En la literatura, los animales producen un efecto de extrañamiento y llaman nuestra atención sobre lo que ya no percibimos en la vida cotidiana. En la obra de Franz Kafka, de cuya muerte se cumple un siglo, estos seres le devuelven esa cualidad absurda a las cosas que nosotros, los humanos, hemos normalizado. Por ello, algunos estudiosos contemporáneos ven al autor checo como un pionero de un posthumanismo avant la lettre. Sin embargo, el autor de este ensayo no comparte esa opinión.
Por Horst Nitschack | Ilustración: Fabián Rivas
Los animales se han convertido en un tema discutido tanto en los medios sociales como en los debates científicos. Trabajos de representantes destacados del pensamiento contemporáneo como Giorgio Agamben, Jacques Derrida, Bruno Latour y, más recientemente, Markus Gabriel, pero también disciplinas como los estudios culturales, las “posthumanidades” y “transhumanidades” y, sobre todo, la disciplina de los “estudios animales”, son testimonios de esta nueva perspectiva posthumana. Quizá no sea casualidad que la aproximación filosófica a los animales y al mundo de los seres vivos en general coincida con la aparición de la inteligencia artificial (IA). Los avances fulminantes de las tecnologías provocaron una discusión sobre la posición de la especie humana en la naturaleza y el cuestionamiento del antropocentrismo tradicional. Cada vez parece más probable que en el futuro las facultades y competencias consideradas como típicamente humanas —el lenguaje, el pensamiento, la conciencia e incluso los impulsos morales— podrían ser asumidas de forma más eficiente por la IA.
Frente a esta amenaza, parece comprensible que la especie humana busque aliados en la naturaleza misma y, al mismo tiempo, renuncie a una posición privilegiada en el amplio y complejo proceso de la vida, para diferenciarse con más énfasis de la opción tecnológica que —en el extremo— podría significar su propia exterminación. Sin duda, la generación de Franz Kafka (1883-1924) no conoció este nivel de modernización técnica, aunque las amenazas que ella percibía subjetivamente eran comparables con las que sufrimos en la actualidad: de lo que significaba la modernización burocrática (aún sin la sofisticación digital) nos narran sus novelas El proceso (1925) y El castillo (1926). De las fuerzas destructoras de las nuevas técnicas, la Primera Guerra Mundial era un ejemplo aterrador.
El mundo “kafkiano” está habitado por numerosos animales. El más conocido es Gregor Samsa, transformado en escarabajo en La metamorfosis (1915). Pero varios otros cuentos del autor también tienen animales como protagonistas: el gorila Rotpeter, abatido y capturado en “Un informe para una academia”, el perro en “Investigaciones de un perro”, la señora de los ratones en “Josefine, la cantante o El pueblo de los ratones”, y los chacales en “Chacales y árabes”. Se unen a ellos la indefinida criatura terrestre en “La guarida”, el topo gigante en “El maestro rural”, el recuerdo del mito de Prometeo en “El buitre”, la criatura híbrida de gato y oveja en “Un cruce” (una traducción más acertada sería “Un híbrido”) y los caballos como inquietantes personajes secundarios en “Un médico rural”. Por ello, algunos estudiosos contemporáneos ven a Kafka como un pionero de los estudios animales o de un posthumanismo avant la lettre. Sin embargo, no compartimos aquí esta opinión.
Kafka se inscribe en una tradición oral y literaria en la que los animales eran valiosos protagonistas: los mitos, los cuentos de hadas y las fábulas. Los lobos, gatos, palomas, cisnes, ranas y serpientes de los cuentos de hadas son o bien ayudantes del hombre, o bien una amenaza para él (y en este último caso, son derrotados por las fuerzas del bien). Siempre se les asigna un lugar descrito con precisión en un mundo humano, aunque tengan rasgos fantásticos. Los mitos son diferentes. Aquí entran en juego fuerzas contra las que los humanos solo pueden imponerse con ayuda divina. Los animales de estos mitos tienen poderes sobrehumanos y no están asociados al reino animal, sino a los dioses: Zeus se transforma en toro, águila o cisne según sus intenciones; Poseidón en caballo, Artemisa en corzo y Acteón en ciervo. En todos los casos se invocan poderes sobrenaturales y no los de los propios animales. En sus fábulas, Kafka atribuye caracteres humanos a los animales, pero desfonda radicalmente la lección moral por la cual este género es famoso.
Ni los poderes reconciliadores de los cuentos de hadas ni los poderes divinos, o al menos sobrehumanos, de los mitos o la lección moral de la fábula siguen existiendo. El cuento “El buitre” es una prueba de ello. Evidentemente, se trata de un sueño en el que el ave no se come el hígado de Prometeo, sino que picotea los pies descalzos del narrador. Un transeúnte que lo ve le pregunta por qué deja que esto le ocurra, a lo que el narrador responde que está indefenso. El transeúnte le dice que podría matar al buitre de un disparo y se compromete a buscar un fusil. El buitre, que ha oído esto, vuela, se lanza sobre el narrador y le clava el pico profundamente en la boca: “Mientras caía hacia atrás, sentí, liberado, cómo se ahogaba sin salvación en mis entrañas, inundado en la sangre que se derramaba a torrentes”. Ya no hay Hércules que salve al narrador y el fusil llega demasiado tarde. La pasividad de la víctima se convierte en un acto de defensa, con el efecto de que agresor y víctima mueren unidos en la sangre de la segunda.
Lo que en la obra de Kafka podría apuntar a los estudios sobre la posthumanidad y los estudios sobre animales, pero no lo convierte en su precursor, es la abolición de una clara separación entre humanos y animales. Sus animales no solo hablan, piensan, son responsables y, como el ratón Josefine, tienen un pronunciado sentido de autoconsciencia, sino que han perdido toda cualidad que los identifique como tales —aparte de su forma— y se han integrado a la esfera de los seres humanos, aunque esto se revela como extremadamente problemático para ellos. Esta identificación los involucra en los problemas existenciales de nuestra especie. La condición humana —este es un motivo básico de Kafka— significa desesperanza existencial, alienación, desencanto radical, cosificación y desamparo trascendental, según la perspectiva desde la que nos acerquemos a estas historias. Los animales, como intervención literaria, llaman poderosamente nuestra atención sobre lo que ya no percibimos en la vida cotidiana. Literariamente, su efecto es comparable al efecto de extrañamiento de Bertolt Brecht. Contar la historia como “La investigación de un perro”, y no como la de un investigador humano desatinado y autodestructivo, le devuelve esa cualidad absurda que nosotros hemos normalizado.
Como ya se ha dicho: en el mito, son los dioses los que se transforman en animales sublimes; en el cuento de Kafka, Gregor Samsa se convierte en un escarabajo mientras duerme. Freud nos enseña que lo que ocurre en el sueño surge de nuestros deseos (reprimidos). Kafka sin duda también lo sabía, aunque siempre se mantuvo alejado del psicoanálisis. En el cuento “Preparativos de una boda en el campo”, el protagonista no siente muchas ganas de partir a su matrimonio lejos de la ciudad y fantasea con quedarse cómodamente como ciervo volante o escarabajo sanjuanero en su cama. Gregor Samsa también espera la protección y la salvación de su metamorfosis en escarabajo, solo que la familia que le rodea no se lo permite. Para Gregor —como para los dioses—, la transformación en escarabajo es un ardid (inconsciente) para conseguir lo que se le niega en su forma normal: no tener que soportar más los tediosos viajes de negocios y las arbitrariedades de su jefe. Sin embargo, su liberación de estas tareas tiene como precio su aspecto horrible para todos los demás y el repliegue total en su habitación del piso de sus padres, lo que finalmente acaba en su muerte violenta.
En la “Pequeña fábula”, el animal, en este caso un ratón, comparte el destino del ser humano como un ser caído para el cual no hay salvación —esta perspectiva teológica resuena siempre en Kafka—. El ratón vive en la apertura del mundo, que le asusta. Cuando ve muros que limitan esta apertura, al principio se alegra, pero pronto siente que el espacio se estrecha y que al fondo le espera una trampa. El buen consejo del gato, “solo tienes que cambiar de dirección”, es su perdición final.
La paradoja de los relatos de Kafka puede resumirse en la frase: “No hay salida, utilízala”. Para él, esta salida inútil es la escritura, que narra las salidas imposibles: defenderse de una acusación desconocida en El proceso, buscar acceso a lo inabordable (El castillo), perderse en una tierra de posibilidades ilimitadas (América o El desaparecido). En las historias de sus animales se repite esta imposibilidad de encontrar una salida. En el relato “Un cruce” (Un híbrido), que puede leerse como una contrapartida de La metamorfosis, el “animal peculiar”, que es una herencia de la propiedad paterna, es “mitad gatito, mitad cordero”. Esta extraña criatura es cuidada por el narrador y acogida por la familia con amabilidad, aunque no tiene ni la utilidad de un gato, porque es reacio a las ratas, ni la mansedumbre de un cordero, porque “quiere atacar a los corderos”. En un momento, el narrador descubre algo humano en esta criatura híbrida, percibiendo que intenta comunicarse con él. Fingiendo haberlo entendido, concluye con esta sorprendente reflexión: “Tal vez para el animal fuera el cuchillo del carnicero una liberación, pero se la tengo que negar por ser un objeto heredado. Por lo tanto, debe esperar hasta que se quede sin aliento por su propia voluntad, aunque a veces me mire como desde unos ojos humanos comprensivos que exigen una acción comprensiva”. Así como la muerte de Gregor fue una redención para la familia, “el cuchillo del carnicero” sería una redención para este animal.
Los animales de Kafka no se salvan de la fatalidad que conoce la existencia humana; ellos comparten nuestro destino, han perdido la inocencia como nosotros. No obstante, su estado animal les hace a menudo más sensibles al sufrimiento que los propios seres humanos. Gregor Samsa como escarabajo, el animal más alejado de la especie humana en nuestro imaginario, más que los perros, los caballos y los ratones, no está a salvo de la historia de la fatalidad. Las dos incidencias que aceleran su muerte lo enseñan simbólicamente: cuando la hermana y la madre en ausencia del padre se ponen a desamueblar su cuarto, él sube por la pared para proteger la foto de la dama envuelta en pieles, presionando su cuerpo contra el cristal, lo que le crea una “agradable sensación en el caliente abdomen.” En este acto obviamente erótico, la madre lo ve por primera vez en su forma de escarabajo y se desmaya. Al regresar, el padre lo bombardea con manzanas —sabemos lo que simboliza la manzana en la tradición judeocristiana— hasta que una de ellas penetra en su cuerpo y provoca la herida mortal.
En Kafka no existe un mundo animal independiente ni una naturaleza intacta de la cual podríamos esperar nuestra salvación. Ha perdido toda esperanza romántica. Su sensibilidad ante el destino fatal de la humanidad lo convierte, más bien, en una voz temprana del Antropoceno. Nos habla de la violencia y barbarie humanas, de las cuales no solo nosotros, sino también los animales, son víctimas. Los animales, es cierto, aún más que nosotros, pues ellos recuerdan el estado de inocencia, una memoria que nosotros hemos perdido.