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El cerebro y la máquina

La tecnología ha llegado tan lejos, que hoy es posible que una persona que ha perdido capacidad de movimiento pueda recuperarla gracias a las interfaces cerebro-máquina (ICM). Se trata de sistemas que conectan este órgano con dispositivos externos, como es el caso de un brazo robótico. Sin embargo, su complejidad desafía cualquier algoritmo. Por ello no es coincidencia que la única forma de replicar algunas de sus habilidades sea recurriendo a arquitecturas basadas en él mismo.

Por Rómulo Fuentes F.

Desde una perspectiva evolutiva, la posesión de un cerebro y un sistema nervioso está correlacionada con una sola cosa: la habilidad de interactuar rápidamente, en la escala de milisegundos, con un entorno siempre cambiante. Esta interacción se logra, aunque no de manera exclusiva, mediante el movimiento del cuerpo. Dicho de otra manera, la función o habilidad intrínseca y primordial de cualquier cerebro es generar movimientos coordinados del cuerpo en fracciones de segundo. Como contraejemplo, podemos citar a las especies vegetales, que si bien están maravillosamente adaptadas a múltiples entornos y son muy exitosas en términos evolutivos, carecen de cerebros como los de los animales y, por lo tanto, no tienen la capacidad de moverse, al menos de forma rápida. Si aún cuestiona este argumento, solo compare sus habilidades para el baile con las de una lechuga. 

Desde la humilde lamprea —el vertebrado más primitivo, de cuerpo cilíndrico sin extremidades y boca redonda llena de dientes— hasta el humano, el diseño general del sistema nervioso es el mismo, y está establecido en torno al control de los músculos para la generación de movimientos. El primer nivel de control se encuentra en la médula espinal y el tronco encefálico, que se conectan directamente a los músculos y son capaces de generar por sí solos los patrones básicos de la mayoría de nuestras acciones diarias: respirar, mantener la postura, masticar, tragar, caminar, trotar, correr. Estas acciones se denominan programas motores, y se caracterizan por ser estereotipadas (todos caminamos más o menos igual) y presentar movimientos alternados (alternancia de las extremidades al caminar) y rítmicos.  

El segundo nivel de control está en agrupaciones de neuronas que se encuentran bajo la corteza del cerebro, conocidas como ganglios o núcleos basales, los que son responsables de seleccionar qué programas motores deben estar activos y cuáles no en un momento dado. Esta selección se realiza con base en la información sensorial, y en el caso de los animales cuyo cerebro posee una corteza, también con la información proveniente de la “voluntad” o decisiones del sujeto. 

El tercer y último nivel de control se encuentra en la corteza cerebral, cuyas neuronas pueden dar órdenes directamente a los dos primeros niveles de control y a los músculos. El componente sensorial es inseparable del control motor, donde cada nivel de control recibe abundante información de los sistemas sensoriales para moldear la respuesta motora. El tercer nivel de control basado en la corteza nos permite enriquecer nuestro repertorio motor, modulando o agregando movimientos adicionales sobre los programas motores básicos. Así podemos construir una casa, operar una herramienta, bailar, jugar futbol, usar un celular, hablar, tocar un instrumento, o cantar. 

Como es de esperar de un órgano que controla el movimiento, las lesiones cerebrales frecuentemente conducen a trastornos motores, que pueden ir desde un temblor hasta la incapacidad total de moverse. Una aproximación terapéutica que ha cobrado protagonismo en las últimas décadas, en paralelo con los avances de la tecnología digital, es el desarrollo de las denominadas interfaces cerebro-computador o interfaces cerebro-máquina (ICM). Como su nombre lo indica, las ICM son sistemas que conectan directamente el cerebro con dispositivos externos, sin pasar por las vías habituales de comunicación del cerebro que son nuestros sentidos y músculos. Los componentes de cualquier sistema ICM son tres: sensores que captan la señal de origen cerebral, un algoritmo que interpreta la señal y la transforma en una instrucción, y un efector (por ejemplo un miembro prostético) que ejecuta la instrucción. El ejemplo es un brazo robótico que realiza los movimientos de alcance y agarre, clásicos de los primates, comandado por un algoritmo que se alimenta de las decenas de neuronas de las cortezas premotoras y motoras de una persona que no puede mover sus propios brazos por una lesión medular. 

De manera previa, la actividad de las neuronas se registra exhaustivamente mientras a la persona se le pide imaginar distintos movimientos con su mano (hacia arriba, hacia el centro y hacia los costados). La actividad neuronal correspondiente a cada movimiento tiene características únicas que permiten construir un algoritmo que clasifica la actividad obtenida en el movimiento correspondiente. La implementación final de la ICM es cuando en tiempo real el algoritmo recibe la señal cerebral, identifica a qué movimiento corresponde, e instruye al brazo robótico para que ejecute dicho movimiento. Como resultado, el usuario de la ICM puede controlar el brazo robótico de una forma parecida a como controlaría el propio. Solo parecida, porque en realidad se está ocupando un bajo número de neuronas de solo uno de los 3 niveles de control, para una tarea que normalmente involucra millones de neuronas distribuidas en todo el cerebro. Esto es evidente en el hecho de que la tasa de errores de tales sistemas (un error sería fallar en el blanco que se quiere alcanzar con la mano) es alta comparada con las escasas ocasiones en que una persona falla controlando su propia mano. Por otro lado, las ICM tienen un alto potencial para devolver ciertos grados de funcionalidad a personas con compromisos severos de movilidad.

Más allá de su evidente valor para la rehabilitación funcional, ¿qué es lo que nos enseñan las ICM sobre los límites del cerebro? Lo primero es que la actividad cerebral presenta características que permiten discernir nuestras intenciones, por lo menos, las intenciones motoras. Lo segundo es que discernir o clasificar las intenciones motoras de cualquier persona requiere de registros intracerebrales altamente invasivos, y de un entrenamiento intensivo, tanto del usuario como del algoritmo que realiza la clasificación. Además, esta clasificación ocurre en un espacio limitado de nuestro repertorio motor. En el caso del ejemplo, el movimiento de una mano en un espacio de dos dimensiones. Todo esto significa que las ICM, al menos en sus versiones actuales, demandan una gran cantidad de recursos y tiempo para lograr beneficios que podrían considerarse menores. 

Hoy existen iniciativas que buscan resolver este problema. Sin embargo, quizás el desafío más grande no es tecnológico, sino de conocimiento. Si bien es posible que en el futuro se pueda acceder a la actividad de millones de neuronas distribuidas en todo el sistema nervioso, faltaría desarrollar en paralelo la capacidad para descifrar no solo la intención de moverse. Procesos y fenómenos como el aprendizaje, la memoria, los estados de ánimo o patologías como la depresión, el autismo o el deterioro cognitivo, por nombrar algunas, están aún lejos de ser comprendidas en sus mecanismos neurofisiológicos. 

El cerebro humano, con sus casi 100 mil millones de neuronas,  ha adquirido una complejidad que desafía cualquier algoritmo o aproximación tradicional. Quizás no sea coincidencia que la única forma de replicar algunas de sus habilidades sea recurriendo a arquitecturas basadas en él mismo, como las redes neuronales. En definitiva, tal vez el único límite de un cerebro sea otro cerebro.