Comunidad universitaria despide a la artista Roser Bru

Pintora, grabadora dibujante, la artista llegó a Chile en 1939 a bordo del barco Winnipeg con 16 años escapando de la dictadura en España. Su fallecimiento ocurrió este martes 26 de mayo. La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Por Prensa U. de Chile

“La memoria es pasado persistente”. Esta es una de las frases dicha por la artista chileno-catalana Roser Bru en una entrevista sobre una de sus últimas exposiciones. 

Bru, fallecida este martes 26 de mayo a los 98 años, se formó en la Escuela de Bellas Artes, realizando estudios libres hasta el año 1942, época donde, según evocó en la misma entrevista, a las afueras de su lugar de estudio “pasaba Nicanor Parra y Enrique Lihn” como parte del paisaje. En dicho periodo, fue discípula de Pablo Burchard e Israel Roa. 

Roser Bru, Premio Nacional de Artes Plásticas 2015. Crédito: Sergio Trabucco.

Ganadora del Premio Nacional de Artes Plásticas 2015, le anteceden reconocimientos como el Primer Premio de Pintura, Salón Oficial de Santiago (1961); el Premio Osvaldo Goeldi, II Bienal Americana de Grabado, Santiago (1965); el Premio Club de Estampa, Buenos Aires (1968); el Gran Premio del primer Salón de Gráfica de la Universidad Católica, Museo de Bellas Artes (1978); la Encomienda de la Orden de Isabel La Católica, condecorada por el Rey Juan Carlos I de España (1995); y Premio Altazor, ganadora en Pintura (2000).

Según relató Bru, llegó a Chile con un libro de arte impresionista en la mano a los 16 años de edad a bordo del barco Winnipeg en 1939, dejando atrás los bombardeos y la violencia de la dictadura franquista, luego de un primer exilio junto a su familia en París, Francia. Sólo en 1958 retornó por primera vez a Barcelona, luego de 18 años.

«Roser Bru parte hoy en la mañana escoltada por la bella luna de sangre, un tributo a la vida de una mujer imprescindible cuya obra trasciende los tiempos. Su gran aporte al arte y la cultura motivó que, en 2019, en el contexto de la conmemoración de los 80 años del desembarco del Winnipeg en Chile, un esfuerzo diplomático y humanitario del gobierno chileno de la época para recibir a más de 2.200 refugiados españoles, nuestra Universidad le rindiera un homenaje y le entregara la Distinción Medalla Rectoral«, señaló la vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la U. de Chile, Faride Zeran.

Roser Bru, Mi hija grabado. Colección Iconográfica. Archivo Central Andrés Bello. Universidad de Chile. Fotografía: Camila Torrealba.

“Hoy lamentamos profundamente el fallecimiento de Roser Bru, quien sostuvo, a lo largo de su trayectoria como artista visual, un fuerte vínculo con el MAC. En el museo conservamos casi una treintena de sus obras -en su mayoría grabados- que dan cuenta de su estrecha relación con Nemesio Antúnez durante el período del Taller 99 y, posteriormente, cuando Antúnez dirigió nuestro museo», señaló Daniel Cruz, director del Museo de Arte Contemporáneo.

La obra de Roser Bru, destacó el director, «adquiere vital importancia a partir del golpe de Estado de 1973, donde la represión y la censura transformaron su imaginario y repertorio. Transitando entre el objeto, la pintura, la gráfica y la fotografía, sus creaciones son un testimonio clave para entender y abordar la historia de nuestro país y su relación con los derechos humanos. Desde el MAC homenajeamos y honramos este importante legado para nuestra cultura”.

Desde allí comenzó a escribir su historia de artista, destacando en la pintura, el grabado y el dibujo, además de formar parte del Grupo de Estudiantes Plásticos (GEP) el año 1947, espacio que compartió con artistas como Gracias Barrios, José Balmes, Guillermo Núñez, Juan Egenau y Gustavo Poblete. Posteriormente, fue parte del “Taller 99”, creado por Nemesio Antúnez. 

La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

En la plataforma Tantaku de la U. de Chile, está disponible un microdocumental desarrollado por el equipo del MAC.

La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

Fotos de Felipe Poga

Guillermo Núñez camina hasta uno de sus escritorios, toma un cuaderno, lo abre y comienza a leer en voz alta: “Métanse sus galerías de arte en la raja. Salgan a la calle burgueses culiados del arte. Creeré en el arte cuando esté hecho para la gente. Me meo en tu arte cuico. Arte, deleite burgués. Contra el arte burgués. MAC: templo del suitiquerío”. Se detiene. 

Las frases están escritas a mano por el artista y fueron recogidas de un libro sobre los rayados esparcidos por las calles durante el estallido de 2019. Aunque Núñez no pudo estar en la trinchera, como cuando era joven y fue parte del batallón de artistas que apoyó a Allende, sí siguió de cerca el nuevo movimiento social que originó el proceso constituyente actual, y como tantos y tantas, se sorprendió con la fuerza que adquirió el arte callejero en ese periodo, en oposición a lo que ocurrió con el arte institucionalizado. 

Elegido como director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad Popular, Núñez trabajó de manera incansable en esos años para acercar el arte a la gente, invitando a brigadistas a tomarse las paredes del museo para intervenirlo y abriendo las puertas al arte popular. A muchos, eso les molestó. “Los de derecha estaban en contra porque sentían que yo prostituía el museo, y los de izquierda decían que el arte no debía estar encerrado, sino en las calles. Yo solo pensaba que el museo era un arma y que teníamos que usarla para apoyar a Allende”, recuerda. 

Hoy, a sus 92 años, Núñez se lamenta de las divisiones que aún existen en el arte, entre las llamadas “baja” y “alta” culturas, las que se hicieron evidentes también durante el estallido social. “Hay una capa de artistas que son de extracción popular y que tienen muchas habilidades, pero que no se pueden desarrollar porque no se les permite expresarse abiertamente. Hay muchos quienes dibujan y venden sus dibujos a luca en la calle y, lo que es peor, los pacos los toman presos y les quitan sus cosas; entonces el artista pasa a ser un delincuente. Esos jóvenes fueron quienes, en los días de la revuelta, pudieron volverse locos y hacer cosas fantásticas. Los artistas de museo, en cambio, casi no participamos de eso. Hay un abismo enorme y eso me desconcertó”, dice. 

“No sé si todo lo que escribieron les sale del alma. Nosotros, los artistas de museo, somos contra quienes están reaccionando, o tal vez algunos todavía nos quieren. Quizás si hubiese sido joven para el estallido habría estado con esos chicos en la calle; de hecho, yo puse algunas cosas, pero, claro, las hice en la casa y algunas las pegaron en los muros. Mi defensa son los años. No tengo los treinta y tantos que tenía en la Unidad Popular”. 

En ese entonces, Núñez era parte de una avanzada de pintores políticos que veían en el arte una herramienta de lucha efectiva contra la opresión de las clases sociales y el conservadurismo de la época. Ahora, confinado en su casa de Peñalolén debido a la pandemia, pone en duda el poder político del arte. 

“Sigo trabajando todos los días, a veces fatigado y aburrido de la monotonía. En cierto modo, me he tenido que abstraer de lo que sucede afuera, porque me he dado cuenta de que uno no tiene ningún poder de cambio sobre estas cosas; lo que yo haga no significa nada. Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder. Si alguna vez tuvimos ese peso o creímos que lo teníamos, eso ya no es así”, dice. 

— Para el gobierno de Allende los artistas se volvieron muy importantes y visibles. 

“Ese fue nuestro periodo maravilloso. Era todo un pueblo entusiasmado con una idea de cambio generosa y alegre, y con sentido de la realidad, porque sabíamos que no lo teníamos todo y que se estaba construyendo algo con las patas y el buche, pero había mucha generosidad y ánimo de entenderse unos con otros, y eso fue lo hermoso. Y claro, muy pronto todo fue destruido violentamente”.  

El 3 de mayo de 1974, Guillermo Núñez fue detenido y torturado por agentes de Pinochet, luego de haber albergado a un dirigente del MIR. Semanas antes de ser apresado, había conocido a quien se convertiría en su esposa hasta el día de hoy, la crítica literaria Soledad Bianchi, quien mantuvo intacta la esperanza de volver a reunirse con él.   

Tras cinco meses, lo liberaron bajo libertad condicional. La experiencia lo marcó profundamente: por un lado había vivido en carne propia la represión estatal y, por otro, se reencontraría con su compañera. Fue Bianchi quien ayudó al artista a armar su primera exposición luego de su liberación, la que consistió en una serie de jaulas dentro de las que Nuñez puso diversos objetos y cuadros, que apelaban directamente a la experiencia vivida antes. Al día siguiente de inaugurar en el Instituto Chileno Francés, el artista fue tomado preso otra vez por los militares. 

—¿Por qué se arriesgó sabiendo que estaba bajo la mira de la dictadura? 

Lo que viví estando preso cambió la situación de todas las cosas, de todo lo que había hecho en mi pintura. Las noticias que antes me habían inspirado ahora me estaba pasando a mí. Había una necesidad absoluta de salida frente a eso que había vivido, y sabía los riesgos. Uno era que me metieran preso, como ocurrió, y otro que no me hicieran nada y eso era peor: que no tuviese ninguna repercusión. Mis hijos me decían: “papá, te van a meter preso”, pero no habría tenido el valor de mirarme al espejo si no lo hubiese hecho, habría sido un cobarde. Lo hice en cierto sentido por solidaridad con mis compañeros que habían quedado presos,  porque a mí me habían soltado en libertad condicional, de modo que tenía esa obligación moral.

—¿Por qué cree que lo dejaron vivo, siendo que a otros artistas, como Víctor Jara, los asesinaron? 

—Lo de Víctor fue en el primer momento, donde primaba la total irracionalidad de los militares. Yo caí en manos de la Fuerza Aérea mucho tiempo después, y ellos al parecer tenían una actitud diferente, un poco más tranquila; querían investigar más, no llegaban y mataban. La fuerza más represiva era la de la Dina, que dependía del Ejército, quizás si ellos me hubiesen metido preso sería diferente la historia.  

Tras estar preso en Tres Álamos y Puchuncaví por otros cinco meses, los militares decidieron liberarlo con un pasaporte válido solo para “salir del país”. Se exilió junto a Soledad Bianchi en Francia y solo regresó a Chile doce años después. 

—Durante la transición cada uno volvió a su casa, y de a poco el tema colectivo desapareció; nos volvimos más individualistas y nos enfrascamos en nuestros propios temas. Muchas de las cosas que creíamos a pie juntillas resultaron no ser ciertas. Lo que más echo de menos es mi niñez, porque uno vivía en un país que era pobre, pero infinitamente más solidario; la vida era más en común con la gente. Ibas a comprar a la verdulería que estaba al  lado de tu casa y no a esos monumentos anónimos que son los supermercados. 

—¿Y cómo ve lo que está pasando en la política hoy? 

Ahora con la Convención Constitucional hay un poco de esperanza, porque los cambios que hay que hacer son fundamentales para que este país tenga un sentido. Muchos se van a ver afectados, sobre todo la derecha económica y los grupos de poder. Va a ser un periodo difícil, y es de esperar que podamos resolverlo.  

Un artista irracional

Creador multifacético, Guillermo Nuñez partió trabajando en el teatro. Tenía poco más de 23 años cuando se convirtió en el diseñador del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, para el que creó más de cien escenografías y trajes que ahora serán rescatados gracias al proyecto Patrimonio Escénico TNCH: catalogación, conservación, registro y puesta en valor de la colección Guillermo Núñez, a cargo de la diseñadora teatral Valentina San Juan, quien acaba de adjudicarse un Fondart para hacer esta tarea. 

Durante la década de 1950, el artista diseñó la escenografía, decorados y trajes de producciones como El tío Vania, de Chéjov, El alcalde de Zalamea, de Calderón de Labarca, Las preciosas ridículas y El médico a palos, de Molière; Todos son mis hijos, de Arthur Miller, o Fuerte Bulnes, de María Asunción Requena. Hasta que a inicios de los 60 decidió abandonar las tablas por lo que él consideraba “su amante de los domingos”: la pintura.  

—Me fui separando del teatro cuando me di cuenta de que mi actitud como escenógrafo era demasiado elitista; cada vez tomaba más importancia lo que yo quería decir. En ese sentido, me interesaba más mi posición como pintor. Me retiré y no he tenido nada que ver con el teatro salvo por una aventura en Europa, cuando hice los decorados para Fulgor y muerte de Joaquín Murieta en un teatro en Alemania. Hace poco me lanzaron una invitación para hacer algunos decorados para una ópera en el Teatro Municipal de Santiago, pero dije que no. A estas alturas, haría una escenografía de pintor, y eso no tiene sentido. Los últimos decorados y trajes que diseñé eran demasiado personales, ya se habían desligado totalmente de la idea del colectivo. Hoy, mi hijo Pablo es encargado del vestuario del Teatro Municipal. Él sí vive el teatro desde dentro con pasión, como tiene que ser. 

Fue con la pintura que apareció su versión más comprometida, política y abstracta. Aparecieron los rojos, negros y azules profundos; las espinas y púas, los cuerpos desmembrados que aludían a la destrucción y la violencia humana. Comenzó con el óleo, pero pronto experimentó con el grabado, la serigrafía, la fotoserigrafía y el arte objetual. 

Tuvo también un periodo que él llamó “poplítico”, a partir de un viaje a Nueva York a mediados de los 60, donde se enfrentó a la gráfica y a los colores vivos del arte pop norteamericano y que lo llevaron a crear imágenes hoy icónicas, como el “leguario” (la boca con la lengua fuera) de varios colores, al más puro estilo de Andy Warhol. 

Después de una vida entera dedicada a sus grandes cuadros, en 2018 Núñez también dejó de pintar. Ahora está en conversaciones con la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile para donar una veintena de esas obras a la institución, con la idea de que sean exhibidas en alguna de sus sedes. 

No existe lugar en ningún museo chileno donde mis obras se puedan mostrar de forma permanente, y la Universidad de Chile es para mí el destino natural. Le debo a ella y al Instituto Nacional lo que hoy soy. Soy fruto de la educación pública, entonces esta donación es una manera de retribuir lo que ella me dió. Es lo justo —dice Núñez. 

—¿Siente que su trabajo es poco conocido? 

Bueno, dentro de la ley que creó los Premios Nacionales se establece que los premiados deben darse a conocer al público, pero eso no se cumple. ¿Alguien sabe quién es Pablo Burchard, el primer Premio Nacional? Nadie. No se han escrito libros sobre él, nunca se ha hecho una exposición siquiera, hasta donde sé. Entonces, claro, debería existir un museo de los Premios Nacionales. Hoy el premio está convertido en una especie de magra jubilación, y hay tantos artistas esperándolo, que es injusto, porque muchos se lo merecen, pero no alcanzan a recibirlo.

—Según usted, ¿quién debería recibir el premio? 

El Mono González, de quien soy muy amigo y a quien conocí cuando era director del MAC. Para mí, la Brigada Ramona Parra fue un descubrimiento, y me la jugué por meterla dentro del museo. Fue difícil, porque costó convencer a las autoridades universitarias de esa época, pero se logró. El Mono era un muchacho con mucho entusiasmo, y lo que hace hoy es cada vez mejor. Se merece el Premio Nacional mucho más que yo.

—¿Por qué? 

El sí que está en la chuchoca, yo no. Yo estoy separado de todas esas cosas y eso me angustia un poco, la verdad. Lo que hago ahora es demasiado intelectual. 

En los últimos años, Núñez se ha volcado al dibujo, el que practica a modo de bitácora o diario de vida. Así, como saltó del teatro a la pintura para hacer una obra más personal, el dibujo es el reflejo de sus reflexiones más íntimas. Siempre añade a sus trazos un texto, algún verso con el que intenta ir más allá de las líneas azarosas en el papel. 

Hay silencio en la música, la poesía /¿Y en la pintura? /Y el silencio, ¿es ausencia?/Estos dibujos, brotan desde el silencio /Para romper, derrotar, una realidad que nos aplasta, ir siempre más allá /tras “otra cosa” / lo que nos piden los filósofos chinos. /Esa “otra cosa”, ¿tiene nombre? ¿lo necesita? /¿de qué realidad habla? / Pintar, dibujar “de lo que no se puede hablar” /como quería Wittgenstein. 

Núñez se levanta de su asiento y vuelve con tres carpetas llenas de dibujos que nunca ha exhibido. Ha editado algunos en libros que según él nadie ve, porque nadie quiere comprar. En épocas pasadas, él mismo regalaba dibujos y serigrafías en la calle. Pero, como sabemos, el artista ya no sale. 

—¿Qué es lo que le interesa del dibujo que no encuentra en la pintura? 

Es más directo, nace y muere altiro, y eso me gusta. En la pintura necesitas más organización, no se puede dejar así nada más. Yo aquí me lanzo no más, es como un juego en que el azar es importante. He obligado a mi mano a que actúe sola y eso es algo que viene de la tradición de la caligrafía oriental. La pintura es más racional y yo cada vez soy más irracional. 

Jaime Lorca: «El teatro es una necesidad, una vacuna contra los males del mundo»

El actor y director de la compañía Viajeinmóvil estuvo de gira en España, montando con objetos y muñecos Otelo y Lear, sus versiones de los textos de Shakespeare. Este año cumple una década a cargo del Anfiteatro Bellas Artes, donde exhibe su trabajo y el de otras compañías cobrando “a la gorra”, lugar que se convirtió en la primera sala en abrir sus puertas luego de la primera cuarentena. «La gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro y de la comunión real con el público», dice.

Por Denisse Espinoza A.

Son las 16 horas en Chile del viernes 14 de mayo, dos días antes de las elecciones, y el director teatral y actor Jaime Lorca (1960) prende su cámara y se conecta a esta entrevista desde Madrid por Zoom. Desde inicios de mes está cumpliendo lo que hoy se podría considerar una hazaña para el medio cultural local, paralizado por la pandemia: una gira internacional con su compañía Viajeinmóvil, presentando dos de sus obras ícono: Otelo y Lear.

Te vas a perder las elecciones del domingo, ¿es algo que no te interesa?, le pregunto.

—Claro que sí, me importan mucho las elecciones, pero para ser sincero, más me importa el teatro y llevábamos demasiado tiempo sin poder hacerlo.

Jaime Lorca. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Menos tiempo que el resto, al menos. El 10 de octubre de 2020, el Anfiteatro Bellas Artes, la sala que dirige Lorca desde 2011, fue la primera en abrir sus puertas tras 29 semanas cerrada debido a la crisis sanitaria. Lo hizo con un aforo muy reducido, de solo 50 personas, que incluía equipo técnico, producción, compañía y público. Así estuvieron con una cartelera con montajes de diversas compañías dedicadas al teatro de objetos y marionetas, el sello de esta sala, hasta que en marzo todo volvió a suspenderse por la nueva cuarentena impuesta.

El teatrero no se quedó de brazos cruzados y esta vez decidió reactivar una invitación que había recibido el año pasado para hacer una gira a España con su compañía a distintas localidades, incluida laSala Max Aub de Naves del Español en Matadero, Madrid. Allí, Lorca constató que las condiciones para la cultura en Europa distan bastante de la realidad chilena.

—El teatro español es lo máximo. Estamos como reyes haciendo esta temporada fantástica, con un equipo técnico enorme, con todas las condiciones sanitarias apropiadas, y tampoco exageran. La sala tiene un aforo grande, del 75%, y es obvio, porque la gente está sentada, separada con una mascarilla, no están en un restaurante comiendo, no están tocando otras cosas que las personas tocaron —cuenta.

Salir de Chile no fue fácil. Debió reunir una cantidad enorme de permisos e incluso perdió unos pasajes porque le faltaba una carta de autorización del consulado chileno que lo hizo perder el vuelo a último minuto. El salvavidas vino de España.

—Nos mandaron un salvoconducto que cuando vuelva a Chile lo voy a enmarcar, porque dice que el Ministerio de las Culturas español nos invita a realizar “actividades imprescindibles para el buen funcionamiento de la Nación»; imagínate, así consideran al teatro aquí. Y bueno, todo esfuerzo ha valido la pena para volver a la “presencialidad”, como le dicen ahora. Porque para qué vamos a estar con cosas, la gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro. Para mí eso no es teatro —afirma.

La primera función de Lear tras la cuarentena fue emocionante. Tras acabar la obra y en medio de los aplausos, Jaime Lorca —que además de codirector (junto a Tita Iacobelli, Christian Ortega y Nicole Espinoza) encarna al personaje del rey loco creado por Shakespeare— dijo unas sentidas palabras e invitó al público a que empinara una copa imaginaria para brindar por ese ansiado reencuentro y para que los aplausos nunca más vuelvan a desaparecer. “El aplauso tiene un valor muy especial y no tiene que ver con la vanidad o el ego. En La Tempestad de Shakespeare, el aplauso despierta a los artistas que dejan de ser personajes; para mí es eso, pero también la comunión entre el público y quienes están en el escenario”, dice Lorca.

Primera función de Lear después de la primera cuarentena en Santiago, 10 de octubre de 2020. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Hace una década, en 2011, el actor se paraba por primera vez en ese escenario, dando nueva vida al Anfiteatro Bellas Artes, ubicado al costado del edificio que alberga la pinacoteca nacional y que por esa época estaba abandonado y convertido en un basural. Lorca recuerda que tuvo por lo menos ocho reuniones antes de que el director de entonces, Milan Ivelic, se convenciera en prestarle el espacio para desarrollar su proyecto dedicado al teatro de marionetas y animación. “Incluso contraté a un arquitecto para presentarle un proyecto de cómo íbamos a techar el anfiteatro, que era prácticamente un hoyo relleno de basura, con el escenario roto y podrido debido a las lluvias. Pasamos por un sinfín de prejuicios un año entero, y siempre recibimos un no como respuesta”, recuerda el actor.

Hasta que ese año su compañía Viajeinmóvil se adjudicó un proyecto Fondart, para justamente instalar una carpa en el Parque Forestal y desarrollar la segunda edición de su festival La rebelión de los muñecos, que continúa hasta hoy. Con esa última carta bajo la manga, Lorca volvió a la oficina de Ivelic, esta vez con los recursos en mano, y le propuso instalar la carpa dentro del anfiteatro. Esta vez aceptó. “Después el hombre se dio cuenta de que había juzgado mal cuando nos vio cómo transformamos el lugar. ‘Yo no sabía que la gente de teatro era tan tenaz’, me dijo un día mientras tomaba café desde la escalera. Se suponía que nos íbamos a quedar lo que durara el festival, pero aquí nos ves hasta hoy”, dice Lorca.

Paradójicamente, esa misma carpa que 10 años antes cubrió el anfiteatro y le dio al director la oportunidad de gestionar su propio espacio, fue desmontada ahora para poder cumplir con los protocolos de actividades al aire libre, durante la pandemia, y así volver a funcionar. Por estos días, y para celebrar el aniversario, Lorca prepara una nueva transformación. Instalará una carpa transparente y descapotable, quitará sillas y las reemplazará por plantas que separarán a las personas, transformando la sala en un verdadero invernadero. También planea volver con una nueva edición de La rebelión de los muñecos que espera sea presencial.

—Donde no haya cuarentenas y se pueda llevar las obras, ahí estaremos, y también estamos preparando un nuevo estreno, un clásico —adelanta.

Han habido otras compañías que no han tenido la misma suerte que ustedes en la vuelta a los escenarios. Como el caso de la obra Orquesta para señoritas, dirigida por Álvaro Viguera en el Teatro Nescafé de las Artes, que tuvo un foco de covid-19 y terminó con varios miembros del elenco contagiados, dos de ellos fallecidos, el actor Tomás Vidiella y el estilista Patricio Araya. ¿Qué opinas de ese caso y del juicio público que sufrió el equipo?

—Es el riesgo que se corría y pudo habernos pasado a nosotros también. Yo la primera función de Lear no la disfruté tanto, justamente porque estaba muy estresado con cumplir todos los protocolos sanitarios; era como la prueba de fuego, como la PSU de las compañías en pandemia. La verdad me parece muy ruin culpabilizar. Al contrario, yo les saco el sombrero, creo que esa gente hizo un acto de amor tratando de volver a comunicarse con el público. Hay que entender que el teatro es una necesidad de las personas y que lo que pasó es una desgracia, pero también era una posibilidad de la que todos estaban conscientes.

Antes de enfrentar la pandemia, con el poco apoyo gubernamental a los artistas, Chile venía de una crisis social que también afectó al mundo cultural. ¿Cómo viviste tú y tu compañía el estallido social?

—Nosotros la vimos venir mucho antes, porque el Anfiteatro es un lugar geográfico estratégico, un cruce de caminos donde se ven esas brechas, los de arriba bajan y los de abajo suben, se juntan clases sociales, razas. Después del estallido se armaron muchas conversaciones y debates sobre cómo tenía que ser la creación ahora, cuál es el teatro que tocaba hacer y hasta los cantantes de pop se preguntaban cuál era la música y las letras que tenían que componer, y yo no puedo estar más en desacuerdo con todo eso. Para mí, la creación es la única parte que nadie te puede tocar, es lo que haces porque a ti te resuena, es algo misterioso y nadie puede obligar a los artistas a trabajar en ciertos contenidos. No hay que pasarse de bueno porque eso también termina siendo muy acomodaticio, porque, claro, ahora es el estallido y mañana los osos pandas y luego las ballenas. Me cargan los buenos y los optimistas, en este mundo estamos cagados por los optimistas, es tan fácil ponerse del lado de los débiles y lo cierto es que, si todos fuéramos buenos, la sociedad estaría en otro lugar, donde quizás no sería necesario siquiera hacer teatro.

Formado en la Universidad Católica, a fines de los 80, Jaime Lorca fundó junto con dos compañeros de escuela, Juan Carlos Zagal y Laura Pizarro, la compañía La Troppa, que se transformó en una de las más emblemáticas de la escena local, con montajes impecables y sensibles que los llevaron a figurar internacionalmente, sobre todo con la aclamada Gemelos, una versión libre de la novela de Agota Kristof El gran cuaderno, que narra la lucha por sobrevivir de dos hermanos durante la Segunda Guerra Mundial.

Lear (2020). Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

En los inicios, la pasión por los muñecos de Lorca empapó la creación del grupo y las marionetas parte del elenco en el escenario. Sin embargo, las inquietudes artísticas variaron y mientras Lorca mantenía su afán artesanal, Zagal y Pizarro se interesaron en lo que el cine podía aportar en la escena. Finalmente, en 2005 la compañía se escindió. El matrimonio formó Teatro Cinema, y el marionetista Viajeinmóvil.

Has construido tu trayectoria montando obras que mezclan actores de carne y hueso con muñecos. ¿Qué hay en esa relación que te interesa tanto?

—No sé si lo tengo tan claro. Partimos en 1988, con Salmón vudú, usando un muñeco porque nos faltaba un actor. Todavía no nos llamábamos La Troppa y la marioneta era un bocón, era solamente una cabeza que la hizo mi mujer, que es artista plástica, y ahí la escena era sobre un soldado español que había violado a una princesa india y el capitán decide colgarlo, entonces poníamos la cabeza en la soga y quedaba colgado y ese movimiento de péndulo causaba mucha gracia y funcionaba bien. Lo que pasa es que la marioneta es muy efectiva, yo diría que más efectiva en los primeros minutos de una obra que un personaje de carne y hueso, porque esos primeros minutos, que son las circunstancias dadas, son muy difíciles para el actor hacer creer al público. La gente le cree más a una marioneta. Pero lo que yo hago es hacer interactuar a los dos y eso es aún más interesante, porque los pone en tensión. Es algo vivo que le está hablando a algo que está muerto, entonces se produce ese flujo entre lo muerto que va hacia la vida y lo vivo hacia la muerte. Hay un filósofo que se llama Henri Bergson que habla sobre lo muerto como lo mecánico, como una acción que se repite tanto que ya no tiene sentido. Un misógino, un alcohólico y un anticomunista están muertos porque van a responder siempre igual a los estímulos y eso da risa, pero también es trágico. Lo que intentamos es humanizar a las marionetas dándoles movimientos más humanos y menos mecánicos, y eso implica observarnos profundamente a nosotros mismos, pero todo eso tiene sentido con un público que firma este contrato tácito de creer e involucrarse con lo que está viendo. Esa es la gran diferencia del teatro con el cine, por ejemplo, el cine que es tan envasado que puedes comer cabritas y tomar bebida y seguir creyendo sin esfuerzo, porque está todo dado. En el teatro no están las cosas y el público las tiene que completar, el público tiene que trabajar para ver todo lo que se sugiere en el escenario.

¿Qué reflexiones sobre tu quehacer has tenido durante este periodo de crisis social y sobre todo de pandemia en que el trabajo teatral se ha visto tan obstaculizado?

—He ido convenciéndome sobre la importancia que tiene el teatro, la importancia social, es una necesidad de la gente, desde el entretenimiento hasta el aprendizaje. Entretenerse está poco valorado en nuestra sociedad, porque se supone que es un tiempo inútil que dedicas nada más que a entretenerte, pero en el fondo es muy importante. Lo que a mí me gusta, por lo menos, es trabajar con las pasiones humanas y cómo esas pasiones humanas desequilibran a las personas  y las hacen correr riesgos que pueden ser fatales para esas u otras personas, y por un tiempo todo eso queda expuesto hacia un público que puede ver y reflexionar acerca de estos problemas. Hacer Otelo tiene una importancia social, lo hacemos a nuestra manera, porque durante la primera parte la gente se ríe y luego ya se empieza a reír menos.  Como en los consultorios cuando a los niños los entretienen con un dulce y luego los pinchan, así es el teatro, en principio te entretiene y luego te vacuna. A mí me gusta que el teatro sea como una vacuna contra los males del mundo, que tenga un efecto, pero no se note.

El proceso constituyente y las infancias: ¿una nueva relación entre el Estado y la niñez?

Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva de niños, niñas y adolescentes en el proceso constituyente. Marginarlos compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones, sino también construir un horizonte donde quepan los anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

Por Camilo Morales

Uno de los temas que ha generado una discusión inédita en el marco del proceso constituyente, y que inicia una nueva etapa luego de las elecciones de las y los integrantes de la convención constitucional, es la discusión acerca del lugar que potencialmente podrían tener niñas, niños y adolescentes en la nueva Constitución. El 25% de la población hoy no tiene un espacio formal de participación en un proceso de carácter histórico pero que incidirá tarde o temprano en sus vidas.

Desde diversas organizaciones se han venido impulsando diferentes acciones con el propósito de visibilizar la importancia del reconocimiento constitucional de la niñez y promover la participación de un grupo que, por su condición de minoría de edad, ha quedado históricamente excluido de la posibilidad de participar activamente en la vida social y política del país. Lamentablemente, el protagonismo y capacidad de acción política que han demostrado en la serie de movilizaciones sociales de los últimos años no han sido elementos suficientes para reconocerles su condición de actores sociales.

Camilo Morales.

Con todo, comprender la importancia del reconocimiento de la niñez y la adolescencia en el proceso constituyente sigue siendo una tarea fundamental que deberá estar al centro de la deliberación de la convención.

A partir de lo anterior, propongo una reflexión intentando responder la siguiente pregunta: ¿Por qué es tan relevante asegurar la participación de niñas, niños y adolescentes en el proceso constituyente, junto con el reconocimiento constitucional de sus derechos?

Primero, la posibilidad de que una nueva Constitución reconozca a niñas, niños y adolescentes como sujetos titulares de derechos es un acontecimiento único, de relevancia política, jurídica y ética. Posiblemente al nivel de lo que fue en su momento la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990, pero que por las condiciones estructurales definidas por el modelo neoliberal se integró de forma incompleta y limitada. El potencial transformador del proceso constituyente supone una posible ruptura con el estatuto hegemónico que ha tenido la infancia en nuestra sociedad, a saber, sujetos invisibles definidos desde la incapacidad y la vulnerabilidad.

Segundo, un nuevo contrato social puede configurar una nueva forma de relación entre el Estado, la sociedad y la infancia. Esta relación sigue fuertemente delimitada por una visión tutelar y proteccionista. Históricamente ha sido a través de la caridad y el control social el modo en que los niños se han vinculado a las instituciones públicas y privadas encargadas de la protección. Predomina en nuestras políticas y legislaciones la idea de que el niño es una persona que debe recibir pasivamente cuidado y protección sin mayor participación social, siendo la familia y la escuela sus espacios “naturales” de socialización. El reconocimiento constitucional puede ser un impulso para producir avances que hagan efectivos los derechos de los niños a través de cambios legales y políticas públicas que los reconozcan como sujetos de derechos y permitan desarrollar otros espacios de vinculación social.

Tercero, una nueva relación entre el Estado y la infancia solo será posible a través del cambio de modelo socioeconómico y político vigente que, en este caso en particular, ha producido un sistema de mercantilización y privatización de la protección de la niñez. Este modelo implementado durante la dictadura, pero profundizado durante la democracia a partir del 1990, penetró en diferentes esferas de la vida social siendo una de las más perjudicadas el campo de la protección de los derechos de niños y niñas. La subsidiariedad del Estado se expresa radicalmente en la configuración de una institución como el Servicio Nacional de Menores (Sename) cuya racionalidad mercantil tiene hoy una continuidad a través del nuevo servicio “Mejor Niñez”, próximo a implementarse y que no modifica la actual relación público-privada en esta materia. Un nuevo modelo socioeconómico y político debe tener como horizonte la idea de un Estado que cuide, que recupere el sentido de lo público en la esfera de la protección integral de los derechos.

Cuarto, la legitimidad del proceso constituyente se basa en la participación ciudadana. Por lo tanto, la forma en cómo se defina la participación de todos los actores sociales, incluidos, niños, niñas y adolescentes, es fundamental para fortalecer el carácter democrático del proceso y generar condiciones que permitan reestablecer los lazos sociales entre la política y la sociedad. Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva incorporando diferentes formas de expresión y deliberación. Considerando también aquellos espacios de organización espontánea e informal que no entran en los cánones de la participación tradicional. Con todo, la participación no puede quedar reducida al momento de la elaboración de la nueva carta fundamental. El desafío es desarrollar mecanismos institucionales permanentes e incidentes que permitan a este grupo de la sociedad una vinculación mayor con la vida social y política de sus comunidades y del país. La distribución del poder también debe incorporar la dimensión de las relaciones generacionales, considerando las condiciones de subordinación que subyacen estructuralmente entre niños y adultos.

Finalmente, el proceso constituyente contiene la promesa de configurar un proyecto de sociedad a través del reconocimiento de derechos sociales y de una nueva forma de distribuir el poder. Marginar a niñas, niños y adolescentes, desconociendo su capacidad de agencia, compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones y experiencias, sino que también construir —a partir de una diversidad de voces— un horizonte político que de lugar a los proyectos y anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes en la calles y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

Fabián Casas: “Donde está el peligro en la escritura, está la salvación”

En este diálogo, organizado por Santiago en 100 Palabras en el marco de su aniversario número 20, Álvaro Bisama —director de la Escuela de Literatura Creativa de la UDP y autor, entre otros libros, de Mala lengua. Un retrato de Pablo de Rokha— conversa con el poeta y ensayista bonaerense, una de las figuras centrales de la generación de la poesía argentina de los años 90 y escritor de referencia en América Latina, quien profundiza en sus procesos creativos, su relación estrecha con Chile y su necesidad de escribir desde la incomodidad para estar en un «estado de riesgo», como lo llama Casas, cuya literatura funciona «como prótesis de la memoria y como un espacio que habitar», en palabras de Bisama.

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Este es un extracto editado del encuentro “Diálogos Magistrales”, de Santiago en 100 Palabras, realizado el 8 de abril de 2021. Puedes ver el video de la conversación completa aquí. 

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Álvaro Bisama (AB):  Para partir, te quiero preguntar dónde estás ahora: leí que han pasado años en que no has escrito poesía, te demoras en escribir narrativa y nunca has dejado de hacer columnas. ¿Con qué te sientes más cómodo? ¿Qué es la escritura? Pienso en tus libros El salmón, en tus ensayos, en esa compilación de nueva literatura argentina, La voz extraña.

FC: Me siento cómodo en la inseguridad. Porque, de alguna manera, siempre me pareció que tenía algo de control sobre esos géneros que mencionas, y me trataba de correr de ahí. Nombraste La voz extraña, que es una antología que publicó la editorial de la UDP, y es un concepto que tiene que ver con la idea de trabajar con la voz personal. Cuando identifico que lo que estoy escribiendo lo hago yo, trato de correrme de ahí para buscar la voz extraña. Como cuando tienes una piedra en el zapato; me gusta sentirme así. En el último tiempo he estado escribiendo obras de teatro, que no sé cómo se hacen, y ya llevo una antes de la pandemia y ahora (la editorial) Blatt y Ríos va a publicar otra, que es una reescritura de El jardín de los cerezos. No tengo un lugar donde ubicarme, vengo escribiendo columnas hace varios años en los diarios y son columnas editorializadas, y también una columna puede ser un poema, una narración. Yo trato de que la columna no quede quieta en ningún género y eso me produce libertad y una posibilidad de no saber qué estás haciendo. Me gusta que pueda existir un lector que no se tranquilice con las columnas, como yo no me tranquilizo cuando las escribo. Acabo de terminar esta obrita de teatro y hace como ocho años vengo escribiendo una novela que no tiene ni ton ni son, cada vez que la agarro la tengo que reescribir entera. Yo no escribo todos los días, ¿viste que Vargas Llosa escribe diez horas?

AB: Carlos Droguett escribía 60 páginas diarias, y si escribía menos de 20 se quería suicidar.

FC: Jajaja. Yo leo mucho, la verdad leo todos los días, no solo porque como vos hago clases y un taller literario, que ahora no lo puedo dar parado; me cuesta dar clases por Zoom. Me gusta dar clases parado porque caminando se me ocurren ideas, entonces no las llevo muy pensadas. Eso me hace estar en un estado de riesgo, voy armando la clase con los alumnos.  

AB: Esa idea de dar el taller de pie es simbólica para mí, que trato de tener cuidado con los talleres, de estar en un estado de alerta total.

FC: Total. Hay que quitarle solemnidad a la literatura. Los chilenos tienen a Parra y eso es un antibiótico contra la solemnidad. Había un compañero de taller que quería que lo elogien: mirá, el taller de elogios es más caro y  no tenés que quedarte aquí, no es presencial, te llamamos y te elogiamos. Me parece que a Roberto Bolaño le pasaba que mezclaba su gusto, que creo que tenía algo solemne; creo que confundía su gusto con el valor universal de la literatura. Pero por suerte la literatura es algo muy inestable y lo que a mí me parece una mierda a otro le parece genial. Y es genial que eso pase, porque con la mierda podés hacer combustible.

AB: ¿Estás escribiendo poesía?

FC: Sí, el año pasado escribí bastante mientras cuidaba a mi papá, que estaba viejito. La vida se pone muy dura y necesitaba escribir poesía. Y leí mucha poesía también. Con todo eso se fue armando un librito chiquito. En un año tan malo, necesitaba un lenguaje duro como el de la poesía. Como dice Jeanette Wintenson, la poesía es un lenguaje duro para una vida dura. Ella dice que cuando alguien piensa que la poesía es algo que las élites hacen para pasar el tiempo, sospecha que esa persona no entiende la vida dura; porque la vida dura busca un lenguaje que es el de la poesía, un lenguaje potente, de condensación, emotivo.

Fabián Casas
Crédito: Guadalupe Gaona.
Álvaro Bisama
Crédito: UDP.

AB: Tienes un tema con la lengua, y tiene que ver con habitarla; con habitar una lengua como quien habita una comunidad, una comunidad literaria, pero también casi física.

FC: Sí, siento que tengo una especie de comunidad o familia que es la de los escritores latinoamericanos, gente como tú, como Zambra, Margarita García Robayo, Germán Carrasco; gente que habla diferentes lenguas y que me hacen abrir el oído. Siento como una especie de hermandad, somos una especie de familia. Germán Carrasco me parece un poeta descomunal, una persona que quiero mucho y que ahora aparece en mis poemas.

AB: Y Juan Luis Martínez.

FC: Sí, a él lo conocí muy chiquito. Fui a Villa Alemana y me quedé dos días en la casa de él. Yo había leído La nueva novela, no la tenía, me la había mostrado Jorge Boccanera, un poeta argentino, y me rompió la cabeza; ese es un experimento que pueden hacer los chilenos. No es un experimento argentino. Para mí, una parte muy potente de la poesía chilena viene de unir el arte y sacar a la poesía del libro, algo medio duchampiano. Juan Luis me regaló La nueva novela. Para mí, Santiago es una ciudad mía, la conozco desde muy chiquito; la recorrí por todos lados con (Sergio) Parra, cuando era una especie de poeta maldito, descalzo; con Lemebel. Me acuerdo de Caja Negra, un bar del que nos echaron, nos agarramos a combos en Recoleta y luego pusieron un cartel que decía “se prohíbe la entrada a poetas chilenos y argentinos”. Ese cartel me pareció un acto poético, eso no pasa en Argentina.

AB: Trabajar contra la habilidad es un mantra tuyo y es un consejo que le doy a mis estudiantes, que es salirse de la zona de confort, del lugar propio para encontrar lo que no se sabe y lo que lo cambia a uno.

FC: Exacto, es un poco eso, y es lo que me mantiene de alguna manera con una relación intensa con la escritura: no estar en un lugar de traquilidad, de confort, porque los estados de confort me terminan debilitando. Ahí donde está el peligro, está la salvación. Hay que salir a pelearla y eso me gusta, me doy cuenta de que me mantiene en un estado vital, de potencia, spinoziano.

AB: En tu escritura hay una lectura de la lengua; hay un camino muy cercano entre poesía, narrativa; un modo de habitar esa lengua propia.

FC: La primera vez que fui a Chile, a los 18 años, no tenía libros publicados. Me crucé con Malú Urriola, Sergio Parra, Pedro Lemebel, Pancho (Casas) de las Yeguas. Los conocí muy chico, y me acuerdo que muchos me decían “nosotros somos poetas y ustedes narradores”, y eso no me cerraba mucho. Después, determinados escritores que existieron en Argentina produjeron que no nos pensáramos ni como poetas ni como narradores, y eso nos pudo liberar. Eso lo produjo un escritor muy raro, que es como una especie de Joyce argentino, que es Ricardo Zelarayán. Vos podés leer La obsesión del espacio (1972), un libro de poemas, y de golpe puede ser una novela. Él nos dio una libertad de registro en que era difícil decir si éramos narradores o poetas. Es algo que después empecé a ver más en Santiago; ya no importaba tanto ser el novelista, como Edwards. Podías ser un novelista pero también escribir poemas. A veces la tradición te termina agobiando. Ustedes tienen dos premios Nobel, tenés allá grandísimos poetas, y pensás que tenés que ser poeta, y la originalidad se vive como una mochila pesadísima. Yo creo que eso se ve en las nuevas generaciones en Santiago, posterior a Diego Maqueira; esa libertad de poder utilizar cualquier registro se ve. ¿Qué pensás vos? ¿Cómo lo viviste?

AB: Tuve la suerte de no crecer en Santiago; crecí en Villa Alemana, donde estaba Juan Luis (Martínez) y había mucho rock. A mí me salvó esa escena, o me formó: literatura, narrativa, poesía, ciencia ficción; el rock de La Floripondio, Supersordo… Esos cruces siempre me llamaron la atención, nunca lo vi como algo dramático. A Donoso, que era de la tradición de las novelas realistas,  siempre lo vi como un narrador fantástico. Donoso era un narrador de cuentos de terror.

FC: Claro, es esa especie de extrañamiento de la escena que es muy productivo. Siempre pienso que desde que nos levantamos hasta que nos acostamos queremos que nuestros días se entiendan, y los mejores días son los que no se entienden, los que no se pueden traducir. Lo más potente es lo que no se puede entender.

AB: ¿Cómo viviste la muerte de Maradona? La pregunta es: ¿cómo escribir de eso?

FC: Me pasó que me llamaron de muchos lados para escribir sobre Diego, pero yo estaba tan tomado con la situación, que no tenía ganas de escribir, no tenía ninguna idea, así que me disculpé con todos. Habían pocos textos que realmente me conmovieran. De los homenajes que se hicieron, me gusto cuando Messi se sacó la camiseta. Para mí fue como que se sacó un peso de encima; ahora Messi puede ser. Por ahí ahora tiene un momento de redención con su estilo tardío. Tiene que buscar su estilo tardío. En el caso de Roberto Bolaño, que murió muy joven, su estilo tardío es el gran Bolaño (…). Aquí hay gente que anda con remeras de Roberto, que no es la misma relación que pueden tener ustedes con él y que es como nuestra relación con Borges: él ejerce una presión sobre la literatura ahí donde vos estás escribiendo, y tenés que tomar decisiones respecto de qué tomás de él. Sabemos que la literatura es algo inestable, que es tú verdad o mi verdad. Borges acá es como el Maradona de las letras. No sé si en Chile pasó con Neruda, pero acá hay un libro contra Borges, escrito por un montón de ensayistas.

AB: El año pasado escribí un libro sobre Pablo de Rokha, que era el gran enemigo oculto de la literatura chilena, y me pasó que lo encontré un poeta absolutamente contemporáneo, que los que lo leían creían que era prosista. Y De Rokha publicó un libro el año 55 que se llamó Neruda y yo, una diatriba larguísima contra Neruda que siempre se ha leído como un libro sobre Neruda, pero me di cuenta de que era un libro sobre De Rokha, que hablaba de sí mismo hablando mal de Neruda. Esa diatriba hecha de energía, hecha de odio, hace que en esa época De Rokha vuelva, que recupere su voz. Neruda era secundario. La escritura tomaba otra energía y él volvía a estar vivo. Me acuerdo que Carlos Droguett dijo que Neruda, después del Canto general, se puso a recalentar comida.

FC: Jajajajaja.

AB: Volviendo a ti, pensaba en lo que escribes tú y se me vienen a la mente dos cosas: primero, la literatura o la escritura como prótesis de la memoria y, segundo, como un espacio que habitar, como una casa donde encontrarse con esos familiares perdidos que no sabíamos que eran familiares y nos damos cuenta de que siempre habíamos querido abrazarlos.

FC: Sí. O te encuentras allí con los tíos y primos intratables que, sin embargo, son parte de tu familia.

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La pandemia y la crisis de las humanidades

¿Están las humanidades en peligro de extinción? ¿Es posible vivir en la sociedad actual sin filósofos, sin historiadores, sin educadores, sin artistas? ¿Se puede escuchar a los otros, aprender a debatir y compartir con los demás sin estas áreas de conocimiento? Lo que está en juego es la manera de estar en el mundo y de eso se preocupan nuestras disciplinas. Vivimos porque convivimos. Sin las humanidades, la ciencia está vacía y la tecnología ciega.

Por Naín Nómez

Podemos decir con Marshall Berman que vivimos tiempos en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Parafraseando al coronel Aureliano Buendía en el inicio de Cien años de soledad, podríamos agregar que muchos años después íbamos a recordar con nostalgia el momento en que las humanidades eran parte del conocimiento esencial de las academias, que datan al menos desde la época de Aristóteles hace unos 2400 años. Fue a partir de la entronización del proceso de la modernidad hacia los siglos XVII y XVIII que los estudios humanísticos empezaron a perder terreno frente a la relevancia que adquirió el pensamiento científico, en connivencia con la racionalidad del pensamiento cartesiano, primero, y del positivismo de Augusto Comte, después. El proceso de la modernidad que puso al sujeto en el centro del mundo y por ende del conocimiento, y que afirma que el progreso en la marcha hacia la libertad y la felicidad está gobernado por el saber de la razón. Posteriormente, y de la mano con el liberalismo, el naturalismo y el positivismo, la racionalización del mundo se homologa al lenguaje de la ciencia como el discurso por excelencia de la verdad. Esto se acrecienta en el siglo pasado, con la caída de los grandes relatos y la crisis en que entra el proceso histórico moderno por el agotamiento de su movimiento liberador e igualitario, dejando como única utopía la de la ciencia a través de sus aplicaciones técnicas en la cibernética, la telemática y la informática.

Naín Nómez. Crédito: Rodrigo Fernández.

Esta entrada un poco rimbombante solo tiene el sentido de situar la crisis de las humanidades en el camino de una crisis mayor en donde la racionalidad original del proceso de lo moderno, que era la consecución de una finalidad social, se convierte en racionalidad instrumental, acción puramente técnica cuyos fines están guiados por el interés personal y no social. Después de su paulatina instalación, con avances y retrocesos, el proceso de la modernidad empieza a disolverse, sin que todavía sepamos muy bien si lo que tenemos ahora es una postmodernidad o si en este largo camino solo se trasviste, como lo hace el tecno capitalismo liberal actual.

Más allá de estas disquisiciones tan poco alentadoras como el covid-19, es necesario que volvamos al tema que nos convoca. ¿Están las humanidades en peligro de extinción? ¿Es posible vivir en la sociedad actual sin filósofos, sin historiadores, sin educadores, sin artistas? ¿Se puede escuchar a los otros, aprender a debatir y compartir con los demás sin estas áreas de conocimiento?

Actuamos desde las emociones y estas están ligadas a disciplinas humanistas. La ciencia aplicada nos da vacunas, pero las humanidades nos hacen conocer las realidades sociales de los seres humanos que se enferman. Ellas no intervienen en la creación de las vacunas, pero ayudan a enfrentar de mejor manera la existencia dentro y en la pandemia: la soledad, la tristeza, los conflictos amorosos, los recelos frente a la inoculación, el desempleo, el aislamiento de la familia y los cercanos, la educación virtual y, en fin, a dar las otras respuestas (que son múltiples) a la pandemia. Se trata de intervenir el virus no como lo hacen la economía, la microbiología, la bioquímica, sino también desde la mirada de nuestras disciplinas: la filosofía, la sicología, la antropología, la lingüística, la literatura, la educación, la historia, el periodismo, etcétera. También desde la vida en común de la humanidad, desde la reflexión que reconoce la relación entre el ser humano y la naturaleza, desde la necesidad de situarnos en nuestra precariedad, de hacernos parte de un colectivo que nos permite ser solidarios y exorcizar nuestra soledad. Los algoritmos, las cifras, las estadísticas son solo datos que no nos acogen, no nos alimentan, no nos abrigan. Necesitamos que nos recuerden el sentido de todo esto, que se trata de fenómenos que hemos experimentado desde siempre, que contamos con la experiencia de los otros y las otras, ahora y antes, que es parte de la supervivencia de la vida. Ese apoyo viene de las reflexiones individuales y colectivas de nuestras disciplinas, que nos describen lo que nos pasa como sujetos y como sociedad y nos entregan el sentido de la existencia, más allá de los avatares coyunturales que de vez en cuando nos enfrenta con el medio natural (terremotos, incendios, plagas, erupciones volcánicas, inundaciones, etcétera). El miedo, el pánico, el terror, el dolor de la existencia que se acrecienta con el aislamiento, el encierro, el hambre, la separación de las familias y amigos, la incertidumbre del mañana, no pueden ser apaciguados por los bonos y las canastas alimenticias. Se necesita otro  tipo de alimento más espiritual, más ético, más emotivo, más trascendental, más comunal, que entregue los contextos hacia atrás y hacia adelante, aunque no dé certezas porque nadie las tiene. Justamente, es la incertidumbre la que permite empezar a elaborar respuestas sean o no verdades, porque alimentan el ser sí mismo, el ser sí misma. Las humanidades dan el conocimiento y la experiencia de muchos seres humanos, cuyas representaciones reales y simbólicas incursionan en las experiencias subjetivas de los que vivimos hoy en pandemia. Los alemanes, por ejemplo, han consultado a filósofos, historiadores, cientistas sociales, especialistas en comportamiento y en otras áreas, para aportar al proceso educativo de los niños en la actual situación. En cambio, nuestros dirigentes desconocen el papel de los estudios humanísticos o los consideran superfluos, al margen de encajar dos o tres frases de referencia cultural al azar en algún discurso lleno de lugares comunes. Chile tiene una de las tasas más altas a nivel mundial de trastornos como ansiedad y depresión. El confinamiento aumenta la irritabilidad y la sensación de falta de sentido. Se ha perdido a personas cercanas y el encierro es fatal para los jóvenes. Las mujeres quintuplican a los hombres en problemas mentales, especialmente en sectores vulnerables. Se percibe una amenaza externa que no es controlable. Hasta la relación amorosa sufre y se enferma: es cosa de ver la proliferación de los femicidios, sin contar la intensificación de los conflictos y las separaciones. Todo es visto desde la perspectiva médica y biológica sin ver el rol que podrían jugar las ciencias humanas y el conocimiento artístico frente a la desesperanza.     

¿Qué utilidad pueden tener las humanidades hoy?

Como ha dicho el escritor Paul Auster, en La Tercera, “si no tenemos arte, moriremos espiritualmente”. Lo que está en juego es la manera de estar en el mundo y de eso se preocupan nuestras disciplinas. Vivimos porque convivimos. En este sentido, no se trata de oponer ciencia a humanidades, porque también tienen que convivir y trabajar conjuntamente. Sin las humanidades, la ciencia está vacía y la tecnología ciega. Si no hay seres humanos, ¿para qué la ciencia? ¿Para qué el desarrollo si no hay cuidado para los seres humanos?  Quienes proporcionan valor y sentido frente a la utilidad, cuestionamiento frente a los dogmas de la eficiencia, son las artes, la historia, la literatura, la filosofía y la educación, entre otros saberes.

Hemos descuidado tanto la naturaleza que ahora se resiente. Al matarla nos matamos nosotros. Al planeta no le hacemos falta. Seguirá ahí. Acostumbrados al corto plazo por el exitismo, el consumo, los medios tecnológicos, hemos perdido la paciencia. Las humanidades nos enseñan que todo cambio requiere tiempo y que las medidas actuales generarán la sociedad del futuro, que no son solo aparatos virtuales o robots, sino que se trata de cambiar la forma en que nos relacionamos y de cómo nos sentimos mejor. El avance de la automatización del trabajo, la educación y el comercio produce un dilema ético. La velocidad de las máquinas y el utilitarismo reduce la empatía e instalan un antihumanismo radical. Es la optimización mercantilista del teletrabajo, que es una nueva forma de control social que impide la capacidad de decisión humana. Por un lado, está el confort de la tecnología y la imposición del trabajo virtual como una necesidad de la pandemia, que no solo produce formas de tristeza, depresión y aislamiento, sino que destruye miles de empleos y limita los lazos humanos, la sociabilidad y la felicidad de construir proyectos comunes, cuerpo a cuerpo. Esto pasa también con la educación a distancia, que elimina la necesidad que tenemos de educarnos en aulas comunes junto a los demás. Por otro lado, el cambio digital que aceleró la pandemia profundizó las brechas  y desigualdades socioeconómicas, raciales, geográficas, educativas y de género, que son exclusiones de larga duración.

En Chile, el individualismo ha llegado a un nivel insostenible y eso incide en el número de contagiados y de muertos, porque cada uno se rasca con sus uñas. No hay pegamento social y solo se hace comunidad en algunos bolsones sociales, como los colectivos en las poblaciones para parar la olla común o en asociaciones barriales de capas medias intelectuales o socializadas. Las elites económicas son individualistas por naturaleza o solo se articulan en función de la clase o el dinero. El ascenso de diversos grupos medios aspiracionales ha engendrado también un reagrupamiento social cuyo objetivo es tener más dinero  y no perseguir otros valores más tradicionales como la educación y la cultura en su simbología general. En gran medida, los y las jóvenes han crecido bajo estos “valores-disvalóricos”, acrecentados por una desmesurada subjetividad basada en los medios tecnológicos y la virtualidad, que intensifica las conductas de aislamiento y competitividad. A eso se agrega el presentismo que significa vivir encerrado por el covid-19, sin pasado ni futuro, ratificado por la incapacidad de proyectarse en la sociedad que viene. Como indica el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, recientemente fallecido, “antes de la pandemia vivíamos insensibles, ciegos a muchas cosas (…) es la psiquis del poder, es una psiquis de lucha competitiva oportunista (…) ahora decimos que somos los primeros en vacunas ¿para qué? (…) el deseo psíquico de negar al otro, es una actitud negativa” (La Tercera). Ya no tenemos mundo sino solo fragmentos de realidad inconexa, cuyo círculo más amplio son parientes y amigos que visitamos de manera virtual y telegráfica. Desde hace tiempo, hemos perdido el sentido de comunidad que alguna vez tuvimos.

La relación establecimiento-mundo científico-salud, escamotea los muertos. Mientras la ciencia quiere explicar el fenómeno, nosotros queremos saber su significado social, cómo reaccionamos frente al virus y frente a la muerte súbita. Hasta un defensor de la tradición liberal como José Joaquín Bunner indica: “¿acaso las ciencias no han tocado sus límites frente al virus? ¿Es contar los muertos, el máximo indicador de la eficiencia y la racionalidad?” (El Mercurio). Y agrega: “La vista de los cadáveres despierta pasión por la vida. No es una amenaza solo a la salud, sino a la propia sociedad, las instituciones, el Estado, los estilos de vida, los imaginarios, la percepción del futuro. Además de las cifras o los paliativos, la sociedad reclama interpretaciones intelectuales, reflexión filosófica, relatos históricos, análisis comprensivos, intuiciones de poetas y escritores, arte, teatro, en fin, formas de imaginar que den sentido a las experiencias reales de fragilidad, de temor y de incertidumbre, el fin del sin sentido que siente el ser humano frente a la catástrofe”.

La Asociación de Investigadores e Investigadoras en Artes y Humanidades, organismo creado por los académicos de diversas universidades del país, envió al Gobierno una propuesta de medidas en relación al covid-19 y, a la vez, formuló una mesa de trabajo con el Ministerio de Ciencias para discutir temas como la salud mental, la brecha digital, la relación con el Estado, el ámbito laboral, la desigualdad  y los derechos humanos. Entre las medidas propuestas estaban las de transparentar la toma de decisiones, desarrollar mayor contacto con las comunidades para recoger sus necesidades y conocer sus prácticas culturales, poner énfasis en el cuidado comunitario y reforzar los esfuerzos en salud mental. También se planteaba incorporar las perspectivas de género y apoyar a las poblaciones migrantes. Hasta donde sabemos, nada de esto ha sido recogido por el Gobierno y no hay ningún representante de las humanidades y las ciencias sociales en la mesa donde se toman las decisiones para hacer frente a la pandemia. El Gobierno, atrincherado en sus posiciones autistas, sigue considerando la crítica como sinónimo de perjuicio y falta de cooperación. Por su parte, el profesor Rodrigo Karmy de la U. de Chile, ha señalado que las humanidades pueden parecer fuera de época, en desuso e inútiles, idea que nos viene de la arrogancia de las ciencias duras y nuestro complejo epistémico. También del relevamiento de la producción del conocimiento neoliberal y el capitalismo académico con su obsesión por la indexación equivalente a dinero, la obligación de usar formas metodológicas de las ciencias duras, que de esta manera se erigen en el fetiche de “investigación en sí”, que acumula “capital cognitivo” y alimenta el flujo del “capitalismo mundializado” dejando de lado la figura del intelectual. Desde esta mirada, solo las humanidades permiten ir más allá de los logaritmos y las estadísticas, para desarrollar diálogos y abrirse a otras preguntas que interpelen las modulaciones del presente, las prácticas y saberes que provienen de las experiencias cotidianas de los interlocutores, los orígenes de sus vivencias frente al virus y sus secuelas de muerte, así como las historias que se ocultan detrás de cada sujeto y su entorno. Es lo que recoge el concepto de “Syndemia” de Merril Singer, que alude a la interacción entre lo biológico y lo social, incluyendo las desigualdades de todo tipo. Ver el covid-19 como una syndemia implica comprender sus orígenes sociales y las enfermedades no comunicadas (NCD, por sus siglas en inglés) como hipertensión, obesidad, diabetes, enfermedades respiratorias y cáncer, que se relacionan con la educación, el empleo, la vivienda, la alimentación y el medio ambiente. Como destaca Grínor Rojo, las humanidades dan origen a la cultura moderna que cuestiona la naturalización del aparato simbólico de la economía neoliberal. Tal vez por ello, del ínfimo 0,36% de su producto bruto que Chile destina a la investigación (frente al 3,25% de Suecia) solo un 0,10% corresponde aproximadamente a las humanidades. Su tarea puede ser peligrosa para los poderes estatuidos.

Judith Butler nos recuerda que hace 20 años, en la película Matrix 1, el agente Smith le decía a Neo: “Ustedes no son mamíferos (…) se multiplican y multiplican hasta consumir cada recurso natural. El único otro organismo que sigue el mismo patrón es el virus (…). Los seres humanos son una enfermedad, un cáncer del planeta: son un virus. Un virus que vive a expensas de las células que invade”. Sobrepoblamos el planeta, aumentamos la temperatura de la biósfera con el desarrollo técnico-industrial y económico, hemos extinguido especies completas de flora y fauna. No nos diferenciamos mucho del virus que ahora nos ataca. Desde las humanidades no podemos tampoco parar el virus. Pero podemos trabajar desde las subjetividades de cada ser humano para hacer la pandemia menos apocalíptica y abrir otras realidades, que nos ayuden a asumirla y entender su proceso interior, limitando sus efectos sicológicos y existenciales (25-5-2020).   

Queremos finalizar citando al académico portugués Boaventura De Sousa Santos, quien en su libro La universidad del siglo XXI (2015), señala: “Sostengo que en el siglo XXI la universidad pública será menos hegemónica en el campo de la producción de conocimiento avanzado, pero no menos necesaria. Su especificidad como bien público es la de ser la institución que une el presente y el pasado con el futuro, a mediano y largo plazo a través del conocimiento y de la educación que genera. También es la institución que crea un espacio público privilegiado, potencialmente dedicado al debate abierto y crítico de las ideas (…). En los últimos años ha aumentado la presión para transformar a la universidad en una empresa capitalista como cualquier otra, para proletarizar a sus profesores y convertir a los estudiantes en consumidores de un servicio más. La creatividad, el pensamiento libre, el saber y la innovación sin valor económico cada vez son más marginados, y ya comienzan a ser sospechosos o simplemente inútiles (…). Es por esto, un bien público permanentemente amenazado”.

Esperemos entonces, parodiando al escritor guatemalteco Augusto Monterroso, que cuando despertemos mañana, la próxima semana o el próximo mes, la pesadilla monstruosa de la pandemia ya no siga ahí. Por otro lado, esperemos también que las humanidades sigan siendo parte esencial de nuestras sociedades y que nos acompañen a lo menos por otros 2400 años más.

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Esta es la exposición central que dictó Naín Nómez en la ceremonia de conmemoración del cuadragésimo aniversario de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Serena, el 30 de abril de 2021.

Iniciamos el camino hacia la plurinacionalidad

La convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. No se trata de un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, que permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, como la propia madre tierra, y hacer realidad principios como la equidad intergeneracional. La incorporación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao, en tanto, no es un simbolismo, sino una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Por Verónica Figueroa Huencho

¡Tenemos convención constitucional paritaria, elegida por la ciudadanía y con representación de pueblos indígenas! Se trata de un hecho histórico que marcará la vida de quienes hemos tenido la oportunidad de participar de este proceso, pero también para las futuras generaciones, que se verán impactadas por las decisiones que emanen de esta instancia responsable de escribir la nueva Constitución política de Chile.

La participación de los pueblos indígenas constituye, sin duda, una oportunidad para enriquecer el debate y favorecer un diálogo para el que no estamos acostumbrados: uno de carácter intercultural. Quizás el Parlamento de Tapihue en 1825 haya sido la última oportunidad que tuvimos de dialogar en un contexto de respeto a la autodeterminación de los pueblos indígenas y de acuerdos de convivencia y respeto mutuo al más alto nivel político. Han sido siglos de exclusiones y discriminaciones para los pueblos indígenas, tanto de los espacios públicos y de toma de decisiones como de los espacios cotidianos, privando a la sociedad entera de propuestas, alternativas y conocimientos que podrían haber enriquecido la problematización de los grandes temas que nos afectan en la actualidad. La interculturalidad, por lo tanto, se vio impedida de avanzar por decisiones tomadas desde este Estado nación que buscó integrarnos de manera forzada a su propuesta hegemónica de mundo, de ciudadanía, de mérito, de progreso. Y si bien estas definiciones fueron ejecutadas de manera sostenida por más de 200 años, los pueblos indígenas seguimos existiendo, seguimos estando presentes, seguimos buscando correr el cerco de lo posible.

Verónica Figueroa Huencho. Vicepresidenta del Senado Universitario de la Universidad de Chile y profesora asociada de su Instituto de Asuntos Públicos.

Esta resistencia histórica tiene hoy una representación concreta en la elección de 17 constituyentes indígenas, quienes a través del sistema de escaños reservados llevarán las voces de los 10 pueblos indígenas que la ley 19.253 reconoce de manera oficial. No es suficiente. Falta la voz del pueblo selknam, luchadores incansables por este reconocimiento. Falta la voz del pueblo afrodescendiente, reconocido en Chile como pueblo tribal por la ley 21.151, pero excluido de los escaños reservados de manera arbitraria, aun cuando le son aplicables las normas establecidas en el Convenio 169 de la OIT, ratificado por el Estado de Chile en 2008. Pero no me cabe duda que gran parte de las y los constituyentes elegidos, no solo los pertenecientes a pueblos indígenas, llevarán esas voces a la convención, pues han manifestado su voluntad de representar la diversidad que caracteriza al Chile actual.

No fue fácil recorrer este camino. La discusión que derivó en la ley 21.298 que modificó la Carta Fundamental para reservar escaños a representantes de los pueblos indígenas en la convención constitucional no recogió las demandas de representación por peso demográfico que pedían las comunidades y organizaciones que pasaron por el Congreso. Ello amparado en la Declaración Americana sobre Derechos de los Pueblos Indígenas que establece en su artículo 1º la autoidentificación como criterio fundamental, debiendo los Estados respetar el derecho a la autoidentificación individual y colectiva, conforme a las prácticas e instituciones de cada pueblo indígena.

Tampoco consideró las críticas a la construcción de un padrón electoral indígena en tiempos de pandemia, con grandes asimetrías de información. No fue fácil para las candidaturas explicar las formas en las que se construyó ese padrón (recordemos que se construyó desde diferentes bases de datos: personas con calidad indígena certificada por CONADI, datos administrativos con apellidos mapuche evidente, nómina de postulantes a beca indígena desde 1993, registro especial para elección de consejeros indígenas CONADI, registro de comunidades y asociaciones indígenas, elección de comisionados CODEIPA para Isla de Pascua). Las personas indígenas tenían un plazo acotado (25 de febrero de 2021) para revisar el padrón, solicitar su incorporación y quedar habilitadas para votar a través de escaños reservados. Lo anterior incidió, sin duda, en la baja participación de personas indígenas, donde solo un 23% del padrón (1.239.295 personas indígenas) lo hizo por esta vía.

A ello debemos sumar un contexto de pandemia, la lejanía de ciertos territorios para acceder a los lugares de votación, la falta de medios de transporte, la falta de información y capacitación por parte de SERVEL a todos los actores involucrados. De hecho, en diferentes plataformas y redes sociales se daba cuenta de los problemas que electores indígenas tuvieron para ejercer su derecho a sufragio. Sin embargo, dado lo inédito de este proceso, solo quedan oportunidades para mejorar a futuro, para adaptarnos a la interculturalidad y su incorporación como proceso sustantivo para la vida democrática. Los errores son un aliciente para seguir avanzando en el reconocimiento de derechos para los pueblos indígenas.

Crédito: Felipe PoGa.

En ese sentido, la convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. Un primer desafío será definir las reglas de funcionamiento de la convención a través del reglamento, el que debe incorporar en sus definiciones las particularidades que aporta la interculturalidad. Por lo tanto, las formas y metodologías de trabajo, los mecanismos para tomar decisiones, la asignación de responsabilidades, los sistemas de rendición de cuentas y transparencia, entre otros, deben asegurar que esa interculturalidad sea efectiva como expresión legítima de la voluntad de avanzar en esta materia. La convención debe asumirse, necesariamente, como intercultural y contribuir, con el ejemplo, a impulsar los cambios que necesitamos para dejar una sociedad mas justa, en todos los sentidos, a las próximas generaciones. La participación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao (primera mayoría indígena, con más de 15.560 votos) no debe ser vista como un simbolismo, sino como una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Un año parece poco tiempo para romper con siglos de exclusiones. Pero la composición de la convención constitucional en general, y la legitimidad de las propuestas de las y los constituyentes indígenas en particular, abren una puerta a la esperanza. Las convicciones y el liderazgo de estas y estos representantes son una base fundamental para la incorporación de los derechos de los pueblos indígenas, pero también el apoyo mayoritario mostrado por una ciudadanía que busca cambios profundos. La plurinacionalidad no debe ser entendida como un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, y su incorporación en la Constitución permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, entre ellos a la propia madre tierra o la naturaleza. La equidad intergeneracional debe ser un principio fundamental para guiar los debates y propuestas, algo que los pueblos indígenas han defendido desde tiempos ancestrales.

Por ahora, nos queda acompañar este proceso, participar activamente y confiar en las posibilidades que ofrece. Para los pueblos indígenas, si bien es histórico, también es un paso más en nuestro camino hacia la autonomía y la libre determinación, que nos permite soñar un futuro mejor para nuestros niños y niñas, pichi keche y pichi domo, para que crezcan plenos, para que el buen vivir sea una realidad, para que los sueños de nuestras y nuestros ancestros sean, por fin, realidad.

El fascismo y el nazismo de la lengua de Bolsonaro

¿Cómo explicar el comportamiento de un presidente que resiste a la autoridad científica? Aquí presentamos una explicación relativa a su uso del lenguaje, revisitando la obra de Roland Barthes, pensador del lenguaje, y de Victor Klemperer, analista de la retórica nazi. Bolsonaro solo sobrevive políticamente si continúa movilizando a sus fieles, en una dinámica de apoyo incondicional. No necesita tanques de guerra ni policía secreta: la propia lengua le sirve de estructura de apoyo.

Por Claudia Amigo Pino y Paulo Procopio Ferraz

Durante la pandemia, en Brasil, se han escuchado varios discursos de políticos que se oponen a la ciencia. En marzo, cuando las primeras cuarentenas fueron decretadas en Europa para contener el creciente número de infectados y muertos por el Coronavirus, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, afirmaba que la pandemia era una fantasía propagada por los medios de comunicación. Dos semanas más tarde, el propio Bolsonaro sostuvo: “el brasileño tiene que ser estudiado. No le pasa nada. Ves a gente saltando en alcantarillados. Se zambullen, no les pasa nada”. En agosto, después de haberse enfermado de covid-19, afirmaba que “el lockdown había matado dos de cada tres personas en Inglaterra” y que “la hidroxicloroquina había salvado su vida y la de miles de brasileños”. En 2021, a pesar de ser obligado a moderar su discurso por presión de sus adherentes, dijo que las Fuerzas Armadas podían ir a la calle a “acabar con esa cobardía del toque de queda”, oponiéndose abiertamente a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, que aconseja el aislamiento social y desestimula el uso de drogas sin eficacia, como la hidroxicloroquina, para el tratamiento del covid-19.

¿Cómo explicar el comportamiento de un presidente que resiste a la autoridad científica? Hay investigaciones que identifican esas acciones con una estrategia de propaganda: el gobierno central no se responsabilizaría por medidas impopulares de aislamiento social, dejando que gobernadores y alcaldes asuman esa carga. Aquí presentamos otro tipo de explicación para el comportamiento irresponsable de Bolsonaro, relativo a su uso del lenguaje. Para eso, revisitamos la obra de un pensador del lenguaje, Roland Barthes, y de un analista de la retórica nazi, Victor Klemperer.

En su lección inaugural en el Collège de France, en enero de 1977, Barthes afirma que la lengua es fascista porque nos obliga a repetir el discurso del poder. Usar la lengua implica una sumisión a una tradición y a un poder vehiculados por ella. No hay posibilidad de salir de la lengua una vez que el hombre es obligado a hablar: “Infelizmente, el lenguaje humano es sin exterior: es un lugar cerrado”. De ese modo, no hay realidad externa al lenguaje, la realidad es constantemente creada y recreada por el lenguaje. Los acólitos del presidente no niegan simplemente la existencia de una realidad exterior a ellos, ellos crean una ilusión de realidad a partir de las palabras, frases y fórmulas a las cuales están expuestos.

Según Barthes, uno de los elementos que hacen que la lengua sea fascista es su tendencia a la afirmación. Todas las frases que buscan desviarse de la afirmación necesitan pasar por una serie de modificaciones gramaticales más o menos complejas. En francés, por ejemplo, la negación se constituye como una dificultad considerable para quien quiere aprender la lengua. Incluso los francoparlantes nativos se pueden confundir con ciertas interacciones entre pronombres, tiempos verbales y partículas negativas. Es innegable que, a pesar de las críticas formuladas a la noción de “fascismo de la lengua”, hay un fuerte aprecio de la lengua fascista por la afirmación. Victor Klemperer sostiene que una de las características de los textos nazis es, justamente, la afirmación perentoria, que creaba verdades incontrovertibles y absolutas. No era fácil despegarse de la lengua nazi: invadía todos los espacios, todos los discursos. Cuestionar una frase del Führer era una actitud blasfema.

En los discursos de propaganda, Hitler es colocado como un “redentor” y “salvador”, un lugar de lenguaje semejante al de un mesías. En 1934, por ejemplo, Hermann Göring hace un discurso frente a la cámara de Berlín en el cual afirma: “Todos nosotros, desde el más simple miembro de la S.A. hasta el primer ministro, somos de Adolf Hitler”. Bastaría con cambiar la palabra “Hitler” por “Cristo” para entender las relaciones con la lengua cristiana. El tono religioso es, a veces, explícito. Klemperer escribe que “él [Hitler] llamó ‘sus apóstoles’ a los caídos en la Feldherrnhalle. Eran dieciséis, seguramente él tiene que tener cuatro más que su antecesor [Jesucristo]”. No es necesario mucho esfuerzo para identificar la misma estrategia de propaganda en Jair Bolsonaro, que da énfasis a su segundo nombre, Mesías, y al que muchos llaman con el epíteto “mito”.

Pero la verdad nazi es su fragilidad: en la medida en que cada una de sus palabras carga el peso grandilocuente de lo real, su palabra es una forma de hacer que la realidad sea expresión de la propia lengua. Es decir, ella es inflexible; se deshace con la menor de las presiones, como aquellos materiales que, por ser demasiado duros, se mantienen intactos o se desarman —no es posible, para la lengua nazi, ceder un poco, porque eso ya afecta la integridad de su cuerpo—. Por eso, según Klemperer, “todo era vigilado en los mínimos detalles para que su doctrina nacional-socialista continuara intacta, sin falsificación en cada uno de sus aspectos, incluyendo el lenguaje”. De la misma manera, Bolsonaro, a pesar de las presiones políticas, no puede asumir que se equivocó. Como ejemplo, podemos citar su absurda declaración de que nunca habría calificado la covid-19 como una gripecita. Para la lengua fascista es más fácil fingir que el pasado no pasó que corregirse. La lógica de ese procedimiento no es difícil de entender: si me rectifico, admito al mismo tiempo que puedo equivocarme, lo que puede producir dudas en quien me sigue.

A partir de esa relectura de Barthes y Klemperer, podemos identificar los usos específicos del lenguaje en la propaganda del gobierno de Bolsonaro. Así, percibimos la necesidad de alejarse del discurso de la ciencia (objeto de múltiples disputas con la religión desde el siglo XVIII) y del uso de la palabra “mito” para referirse a éste: los dos usos del lenguaje refuerzan la relación con el imaginario religioso. Y esa asociación con los íconos religiosos le permite colocarse en el lugar del mesías; aquel que no puede equivocarse, porque tiene soporte divino.

¿Por qué Bolsonaro necesita usar una lengua cercana al nazismo? ¿Cómo eso lo ayuda a mantenerse en el poder? Evidentemente, esa proximidad, una vez explicitada no es favorable para el gobierno: cuando Roberto Alvim, secretario de Cultura, emuló, sin disfraces, un discurso de Joseph Goebbels, Bolsonaro lo alejó inmediatamente del gobierno. Sin embargo, no se trata de definir las simpatías políticas del bolsonarismo, sino de entender cómo ese movimiento opera políticamente. Es posible que la cercanía con el nazismo no sea un deseo de Bolsonaro, pero se trata de un camino que todos los movimientos fascistas son obligados a tomar. Bolsonaro no es fascista por elección, pero sí por afinidad de acción: solo sobrevive políticamente si continúa movilizando a sus fieles, en una dinámica de apoyo incondicional que encontramos en cualquier líder fascista. Y así, no son necesarios tanques de guerra ni policía secreta: la propia lengua sirve de estructura de apoyo.

Claudia Amigo Pino es profesora titular de Literatura y Crítica Francesa en la Universidad de São Paulo, es doctora de la misma universidad y postdoctora en la Universidad de París 7 y en Institut de Textes et Manuscrits Modernes (CNRS), en París. 

Paulo Ferraz es doctor de la Universidad de París 8 y post-doctorando en el Departamento de Letras Modernas en la Universidad de São Paulo.

Baquedano ausente o el otoño de los patriarcas

La relación entre memoria y patrimonio siempre es una disputa; las menos un acuerdo, las más una imposición de un grupo por sobre otro. La estatua del general en jefe de la Guerra del Pacífico no será el único ni el último de los monumentos en disputa, pero sí el que se encontró en medio del huracán del estallido del 18 de octubre de 2019, en el centro del centralismo de la “nación”: un lugar donde no solo se confronta lo popular con las elites, sino desde el que también se está increpando la masculinidad y el heroísmo.

Por Alejandra Araya Espinoza

Es un ejercicio democrático hablar de la identidad y la nación como construcciones culturales siempre en movimiento, sobre espacio público y visiones encontradas, sobre ideología e historia oficial, sobre voces autorizadas para decidir en temas públicos y sobre las capas que se cruzan, superponen y se levantan en torno de la llamada “guerra de las estatuas” o las “disputas por la chilenidad”. El hecho es que hoy, la escultura del general Manuel Baquedano emplazada en la Plaza Italia, en Santiago de Chile desde 1928, ya no se encuentra allí. Su instalación cerraba un ciclo de declaratorias como monumentos nacionales de hitos militares de la conquista española y de la guerra del Salitre —iniciado en 1926—, ya rigiendo la nueva Constitución de 1925. Esta olía a pacto ante la crisis social del régimen oligárquico bajo presión tanto del pueblo organizado y en masa, como de los militares deliberantes que, bajo la consigna de aprobar leyes sociales, pusieron en jaque al Congreso y al presidente Arturo Alessandri Palma en el llamado episodio del “ruido de los sables”, en 1924. En ese entonces, era director de la Escuela de Caballería Carlos Ibáñez del Campo, quien apoyó a la Junta Militar que un 11 de septiembre de ese año asumió el poder, para luego apoyar su caída y pedir el regreso de Alessandri. Ibáñez era presidente de la República en 1928, el año de la instalación de la estatua. Y también lo era en 1957, cuando Gabriela Mistral murió, una intelectual antimilitar por esencia que sufrió el acoso político de su primer gobierno.

Protesta feminista en Plaza Italia-Dignidad, 23 de noviembre de 2020. Foto: Alejandra Fuenzalida.

Los monumentos públicos lo son por exponerse en espacios abiertos a los cuerpos que transitan, no son piezas de museo. La relación entre memoria y patrimonio siempre es una disputa; las menos un acuerdo, las más una imposición de un grupo por sobre otro. Baquedano no será el único ni el último de los monumentos en disputa, pero sí el que se encontró en medio del huracán del estallido del 18 de octubre de 2019, en el centro del centralismo de la “nación”.  Al cumplirse un año, amaneció su figura cubierta de pintura roja. Entre toda la masculinidad narrativa predominante, la voz del Ejército se hizo fuerte y deliberante en un asunto de espacio público y civilidad, gesto que repitió hace pocos días en un comunicado oficial en Twitter tachando de antichilenos, violentistas y delincuentes a todos quienes no rindieran honores al general. La idea del retiro de la escultura, de hecho, fue de ellos. El rechazo a tal idea provino de civiles de derecha y autoridades de gobierno, que leyeron el signo como una “derrota”. La alianza cívica-militar aquí parece tener una tensión incluso mayor que aquella que confronta lo popular con las elites en la Plaza Italia, signo también de los de arriba y los de abajo.

El muro del orgullo varonil-militar

En torno al basamento desnudo se construyó un muro durante el fin de semana del 12 al 14 de marzo, el que ha sido comparado en redes sociales con el de Berlín o la frontera entre México y los Estados Unidos. El muro en torno a la estatua tiene explicaciones técnicas desde el Consejo de Monumentos Nacionales: se intenta resguardar el espacio donde se trabajará para revisar el basamento y la sepultura del soldado desconocido instalada allí en 1931. Importante acción que pudo ser de educación ciudadana a vista de todos para aprender cómo trabajan conservadoras, arqueólogas, historiadoras, arquitectas, entre otras profesionales. Pero es un muro, no una valla, ni un cerco de madera, ni una malla kiwi: sin transparencia, denso y custodiado por militares. Añoranza de las empalizadas de los fuertes coloniales o de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, muy diferentes a las de los soldados de la Guerra del Pacífico, los de a pie, como el que duerme bajo la pisada del caballo del general, sin entrenamiento, sin uniformes muchos de ellos, y lanzados a la pampa a defender el pabellón nacional.

Sí, la estatua de Baquedano ha sido pintada, rayada, montada, y hasta fue rebanado el pie del caballo Diamante en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, conocido hoy como 8M, gota que rebalsó el vaso del orgullo varonil-militar. Aunque quienes lo hicieron eran hombres de overol que se confundieron con un fusil y escribieron en el anca del caballo: M8. El soldado desconocido, entre tanto, duerme su sueño en una lápida de jerarquías y de heridas que no cierran. Toneladas de peso están sobre él y el denso aire del clasismo por debajo: unos viajan en el tren subterráneo hacinados en pandemia y otros en helicópteros llegan a sus segundas viviendas escapando de la chusma pestilente. Un hombre con un triciclo (mi vehículo familiar de la infancia) y la wenufoye increpó a los militares que vigilaban y custodiaban desde el miércoles 11 la escultura, les gritó: «cuidan a un caballo muerto». Nos recordó también que estos asuntos no le importan a quienes viven en la calle o que en cualquier lugar del territorio sin casa, sin agua o sin luz para ver o leer estas noticias. El hombre del triciclo también cuestionó a los uniformados en su masculinidad y heroísmo, para muchos sinónimos. El mismo 11 de marzo se anunciaba que el Instituto Nacional, primer establecimiento educacional de la República, abría sus puertas a las mujeres. Cual nuevas Eloísas, hoy hicieron fila para inscribirse y abrir nuevos umbrales plurigenéricos: “sé lo que es hacer Historia”, escucho en la radio.

Baquedano, ausente, se reemplaza por un muro-trinchera de los patriarcas, a quienes representa. La tensión entre el poder civil y el militar, entre hombres, cruzaba el monumento desde el 18 de septiembre de 1929, cuando se hizo la ceremonia pública de instalación en homenaje a los veteranos del 79, a los que la aristocrática pluma de Joaquín Edwards Bello calificó en sus notas personales como “parásitos” que vivían a costa del recuerdo pagado “por todos nosotros”. ¿Por qué olvidamos a Baquedano?, decía en La Nación: “Acaso porque fue demasiado nuestro, porque está muy cerca de nuestro temperamento: le miramos con el desdén del camarada de colegio para el hombre que se encumbra: “Psch! ¡Si he estado en el colegio con él”. Se le pidió rectificar y agradeció a Ibáñez que no lo obligara a hacerlo. En sus notas, refunfuñaba alegando que en “Chile nos han acostumbrado a los historiadores mistificadores”, y acusaba que “la principal falsedad de nuestros historiadores consiste en la inflación de los hechos militares”. Su comentario privado a la columna pública remata con esta frase: “La prueba de que Chile carece de militares es el asalto por ellos al poder. Ibáñez, al quien hago el honor de creer un civil bueno al estilo de O´Higgins, es importante para atajar los apetitos de la clase armada, no militar, que asalta todas las esferas nacionales donde existen caudales” [1].

Con permiso, héroes

La ecuación civil-militar se fundió en la Historia de Chile y firmó un nuevo pacto en la dictadura encabezada por Pinochet. ¿A quién le rinde homenaje el actual Ejército de Chile en la figura de Baquedano? ¿A cuál de todos sus generales? ¿A quién le dejan flores ad-portas de un 11 de abril, día de elección de una Convención Constituyente inédita en la Historia con mayúscula, a la que hoy se le agregó un día y militares custodiando las urnas?

El 26 de julio de 1922 se nombró una comisión para reunir fondos para erigir este monumento público, y se confió la obra al artista Virginio Arias. En mismo año y mes, Gabriela Mistral se iba de Chile, invitada por México a revolucionar la educación de una forma en que acá no le fue posible. En 1935, como cónsul en Madrid, ella, una mujer pública en tiempos de la “República del colegio de hombres”, escribía en El Mercurio un 20 de octubre un recado sobre los monumentos que hoy sería objeto de una querella criminal por “violentista”: “¿Por qué aprovechando el desorden de una huelga, no los tiran, dejando allí un letrero que diga: ‘Con permiso del héroe (cuando hay héroe) y por decoro de él?’ ¿O por qué no aprovechamos en noche normal el sueño espeso de los guardias municipales y se sale con una picota bajo el macfarlán o la manta o el poncho?”. Fiel a su rechazo a la historia de los cóndores, ironiza con el orgullo masculino sobre lo nacional y rebaja los monumentos a tradiciones pequeñas, edilicias: “Los buenos hombres ‘ediles’ o como los llamen, quieren honrar a su camarada de club o de café que se murió ayer y cuyo busto les hace falta en la luz familiar. Y ¡chas! Salta en la aldea el monumento” [2].

Una columna reciente sobre el caso Baquedano anota el número de monumentos dedicados a mujeres en Chile como gesto “solidario”, desde la mal leída paridad de género. No queremos entrar a la escuela del mal de macho. Lo que aún no se comprende es que la retirada del general de su pedestal ha hecho visible el pequeño espacio en que hoy rige el colegio de hombres y el regimiento. La masculinidad que representa un militar se repliega en sus laberintos y nuestro nuevo otoño ya no rinde honores a los patriarcas.


[1] Edwards Bello, Joaquín, 1887-1968. El caballo de Baquedano  [manuscrito] Joaquín Edwards Bello. Archivo del Escritor. Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/623/w3-article-335689.html . Accedido en 3/15/2021. El caballo de Baquedano, 10 de setiembre de 1929, La Nación. Agradezco el dato al colega Pablo Whipple que lo compartió en su twitter.

[2] Mistral, Gabriela, 1889-1957. Recado sobre sudamericanismo  [manuscrito] Gabriela Mistral. Archivo del Escritor. . Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/623/w3-article-138316.html . Accedido en 3/15/2021. Mistral, Gabriela, 1889-1957. Recado sobre sudamericanismo  [artículo] por Gabriela Mistral. El Mercurio (Diario: Santiago, Chile). Archivo del Escritor. Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/623/w3-article-145812.html . Accedido en 3/15/2021.

Los riesgos de la nostalgia

«El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria», escribe Lorena Amaro sobre La muerte viene estilando, de Andrés Montero.

Por Lorena Amaro

La muerte viene estilando es una novela estructurada por seis relatos que se podrían leer autónomamente, todos con un inicio y un cierre que amarran la narración, y que muestran el ingreso de un sujeto citadino no solo al mundo rural, sino al espacio legendario de sus narraciones. Llevado por el hartazgo de una mecánica cotidianidad, este protagonista se interna en un camino de tierra, donde queda varado en medio de la noche y la lluvia. En un caserío cercano lo confunden con el patrón del fundo Las Nalcas y lo reciben en el velorio de una mujer que ha sido asesinada. En los capítulos siguientes se completarán distintos aspectos de esta historia, a través de diversas voces narrativas que nos llevarán hacia su futuro y pasado.

La novela es redonda: reordenados, los relatos funcionan como una historia que, a excepción de un entrecruzamiento identitario y narrativo (dos personajes de temporalidades distintas, que se intersectan al estilo de “Lejana”, el cuento de Cortázar), se puede disponer cronológicamente sin mayor dificultad. Es bastante esquemática, también, la organización de los espacios novelescos: la ciudad; un lugar del campo al sur de la capital; una caleta de pescadores que, a diferencia del campo, es habitada por personas libres del yugo del hacendado y una pequeña localidad de provincia que es más pueblo grande que ciudad. Los protagonistas transitan entre estos espacios en movimientos de ida y vuelta, tan notorios en su construcción como la interminable lluvia, que se desata enloquecida cuando se desenfrena la acción de los personajes. El libro ofrece, además, un marco narrativo muy claro, programático, que se observa en su inicio y cierre. Primero, hay una puesta en abismo: el “viaje” del hombre de ciudad (con una vida oficinesca y mecanizada) al camino rural donde se extravía, puede ser leído como un espejo de la experiencia literaria del escritor, su rechazo a la experiencia urbana y su opción por las tradiciones orales campesinas. El desplazamiento no se produce solo entre dos lugares, sino que entre dos tiempos, ya que el campo al que llega no es el de hoy, mecanizado, amenazado por el extractivismo y las necropolíticas, sino el de los patrones de fundo, bandoleros, apariciones y baqueanos. Esta apertura dialoga con el cierre, cuando se enuncia lo que puede ser entendido como la poética de este viaje literario: “Porque del otro mundo, del mundo sin inicio y sin final de las tradiciones, no era necesario despedirse: bastaba con hacer un homenaje, con las tres copas bien levantadas y un abrazo imaginario a lo inamovible, para que el espíritu de los que habían partido siguiera viviendo eternamente a través de las palabras, de las rimas y los naipes, en la pesca y los telares, en el sorbo de un mate colmado de azúcar…”. Este “lirismo”, con que la voz narrativa suele dilatar las peripecias de sus protagonistas, está al servicio de la nostalgia, motor principal del trabajo de Andrés Montero. Es la nostalgia la que encabeza no solo el ingreso a este mundo, sino también la forma de contarlo, en procura de un homenaje. Es como si se buscara revertir las reflexiones de Walter Benjamin en El narrador, para recuperar las antiguas historias que se contaban, sobre hechos lejanos en el tiempo y el espacio, y surgidas de experiencias que la guerra le arrebatara al mundo en que Benjamin vivió.

Andrés Montero. Crédito: La Pollera Ediciones.

Hasta aquí he intentado describir una propuesta narrativa. Creo que esto no valdría de mucho si no procurara pensar por qué este programa de Montero ha tenido una entusiasta recepción, traducida en premios y reconocimientos de la crítica. ¿Es posible, efectivamente, lidiar con lo que Benjamin llamó en su momento la pérdida de la facultad de “intercambiar experiencias”? En esta línea, la propuesta de Montero, aunque bien articulada, no deja de parecer una esquemática y vacía impostación. Hay en el gesto autorial un repliegue, una huida de la contemporaneidad problemática hacia una nostálgica e insólita recuperación de los valores tradicionales. Revestido de un humanismo teñido de paternalismo, el simulacro de escritura no plantea nada nuevo: La muerte viene estilando es, finalmente, un pastiche bien armado.

Montero no es el primero de nuestros narradores contemporáneos que se asoman al criollismo o al realismo social, procurando revivirlos con nuevas perspectivas. Pero hay una distancia grande entre leer estas tradiciones buscando darles una suerte de sumisa continuidad, a hacerlo desde el presente, asumiéndolas en un país y en un mundo que han cambiado, como lo han hecho, dramáticamente, los escenarios descritos de la caleta y el campo sureño, que en otro tiempo, otres narradores abordaron con el ánimo de mostrar, denunciar, emocionar o entretener, con más verdad que Montero. No uso la palabra verdad en el sentido del verosímil, sino de una reflexión que busca ser más amplia: ¿no habría razones para resistirse a este “regreso” a un tiempo, un lugar y un lenguaje en que las mujeres son asesinadas por nada, en que se dice “la mar” y no el mar, “llevar razón” en vez de tener razón, o “tener lunas” en vez de menstruaciones; en que los personajes (populares) no entienden “ni jota” porque están todo el tiempo aparentemente confundidos, como si eso pudiera despistar al lector del previsible curso de la trama; en que las mujeres engañadas por sus maridos reciben el trato paternalista del narrador: “la buena de Eulalia” o “la fiel Eulalia”? En el núcleo de la historia está el cadáver de Elena, producto de un femicidio. El narrador, en tránsito de convertirse de recién llegado sujeto urbano en violento patrón de fundo, lo banaliza en este comentario junto al ataúd: “Me pareció todavía más hermosa, y me di cuenta de que tenía un busto generoso”.

Lo que hallamos en este libro es un espacio en que hay duelos, violaciones, arrieros atrapados en la nieve, pero sin el vuelo subjetivo que le dio a una escena como esa Manuel Rojas, ni que se examine con profundidad la base de la asimetría social y la violencia, como lo hizo en su tiempo Marta Brunet. Solo el remedo, sin pizca de ironía. ¿No hay aquí cierto conservadurismo narrativo, estético y político, enraizado profundamente en la escritura de nuestra historia literaria, sobre el que podríamos detenernos por un momento a reflexionar, sobre todo en el momento de las búsquedas emancipatorias que viven los territorios? Es posible que el libro escarbe en la nostalgia como una manera de buscar otras formas de convivencia y existencia, pero ¿el latifundio chileno?, ¿el machismo atávico?, ¿la cofradía masculina que juega truco en un bar, como modelo de solidaridad y compañerismo?

El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria. En Argentina, por ejemplo, la tradición de la gauchesca ha dado forma a una delirante y gozosa tradición paralela: la reescritura de la gauchesca, desde Borges y Di Benedetto a figuras muy recientes, como Gabriela Cabezón Cámara, Martín Kohan, Sergio Bizzio, Michel Nieva y Pedro Mairal, entre otros. Elles leen estética y políticamente el establecimiento de los ejes simbólicos de la nación argentina, desenmascarándolos, subvirtiéndolos, abriéndolos a otras alternativas. En Chile, sin ir más lejos, Cristian Geisse recoge los imaginarios populares del diablo para producir una estética desmesurada y atractiva, que aúna con una lúcida perspectiva social, rescatando archivos, restos y voces desgajadas del canon. En el caso de Montero, por el contrario, encontramos estereotipación y estancamiento: “Mis caderas se ensancharon y me crecieron los senos, y mi piel brillaba tanto que hasta las flores se giraban para verme pasar”, dice una de las narradoras, una vidente que es “ahijada” de la muerte y que parece sacada de una enciclopedia de realismo mágico.

Un texto como el de Montero puede estar bien cosido, ser una “obra” en el sentido moderno, estar cerrado en sí mismo, bien ejecutado en su ley. Pero están también su su didactismo y convencionalidad, que no se pueden dejar de lado. Pudiera entretener, aunque es posible demandar nuevas propuestas para pensar un presente desencantado, que ofrezcan otras aguas, frescas, curiosas, empapadas de nuevos lenguajes. Y no estas, estancadas, que estila la historia, efectiva aunque conservadora, de un mundo rural idealizado.

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La muerte viene estilando
Andrés Montero
La Pollera, 2021
129 páginas
$10.000