La Iglesia de la Veracruz es un edificio en disputa. En 2019, el descontento contra algunas instituciones tomó la forma de ataques a sus edificios y bienes públicos, lo que causó el incendio de este inmueble. Su interior se quemó, pero su estructura, ahora desnuda, se mantuvo intacta. El estado de la iglesia nos enfrenta a diferentes argumentos sobre su restauración y a las huellas de un momento aún sin lugar fijo de nuestra historia política reciente. Mantener en los muros las distintas capas de su historia es una invitación a problematizar esas posiciones.
Por Alejandra Celedón Förster y Martin Bernales Odino. Crédito imagen principal: Equipo @faad_udp
Las ruinas suelen ser la expresión, a veces incómoda, de abandonos y violencias.La Iglesia de la Veracruz, en el barrio Lastarria, es un edificio en disputa y un monumento que incomoda. En 2019 sufrió ataques y un incendio en el contexto del estallido social. El proceso largo de un proyecto para su remodelación, con sus avatares, distintas etapas de participación y su aprobación final por parte del Consejo de Monumentos Nacionales, lo testimonian. Las diversas notas de prensa sobre su destino, incluidas aquellas publicadas en el último Día de los Patrimonios, confirman que en ella se juegan cuestiones religiosas, estéticas y también políticas. .
Ofrecer una plataforma pública y dialógica, fuera de las universidades y afiliaciones institucionales, fue el objetivo del conversatorio de la tarde del viernes 30 de mayo realizado al interior de la Iglesia de la Veracruz. Antes de iniciar la conversación, una intervención inicial de la arquitecta Victoria Jolly proyectó imágenes sobre los muros y telas que colgaban desde el altillo del coro que sube al campanario, invitando a mirar las superficies del lugar. Con la ciudad en movimiento al fondo iluminando la iglesia en penumbra, y con una mesa puesta al centro de la nave, Osvaldo Fernández de Castro, párroco de la iglesia; Ariel Richards, escritora e investigadora; Francisca Márquez, antropóloga; y la arquitecta Cecilia Puga comenzaron la conversación. A ellos se sumaron otras voces —de académicos y transeúntes, laicos y religiosos, paseantes y desafiantes— en una escena más parecida a las austeras primeras celebraciones de la misa que a una conversación académica o una misa regular.

El conversatorio público tuvo el mismo título que la presente columna. Mediante una afirmación, los autores de este texto, profesores de arquitectura y filosofía respectivamente, invitaron a problematizar sobre “la necesidad de la ruina” a partir de preguntas y enfrentamientos que el edificio materializa. El título es una cita. Más de una. Intentamos con ella recuperar a quienes, como Georg Simmel, J. B. Jackson, o Giovanni Battista Piranesi problematizaron sobre los edificios arruinados a partir de su historia y sus contextos. Sus posiciones —como aquellas sobre la Veracruz— no coinciden. Para Simmel, el estado actual de esta iglesia, producido de forma deliberada y abrupta por la actividad humana (y no por el tiempo y la naturaleza), no sería calificado como ruina; mientras que J.B. Jackson considera los restos de una iglesia bombardeada en Berlín que se decidió conservar intacta desde la guerra, una ruina central en su reflexión. Para Piranesi, el anatomista de la ruina, esta interesa en tanto objeto de conocimiento material y cultural a partir de la experiencia de la pérdida y la transformación. Los tres reconocen que en las ruinas se juega un modo especialmente intenso en que el pasado se hace actual, en que la historia no se articula a partir de su progreso sino en la posibilidad de construir y reconstruir otros sentidos. La cita que tituló el conversatorio, “la necesidad de la ruina”, lejos de descansar en el olvido de los eventos que la causaron o en la confusión, lejos de clausurar el debate o fijar una imposición conceptual, sugiere por el contrario un punto de partida para problematizar abiertamente el presente a partir de la historia forjada en los muros de un edificio.
El estado actual del edificio, con sus muros tiznados y la bóveda ennegrecida por la pátina del humo, levanta preguntas acuciantes que, paradojalmente, mantienen el carácter político que su edificación tuvo desde sus orígenes. Construida por Claude Brunet de Baines (figura clave para la arquitectura nacional tanto por su producción edilicia —Teatro Municipal o el Congreso Nacional—, como por su papel como educador en tanto autor de la primera cátedra de arquitectura en Chile) y ubicada donde presumiblemente Pedro de Valdivia tuvo un solar (por ello en el ábside está grabado el monograma con las letras P y V), la iglesia fue erigida para promover la reconciliación entre españoles y chilenos luego de la guerra que permitió la independencia de Chile. Este objetivo político fue puesto bajo el cuidado de una reliquia que se piensa fue parte de la cruz de madera original donde murió Cristo (de allí su nombre, la Veracruz), hoy guardada sobre el sagrario. El fuego provocado en el año 2019 fisura el lugar imperecedero que la iglesia quiso tener, pero no la naturaleza política del edificio. La Iglesia de la Veracruz es una de las 85 iglesias quemadas en Chile desde el año 2015 en contextos disímiles. Se quemó su interior, pero su estructura, ahora desnuda, se mantuvo intacta. Tal como está, el edificio nos enfrenta a todos a una especie de trauma, a las huellas de un momento aún sin lugar fijo de nuestra historia política reciente. Mantener en los muros esta capa de la historia es una invitación a problematizar ese momento.
Desde su reapertura, el año 2024, la iglesia ha recibido una ola de atención que excede a sus propios feligreses. Como sugirió Francisca Márquez, “la visibilidad de lo arruinado en el espacio sacro pausa la palabra, pausa el cuerpo y los gestos de quienes ingresan, para conducirnos irremediablemente al recogimiento frente a la inmanencia de la contradictoria presencia de la ruina”. La iglesia parcialmente arruinada expone la fragilidad del edificio que, aunque resquebrajado, no desaparece. Algo emerge de esa persistencia frágil— como si los muros susurraran a través de ella una historia a quien los contempla, quizás su propia historia. Si bien para algunos las ruinas pudieran deslegitimar los valores espirituales y negar su función de culto, para otros abren precisamente esas posibilidades. Las personas entran, observó el Padre Osvaldo Fernández de Castro, párroco de la iglesia, por curiosidad o por turismo, pero una vez dentro encuentran un espacio que no solo habla de nuestra sociedad, sino que a los creyentes les habla de Dios. Se crea un espacio de culto que no es glorioso, sino vulnerable. Un espacio que pide una espiritualidad fundada en esa misma vulnerabilidad. De un modo sorpresivo, la feliz apertura de la Iglesia de la Veracruz ha permitido materializar un edificio que pertenece al menos a dos mundos. Por un lado, la Iglesia Católica y las comunidades que allí rezan y se encuentran; por otro lado, un monumento histórico que pertenece a la ciudad y a todos sus ciudadanos. La reapertura del edificio en sus condiciones actuales ha permitido que la comunidad cristiana ofrezca a la ciudad un monumento histórico.

El proyecto de rehabilitación de la Iglesia de la Veracruz ha despertado posturas antagónicas frente al patrimonio. Mientras que el Consejo de Monumentos Nacionales propuso restablecer el edificio al tiempo de su construcción en la década de 1850 ―restaurar se entendió como volver a ese momento original con sus significaciones políticas y religiosas― la arquitecta Cecilia Puga, que estuvo a cargo de la restauración del Palacio Pereira, propuso en el conversatorio que “lejos de ser una operación meramente técnica, restaurar es un acto de interpretación. No se trata sólo de intervenir un objeto físico, sino de rearticular una relación cultural, simbólica y afectiva con el pasado”. En tal caso, la mantención de las múltiples capas históricas superpuestas en un edificio asevera que toda restauración dota de un nuevo lugar a aquello que ha sido restaurado. Cuestión que puede incluir, como dice Ariel Richards “la potencia transformadora que hay en las aperturas que dejan ciertos gestos asociados comúnmente a la destrucción”. El edificio de la iglesia nos enfrenta, entonces, a posiciones divergentes con respecto a la conservación, haciendo debatir el potencial estético de la destrucción con el golpe estético de la pintura blanca.
La discusión sobre las ruinas y el patrimonio es propia de momentos de conflictos. El caso de la Iglesia de la Veracruz es uno de ellos. La pregunta por la necesidad de la ruina es un modo de problematizar las posibilidades de toda restauración a partir de las posturas políticas, religiosas y disciplinarias implicadas. Supone también un modo de pensar la articulación arquitectónica de nuestro presente considerando la fragilidad y la historia de nuestra convivencia y existencia. Para enfrentar este problema inevitablemente común es indispensable construir una plataforma republicana, es decir, pública, donde se puedan movilizar intervenciones artísticas, argumentos académicos, razones pastorales y posturas políticas e ideológicas.