La idea de que el financiamiento universitario debe ser visto como la suma de infinitesimales aportes otorgados a cada individuo para que cada uno mejor resuelva, representa llevar a un extremo inevitablemente absurdo, más que el individualismo, la negación a ver el conjunto. Y es curioso que nadie quiera exponer la obvia relación entre este hablar de las partes tan desvinculadas como sea imaginable y nunca del todo, con un país que tiene tantas dificultades para entenderse, conversar, cohesionarse.
Más curioso resulta que el simple hecho de ver el conjunto como tal pueda resultar muy incómodo. La Contraloría General de la República, consciente de que la incomodidad es un derivado inevitable de sus acciones, ha sido quizás la única institución que ha hecho preguntas tan simples como: ¿cuánto se gasta en total en nuestro país en Educación Superior? ¿Cuánto es gasto público y cuánto gasto privado? ¿Cómo se distribuyen entre los grandes sectores de la Educación Superior tanto el gasto como el alumnado? ¿Cómo ha evolucionado esa distribución en las últimas décadas?
Porque recién entonces, con esas cifras es que se hace evidente lo que nadie quiere que se ponga en el tapete: cuánto recibe una universidad estatal regional comparada con los ingresos de un gran consorcio privado. Y queda demasiado claro que una fracción ínfima de lo que ésta recibe cambiaría la vida de la primera, lo cual lleva a una pregunta de una incomodidad aún mayor: por qué no se quiere que revivan las universidades públicas.
Es también muy curioso que siendo enormes las cantidades de recursos públicos que llegan a las universidades privadas, nadie se preocupe de ver cómo se gastan, ni mucho menos con qué garantía de buen destino se solicitan para ser asignados. Notable y aplaudible, al respecto, la decisión del Contralor de fiscalizar por fin esos recursos. Tan notable como la de flexibilizar el control de las actividades académicas con criterios acordes a sus especificidades.
Es difícil imaginar que una distribución de recursos estatales en cualquier otro rubro pudiera hacerse con tal desaprensión. Qué pensaríamos si cualquier producto que el Estado comprare, digamos cuadernos, delantales o lo que fuere, lo hiciera sin importarle la calidad de lo que está comprando, ni si hay proveedores consolidados que den mejores garantías. Me apresuro a decir que ésta es una analogía limitadísima, si se piensa en todas la implicancias para el desarrollo humano, económico, científico y cultural que conlleva la inversión en instituciones de Educación Superior.
Invertir en el sistema universitario público obliga al Estado a asumir una responsabilidad que ha insistido en tercerizar. No es un problema presupuestario, más bien tiene que ver con asumir su misión, compartida con las universidades, de preocuparse del conjunto de la población y de un proyecto de desarrollo del país.
Esperamos que el apoyo, después de tantos, tantos años que recibe hoy el Hospital Clínico de la Universidad de Chile sea el inicio de un cambio de paradigma de mayores alcances, que vaya más allá de empezar a reparar una situación que se hace insostenible. A saber, que una Universidad tenga que financiar con sus propios medios, que en Chile significa en una medida importante de sus estudiantes, la formación de especialistas. Esos especialistas harán posible la atención médica tanto en el sector público como en el privado. Es increíble que en Chile se niegue lo que es obvio en cualquier otro país: el financiamiento del sector público de Educación Superior es indispensable para el progreso no sólo de sí mismo, algo de suyo relevante, sino tanto del mundo público como del mundo privado a nivel de la nación entera. Nuestro hospital universitario y la salud de Chile son un muy buen ejemplo.