El libro Política y estética en Víctor Jara (Tiempo Robado Editoras), del investigador Nicolás Román, trae al presente la vida y obra de uno de los artistas chilenos más importantes del siglo XX, quien este 2022 hubiese cumplido 90 años. “La vida de Víctor y la historia cultural confluyen”, apunta Román, quien en esta suerte de biografía intelectual también teje hilos entre la obra de Jara y la música chilena contemporánea. “La influencia que tiene hoy Víctor en el rap o en otros cantos populares permiten imaginar el futuro como un espacio de esperanza social en el que se restituye la voz popular”.
Por Luis Valenzuela Prado
El libro Política y estética en Víctor Jara es un trabajo que Nicolás Román comenzó hace algunos años atrás y cuyo reposo ayudó a que algunas ideas maduraran, volvieran a florecer y a iluminar la obra de este artista chileno fundamental.
Se trata de un material valioso y necesario porque escuchar y leer a Víctor Jara nunca será un ejercicio baladí y menos ingenuo. Me interesa relevar ciertos ejes que quedan dando vueltas en torno al canto y la narración, o de por qué debemos defender la necesidad de cantar y de narrar. Pongo énfasis en el Víctor Jara investigador de la tradición popular y cantor; en los “saberes colectivos heredados de su madre” (35), en la hibridación como forma de “apropiaciones y adaptaciones” (48); pero, sobre todo, en la figura del cantor que adopta su oficio como un deber social.
En palabras de Nicolás Román, “este libro intenta responder la pregunta sobre cómo la vida de Víctor y la historia cultural confluyen” (11). Y desde ese propósito, el autor identifica diversas formas de hibridación y puentes que Víctor Jara entrama en su obra, cuyo resultado, según este libro, es el cruce entre estética y política. Desde ahí, resalta la idea de hacerse cargo de su legado y reconstruye la sobrevivencia y herencia de su obra, porque “Víctor Jara y su época son inseparables, él creció en el campo, migró a la ciudad, y se convirtió en una figura ineludible de la música y el teatro de la segunda mitad del siglo XX” (31). Inseparables porque los “procesos sociales y culturales de la década de los sesenta desencadenaron subjetividades populares indóciles y críticas de sus propios saberes colectivos, en ese contexto, Víctor Jara se inscribió en una tradición de folclor con ribetes cuestionadores, heredera de una actitud reacia a la asimilación homogénea propuesta por las versiones conservadoras de la música chilena” (32)
El “aura” benjaminiana adopta una forma relevante para Román al momento de comprender la música de Víctor Jara. En ese sentido, el aura, dice Nicolás, “no tiene que ver con el valor en sí de las composiciones y el lugar que [Víctor Jara] ocupa en la cultura popular como si fuera un prodigio digno de admiración. Su obra está fuertemente relacionada con una síntesis cultural plasmada en sus acordes y letras al servicio de la creación de una comunidad” (28). En rigor, el “aura” tendría la “capacidad de abrir el tiempo y convocar una temporalidad otra, alternativa, diferente y subversiva” (29). Una temporalidad en la que resuenan “acordes de la canción campesina y los ecos de protesta de la canción urbana…” (37). Víctor Jara, o Víctor, como lo nombra Nicolás Román, rearticula de forma novedosa el intercambio entre la “tradición y modernidad en la música, experimentadas desde finales de la década del cincuenta” (39).
La experiencia personal de Víctor Jara lo imbrican con las “vivencias de los pobres y los postergados de América Latina”, y en ese sentido, afirma Román, “sus canciones son una comunicación estética y comunitaria de los nadie, cuya enciclopedia popular se escribe oralmente, al margen de la monumentalidad de los muros de la ciudad letrada” (56). Oralidad que, per se, cuestiona la letra y, desde lo popular, apunta sus dardos hacia los centros políticos porque las “zonas marginales y autogestionadas de la experiencia de los pobres eran miradas con desprecio por el monopolio creativo de la altiva ciudad letrada” (56). Así, la estética y la política del cantor emerge como una crítica hacia ese espacio letrado.
Atiendo a las marcas y los lazos que se pueden tender desde y hacia la novela social del 38’, desde el conventillo de Los hombres obscuros (1939), de Nicomedes Guzmán, y el proyecto de utopía social. Nicolás recupera a Lucía Guerra para sostener que Nicomedes Guzmán “aloja en su narrativa una visión de redención histórica y de esperanza para los sujetos populares” (62), y tanto en esta novela como en Víctor Jara, el poblador vive en condiciones de miseria pero de esperanza o utopía social, la que sabemos, se desmorona de manera abrupta y violenta con el golpe militar.
El impacto que provoca el asesinato de Víctor Jara durante la dictadura de Pinochet destruye y clausura el proyecto de la población. Entonces, su canto es silenciado y, con él, la voz del pueblo o un proyecto común, de comunidad, que podemos apreciar, por ejemplo, en otra novela de Nicomedes Guzmán, La sangre y la esperanza (1943), en la cual la utopía social se superpone a la miseria y precariedad del presente.
Otro vínculo apreciable que urde Román es entre Víctor Jara y el rap, relacionado con la herencia del cantor en la música chilena: “Las líricas dedicadas a los espacios periféricos de la ciudad cantan con un sentido de horizontalidad, y así como fue el compromiso de Víctor Jara con los pobladores de Herminda de la Victoria en los años sesenta, las letras de los raperos elevan los versos de protesta frente a un status quo discriminador”. Me atrevo a complementar con un dato. Primero, el asesinato de Víctor Jara acabó con un proyecto de poblador comunitario que ha tardado en ser reparado en su totalidad. El libro propone que la posta la han tomado algunos grupos como Salvaje Decibel o el rapero Subverso. Pero pienso en los orígenes del rap en los años ochenta, específicamente en De Kiruza, quienes rapeaban: “Algo está pasando, algo huele mal, afuera hay cinco tipos que nos quieren liquidar”. De la muerte de Víctor pasamos al desafiante canto que apunta a esos “tipos” que, si recordamos el videoclip de esa canción, son acompañados con la imagen en un televisor de Milton Friedman, el padre del neoliberalismo. De Kiruza es fundamental para el rap chileno, que surge al alero de ellos en la población, posibilitando un vínculo, como sostiene Román, primero implícito y luego explícito con Víctor Jara.
En plena dictadura, continúa el autor, en la “escena del trauma”, la “canción de protesta fue una defensa colectiva frente a las agresiones” de la autoridad. La “imposibilidad de poder decir una palabra” deviene, entonces, en necesidad de “articular el verso de su dolor que ayudaba a purgar sus penas e imaginar el futuro”. La música y “otras agencias comunitarias” fueron “herramientas de reparación” frente a la violencia y la violación de los derechos humanos, “consecuencia de la instalación de la democracia protegida neoliberal” (94) cimentada por Friedman, los Chicago Boys y la dictadura de Pinochet.
Este libro propone una “estética de la vida” que, cito, “no tiene que ver con cantar a la rosa o hacerla florecer en el poema, sino con contrastar la urdimbre de una relación histórica de creaciones estéticas unidas a las vivencias materiales, vueltas precarias por los embates de la modernidad capitalista” (57). La silla vacía con la que Inti Illimani y Pedro Yáñez homenajean a Víctor Jara en sus conciertos, y que rescata Nicolás Román, viene a llenar el vacío de la memoria, el silencio que queda después de su muerte. Esa música es el canto popular cuya aura se hace eco en la comunidad que intenta recuperar el habla. “El cantautor”, reflexiona Román, “asumió en la creación poética todas las omisiones de la ciudad letrada, que nunca había rimado creación con trabajo, desalojando con fuerza el mundo de los que sudan para comer, y cantan y cuentan mientras trabajan” (60). Su canción, que hoy escuchamos en Spotify, intenta romper esa omisión, romper la mudez de la narración y la voz del oprimido. La influencia que tiene hoy Víctor en el rap o en otros cantos populares, permiten imaginar el futuro como canto y narración, como un espacio de esperanza social en el que se restituye la voz popular y el proyecto de comunidad truncado y arrasado por la dictadura cívico-militar, y no restituido por la transición chilena. Esa es la política y estética en Víctor Jara que, creo, Nicolás Román entrega en este bello, político y necesario libro.