«Jösch logró dar a conocer el doble carácter del trabajo de Paulino: el público, fuertemente arraigado en la memoria política chilena, y el privado, el de los amigos y cercanos, ese que revela más de quien toma la foto que del retratado», afirma el crítico Diego Parra sobre la exposición Inês Paulino: (auto)retrato de archivo.
Por Diego Parra
La fotografía nos ayuda a cristalizar recuerdos que a ratos se han vuelto frágiles, incompletos o incluso inconexos. Esto, pues la memoria siempre cede al paso del tiempo y tiende a fijarse en cuestiones que no controlamos, como pequeños eventos o características específicas de un día: el clima, el olor de la calle, la ropa que llevábamos. Vale la pena recordar aquella época en que una sola foto podía ser la única prueba de que algo sucedió, de que alguien vivió o, incluso, de que alguien murió.
Esto último fue quizás lo que ocurrió más intensamente con la fotografía chilena durante la dictadura cívico-militar, que al hacer de la desaparición su modus operandi nos dejó como sociedad el recuerdo incompleto y autocensurado. Los fotógrafos que trabajaron en esos años para instituciones como la Vicaría de la Solidaridad o en revistas de oposición realizaron una labor única y heroica: dieron visibilidad a hechos que apenas sucedían eran negados por la dictadura, a arrestos que oficialmente se decía que no habían ocurrido y registraron lugares donde acontecieron crímenes de lesa humanidad antes de ser intervenidos y modificados por agentes del Estado. El límite entre la imagen “periodística”, es decir, aquella que informa sobre sucesos cotidianos, y la imagen “forense”, entendida como un elemento probatorio, se borró a tal punto que cada fotógrafo que trabajaba en la calle era siempre un potencial testigo, y su cámara, la mejor herramienta para conducir a la verdad.
Hasta el 9 de agosto encontramos en el Palacio Pereira —un edificio soberbiamente restaurado para ser una de las sedes del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio— la exposición Inês Paulino: (auto)retrato de archivo, curada por Andrea Jösch. En las dos salas que ocupa la muestra vemos cómo la investigación sobre el acervo documental de la fotógrafa brasileña (São Paulo, 1944) adquiere una potencia inusitada, ya que logra dar cuenta de la importancia de la labor fotográfica durante la dictadura y, a su vez, de cómo surgió en ese contexto una sociabilidad y afectividad casi tribal en el círculo cercano de Paulino.
Los archivos desplegados provienen de los más de 60 mil negativos que actualmente resguarda e investiga el Archivo Fotográfico y Audiovisual de la Biblioteca Nacional, que en 2016 adquirió este acervo en una jugada valiente y comprometida (se trata del primero en ser incorporado en un archivo de carácter nacional y estatal). Hoy, parte de esas imágenes se encuentran digitalizadas y disponibles para la ciudadanía, de modo que esta exposición lleva al espacio público piezas de enorme importancia, que retratan de manera particular una época oscura de nuestro pasado. Me interesa destacar que es un proyecto libre y gratuito, lo que restituye cierta dignidad a la labor fotográfica en sí (no solo a la de Paulino) y reconoce el carácter crucial que tuvo el gremio de los fotógrafos en la lucha contra la dictadura. Tal cuestión debe ser considerada como un esfuerzo más desde el Estado para fomentar una cultura de respeto a los derechos humanos.
La exposición delimita claramente las dos facetas del archivo de Paulino. Por un lado, está el trabajo fotoperiodístico que realizó para la revista Apsi, donde fue una figura crucial y llegó a ser su directora de fotografía. No solo vemos actualidad noticiosa en la selección realizada por Jösch, sino también entrevistas a artistas como José Balmes o Carlos Leppe, quienes quizás habrían sido ignorados por otro ojo curatorial. El montaje resuelve muy bien el problema entre lo informativo y lo íntimo de los materiales expuestos, ya que, junto con portadas y ejemplares originales de las revistas, se encuentran cajas de negativos cuidadosamente organizados por Paulino. Vemos su delicada caligrafía, que operó como método de clasificación primario: “Ricardo Lagos en su casa”, “Teatro Normandie afiches políticos” o “Entierro fusilados Colina” son algunas de las etiquetas que activan la memoria en los espectadores. La fotografía adquiere así ese carácter complementario a nuestros recuerdos, pues es gracias a ella que el pasado se hace presente en nuestra mente. También se incluyeron 27 ampliaciones de sus fotografías, que permiten conocer mejor la particularidad del ojo-objetivo de Paulino. Probablemente, la más impactante de todas es una donde se observa a un carabinero con una cámara haciendo un registro para sus propios fines durante las jornadas de protesta en la población La Victoria, en septiembre de 1985. Mientras algunos usaban sus cámaras para la verdad y la justicia, otros las convirtieron en una extensión de su garrote.
En la otra ala del Palacio nos encontramos con un espacio dedicado a la muestra Autoretrautos, realizada por Paulino en 1984 en la Galería SUR, mítico espacio donde se desarrolló gran parte de la neovanguardia chilena durante la dictadura. En esta exposición, la fotógrafa construyó su propia tribu, donde confluían los artistas e intelectuales del más amplio espectro político y social. Críticos, artistas, poetas, escritores y periodistas compartían espacio en el álbum de la fotógrafa, que desarrolló un sistema de diálogo con cada uno de sus retratados, en el que los invitaba a intervenir su respectiva fotografía. Ella se encargaba de citar a cada personaje para fotografiarlo, y una vez que el retrato estaba hecho, les decía: “Píntelo, recórtelo, fotocópielo, rómpalo, haga con él lo que quiera”. Luego, ese resultado fue expuesto en orden alfabético, rompiendo así parte de las microtribus que existían en el campo cultural chileno. Personas que se odiaban a muerte podían terminar una al lado de la otra en imágenes donde, mediante las intervenciones, solían aparecer más lúdicos que en sus respectivos roles como intelectuales “serios”. El objetivo de Paulino era reunir, concentrar a personas que probablemente ella consideraba afines o iguales, distintos a quienes detentaban el poder. Desde el presente quizás se podría cuestionar su impulso unificador, ya que hoy somos más sectarios y tribalistas que nunca, cuestión que se ve reflejada en un escenario político cada vez más atomizado.
Jösch logró dar a conocer el doble carácter del trabajo de Paulino: el público, fuertemente arraigado en la memoria política chilena, y el privado, el de los amigos y cercanos, ese que revela más de quien toma la foto que del retratado. El afuera y el adentro es un binarismo fundamental en la constitución de cualquier sujeto, lo que aquí aparece muy bien balanceado, pues ninguno de esos aspectos está sobrerrepresentado. Quien ingresa primero a la sala “periodística” puede salir muy afectado por lo que se exhibe, para luego ingresar al mundo íntimo de Paulino y sentirse en calma y reconfortado. Ese corte tan radical (que podríamos también cuestionar, por su interpretación en apariencia maniquea) es crucial a la hora de dar cuenta de la complejidad y amplitud del trabajo de la fotógrafa. En una época dominada por la desconfianza absoluta en las imágenes, en que circulan noticias falsas y contenido creado con inteligencia artificial, una muestra como esta nos recuerda que el compromiso con la verdad es el único camino para quienes trabajan con los hechos y la opinión pública.