afán de lograr el máximo nivel de utilidades, buscan desarrollar nuevas y más eficientes formas de producción. Segundo, quienes logran hacer estos progresos en productividad requieren rentabilizar su inversión vendiendo lo máximo que puedan de su producto, ya que no les sirve (o les sirve menos) vender lo mismo que antes, pero produciendo de forma más eficiente. Tercero, lo anterior requiere desarrollar en los potenciales consumidores un interés cada vez mayor de consumir más y nuevas cosas (basta con ver los avisos comerciales), obligando a esos consumidores, por lo tanto, a no bajar sus horas trabajadas para sostener el ritmo de consumo. Si algo se corta en esta cadena, el motor de la expansión productiva capitalista se pone en riesgo.
El análisis anterior tiene un alto nivel de abstracción, pues obviamente hay variantes del capitalismo donde se trabaja más (Estados Unidos) y otros donde se trabaja menos (Europa), pero eso no pone en cuestión —como se apunta en el párrafo anterior— que la lógica de la dinámica capitalista que explica sus sucesivas revoluciones productivas sea también la que explica su sesgo anti-tiempo libre. Son decisiones políticas, que conscientemente ponen límites a esa lógica capitalista, las que han permitido en el caso europeo lograr que una parte más significativa de esta expansión productiva redunde en más tiempo libre.
Dicho lo anterior, me permito una digresión metodológica. El hecho de que esta forma de medir el desarrollo económico beneficie la valoración normativa del capitalismo no es razón suficiente para pensar que es su funcionalidad al capitalismo lo que explica su existencia. Pensar de esa manera es, en mi opinión, una forma muy peligrosa de hacer ciencia social (y también de hacer análisis político).
Con todo, me parece que es crucial buscar formas más razonables y menos sesgadas de medir el desarrollo económico, más cercanas al desarrollo humano. Acá sólo he puesto el acento en una de las dimensiones olvidadas, pero hay muchas otras, como las vinculadas al medioambiente, al trabajo reproductivo o a la salud de los individuos. Y no es que tengamos que partir de cero, ya que hay abundante desarrollo conceptual en la economía y en otras disciplinas. Sin ir más lejos, los avances importantes que hemos hecho en Chile en la medición de la pobreza, pasando de una medida basada en ingresos a una multifactorial (con enfoque de capacidades), son un claro signo de que es posible medir distinto el desarrollo económico.
Patricia Politzer
(Independientes por la Nueva Constitución) Distrito 10 – Región Metropolitana

Si tuviera que definir en una sola palabra los primeros dos meses del trabajo constitucional sería aprendizaje. Ha sido una etapa llena de sorpresas y emociones. La primera fue Carmen Gloria Valladares, esa funcionaria pública ejemplar que manejó con maestría la ceremonia de instalación. Las manifestaciones en el entorno del Congreso y las sensibilidades a flor de piel podían llevarnos a un callejón sin salida. Pero el espíritu republicano y la responsabilidad democrática de esta abogada le dieron solemnidad a la ceremonia. Logró que se hiciera silencio y cada cual declaró su compromiso con la tarea de escribir una nueva Constitución.
Luego vino la ineficiencia o falta de voluntad política del Ejecutivo con el proceso constitucional. La hoja en blanco había sido entendida como la nada, no solo en el texto sino en la infraestructura. No había computadores, papel, lápices, tampoco basureros. Sin embargo, con el apoyo de la Universidad de Chile y de la Cámara de Diputadas y Diputados, en menos de un mes se levantó de esa nada una nueva institución de la República: la Convención Constitucional.
En pocas semanas, sus 155 integrantes ya habían elegido a una presidenta mapuche, un vicepresidente, siete vicepresidencias adjuntas (dos de ellas con representantes de pueblos originarios), y habían formado ocho comisiones temáticas para comenzar a trabajar. Un mes después, la Comisión de Reglamento recibió la tarea cumplida para armonizar un documento que debe pasar por la aprobación del Pleno.
Sigo tan optimista como el día en que el Tricel comunicó oficialmente mi elección como Convencional Constituyente. He sido partícipe de un ejercicio democrático como nunca antes en nuestra historia. La Convención reúne a un conjunto plural y diverso, que refleja la complejidad de nuestra sociedad en toda su dimensión. Esta amalgama de historias de vida, experiencias, cosmovisiones, ideologías, religiones, ha ido conformando un todo armónico para dar forma a la institucionalidad constitucional.
Es en esta institucionalidad, en la que cada cual va encontrando su espacio, su manera de relacionarse con el otro, de asombrarse con vivencias insospechadas, de enriquecerse con nuevos conocimientos. Lentamente, la rigidez de nuestra sociedad se va metamorfoseando, para permitir que participen en el ágora diversos colectivos que durante décadas fueron invisibles para las elites.
Cuando se cumplió un mes de la instalación de la Convención escribí una columna que hablaba de los extraordinarios tintineos que se escuchan en los pasillos y de cómo la norma son los colores, los aros y los adornos en hombres y mujeres. Los ponchos y vestidos cuyas formas y texturas dan cuenta de variados territorios de norte a sur. Un colorido similar a la diversidad de los seres humanos. Esta realidad, cada vez más natural, da cuenta de que ya se inició el cambio profundo que Chile necesita. Algunos siguen incrédulos y enfadados; otros, atemorizados y a la defensiva. Pero el mirarnos a los ojos, reconocer nuestras voces, adivinar una respuesta, permite que empiecen a caer las corazas, surjan complicidades insospechadas y se vayan creando confianzas. Que se pueda trabajar codo a codo, hablar con franqueza y sin resquicios de realidades duras y dolorosas. Así, en conjunto, vamos aprendiendo a dialogar, argumentar y llegar a acuerdos.
Bárbara Sepúlveda
(Apruebo Dignidad) Distrito 9 – Región Metropolitana

Lo más complejo ha sido adaptarse a un espacio de deliberación política como este. La diversidad que existe adentro ha implicado descubrir una forma de relacionarse que, personalmente, me es ajena. Viniendo de organizaciones sociales y del activismo, incluso aunque sea militante, no me había tocado tener una experiencia de este tipo, entender las dinámicas y las lógicas de las relaciones políticas. Ha sido un gran aprendizaje. Lo más difícil es estar con gente de la que no se sabe qué esperar. Si tengo al frente a una persona de derecha, sé inmediatamente cuál es su postura, sin embargo, hay gente de centro que en algunas cosas se inclinan para un lado, en otras para otro, y eso representa una gran complejidad en las conversaciones y los acuerdos.
Una de las sorpresas gratas ha sido conocer gente independiente, de otras regiones, de otras listas y colectivos políticos. Hemos podido construir relaciones muy buenas; hay muchas mujeres increíbles, llenas de fuerza y convicción. El trabajo más intenso ha sido el de la Comisión de Reglamento, donde comparto con gente muy aplicada, con muy buenas ideas. Este es un un espacio donde la mitad somos mujeres, algo novedoso. Por eso pienso mucho en mis compañeras que están en el Congreso y en lo tremendo que debe ser estar en un espacio tan masculinizado.
Ser parte de este proceso histórico es importante y lo vivo en el día a día, tratando de superar mis estándares de exigencia. Trato de mantener un contacto muy fluido con la gente, especialmente de mi distrito, y es un trabajo que consume muchísimo tiempo. Fuerzo mi agenda a tener espacios de conexión con la ciudadanía e ir a asambleas, y no es sencillo por el ritmo que tiene la Convención, que es brutal. Nuestros horarios de trabajo son sin parar de mañana a noche, fines de semana completos. A todas y todos nos ha pasado que vemos menos a nuestra familia y amistades. Vivo con mi compañero, no tengo hijos, pero sí una gata: la Abogata. Pienso en mis compañeras que son madres y mis compañeros que son padres o que ejercen labores de cuidados y la incompatibilidad de eso con este ritmo. No podemos permitirlo, porque las que se van a ver más afectadas serán las mujeres. Si nosotras no somos capaces de moderar esto de alguna forma, ellas tendrán que empezar a marginarse de espacios de reunión y eso es tremendamente injusto. Creo que no estamos dando un buen ejemplo sobre lo que es tener una política de cuidado dentro de la CC, y eso es grave. Avanzar en eso es clave.
Mi gran batalla es la Constitución feminista. Obviamente, son varios los otros asuntos en los que he puesto mucho énfasis, sobre todo en los derechos sociales, pero creo que mi gran batalla es introducir la perspectiva de género de principio a fin en el texto constitucional.
Adriana Ampuero
(Insulares e Independientes) Distrito 26 – Región de Los Lagos

Mis principales recuerdos de los primeros días son los cantos y gritos de la gente que fue junto a nosotros desde Plaza Dignidad hasta el ex Congreso Nacional, como símbolo del acompañamiento que realizarían a sus representantes populares y al proceso en general. Nuestra primera dificultad fue sesionar. Parecía mentira que no estuvieran las condiciones mínimas para el funcionamiento después de tantos meses de preparación. Era la señal más patente de que esto no era de consenso para los poderes constituidos y de lo difícil que sería todo el proceso.
Las anécdotas más divertidas venían de los convencionales de zonas aisladas y extremas, de los extensos viajes que tuvieron que hacer para llegar hasta ahí, algunos por mar y tierra, otros que no podrían volver a sus territorios durante todo el proceso por las condiciones sanitarias derivadas de la pandemia. Les comenté a mis compañeros que no podría acostumbrarme jamás a la capital, que no me gustaba la idea de acomodarnos en el Ex congreso ni en Palacio Pereira. Semanas más tarde me convertiría en la coordinadora de la comisión de descentralización y organizaríamos junto a Cristina Dorador y 17 convencionales de regiones, el primer despliegue territorial de la Convención.
El significado de ser parte de este proceso estuvo claro desde el primer día en que salí a marchar por una nueva Constitución en octubre de 2019. Este proceso democrático y deliberativo es lo más relevante que ha ocurrido en los últimos 40 años del país, para mí representa una instancia que se debe defender a fuego, una instancia para buscar la anhelada justicia y dignidad por la cual luchamos nosotros y nuestros antepasados, para hacerlo junto a la gente y no entre cuatro paredes.
El choque entre las expectativas y la realidad es entender en la práctica, que tanto los poderes constituidos como los partidos del orden, la prensa y las elites políticas y económicas de este país no solo no comparten la creación de una nueva constitución (que era de esperarse) si no que se empeñaran en entorpecer el proceso constituyente.
Para mi territorio es prioritaria la descentralización efectiva, y por ende, lo es también para mí. Buscamos avanzar en autonomías políticas, económicas, tributarias, fiscales y legislativas que le otorguen a los territorios la posibilidad de salir del olvido y la invisibilización, para poder tomar decisiones pertinentes a sus realidades.