Es una de las periodistas más reconocidas en Chile. Durante décadas ha investigado cómo operan los principales grupos de poder en el país y cómo se relacionan sus protagonistas, quienes habitan los mundos de la religión, la política y la economía. Ha agotado ediciones de la mayoría de sus libros, los que, sin embargo, también le han hecho ganar el apodo de “periodista non grata”. Algo que, al parecer, no le preocupa demasiado.
Por Sofía Brinck y Evelyn Erlij | Fotografías: Gloria Henríquez
La larga trayectoria de la periodista María Olivia Mönckeberg (1944) puede englobarse en torno a una palabra: el poder. Desde instituciones religiosas hasta universidades y partidos políticos, sus investigaciones y más de diez libros han profundizado en el funcionamiento del poder, los engranajes que lo mueven, y los actores, instituciones y grupos que lo ostentan. “No fue una decisión explícita”, cuenta sobre cómo llegó al tema. “Lo que me motivó fue ser testigo de lo que ocurría y ver qué se silenciaba”.
Ha presenciado mucho, siempre desde la trinchera del periodismo. Durante la dictadura, trabajó en las revistas Ercilla, Hoy y Análisis, medios opositores al régimen militar que debían sortear la censura, la intimidación y las amenazas ―de las que ella no solo fue testigo, sino que vivió en carne propia― de agentes de la dictadura por denunciar las violaciones a los derechos humanos que ocurrían día a día.
Más tarde, entre 1987 y 1990, trabajó en el diario La Época, donde desarrolló un tipo de periodismo de largo aliento, con reportajes e investigaciones en profundidad (ese que echa de menos en los medios de hoy, como ha dicho en varias entrevistas) y, tras el retorno a la democracia, fue editora general del diario La Nación y directora de prensa de La Radio Nacional. Pero fue a partir del año 2000 que comenzó a publicar una serie de libros que le valieron el calificativo de “periodista non grata” en ciertos círculos, además de reconocimientos como el Premio Nacional de Periodismo en 2009.
“En los años 90 no sentía que hubiera un espacio para ejercer el periodismo que había estudiado y trabajado en diarios y revistas. En cierto modo, el libro fue el espacio —hoy diríamos la plataforma— para poder comunicar, investigar y publicar”, reflexiona sobre su paso a formatos más extensos. Títulos como El imperio del Opus Dei en Chile (2003), Los magnates de la prensa (2009), El negocio de las universidades en Chile (2007), Karadima, el señor de los infiernos (2011) y La máquina para defraudar. Los casos Penta y Soquimich (2015), entre otros, son parte de su extensa producción sobre los grupos de poder religiosos, políticos y económicos de Chile.
En ese sentido, el trabajo de María Olivia Mönckeberg —quien además ha ocupado distintos cargos en el Colegio de Periodistas y ha sido directora dos veces de la Facultad de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile, donde es académica— ha sido transparentar los mecanismos a través de los que opera el poder, hacer visibles sus zonas oscuras, porque, como bien señaló este año en una entrevista, “lo que los poderosos hacen o dejan de hacer repercute en toda la sociedad”.
¿En qué momento te interesó investigar este tema? ¿Fue algo consciente o te fuiste dando cuenta en el camino?
—Me fui dando cuenta en el camino. Los primeros libros que escribí tienen que ver con ejercer la labor de periodista en dictadura, con el reporteo que hicimos desde el primer día en que empezaron a implantar el modelo económico que hoy llamamos neoliberal, y que en ese tiempo llamaban economía social de mercado. Además, nos tocó vivir las horrorosas violaciones de derechos humanos. De ahí nació Crimen bajo estado de sitio (1986), como respuesta a un tiempo de censura. Bastante tiempo después, escribí El saqueo de los grupos económicos al Estado de Chile (2001), donde también seguía la pista de lo que estaba pasando. No me decía “estoy escribiendo sobre poder”, sino que vi las privatizaciones, que hasta el día de hoy tienen un impacto en el país. Hemos estado todo el año con el tema de la electricidad, por ejemplo. Se privatizó Endesa en su momento, se privatizaron las empresas distribuidoras, se privatizó la Sociedad Química y Minera de Chile, SOQUIMICH, y se adueñó de ella el yerno de Pinochet, Julio Ponce Lerou. Hoy sus nietas están entre las principales accionistas. Los medios de comunicación no informaban sobre lo que estaba ocurriendo en esta materia. El otro tema que me inquietaba era el de las universidades. Uno veía cómo destruían las universidades públicas y, por otro lado, cómo, desde la Universidad Católica, que conocí como estudiante y después trabajando en la revista Debate Universitario, creada bajo la rectoría de Fernando Castillo Velasco, se generó el modelo económico y político que imperó en la dictadura, con el movimiento gremial universitario de Jaime Guzmán y la influencia de la Escuela de Chicago en la Facultad de Economía.
Según tu experiencia, ¿qué es lo que une a las formas de poder que has investigado?
—Lo primero que se me viene a la mente es el signo del dólar o del peso. La relación entre los negocios y la política es algo que está absolutamente presente. Nuestra generación —e incluso yo misma cuando investigué y escribí mis primeros libros— no se habría imaginado los niveles de corrupción que había en este país, y de ahí viene la gran sorpresa que causaron, a mediados de la década pasada, los casos Penta y Soquimich. Se hablaba de que este país era limpio y resulta que se destaparon casos que uno quisiera que se siguieran investigando y publicando, pero los medios no lo hacen, por falta de recursos o de voluntad. En los temas religiosos, que es lo que últimamente he indagado más, también hay vinculaciones de dinero, pero además está la dominación, el poder visto desde los abusos de conciencia. En las diferentes religiones, no solo en la católica, existe ese afán de dominar al feligrés, al seguidor, al devoto. Eso mueve voluntades, lo que es complicado para la democracia y para la convivencia. Cuando publiqué El Imperio del Opus Dei en Chile, José Miguel Ibáñez Langlois, también conocido como Ignacio Valente, que está entrevistado en el libro, me decía que no le gustaba el tema del poder —que aparece mencionado en la contratapa de la primera edición— porque, según él, no es eso lo que mueve las conciencias.
Se viene también a la mente el escándalo reciente por el sueldo de Marcela Cubillos en la Universidad San Sebastián, que cruza los campos de la educación y la política. En tus libros habías hablado de los negocios en educación, pero ¿qué piensas de esta relación tan evidente con la política?
—El sueldo de Marcela Cubillos es, sin duda, fuera de todo parangón, impresentable. Pese a los cuatro libros sobre las universidades que he publicado, me sentí sorprendida. Y también con las absurdas explicaciones que ha dado la exministra para intentar justificar sus 17 millones de pesos mensuales. En nombre de la libertad, dice que la Universidad San Sebastián es una empresa privada donde podrían hacer lo que quieren. En realidad, han podido hacer lo que han querido hasta ahora. Y eso a costa de recursos públicos —vía CAE y becas provistas por el Estado— y de aranceles que pagan con esfuerzo los estudiantes y sus familias, gracias al modelo económico impuesto en Chile bajo dictadura. Si uno revisa hacia atrás puede comprobar cómo se fue configurando este negocio en manos de grupos de poder político, económico y religioso que instalaron universidades privadas. Unas con el afán de lucrar, otras más ideológicas para influir en la formación de los jóvenes y, a veces, juntando los dos objetivos. En ese escenario, la Universidad San Sebastián se fue constituyendo en bastión de una derecha dura, encabezada por Luis Cordero Barrera, uno de los fundadores de la UDI que tenía como brazo derecho a Andrés Chadwick. El exministro se cobijó ahí después de la acusación constitucional que afrontó [en 2019], fue nombrado decano de Derecho en 2022 por su amigo Cordero, a quien sucedió como presidente de la junta directiva. Las listas de personajes ya conocidos en política que han aparecido suman y siguen, junto a otros del ámbito judicial que figuran al mismo tiempo ligados al caso de Luis Hermosilla, como el exministro Felipe Ward o el exfiscal Manuel Guerra. La mayoría son de la UDI, pero hay también de Renovación Nacional, de Republicanos —como el numerario del Opus Dei Luis Alejandro Silva, vicepresidente del partido—, y de Amarillos. Sin ir más lejos, la exministra Mariana Aylwin preside desde este año la junta directiva de la Universidad Gabriela Mistral, que fue adquirida por la San Sebastián en 2020. Si la USS ha sido una caja para campañas electorales, una instancia pagadora de favores, o una suerte de think tank de derecha, está por verse; quizá todas las anteriores. Pero lo claro es que esta “empresa” no parece responder a lo que uno entendería por universidad, pese a que reúne a más de 38 mil estudiantes y ha tenido un crecimiento explosivo desde el año 2000.
Enfrentarse al poder y a sus distintas facetas requiere ante todo valentía, algo que personas como tú, que ejercieron en dictadura y conocieron de cerca casos de periodistas perseguidos o incluso asesinados, saben muy bien. ¿Cómo has lidiado con el miedo, que muchas veces es paralizante e incluso puede terminar en autocensura?
—En dictadura, sabías que te podían pasar cosas. Pero era muy claro que estabas haciendo periodismo y a la vez trabajando por la libertad, la justicia; para que hubiera democracia en Chile. Lo hacías en el trabajo en revistas, en el Colegio de Periodistas, en tareas que podríamos considerar hasta clandestinas, como conectar colegas con corresponsales extranjeros para las protestas o asesorar sindicatos. Pero la verdad es que me preocupaba por mis hijos. Tengo cinco. No era fácil, pero seguía los consejos de la Vicaría de la Solidaridad, que nos decía que cuando había una cuestión muy amenazante, lo mejor era que se supiera. Fue un compromiso que asumí de defender los derechos humanos. ¿Por qué? Porque me tocó conocer una casa de tortura. Estuve un día y una noche detenida en la casa de José Domingo Cañas, que estaba a cargo de [el exagente de la DINA] Miguel Krassnoff Martchenko. No me torturaron físicamente. Esto sucedió en octubre de 1974, después de que mataran a Miguel Enríquez [uno de los fundadores del Movimiento de Izquierda Revolucionaria]. Esa experiencia no tenía que ver directamente con el periodismo, sino con que había sido amiga de toda la vida de Carmen Castillo, la pareja de Miguel Enríquez, y parece ser que [mi nombre] estaba en alguna libreta de teléfono suya. La acusación que me hacían era de ser contacto del MIR. Fue muy angustiante, pero se movió gente y me soltaron. Entonces supe que esas cosas podían pasar.
Trabajabas además con el periodista José Carrasco Tapia en la revista Análisis, que fue secuestrado y asesinado por agentes de la CNI en 1986.
—Fue impactante. En cierto modo, quedé como vacunada con esa terrible experiencia. Después de eso, muchas veces me llamaron por teléfono voces siniestras. Me acuerdo de una ocasión en que estábamos haciendo una investigación con Patricia Verdugo y Mónica González y en la noche, a las 3 de la mañana, unas voces siniestras me llamaban y decían: “Tienen que separarse”, “van a ver lo que les va a pasar”. Uno vivía sabiendo que algo podía ocurrir. Otra vez había estado comiendo en la casa de Irene Geis, una gran periodista, era tarde, yo estaba manejando a las dos de la mañana, y un tipo que tenía una media en la cabeza se quedó fijo y me apuntó con una pistola. No me hizo nada, no era un asaltante. Di un grito tremendo. Para mis hijos también tiene que haber sido bien complicado porque a veces me llamaban amenazando, justamente después del asesinato de Pepe Carrasco. Al año siguiente me acuerdo que llamaron a mi casa y atendió una de mis hijas, yo estaba trabajando, y le dijeron: “recuérdale a tu mamá que la próxima semana tiene una entrevista con José Carrasco”. El mismo llamado llegó dos días después, tenían como una cuenta [que llevaba] al 8 de septiembre, el día en que lo habían asesinado. Mirado ahora, uno dice “qué fuerte”, pero nos íbamos dando fuerza entre nosotros mismos. En relación al miedo, pienso que tal vez la dictadura pudo haber tenido un efecto de vacuna, porque después simplemente me he dedicado a investigar y escribir, y me llama la atención cuando me dicen que soy valiente.
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En 2023, tras el triunfo del Partido Republicano en la elección de los consejeros encargados de redactar el segundo intento de nueva propuesta constitucional —y en la que su militante Luis Silva Irarrázaval obtuvo el primer lugar de los votos—, María Olivia Mönckeberg decidió volver a publicar una versión actualizada del El imperio del Opus Dei en Chile. Años atrás, en 2016, otro hecho de connotación política la había llevado a reeditar su investigación por primera vez: la designación de Mario Fernández Baeza como ministro del Interior durante el gobierno de Michelle Bachelet. Eran dos casos de miembros numerarios del Opus Dei que alcanzaban cargos de responsabilidad política, ampliando así la influencia de este movimiento religioso. En el prólogo de la edición de 2023, Mönckeberg escribió: “Muchas veces amigos y lectores me han comentado que los personajes de mis libros se repiten como en una serie o en una novela en que el autor sigue a los protagonistas a lo largo del tiempo. Y es cierto”.
Desde el punto de vista periodístico, la cita es brutal, porque habla de la concentración del poder en un pequeño grupo de personas.
—Es bien impresionante, y también es algo de lo que uno se va dando cuenta de a poco. De repente es una persona, pero tiras un poco más el hilo y te encuentras con que es un conjunto de personas. Puede ser un grupo económico o financiero. En las universidades, te vas dando cuenta de nombres que están en empresas, en entidades bancarias. Hay donantes que después vuelves a encontrar en el directorio de otra empresa. A una le dan ganas de tener el tiempo para hacer un trabajo más complejo todavía, de proyectar estas redes, porque son muy fuertes.
En el libro Karadima, el señor de los infiernos, estas personas que se repiten aparecen como feligreses.
—En ese libro, uno de los principales benefactores de Karadima, que incluso se fue a reunir con el fiscal nacional para interceder por él, era Eliodoro Matte. Los Matte son dueños de la compañía manufacturera de papeles y cartones. El empresario le compraba autos a Karadima, y su señora era una entusiasta feligresa del sacerdote. Así te vas encontrando con muchas situaciones. No sé si ustedes saben, por ejemplo, que el actual presidente de Renovación Nacional [Rodrigo Galilea] es hijo de una de las personas que más contribuyó a instalar el Opus Dei en Chile, y él es supernumerario también. Yo no tenía idea. Creo que este es el movimiento más fuerte dentro de la Iglesia Católica, en cuanto a las personas que lo integran. Pero también es más orgánico, tiene esta figura de los numerarios, tiene colegios, además de la Universidad de los Andes. Efectivamente, hacen las cosas bien, se advierte la cultura del trabajo bien hecho que les predicó Josemaría Escrivá de Balaguer [sacerdote español que fundó la institución].
En el prólogo de El imperio del Opus Dei en Chile, relatas que en la congregación dicen que no tienen poder “en el sentido terrenal”, pero que en realidad ese poder es más profundo: es el “de mover conciencias y voluntades”. En ese sentido, la relación entre el Opus Dei y la educación es conocida: como mencionas, desde los años 70 han fundado colegios e incluso una universidad. ¿Cuánto de libertad de enseñanza y cuánto de proselitismo hay en esa relación?
—Para tener claridad de eso habría que hacer un reporteo en terreno, actualizado, y conversar con los estudiantes de los colegios y la Universidad de los Andes. En general, no es que estén predicando todos los días en las clases. Sin embargo, si alguien va al Hospital Parroquial de San Bernardo [perteneciente a la lglesia Católica] se encontrará con afiches y carteles relativos a la cláusula de conciencia respecto al aborto. Los estudiantes de Medicina o de las otras carreras de salud de la Universidad de los Andes no pueden aplicar la ley de aborto en tres causales. Esto no es exclusividad del Opus Dei, lamentablemente. Es complejo porque es una enseñanza que les están imponiendo a los estudiantes y puede ser que alguno tenga otra manera de pensar, quiera cumplir con la ley y esté con las manos amarradas. Otro tema en educación, que yo no he podido abordar en los libros, son los colegios. Hoy en día se discute si en la enseñanza básica y media está funcionando la reforma implementada en 2018, pero poco se dice de los contenidos, que muchas veces son ideológicos. La Iglesia Católica sigue siendo el principal sostenedor de colegios en la Región Metropolitana. Diferentes congregaciones o fundaciones prevalecen, y reciben el financiamiento del Estado. Es una contradicción, la misma que uno podría ver con las universidades que se quejan del Estado, pero funcionan con gratuidad. La gratuidad favorece a muchos jóvenes que la necesitan, pero también a los dueños de las universidades y sin ponerles exigencias muy grandes. Lo mismo pasa con el CAE o con cualquier otro apoyo estatal.
Por último, un tema que ha pasado desapercibido en los medios de comunicación es la demanda que hizo Álvaro Saieh contra El Mostrador. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
—Es insólito. Es indignante que un grupo empresarial de un señor que aparentemente está en serios problemas económicos y que tiene un juicio en Estados Unidos, haga una demanda contra un medio por los reportajes que este había estado publicando durante un año sobre su situación financiera, que está bien documentada. Es curiosa esta afrenta, por decirlo de alguna manera, porque es una afrenta a la libertad de expresión, al ejercicio periodístico, al rol de los medios. Quien presenta esta demanda es un abogado que se llama Gonzalo Cisternas. Él pertenece a un estudio de abogados penalistas y es hijo de Lamberto Cisterna, exministro de la Corte Suprema. Nuevamente nos encontramos con estas repeticiones de nombres. Ahora, hay otra persona que está detrás de la demanda, que aparece como abogado defensor en el libro La máquina para defraudar, que es Samuel Donoso. El mismo abogado que ahora defiende al exministro Andrés Chadwick en el caso Hermosilla. Estos personajes que están detrás del poder son poderosos también. Uno se podría preguntar cuál es el objetivo de la demanda contra El Mostrador. Creo que es amedrentar. Nuevamente volvemos al tema de la amenaza. Al director de El Mostrador le están cobrando una cuantiosa suma. Imagínate, Saieh pidiendo plata a El Mostrador. Es una cosa muy absurda. Me extraña el silencio sobre este caso, no ha habido mucho comentario en la prensa. No podemos acostumbrarnos a la judicialización en contra de medios y periodistas.
Este texto es una versión editada y extendida de la entrevista realizada en el programa de radio de Palabra Pública, transmitido por Radio Universidad de Chile.