El pensamiento piensa el habla interior tal como la mano piensa en la escritura. Sobre ese viaje nos invita a reflexionar el libro De algún modo aún. La escritura de Samuel Beckett, del filósofo y académico Sergio Rojas. En este texto, Mauricio Barría comparte dos ideas y cuatro fragmentos en torno a este ensayo, publicado por Pólvora Editorial.
Por Mauricio Barría
Primera idea: Un libro sobre el pensar (pensar más allá de la interpretación)
No sé si Sergio Rojas estaría de acuerdo conmigo en considerar que la escena de la meditación es un gran simulacro. Una puesta en escena editada. La meditación es, en cierto modo, la madre de la técnica del reality, de hacer pasar por acontecimiento presente y presencial aquello que ya ha sido resultado de una postproducción. La meditación es, por ello, clara y distinta. Es un argumento en el sentido clásico del término, y también en el sentido literario. Se puede volver a contar o parafrasear, y cuando lo hago replico el orden del discurso. No es esto una crítica a Descartes, es más bien una constatación y una manera de indicar una diferencia. La escena de la meditación no es lo mismo que el suceder del pensamiento. Meditar es teatral, pensar no. Y, sin embargo Beckett, lo consigue.
Me viene entonces a la memoria el título de un breve ensayo de Heinrich von Kleist, “Sobre la paulatina elaboración de los pensamientos al hablar”. Y pienso que el pensamiento está más cercano al flujo performativo que a la puesta en escena. El pensamiento acontece y no solo de forma intempestiva, incluso cuando se convierte en corriente, en encadenamiento de palabras que van ocupando linealmente el espacio de la hoja en blanco. El pensamiento aparece en la escritura como si ya hubiese estado contenido en el papel, como un sortilegio. Por ello, más allá de la forma aparentemente organizada que adquiere en la hoja, el pensamiento es en realidad una trama cuántica. Pero también sorprendentemente material, pues piensa el habla interior tal como piensa la mano en la escritura. Es sobre ese viaje que constituye el pensar acaso lo primero a lo que este libro de Sergio Rojas nos invita a reflexionar.
En un encuentro hace ya varios meses, Rojas me confidenció que este libro es tal vez uno de sus escritos más personales. Me pregunto qué significa esta confesión. Qué es lo personal en todo esto. Sin duda, el hecho de que Beckett ha sido una suerte de zumbido permanente (como el zumbido de insecto al que refiere el protagonista de Molloy, la novela de Beckett) en los oídos de Rojas. Ese tipo de autor con el que siempre está dialogando, aunque no lo mencione. De alguna manera, es la escritura de Beckett lo que le ha permitido a Sergio —acaso me equivoco— a construir esa mirada particular que ha elaborado en torno a la noción de subjetividad, desvinculándola del poder y la posesión, y asociándola al desposeimiento de ella misma. Subjetividad como crisis, desbordamiento, como fuera de sí; y, sin embargo, posibilidad aún de un pensamiento emancipador. Con Beckett, pareciéramos estar ya no en la filosofía como práctica profesional, sino en la experiencia del pensar como la cuestión misma del pensamiento. A lo largo del libro, Rojas arremete contra una idea de subjetividad como fundamento: la presunción de un yo como unidad, del principio de razón como el articulador de nuestra relación con el mundo y, por cierto, la existencia a priori de un mundo, es decir, de un horizonte de sentido trascendente. Rojas arremete desde y con Beckett, con la espontaneidad de alguien que no solo conoce la obra del autor irlandés, sino que ha trabado un vínculo que solo el tiempo posibilita. Se entretejen las escrituras y en esa imbricación comienzan a develarse mutuamente. Por un lado, las cuestione centrales de Beckett: la descomposición, la inmovilidad, el vacío o el silencio como condición; elementos que hacen emerger a su vez los tópicos del pensamiento de Rojas: la cuestión del agotamiento como condición de la contemporaneidad, el lugar del lenguaje en la constitución del sujeto y su desavenencia con el cinismo y el nihilismo actuales.
De alguna manera, Beckett opera como un inconsciente en la escritura de Rojas, quien se devela en este libro como si de una escena analítica se tratara. Por lo mismo, la escritura de este libro me resulta paradójica y oscilante; un vaivén entre momentos de gran intensidad y pausas en las que retorna el autor filósofo. Aprecio con especial cuidado el capítulo donde trabaja sobre la trilogía narrativa Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953)con enorme lucidez, haciendo aparecer no solo la anatomía de la escritura beckettiana, sino también desparramando sutiles destellos de luciérnaga que alumbran una posibilidad de emancipación.
De algún modo aún es un texto que camina, que deambula por una variedad de parajes, trazando no una línea recta, sino una espiral. El pensamiento nunca es lineal, así como la memoria nunca es homogénea y secuencial. La escritura de Rojas va y viene, inicia y reinicia cada vez, pero no exactamente igual. Hay un tono barroco en este ir y venir, de darnos cada vez una variación de un enunciado problemático. Es así que hay temas (en el sentido musical) que se reiteran permanentemente con sus variaciones: la cuestión del fin, la pregunta del sujeto de enunciación, el descalce no binario entre exterioridad e interioridad, los limites inmanentes de la subjetividad, el ir más allá de la interpretación, etcétera. Son temas que vuelven cada tanto, pero van engrosando en complejidad polifónica. O cuando vuelve sobre las mismas preguntas: “La escritura de Beckett abisma al lector ante preguntas límites que dan cuenta del desfondamiento del sujeto: ¿quién habla?, ¿hay alguien más aquí?, ¿cómo llegué a este lugar? (114). La intensidad de esta escritura se encuentra en este ejercicio, sin duda un ejercicio premeditado que va a la zaga de la propia escritura de Beckett. Me interesa sostener que la reiteración es, en este caso, un recurso del pensamiento y no simplemente el efecto de ensayos superpuestos.
Finalmente, este libro no es sobre Beckett. No se intenta interpretar o descifrar el secreto de su poética. Es, ante todo, un ejercicio de pensamiento con Beckett a partir de su lectura, o acaso de lo que Beckett dicta al oído como un resuello que hace vibrar el tímpano del pensar.
Segunda idea: un libro sobre el habla
Pretender entrar al asunto de este libro es una tarea compleja. Si bien es posible identificar algo así como su hipótesis transversal, su riqueza no radica simplemente en la exposición de ideas o conceptos. En efecto, el asunto de la introducción es dejarnos claro que no se trata de un texto hermenéutico sobre la obra de Beckett o un escrito filosófico crítico sobre las Meditaciones metafísicas de Descartes. No es ese el rendimiento del pensamiento (acaso si al pensamiento podemos asignarle un rendimiento en ese sentido productivista). Se me viene a la memoria lo que Barthes propone sobre el leer como un ejecutar. Leer es jugar (juer), interpretar en el sentido en el que el músico toca su instrumento. Leer es un ejecutar el texto, como si lo estuviésemos pensando en ese momento. El tejido se complica, pues ya no son dos, somos tres.
Por ello, me aventuro a proponer algunas ideas fragmentarias sobre el texto.
1.
Un asunto recurrente en De algún modo aún es la cuestión del fin. Ya desde sus primeras páginas, Rojas deslinda la idea de fin, por un lado, de una estética de la catástrofe (idea que fascina a un intelecto juvenil, como acota el autor, no sin ironía) y, por otro, de la idea de un desenlace como muerte de dios, de las ideologías, etcétera; nociones muy ligadas a una racionalidad posmoderna que se solaza en el nihilismo. El concepto con el que Rojas piensa el fin es el de agotamiento. Un concepto que ha venido desarrollando de forma intensiva, al menos, en los últimos diez años. A diferencia de la idea de fin o de muerte, el agotamiento refiere, a mi modo de ver, ante todo a un stimmung epocal, a una afinación de los tiempos, más que un estado o una condición existencial. Lo que se agota, lo que se extenúa, es siempre un cuerpo que ha dado todo, pero no hasta la muerte. El agotamiento no es todavía la descomposición definitiva, sino el estado de entropía que se reactualiza permanentemente. Por ello, el agotamiento no refiere a la idea de la catástrofe ni menos de la muerte, a menos que pensemos la muerte en la lógica de un don, de un dar-la-muerte.
Reverbera en la idea del agotamiento, a mi juicio, una lectura anterior de Rojas sobre Bataille, para quien el ímpetu de vida se encontraba en los signos de la putrefacción. Donde más bulle la vida es en la descomposición del cadáver, en este devenir cosa del cuerpo. En este sentido, la muerte da vida, la muerte es aban-donar la vida, y un abandonarse a la vida; lejos de una idea de fin catastrófico que marca un punto de no retorno, de irrealización y de discontinuidad radical. Mientras que en lo que finaliza catastróficamente ya no tiene lugar nada más, en lo que se agota todo se agita aún más.
Por ello me parece que lo central que emerge en la lectura de este libro es el agotamiento del lenguaje, el agotamiento de la capacidad de contar (algo que no cabe en el lenguaje), que es, al mismo tiempo, el fin o el agotamiento de la experiencia. En uno de los momentos más intensos de su escritura, Rojas refiere al tenso diálogo entre Beckett y Adorno, contraviniendo en parte la oscuridad con la que Adorno comprendió a Beckett como síntoma de la posguerra europea. El giro de esta discusión lo plantea Sergio en esa insistencia sobre el habla, que sería la cuestión central en la literatura de Beckett. Se acaban las tramas, se acaban los temas y los contenidos, y eso es lo que Becket articula. Sin embargo, sus personajes, en vez de guardar silencio mortuorio, continúan profiriendo palabras. Ante el agotamiento de la experiencia, entonces queda seguir hablando, como un autómata reproduce infinitamente su actividad. El habla se emancipa de todo rastro subjetivo (al mismo tiempo que es lo que conforma a la subjetividad), es decir, un habla sin sujeto y sin destinatario: un nadie que habla a nadie sobre ninguna cosa. Solo habla el acontecimiento en su sentido máximo. Un habla despojada de sujeto: una pura transitividad constituyente.
2.
Se trata de un ensayo en el que Beckett habla, pero quien resuena continuamente es Descartes. No quiero detenerme en la urdimbre más fina de este diálogo, me interesa rescatar lo que parece jugarse centralmente en esta conversación: la cuestión del cogito como el fundamento humanista de la realidad y el concepto fundacional de la filosofía moderna. No se trata de oponer uno al otro o de explicar las teorías de uno por medio de la literatura del otro. Lo que Rojas logra es abrir el problema que subyace a la idea de la subjetividad para replantearnos una opción que al mismo tiempo pone en crisis su lectura modernista, y abre un nuevo sentido de esta. Beckett le permite situar la cuestión de la subjetividad en el lenguaje, pero en una experiencia de lenguaje que termina por desfondar el cogito como fundamento fuerte de la modernidad. Es decir, le permite transitar desde el lenguaje como representación al lenguaje como acontecimiento en el habla.
En otras palabras, se trata de un libro sobre el fin de la interpretación y de la filosofía como entendimiento el advenimiento del pensar como afuera como superficie como escritura o como habla.
En efecto, una de las dificultades que implica tratar de reseñar este libro es que no hay algo así como un núcleo temático o una gran hipótesis que se despliega linealmente y de la que se podría extraer su estructura derivativa. La escritura misma de Rojas es el problema que él nos propone pensar. En Beckett, el lenguaje se emancipa del sujeto no en un sentido genético estricto, sino de otra manera. En cuanto a Rojas, él desplaza la idea de cogito como fundamento del conocimiento y por lo tanto como juez del mundo, hacia su sentido primitivo “yo pienso”, pero tachando doblemente el yo que parecía ser lo que sostenía a la subjetividad moderna y la correlación con su tarea representacional. El cogito en la lectura normalizada de Descartes sería más bien “yo represento” el mundo, y en cuanto lo represento, lo dictamino. Recuperar el sentido más primitivo sería, entonces, detenerse en la función “pienso”. Y el pienso es lo que materializa Beckett en el habla de sus personajes, que no tratan sobre temas ni organizan el mundo. El lenguaje se despliega en toda su exuberancia material o concreta, su ley es su propio suceder palabras, sonar palabras, juntar, yuxtaponer. Un lenguaje emancipado del sujeto, pero que al mismo tiempo lo constituye como habla. La subjetividad es el acontecimiento mismo de este hablar incontinente de los personajes becketitianos. Personajes arrojados a las palabras mismas, a la superficie de las palabras en el habla. La subjetividad se constituye en este desfondarse de sí misma, renunciando a toda condición posesiva. El sujeto desposee el mundo y a un sí mismo al abandonarse a la actividad generadora de palabras, y en ese abandonarse se emancipa, libera el pensamiento, lo entrega a su propia “naturaleza”. Emanciparse del sujeto que sujeta y controla o autocontrola el mundo.
Los personajes de Beckett son su habla en la medida que ponen en crisis ese “su”. Son habla. Es este otro tipo de cogito el que descubre Rojas en Beckett: un pensamiento que disuelve la diferencia entre sujeto y objeto, y en el que la actividad interior deviene siempre afuera, como si Beckett expusiera la anatomía íntima de un cráneo, o como los zurcidos de un chaleco dado vuelta.
Esto es lo que Rojas llama en un momento “el coeficiente filosófico” de la escritura de Beckett, no sin cierta ironía.
Aquí entendemos el otro “rendimiento” de este libro, un rendimiento más disciplinario si se quiere. Lo que se pone en cuestión es la idea misma de filosofía como pretensión cognitiva; una idea de un más allá de la interpretación que es plenamente consistente con el despliegue de la propia escritura de Sergio. Con ello, arremete contra uno de los supuestos más fuertes de la disciplina: la presunción de sentido, de un horizonte de sentido oculto o simplemente de una trascendencia. Rojas es tajante al indicar que la escritura de Beckett no tematiza el sinsentido (por ello no le van las etiquetas de absurdo o existencialista); tampoco le son aplicables las etiquetas de literatura enigmática o hermética, pues no hay en Beckett un sentido oculto o una profundidad para iniciados. Hay simplemente una ausencia de sentido.
Esta radical inmanencia vuelve sobre la idea de un pensamiento del agotamiento. Lejos de la idea de desenlace fatal, el agotamiento realiza un guiño a un nuevo episodio posible. Eso es pensar la imposibilidad como inmovilidad, como lo sostiene el autor en su análisis de la trilogía. La inmovilidad en Beckett es acaso ralentización al grado sumo, pero nunca paralización completa. Los cuerpos, eso que Rojas llama “los personajes” en las obras de Beckett, se mantienen siempre vibrando. La inmovilidad es un cuestionamiento al paradigma coreográfico que fundó la idea de movimiento en Occidente desde una referencialidad espacial. En Beckett, aprendemos sobre el tiempo, sobre el movimiento en su dimensión temporal. Entonces hay acción en la quietud, porque hay ausencia y silencio que no es el vacío ni el vaciamiento. El silencio es el aún del pensamiento, la posibilidad de aún tener algo que decir.
3.
Hay una insistente performatividad en la escritura de Beckett que Sergio Rojas descubre en la idea del habla. Y digo performatividad para señalar una dimensión o un marco desde donde es posible pensar las palabras como acontecimientos y no representaciones, para pensar en las palabras suspendidas de su sujeción a un yo enunciador. Precisamente, en Beckett se anunciaría una suerte de emancipación del lenguaje, de la escritura como habla para indicar el lugar vacío de esa subjetividad. Pero ese no-lugar es también el lugar del sujeto. El sujeto es en cuanto se desborda, en cuanto éxtasis y fracaso de su propia vigilancia, y lo que llama la atención es que sea en el lenguaje también donde ocurra esa insubordinación. En tiempos en que estamos acostumbrados a señalar el lugar del cuerpo (hoy casi un fetiche de la contracultura) o el de lo imaginario como apertura al retorno de lo real, insistir sobre las palabras resulta sorprendente. Y no solo porque nos refiramos a escrituras narrativas como las ampliamente trabajadas en este libro, sino también, y acaso sobre todo, porque Beckett fue un importante autor teatral.
Por qué el teatro: lo ha dicho claramente Rojas cuando propone que en Beckett la subjetividad ha devenido habla y el mundo escucha en un vínculo no binario, es decir, intercambiables: el sujeto es mundo tanto como el mundo sujeto. El hablar habla y escucha tanto como la escucha es una forma de habla (como el leer, en Barthes, es una forma de escribir).
Lo ha dicho cuando propone pensar el habla más allá de un acto enunciativo y, por ende, discursivo, para entenderlo como un suceder sensible del pensamiento. El pensamiento se constituye en el habla. El pensamiento habla, es decir, suena.
Con Beckett inicia la dramaturgia contemporánea (sigo pensando en la idea de contemporaneidad de Rojas), y esto significa que con Beckett la dramaturgia encuentra el lugar liminal que siempre la constituyó. La suya es una escritura para la performance y un tipo de huella performativa, es decir, una escritura para un acontecimiento y, al mismo tiempo, resto (retritus) de un acontecimiento. Es posible leer la escritura dramática de Beckett en ambos sentidos. Se trata de una escritura plenamente autoconsciente no solo de sus recursos, sino principalmente del límite que la constituye: de su problema, podríamos decir. Beckett inicia la dramaturgia contemporánea porque trabaja sobre la cuestión misma que la constituye como práctica.
A pesar de que Beckett consideraba el teatro como un “descanso de la prosa”, lo cierto es que dedicó gran parte de última producción a pensar en formatos escénicos variados: desde el teatro, propiamente, pasando por el radioteatro, la televisión y el cine. Si bien los trabajos que le valieron el mayor reconocimiento a la larga están vinculados a la narrativa, el mismo Rojas nos recuerda la opinión de Harold Bloom en relación al éxito que Beckett tuvo con Final de partida en contraste con la recepción de El innombrable. Preguntar por qué Beckett se desplazó hacia lo teatral implicaría una vez más un tipo de respuesta erudita y hermenéutica que poco aporta a la cuestión. Tal vez lo interesante se alumbra en el argumento que Sergio ha sostenido desde el inicio de su libro en referencia al lugar del habla en la obra de Beckett. Habría, en este sentido, un pasarela directa entre la experimentación que consigue en El innombrable —su última gran novela— y sus primeras incursiones teatrales, con Esperando a Godot o Final de partida, pues “la dificultad que enfrenta Beckett cuando emprende la prosa narrativa es la de poner en obra el habla, evitando que esta sea fagocitada por una estética del contenido” (133). Con el teatro, plantea nuestro autor, Beckett no tenía que partir de cero, pues el aparato teatral ya instalaba una circunstancia previa: la concreción de un cuerpo que puede hablar sin intermediario alguno, es decir, en el teatro podía disolver la figura del narrador, que sería una de las cuestiones que extrema en la novela El innombrable. El límite al que llega en esta última acaso lo lleva con cierta naturalidad al teatro.
Si la voz parece ser el pasaje, lo que emerge con la teatralidad es el cuerpo de la resonancia. Entonces, desde el teatro, algunas de las cuestiones que plantea Sergio adquieren una particularidad. Por ejemplo, cómo pensar la inmovilidad, lo que en la trilogía de Molloy, Malone muere y El innombrable es el devenir del cuerpo en conciencia sensible, en un puro derrame incontinente de palabras que arroja a la conciencia a la densidad del afuera, a una total intemperie. La inmovilidad implicaría el desaparecimiento de toda referencia a circunstancias y contextos de identificación, a una enunciación radicalmente des-situada, deslocalizada. Entonces, el cuerpo-conciencia deviene tiempo y ya no un suceder en el espacio. El flujo de palabras independientes de un yo pone al sujeto en el éxtasis del tiempo, en el éxtasis de la pura duración heterogénea. La imposibilidad del fin que plantea Sergio no es sino el devenir duración del cuerpo-conciencia. No hay fin porque el tiempo no cierra, el tiempo es una piedra arrojada al movimiento perpetuo de la aceleración constante.
Así, pensando esto en el teatro, pensándolo en obras como No yo o Aquella vez o Nana, lo que les pasa a los personajes de Beckett, que han devenido solo voz, es la pérdida de la referencia espacial como modo de orientar su existencia y el aparecer de la dimensión duracional como otro modo de estar en el mundo. Lo que en la trilogía es inmovilidad radical, en el teatro de Beckett resulta en un automatismo gestual. Un movimiento que reitera incesantemente, como el paseo de de May en Pasos o el golpe en la mesa en Ohio Impromptu (1980) o el ir y venir del columpio en Nana. En efecto, en No yo es el habla el que deviene gesto (cuerpo) pero no representación.
El teatro de Beckett no construye situaciones (otra razón para no entenderlo como teatro del absurdo ni menos existencialista), más bien precisa ritmos, crea escenas para ser escuchadas, no para ver algo en ellas. Por ello, los cuerpos pueden desaparecer cubiertos en amplios gabanes o los rostros pueden ser eclipsados por sombreros de ala ancha. Por eso, la recurrencia a la figura del payaso, que más bien remite a la imagen del autómata, del juguete. Por eso, incluso, puede desvanecerse toda alusión a un cuerpo que parece máquinas (Quad) o pedazos (No yo) o cosas (La última cinta de Krapp). La inmovilidad como imposibilidad no lo es del sentido, sino del fin. Comparto esta afirmación de Sergio, y agrego que la imposibilidad del fin es el inicio de la conciencia radical de la duración heterogénea. O si se quiere, de la experiencia de la duración. Devenir tiempo de la experiencia, tiempo que rompe con el paradigma espacializante que implica entender, es decir, orientarse, imaginar un sentido, puntos de llegada o puntos de referencia; en otras palabras, alguna trascendencia. Todo esto que buscó la filosofía moderna fue construido desde el espacio como la condición de la experiencia. Con Beckett, ingresamos tal vez en otro paradigma: la escena teatral era un lugar para experimentarla sensiblemente, para producir el tiempo, para materializar el tiempo. Acaso la cotidianidad, que tan lúcidamente propone Sergio como punctum de lo dramático, haya que volver a pensarla no como una cuestión de la familiaridad espacial o del reconocimiento de posiciones, sino desde este lugar del tiempo como extrañamiento de los modos dominantes de la temporalidad contemporánea, signadas por la aceleración, por la presentificación y la inmediatez. Beckett es sin duda una práctica de insubordinación a este modelo temporal.
Puede ser que a Beckett no le haya gustado la idea de dramaticidad y haya renunciado a ella, pero es que Beckett no leyó el teatro después de él y cómo se reelaboró esta idea después de él.
4.
Una última referencia que no puedo dejar pasar.
Las ilustraciones de Matías, en especial la que sirve de portada. Notables, realmente. Trazos sobre ausencias, desvanecimiento de la figura en el movimiento ondulante del humo de un puro que se deja fumar y esfumar. La figuración de un rostro o acaso rostros superpuestos: el del padre, el del doble padre del padre, del padre y del hijo a la vez, a pesar de sus fisonomías. Beckett en Rojas, Rojas en… Entonces, me pregunto: ¿Qué ve el hijo cuando ve a su padre? ¿Qué imagina? Cuánto se proyectan los hijos en eso que ven. ¿Acaso los hijos logran ver los fantasmas de los padres? ¿No es ese el origen del drama?
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Texto leído en la presentación del libro De algún modo aún. La escritura de Samuel Beckett (Ed. Pólvora, 2022), de Sergio Rojas, el 28 de julio de 2022 en la Sala Agustín Siré, del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile.