Sería bueno detenernos, parar el tecleo en las redes y pensar: ¿Por qué escribimos? ¿Para qué escribimos? ¿Desde qué vereda escritural quiero mirar el mundo que me rodea? Puede que recién ahí encontremos a la escritora que guardamos dentro -a la verdadera- y le demos voz en nosotras. Quizás ahí, nos abracemos y serenemos ese llanto taimado que nos hace tanto mal.
Por Lorena Díaz Meza
Hace algunas semanas se viene dando, en Palabra Pública, una interesante reflexión sobre la escritura, las mujeres en el panorama literario, la crítica y otros tantos temas que me tienen fascinada leyendo, siguiendo la pista de las columnas publicadas, aprendiendo, pero por sobre todo reflexionando(me) y pensando en el hecho de ser mujer y escritora en un país que se caracteriza por su forma de cicatriz, que pareciera siempre dejar un trozo de herida abierta.
Sin duda estamos ante un momento histórico donde las mujeres han sacado la voz para invitarnos a dialogar. Mujeres que están poniendo el cuerpo -cultural- y las letras, para que entre todas podamos repensarnos en la escritura (Lorena Amaro, Lina Meruane, Julieta Marchant, Alia Trabucco, Javiera Tapia, por nombrar algunas). Voy reuniendo sus escritos en un archivo, para leerlos, releerlos, compartirlos con alumnos de talleres y discutirlos con amigas de colectivos en los que participo.
Hace unos días conversaba con una amiga. Nos sorprendíamos al pensar que si llegábamos a ser abuelas podríamos contarles a nuestros nietos que nacimos en dictadura, vivimos el estallido social del 18 de octubre, sobrevivimos a una pandemia, vimos una ola de feminismo efervescer y mover a muchas por un mismo fin y que fuimos testigos de un repensar de las letras chilenas. Y me sorprendí verbalizando mi opinión, debatiendo, reflexionando con otras sobre el acontecer, porque seguramente no me di cuenta cómo fui creciendo, no solo en edad, sino también en conocimientos, en la escritura.
Vengo de una familia donde soy primera generación que va a la universidad, padre carnicero y madre dueña de casa. Padres que aún me miran con cierto temor porque entre todas las carreras que podía escoger para tener un «futuro estable», decidí ir por la Licenciatura en Letras. Recuerdo cuando mi papá me dijo en una discusión que «en Chile si no tienes pitutos, jamás serás escritora». Aún así, con esas palabras latiéndome dentro, a los dieciocho años publiqué mi primer libro. Una obra que carece de todo (calidad, lenguaje, estructura, etc.) menos de ganas y pasión. Mis padres lo financiaron a pesar de que para nuestra familia era una fortuna. Entonces me prometí que mi segundo libro lo publicaría con la venta del primero. Ahora que lo recuerdo, río y me abrazo en esa ingenuidad de «escritora adolescente». Eso, por supuesto, nunca ocurrió. El siguiente libro lo fui a publicar cerca de ocho años después con un Fondo del Libro. En el intertanto, terminé carrera y la pedagogía, hacía talleres literarios en una cárcel y trabajaba de empaque algunos días a la semana. Además, participaba en un taller literario gratuito de adultos mayores, donde me «adoptaron» no sé si porque vieron mis ganas o por cansancio. La cosa es que nunca dejé de escribir. Aún sabiendo por mi autocrítica que lo que escriba no era brillante. Ahora que lo pienso, no me daba miedo escribir, mostrar mis textos, escuchar la crítica de otros, porque no tenía nada que perder. No tenía nada.
Hace unos días una escritora publicó en sus redes sociales que la universidad no le había dejado nada. Me sorprendió que confesara eso tan ligeramente… ¿Nada de nada? ¿No le dejó inquietud por aprender, conocimientos, amigos, experiencias de vida, nada? Eso es negarse a pensar. Responder desde la rabia y no desde la objetividad. Desafortunado comentario seguido por otro comentario donde señalaba que todas éramos todas las escritoras. Y no, no todas somos todas las escritoras. Por más que lo pienso, no.
Y recién aquí llegó a un par de puntos que quiero tocar. El primero es justamente ese: no todas somos iguales. Cada una decide desde qué vereda caminar la literatura. Yo, por ejemplo, decidí mantenerme en el margen: soy mujer, «clase media» que vive en Maipú, escribo microficción y género negro. A esta marginalidad que, me gusta y opté por habitar, decidí apostar: armé una editorial independiente, hago talleres literarios en campamentos, cárceles y hospitales. Me relaciono con esos escritores que están más al margen que yo y aprendo de ellos constantemente. Mis libros nunca han aparecido criticados en un diario ni promocionados por personajes célebres. No pertenezco al jet set literario. En mi editorial publico entre otras, a mujeres como Luz Marina Vergara, escritora penquista, que también se dedica al género breve y sus temáticas abordan la marginalidad. Así como ella y muchas otras, elegí de qué vereda estar. Publico autoras y autores noveles, en mi catálogo hay muy pocas «sandía calá», esperamos vender un par de títulos para poder financiar otros. Y no, no todas somos todas las escritoras.
Otro punto que me gustaría tocar es el de «las viejas» ¿Desde cuándo si nos critican mujeres mayores de cuarenta nos ofendemos y usamos (mal, por supuesto) el término «adultocentrismo»? Me formé con adultos mayores, lo contaba al principio. Ancianos que sin saber nada de literatura me corregían los textos. Con ellos aprendí a distinguir entre lo que efectivamente debía corregir y lo que no, ellos me ayudaron a tener sentido crítico sobre mis escritos, a diferenciar entre un comentario acertado y otro que no tenía mucho afán. Jamás resentí sus comentarios, al contrario, en mi mundo había tan poco lectores, que el hecho de ser leída me hacía sentir privilegiada.
Quizás mis papás no tenían las herramientas intelectuales para ayudarme, pero me enseñaron otras cosas: el respeto por mí y por mis mayores. Sí, en ese orden. Y no se trataba de que siempre el mayor tiene la razón absoluta, se trata de extraer la experiencia, las pistas en el camino ya trazado. Luego conocí a Pía Barros -mujer que admiro profundamente- y después de ella que no paré de conocer maestros que han ido guiando mi escritura. Por el año 2009 Pía me «becó» para ir a su taller. De otra forma no habría podido acceder a él. Gracias a eso conocí la otra crítica, la que me hacía botar hoja tras hoja hasta que saliera exactamente lo que quería expresar. Me enseñó a perseverar y aceptar la opinión de otros. Luego conocí a Gabriela Aguilera, escritora que me enseñó disciplina y que me hizo descubrir que eso que yo escribía era género negro. Recuerdo cuando Gabriela me pidió reunirnos en un café para hablar de mi libro Bajo llave, traía la carpeta plástica que yo le había entregado con mi manuscrito y antes de abrirla dijo «Tu libro está muy bueno, solo te sugiero algunos cambios». Cuando abrió la carpeta vi las hojas ensangrentadas, teñidas con tinta roja de su lápiz pasta. Me empecé a reír (río cuando estoy nerviosa) y dijo «Mira, fíjate» y comenzamos punto por punto. A cada explicación de los errores, en mi cabeza se iba configurando un mundo nuevo. Ese día fui a casa con la sensación de que alguien me había destapado la cabeza y ahora podía respirar mejor, ver mejor. Así, suma y sigue la lista de «viejas» que me han guiado: Palmenia San Martín, Susana Sánchez y tantas otras.
Entonces, no puedo sino asombrarme cuando algunas escritoras «jóvenes» se ofenden por comentarios desfavorables de sus obras. Ya que la universidad a algunas no les dio nada ¿Nunca nadie más les enseñó a escucharla crítica y a desmenuzarla? Decir, esto me sirve, esto no; esto lo tomo, esto lo dejo. ¿Absolutamente nadie? ¿Qué habría pasado con ellas si la crítica de estos últimos días hubiese estado a su favor? ¿Habrían hecho los berrinches que hicieron por las redes sociales esperando que las amistades les celebraran? ¿O habrían guardado silencio para detenerse a reflexionar? Leí que justificaban su molestia porque ellas se habían «esforzado» en escribir. Como si eso bastara. ¿Sabrán ellas cuánta gente se esfuerza día a día por escribir, por llegar a publicar, por poder comprarse un libro? Conozco escritores con calidad literaria admirable, que venden artículos de aseo en las colas de las ferias para reunir el dinero de la edición de su tan ansiado libro. Un anillado, incluso. ¿Quién no se esfuerza cuando algo le apasiona? Decir que por el simple hecho de que hubo esfuerzo se debe aplaudir una obra, me parece un sinsentido tremendo.
Yo aprendí en la calle, en los márgenes, para mí el juego es sin llorar. Para mí un libro es un libro y desde el momento en que lo publicamos le perdemos el control. La crítica se hace al libro y en algunos casos al autor o autora, no a la persona. Bastaría que nos pusiéramos un pseudónimo para comprobar esto que digo. Nadie muere de crítica literaria. Pero sí se muere de femicidios, todos los días, a cada momento. Por eso también me sorprendió el concepto de otra escritora que llamaba «Femicidio literario» a la crítica (dura) y me dolió leerla porque yo he trabajado en espacios donde entre una sesión de taller y otra, nos han matado una mujer, en espacios donde he criticado el texto de una alumna y luego de terminado el taller ella se me ha acercado a decir en voz baja «a la tal, le pegó el marido y la amenazó de matarla, ¿Qué puedo hacer por ella, profe?» ¿Sabrá esa escritora que existen muchos mundos posibles? La palabra femicidio encierra la verdadera muerte, la definitiva y abyecta. La palabra es un arma que debemos saber emplear.
Por último, me gustaría hablar de la importancia de los colectivos y de saber trabajar en ellos. Desde los dieciocho años que pertenezco a este tipo de agrupaciones: Ergo Sum, Letras de Chile (Corporación), REM: Red de escritoras de microficción, Señoritas Imposibles: Escritoras de narrativa negra, por citar algunos. Hace algunos días criticaba duramente el actuar de un colectivo literario al que pertenezco por infinidad de razones (que por lealtad jamás expondría acá), pero una compañera de la agrupación me dijo algo que me llamó profundamente la atención: «Es la primera vez que pertenezco a un colectivo, recién estoy aprendiendo». Y eso me hizo mucho sentido. No todos saben trabajar en colectivos. No todos saben cómo armar, mantener y cuidar un colectivo. Y tampoco tienen por qué nacer sabiendo. No creo tener la receta para armar uno, pero puedo poner el ejemplo de Señoritas Imposibles, el colectivo donde creo que más he crecido. Lo componemos mujeres muy distintas en clase, política, personalidad, profesión, gustos, etc., tenemos estilos de escritura abismalmente distintos, pensamientos distintos, formas de ver el mundo distintas -no todas somos todas las escritoras-. Aun así, hemos estado años juntas, porque tenemos objetivos claros, porque nos respetamos y porque nuestro compañerismo lo demostramos siendo críticas con las otras, tomando sus textos como propios y teniendo la confianza de poder dar y recibir una crítica aguda, filosa, cruda, como es el género negro que cultivamos. Ninguna ve mala intención en el cuestionamiento de las demás. Al contrario, lo agradecemos sinceramente. Porque el colectivo es nuestra zona segura. Así nos hemos ido ayudando a crecer. Los colectivos enseñan a dejar de lado el «yo» egocéntrico para darle la oportunidad al «nosotros», a la comunidad y los saberes colectivos. Y aunque el acto de escribir es íntimo, la literatura siempre nos invita a pensar(nos) en un entramado, en un tejido complejo e híbrido.
En estos tiempos de pandemia, crisis y estallidos, las redes sociales se han transformado en una trampa donde lo personal deja de ser político y nos impide ver el avance colectivo. Tal vez sea la frustración de estos momentos la que las haya hecho emitir juicios tan desafortunados. Tal vez, como dice Pía Barros «Nunca tuve tanta razón como cuando era joven».
Los que vivimos al margen tenemos «cuero de chancho», como decía mi abuela, estamos en constante exposición a la crítica (y no precisamente a la académica, como nos gustaría), sino a la de nuestros cercanos, familia, amigos, profesores, maestros, compañeros. Hemos tenido que aprender a discernir, a reflexionar. Aún en el margen tenemos el privilegio de poder escribir, de poder expresarnos con la palabra. Privilegios que no todos tienen, aunque no lo crean. Las marginadas, también escribimos, también tenemos un cuerpo político desde donde nacen las ideas, también marcamos y marchamos el camino. Somos. Existimos. Fraternizamos con las demás escritoras, aunque no todas somos todas las escritoras.
Sería bueno detenernos, parar el tecleo en las redes y pensar: ¿Por qué escribimos? ¿Para qué escribimos? ¿Desde qué vereda escritural quiero mirar el mundo que me rodea? Puede que recién ahí encontremos a la escritora que guardamos dentro -a la verdadera- y le demos voz en nosotras. Quizás ahí, nos abracemos y serenemos ese llanto taimado que nos hace tanto mal.