Antes de partir al exilio —y de publicar sus obras más reconocidas—, el escritor chileno se involucró en las iniciativas culturales afines al gobierno de Salvador Allende. En paralelo, como docente del Departamento de Español de la Universidad de Chile, contribuyó a la fundación de la Revista Chilena de Literatura. En esta entrevista, dada en 2019, Skármeta —fallecido el 15 de octubre a los 83 años—, recuerda su participación en ese proyecto académico y reflexiona sobre el papel de los intelectuales en el período de la Unidad Popular.
Por Marcela Rosas Lira | Foto principal: Martin Bernetti/AFP
Antonio Skármeta Vraničić (1940-2024), Premio Nacional de Literatura en 2014, estudió Filosofía en la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, un lugar que tuvo una gran importancia en su vida antes de partir al exilio tras el golpe de Estado. Luego de realizar estudios de posgrado en la Universidad de Columbia, en Nueva York, volvió a su alma mater en 1970, esta vez como docente del Departamento de Español. Por esos días, como intelectual de izquierda, participaba en iniciativas culturales afines al gobierno de Salvador Allende, a la vez que publicaba artículos en los primeros números de la Revista Chilena de Literatura (RChL), un espacio de crítica y pensamiento que, con el tiempo, se volvería fundamental para el desarrollo de las Humanidades en América Latina, y en el que colaboraría con textos centrados principalmente en el análisis de obras dramáticas chilenas.
Al ser partícipe del momento fundacional de la RChL, Skármeta no solo vivió de cerca los primeros años de esta publicación, sino que además fue parte activa de los debates en torno a la cultura y al rol de los intelectuales suscitados durante el gobierno de la Unidad Popular.
Esta entrevista, realizada por la académica Marcela Rosas en 2019 —y publicada justamente en la RChL—, se centra en el momento en que, junto con su labor académica y con la publicación de artículos en la revista, Skármeta realizaba talleres literarios y participaba en la creación de medios culturales como La Quinta Rueda, instancias que ayudaron a configurar un campo cultural marcado por la diversidad de puntos de vista frente a la coyuntura político-social chilena.
En el gobierno de Salvador Allende, la cultura era vista como un agente revolucionario, como algo que debía masificarse para facilitar la vía de acceso al socialismo, lo que se concretó, por ejemplo, con la editorial Quimantú. Dentro de esa coyuntura surgió un grupo de intelectuales y artistas de izquierda, entre los que estaba usted, que si bien apoyaban a Allende, planteaban preguntas en torno al verdadero rol de la cultura. Este grupo, conocido como el Taller de Escritores de Chile, sacaron una declaración en la revista Cormorán, dirigida por Enrique Lihn, donde si bien manifestaban su adhesión al proyecto de la Unidad Popular, planteaban que antes de masificar la cultura, había que crear conciencia y disminuir brechas educativas. ¿Cuál es su recuerdo y sus impresiones de aquello?
—El cambio de gobierno que hubo en la época, claro que influyó grandemente en la reflexión que hicieron los artistas, intelectuales, acerca de si ellos podían cumplir alguna función o podían ser parte de este proceso y cómo podrían hacerlo. Recuerdo que hubo varias instancias, lo que no recuerdo es cuáles son los años y las fechas. Recuerdo que fue muy, muy vivaz, por la manera en cómo nos vinculábamos y el espíritu que nos animaba. Hubo un taller de escritores que se llamó Taller de Escritores de la Universidad Católica, en el tiempo en que era director de la Escuela de Periodismo el escritor Luis Domínguez. Él creó este taller, y las sesiones tenían lugar en la Universidad Católica. Había otro que funcionaba en la Casa Central de la Universidad de Chile. A un costado de la Librería Universitaria había una salita donde funcionaba el Taller de Escritores de la Universidad de Chile.
Entonces todo esto, la idea de los talleres de literatura y que hubiera, que se enseñara la creación literaria a gente que quería expresarse y que los intelectuales asumíamos que esa gente necesitaba una ayuda, un impulso para expresarse, técnicas de expresión, estaba muy regada entre esta generación de escritores que pensaba que podíamos echar una mano en eso. Ahora, claro, podría ser una mirada un poquito paternalista también y, efectivamente, es un tipo de crítica que podríamos hacernos. Pero, al mismo tiempo, sentíamos que dentro de la actividad política de entonces había curiosidad, que los agentes políticos —que eran el pueblo organizado, el sindicato, las poblaciones— no solo hacían trabajo político, sino que también tenían un ansia de expresarse. Había una cierta imagen de que lo que estaban haciendo era algo épico. Tal vez por la misma idea flotante en el ambiente de que había habido una revolución violenta en Cuba y que esta era una revolución pacífica, pero que había fuerza y que era la hora de que el pueblo se pudiera expresar.
Todo esto era muy verdadero, con manifestaciones públicas a las que apeló muchas veces el gobierno de la Unidad Popular para sentar presencia y desalentar a que los opositores fueran más violentos. Era la expresión de masas, de masas que marchaban, que cantaban, que decían “estamos acá protegiendo a nuestro gobierno”. Eso estaba muy, muy marcado dentro de la conducta de la gente en ese momento y también permeó a los intelectuales. Esa es la situación anímica en la cual surgen los talleres literarios, por un lado, como un trabajo de expresión de los intelectuales, del grupo reducido de escritores, de creadores ya aceptados, digamos y, por otro lado, estaba el “bichito” de cómo llevar la expresión hacia la gente.
Usted fundó una revista en ese momento que se llamaba La Quinta Rueda, que, incluso estando al alero de la editorial Quimantú, fue una publicación bastante crítica con la falta de políticas más orgánicas por parte del gobierno. De ahí que el nombre La Quinta Rueda tenga que ver con esta idea de que la cultura era la “quinta rueda del carro”. ¿Por qué fundar revistas? ¿El boom de las revistas tuvo que ver con este mismo clima que está describiendo?
—Por cierto, era completamente inevitable que una editorial de la magnitud de Quimantú, que era una editorial estatal, hiciera un aporte con una revista cultural. Todos los que éramos partidarios del gobierno de Allende, simpatizantes de la Unidad Popular, inmediatamente dijimos “tiene que haber una revista; una revista literaria”. ¿Qué carácter iba a tener esa revista literaria? Fueron discusiones informales de todo tipo, pero lo importante fue la decisión de la editorial Quimantú, una editorial del Estado, de decir “sí, vamos a hacer una revista cultural”.
Y que duró pocos años, entre el 71 y 72.
—Tiene que haber durado lo que duró el gobierno de la Unidad Popular. Creo que no se acabó porque se acabó la revista o porque ya no tenía más vida, sino por circunstancias externas.
Y los intelectuales de esa época, ¿cómo imaginaron un Chile socialista? ¿Cuál era el imaginario de esta vía chilena al socialismo? ¿Pensaron en un socialismo latinoamericano más desvinculado de la Unión Soviética?
—No recuerdo que hubiera unanimidad sobre eso.
Lo cual es propio de la época.
—No, no había unanimidad. Había unanimidad sí en el apoyo al gobierno del presidente Allende, que era, hay que recordarlo, una coalición de partidos que lo apoyaban, más una masa muy grande de independientes. Si sumabas los votos de los partidarios no se llegaba a ese apoyo que llegó a tener la Unidad Popular que, entre paréntesis, andaba por la mitad de los votos contabilizados que se podía tener, era un apoyo de una relativa mayoría.
Ahora, dentro de los talleres, había dos tipos: el Taller de Escritores de la Unidad Popular y el Taller de Escritores de la Universidad Católica. Este grupo de escritores era heterogéneo. En una discusión, dijimos: “bueno, aquí lo que tenemos que hacer es que nosotros, los intelectuales, tenemos que apoyar la revolución”. Recuerdo que un escritor preguntó: “¿no será primero que hay que hacer una revolución para apoyarla después?”.
Ahora, había algunas influencias y un poco de ambiente de Cuba. Cuba era un referente para muchos. Tenía una política cultural muy visible, que era Casa de las Américas, una organización que publicaba una gran cantidad de libros, clásicos latinoamericanos; tenía un premio que era importante en la época, tenía nuevas revistas. Los cubanos hicieron la revolución, era un modelo que estaba en la mente de algunos.
Había otros que pensaban que la cultura tenía que batírselas “con sus propias alitas y patitas”, que los gobiernos y los Estados no tenían que tener ninguna injerencia en esto y no tenían por qué dedicarse a fomentar ninguna cosa en especial. Que uno podía apoyar a un régimen, pero que todas las intervenciones que había en la historia de la cultura terminaban con una manipulación de los intelectuales y, por lo tanto, no había mucho entusiasmo por ver una acción concertada del gobierno para apoyar la cultura. Este era un debate generalizado y los talleres de escritores a la larga no se hicieron mucho cargo de este debate, porque se transformaron en lo que tenían que ser, un taller literario en que la gente discutía textos literarios, hablaba de literatura y algún texto a lo mejor tenía que ver con la inmediatez política, pero muy poco. Cada uno seguía con su “rollo”, a veces matizado por lo que estaba pasando, pero no era como que el proceso de la Unidad Popular hubiera tocado muy fuertemente a la totalidad o a la gran mayoría de los intelectuales. Estaban preocupados, votaban por la Unidad Popular probablemente, la apoyaban, pero no salió de allí algo que ni remotamente se acercara a una suerte de literatura militante.
Sin duda, lo que más llama la atención al ponerse a reconstruir el momento histórico y cultural es encontrarse con un montón de debates y posturas.
—Debate, es que esa es la palabra exacta, durante todo el tiempo se pasó en un debate y las revistas que salieron, bueno, digamos la revista más expresiva de esto fue La Quinta Rueda,que es un debate permanente ya en el mismo consejo de redacción. Ni hablar de los aportes que iba haciendo cada uno de cómo tenía que ser la revista, esa revista no acabó de tener una personalidad cuando vino el golpe y se terminó. Y la RChL, al ser una revista universitaria y al estar representada en ella gente de distintas opiniones y tendencias políticas –también había gente que no era de la Unidad Popular–, mantuvo, yo diría, un estatus académico “salpicado” por la inmediatez. “Salpicado”, aunque yo creo que tuvo siempre un nivel académico.
Sobre la RChL, en el discurso de presentación de la revista se señala que esta responde a temas que se plantearon en la Reforma Universitaria, sobre todo relacionados con profundizar en la investigación, en la cultura nacional; con dejar de ser meros transmisores de conocimientos traídos de afuera y generar conocimiento e investigación propios, difundir letras nacionales y latinoamericanas.
—Por eso se llama Revista Chilena de Literatura y no revista de literatura chilena. Esa fue la primera discusión que hubo, cómo se iba a llamar, y hay un matiz bien distinto.
Es una revista que, desde Chile, se propone abordar literatura chilena y latinoamericana. Y ahí publica usted dos artículos: en el 70, en el número uno, un texto sobre dos dramas chilenos. Usted , de hecho, es de los pocos autores que hace análisis de obra dramática. Después, en el 71, se publica su análisis sobre [la obra de teatro] Los invasores (1963), de Egon Wolff. Leyendo los dos textos, su enfoque es sociohistórico, habla de la contingencia chilena, usa categorías marxistas, habla de las clases conservadoras y de cómo infunden el miedo cuando se sienten amenazadas. ¿Estaba en usted la inquietud de hacer análisis sociohistórico o esta primera etapa tuvo un enfoque metodológico más específico?
—Es que leíamos obras que no tenían que ver con la crítica literaria en algunas ocasiones. Podríamos estar leyendo y en nuestras críticas estar influenciados por Gramsci, por ejemplo, o por Albert Camus, que siendo un escritor, era también un notable ensayista, y atábamos algunas de esas ideas. Era muy variado, yo diría que lo que determinaba la aproximación a un texto o a algún fenómeno cultural era, primero, la realidad misma que nos hablaba de una manera. Y la interpretación que hacíamos de esta realidad era una que teníamos que acomodar a nuestra espontaneidad. Lo que sucedía en Chile era atípico en muchos sentidos, porque era un proceso que tenía características de ser revolucionario y, al mismo tiempo, no era exactamente un proceso revolucionario, sino uno democrático en el que partes distintas se habían puesto de acuerdo para lograr una mayoría y lograr algo. Y cómo se aproximaban los distintos actores a lo que estaba sucediendo y lo que se había prometido y lo que se hacía, era lo que creaba el conflicto. Era muy sui generis. Así que a nosotros no nos servía nada para explicarnos nada, teníamos que ir “galopando” en un terreno desconocido.
Y en ese “galopar” en un terreno desconocido, ¿había conciencia de “yo prefiero escribir ensayos a artículos científicos”?, ¿había alguna directriz al respecto? ¿O en este “galopar” tampoco había una conciencia de una revista académica?
—Sí, la RChL era una revista académica publicada por el Instituto de Literatura Chilena. Ahora, en el directorio de esa revista, según recuerdo, había distintas opiniones políticas y había distintas personalidades, y la mayoritaria era la que estaba de acuerdo con el gobierno de la Unidad Popular. Andaba dando vueltas la idea de que los intelectuales tenían la responsabilidad de hacerse cargo de los cambios, apoyar los procesos. Visto a la distancia, creo que fuimos un poquito majaderos en eso. En vez de hacer algo creativo, realmente bueno, estuvimos dando vueltas. Y había quienes decían “pero, por qué no, nosotros tenemos una responsabilidad con la cultura chilena, con nuestra tradición, es decir, no tenemos por qué estar sometiendo unas disciplinas que son estrictamente académicas a los quehaceres, a las preocupaciones contingentes”. Hubo esa discusión en forma clara y velada, de las dos formas.
Los análisis que aparecen después del 76 son absolutamente distintos a la época en que usted escribió, son formalistas, estructuralistas, semióticos.
—Del 70 al 73 era una “fiesta”.
Era una fiesta de diversidad, porque había artículos del profesor [Cedomil] Goic sobre los tópicos en La Araucana, pero también había artículos como los de Ariel Dorfman, que eran más bien unos ensayos líricos como “El patas de perro”, por ejemplo.
—“El patas de perro no es tranquilidad para mañana”. La frase de Alessandri, de su campaña presidencial, era “Alessandri es tranquilidad para el mañana”.
De ahí viene “El patas de perro no es tranquilidad para mañana”.
—De ahí viene esa frase. Justamente lo que no quería mi generación es que hubiera tranquilidad, queríamos alboroto y cambio.
En la presentación de la revista, realizada por el profesor Goic, se hace alusión a un movimiento renovador de la crítica literaria chilena, “liderado” por el Departamento de Español de la Universidad de Chile. Se plantea que la revista también pretende ser una especie de eco de este movimiento renovador de la crítica. ¿Había tal movimiento?
—No, yo diría que la generación del profesor Goic, que era maestro de nosotros, era una generación mayor. Yo no estudié Español, estudié Filosofía en Chile y literatura en la Universidad de Columbia [en EE.UU.]. Los que estudiaron allí, que fueron discípulos de Goic, fueron gente que se vinculó más bien a movimientos de izquierda y que tuvieron una participación activa. Goic siempre trató de mantener la independencia académica. Yo creo que consideraba la actitud de algunos de nosotros como “delirante”, éramos “delirantes”, esa era la palabra que usaba; decía “esto es una cuestión delirante”. Hay que decir que sí, que en algunos momentos confundíamos los deseos con la realidad de una manera estruendosa y, a pesar de que éramos intelectuales formados y leídos, de repente el clima que había en el país , la desesperación, nos hacía parecer más líricos que analistas. Entonces, en ese sentido, su observación no era mala, pero, al mismo tiempo, había algo claro: que mi generación –quienes éramos docentes e investigadores– no era apática al momento histórico, que otra vez permeaba todo, incluyendo el modo de acercarse. Buscábamos, entonces, apoyo en textos que fueran complementando nuestras aproximaciones.
La generación de Goic hizo un trabajo formidable, estaban otros profesores como Mario Fernández o el profesor Villegas. Goic era una personalidad muy relevante [que instaló un] estructuralismo renovado, no convencional. Fue una generación que formó muy bien a los jóvenes que educó, y que se despegó mucho de los análisis literarios de las contingencias en ese sentido. Porque todo se veía como temas, como motivos… eran como sumas y restas intelectuales. Ahora, mi generación era alborotada, tocada por la contingencia, por la calle y por la obsesión de meter la calle en la universidad y llevar la universidad a la calle. Así convivimos. Convivimos con Goic y con otros profesores; con gente como Carlos Santander, por ejemplo, que era un simpatizante comunista; con Ariel Dorfman, que era un independiente de izquierda; yo mismo, que sentía simpatía por el MAPU. Pero, bueno, era una convivencia que se expresaba en la diversidad, era una convivencia discutida, peleada, animosa. Eso es todo lo que Chile perdió. Entonces yo creo que la RChL tiene que haber sido una expresión de esto, de la inmensa variedad vigente.
¿Hasta dónde cree usted que una revista especializada, académica, se podría haber permeado por la época? ¿Cuánto dialogaba con ella? ¿La revista, en su variedad de enfoques, de análisis, de aparatos teóricos, nos estaría hablando de ese Chile diverso?
—Sí, en muchos sentidos la revista era un poco la imagen de la literatura chilena y la observación de la literatura chilena o qué hacían los chilenos con la literatura. Yo creo que el lenguaje de la revista, en la mayoría de sus artículos, puede ser entendido por estudiantes, intelectuales. Ahora, ese tipo de revistas, ni ahora ni antes ni después, son para el público en general. Son para lectores que tienen una vocación de curiosidad académica, científica, literaria; ese era nuestro espectro. Dentro de él, había algunas mentes que tenían tan codificada la especialidad del discurso literario, que hablaban nada más que en términos estrictamente crípticos para la gente. Pero era, yo creo, una revista animosa. Ahora, entre [Bernardo] Subercaseaux y Dorfman había un abismo; quiero decir, esa izquierda no era homogénea, había mucha diferencia en el lenguaje, en la actitud, en el pensamiento, en la disciplina, en la formación. Era muy poco lo que podíamos encontrar en común. Lo que teníamos en común era el apoyo al gobierno de Allende.
En comparación con esa época, ¿cuál es su percepción del rol de las revistas en la actualidad? Porque ahora hay una discusión entre “escribimos ensayos o hacemos papers”. Algunos señalan que los profesores solo se dedican a hacer papers y dicen algunos sentirse “esclavizados” en un formato y que no tienen la libertad que tenían antes.
—Lo que pasa es que las universidades ya se cerraron sobre sí mismas, son instituciones académicas. Acuérdate que entonces la gran tarea, la gran virtud que existía en ese momento, era “salir hacia afuera”, la universidad volcada hacia el mundo y el mundo entrando a la universidad, esa era la mirada.
Que era el espíritu de la Reforma Universitaria.
—Era la dinámica que animaba a todas las universidades. La Universidad Católica también hizo una tremenda reforma, ni hablar de la Universidad Técnica, de la de Concepción y la Chile. Todos estábamos en eso, no se sacudieron los cimientos, eso es un lugar común. Se mantuvo todo lo académico, pero la preocupación era que si la realidad está golpeando todos los días, está asediando por todas partes, cómo no vamos a estar como profesionales tomando una actitud frente a eso, si no de qué vale la vida. De qué vale la literatura si la literatura no contiene vida, y vida había, aunque después se consagre en la literatura. En el momento en que entra en la literatura es también contingencia, y esa contingencia tiene un marco histórico. Esos eran pensamientos que pedían ser interpretados dentro de contextos históricos. Claro, las tendencias estructuralistas y posestructuralistas eran más asépticas, es decir, hay una frase bien clara que viene del pensamiento de [Edmund] Husserl, de la fenomenología, que es poner la realidad “entre paréntesis”.
Nada más simbólico que esto, por eso son los enfoques que vinieron después del 76 al 80, porque el Departamento de Español fue prácticamente desmantelado en el 73.
—Yo creo que se autodesmanteló y después yo no sé qué pasó.
Después volvieron muchos de ustedes a hacer clases, pero ya en los 90. Usted también reaparece en los 90 en el mundo televisivo con El show de los libros. En fin, la vuelta de muchos de ustedes es otro episodio, otro capítulo de esta historia.
—Claro, sobre cómo al volver buscamos modos modernos de insertarnos en la realidad.
Este texto, publicado originalmente en la Revista Chilena de Literatura, núm. 100 (noviembre, 2019), fue modificado y adaptado para Palabra Pública.
.