El accionar feminista del año recién pasado tuvo una recepción inusitada en los más diversos ámbitos: universidades, la política y la sociedad toda. Hubo una toma de conciencia generalizada de sus propuestas fundamentales, una invitación a reflexionar acerca de las diferencias de oportunidades y los roles que la sociedad ofrece a hombres y mujeres, de las injusticias que esto conlleva y de su total falta de fundamento.
Esta situación contrasta con lo ocurrido en otras grandes gestas feministas, como el derecho a incorporarse a la educación superior o el derecho al sufragio, las que sí encontraron una resistencia que fue desde el sarcasmo y la descalificación verbal a la represión física.
Deberíamos asumir, entonces, que vamos a ser testigos o, mejor aún, protagonistas, de grandes cambios en la sociedad. Tales cambios requieren replanteamientos profundos para conseguir que las nuevas generaciones se posicionen ante las cuestiones de género de un modo muy distinto al que hemos venido aceptando hasta ahora.
Debemos entonces intentar comprender también cuáles son las causas por las que esta tan marcada discriminación se ha sostenido. Un papel clave lo juegan las expectativas que padres y madres, profesoras y profesores se hacen sobre las niñas y los niños en el proceso escolar y cómo éstas impactan en su futuro rol social. Las académicas de nuestra universidad y del mundo han ido prestando creciente atención y han documentado rigurosamente la forma en que niñas y niños son tratados. La conclusión es contundente: las diferencias no responden a la expresión de rasgos naturalmente implícitos, sino a que se van asumiendo roles inculcados por la sociedad.
Nadie nunca ha demostrado que hombres y mujeres pudieran tener determinantes genéticos que los hagan a unos más aptos que a otras para estudiar o ejercer cualquier carrera profesional. Resulta por tanto notable que en nuestro país, recién en 1877, se aprobara una disposición que permitía el ingreso de mujeres a la educación superior. Obviamente, lo llamativo es que hasta entonces no pudieran hacerlo.
Aparecen en la escena chilena mujeres como Eloísa Díaz, Ernestina Pérez, Justicia Acuña, Elena Caffarena, Olga Poblete y Amanda Labarca; pero la estructura de la discriminación persiste. Aunque parezca increíble, setenta años después de que Eloísa Díaz se recibiera, la carrera de Medicina agregaba al daño el insulto, al ofrecer un número limitado de cupos para mujeres. El argumento, desde luego circular, era que las mujeres, a diferencia de los hombres, muy probablemente no se dedicarían por completo al ejercicio de la profesión.
Lo esencial en la perpetuación de una arbitrariedad es que la gente no la perciba, que lo injustificado parezca natural. Para tal propósito es fundamental que toda excepción a la regla de los roles atribuidos a hombres y mujeres quede oculta, invisibilizada.
Consecuentemente, si se quiere igualdad, habrá que hacer justicia y recordar a las mujeres notables. Y es por ello que gestos como el hecho de haber rebautizado con el nombre de Amanda Labarca una calle próxima al Ministerio de Educación, o incluir el nombre de Eloísa Díaz en la estación del Metro próxima a nuestra Facultad de Medicina, van mucho más allá de una mera formalidad. Apuntan a una cuestión esencial: resistirse a que se reprima en nuestra memoria colectiva el ejemplo de aquellas mujeres que confrontaron los límites infundados que la sociedad les imponía, que desafiaron los roles asignados y que se constituyeron en un ejemplo y un motivo de orgullo para futuras generaciones.