Su vida se remeció cuando, en octubre de 2019, uno de sus poemas visuales se viralizó y transformó en uno de los principales íconos de las protestas en Plaza Italia. Aquí, el poeta visual y sonoro habla sobre su inspiración para crearla en 2016, su tránsito desde el derecho a la escena experimental latinoamericana y el rol de la autoría en el arte político.
Por Denisse Espinoza A.
Es ya un hecho de la causa que el arte se convirtió en un recurso de lucha más durante las protestas sociales de 2019. Desde ese octubre se comenzó a desplegar en la ciudad arte sin autoría, alejado de los egos y del marketing, en forma de murales, intervenciones de danza, conciertos de música y poesía, que le dieron un tono festivo a las concentraciones en Plaza Italia, rebautizada en las protestas como Plaza de la Dignidad.
Muchas de estas acciones quedaron solo en la memoria de quienes estuvieron presentes, otras dejaron huellas que perduran hasta hoy, como la performance Un violador en tu camino del colectivo LasTesis, que tuvo incluso ecos mundiales. Otras se transformaron en íconos visuales de la protesta como la bandera negra de Chile, que apareció en las marchas junto a la Wenufoye del pueblo mapuche.
Pero, ¿cómo y cuándo nació la bandera chilena negra? El 19 de octubre, tan solo un día después de las evasiones en el Metro que detonaron el estallido social, el Colectivo Músicos de Chile emitió una declaración pública rechazando la represión policial que ya se estaba dando en contra de los manifestantes, la que fue acompañada por la imagen de una bandera negra, que hasta ese momento había pasado desapercibida a pesar de protagonizar diversas acciones musicales de su autor, el poeta visual y sonoro Martín Gubbins (Santiago, 1971).
La imagen debutó en 2016 como proyección en la performance musical “Post Tenebras Lux”, desarrollada junto al guitarrista Tomás Gubbins, durante el Festival de Poesía y Música PM, del que se puede encontrar registro en YouTube. Luego, en 2017, junto al artista Felipe Cussen, Gubbins volvió a utilizar la imagen para la performance «Banderas de Chile. #mejorhagamosunasado», realizada en Galería AFA, donde además el poeta mostró un trabajo sonoro multicapas con textos de las actas de las asambleas ciudadanas autoconvocadas del segundo gobierno de Michelle Bachelet, “un proceso fantástico con cuyos textos trabajé mucho”, cuenta hoy el artista.
Finalmente, el 12 de octubre de 2019, solo una semana antes del estallido social, Gubbins volvió a exhibir la bandera negra en Caminos australes, su primera exposición individual en el espacio Isabel Rosas Contemporary del Cerro Alegre en Valparaíso. Allí la imprimió como grabado digital: 10 copias numeradas y firmadas, que tituló Noche y que daban la bienvenida a la sala, además de otra versión más grande de 60×60 que colgó como cuadro y que tituló Bandera. Fueron esas imágenes las que se viralizarían luego en las calles, y se transformarían en banderas de carne y hueso alzadas al viento, pero también en chapitas, stickers y afiches, un fenómeno de masificación que cualquier artista soñaría con una de sus obras, pero que en este caso pasaron a la historia sin el nombre de su autor.
“La viralización fue explosiva en internet, dos días después estaba en todos lados, fue impresionante”, comenta Gubbins. “La bandera negra fue usada por el colectivo con mi permiso y a instancias de la cantante Paz Court, quien estuvo en mi muestra y la propuso como imagen. Estoy muy agradecido de ella, porque además me acompañó mucho en este proceso de aprendizaje en las primeras semanas”, agrega.
Proveniente de una familia de arquitectos, Martín Gubbins decidió estudiar Derecho en la Universidad de Chile y a su egreso a fines de los 90 se incorporó a una prestigiosa oficina de abogados donde ejerció durante cinco años, hasta que su afición por la literatura y especialmente por la poesía pudo más. Entró a un programa vespertino de arte en la Universidad Católica y en 2001 se fue becado a hacer un magíster en Literatura en la Universidad de Londres.
“Fue como abrir las cortinas en mi cabeza”, dice. “Gracias a mi amigo el poeta Andrés Anwandter, con quien compartí esos años en Londres, comencé a asistir a un taller que me cambió todo, desde mi relación con la poesía hasta mi vida entera”, agrega.
Se trataba del Writers Forum impartido por el artista Bob Cobbing, quien terminó siendo uno de los maestros fundamentales del chileno, quien entonces tenía 32 años.
Hoy, aunque Gubbins es una figura reconocida en la escena del arte sonoro experimental latinoamericano —con libros de poesía visual publicados en diversos países— lo cierto es que no está acostumbrado a este nivel de exposición de una obra suya. Ver la imagen —que le dio vueltas en la cabeza por años y que iría exhibiendo a cuenta gotas— replicada en todo tipo de formatos, fue algo para lo que no estaba preparado y que de cierta forma fue difícil de afrontar.
Muchos artistas trabajan toda su vida para hallar esa obra icónica que los llevaría a ellos mismos a ostentar cierta inmortalidad, sin embargo en el caso de Gubbins, la obra escapó de sus manos antes (o mejor dicho después) de tiempo, transformándose hoy en una pieza de arte colectivo, de la que ya es imposible o incluso inapropiado reclamar su propiedad.
¿Qué significa para ti la bandera negra y cómo crees que ha cambiado su mensaje tras el estallido social?
—Significa lo mismo que significaba cuando la hice: oscuridad. Después del estallido he pensado muchas cosas. He debido aprender a dejar la obra fluir con su vida propia y con todas las apropiaciones imaginables: la bandera de protesta hecha con tela y maskin tape, la que se vende en las cunetas, hasta el imán para el refrigerador o las mascarillas “fashion” que quizás qué empresario mandó a hacer a China para ganar plata. Más allá de todo eso, mi conclusión es que los sentimientos que le dieron origen a ese ícono eran y son tan profundos y reales que alguien lo habría diseñado igual durante el estallido. Que haya sido yo fue una cosa de esas que no se pueden explicar. Quizás, incluso, yo era el menos indicado para hacerla, pero la hice y sé que fue una obra honesta, que surgió de mis propias oscuridades y angustias interiores proyectadas en la oscuridad histórica de Chile, reciente y no reciente.
La bandera negra, la Wenufoye mapuche y las banderas de equipos de fútbol (Colo-Colo y la U), se volvieron símbolos de la revuelta social ¿Cómo crees que conviven y le dan identidad al movimiento siendo tan distintos unos de otros?
—Creo que la bandera negra tiene la virtud de ser ecuménica. Le pertenece o puede pertenecer a cualquiera. Es un símbolo de dolor al final de cuentas, de pena, o de rabia, todos sentimientos universales en estos tiempos de crisis. Sin embargo, todas esas banderas y todas las pancartas tienen sentido y lugar en el movimiento social. Todas reflejan causas urgentes. La frustración en nuestra sociedad es una causa urgente, y yo creo que la bandera tiene que ver con eso, frustración. La causa mapuche es urgente. Y las banderas del fútbol yo las veo como símbolos de un grupo social marginado que actúa como pandilla porque no tiene más opciones para conseguir legitimidad en la sociedad, al menos ante sus pares.
En general las expresiones artísticas surgidas en torno a la revuelta social han prescindido de lo autoral. ¿Crees que esto tiene que ver con hacer frente al arte como mercancía, idea tan propia del sistema económico en el que vivimos?
—Dejó al arte, cómo decirlo, de los artistas profesionales —si es que puede decirse así, o al arte capitalista, como lo llamas— casi como un juego de niños, como juego de salón incluso, para ser aún más duro conmigo mismo. No lo veo como un tema de legitimidad de uno sobre otro modo de hacer arte, sino como un asunto de tiempos para cada cosa. En el tiempo histórico inmediato al estallido se necesitaban banderas, lemas y elementos iconográficos que tradujeran la frustración, que motivaran a salir, que quitaran el miedo. Hay otros momentos históricos que requieren reflexión crítica y escepticismo. En todo caso, mi silencio deliberado también tuvo que ver con eso; entendí que no era el tiempo del artista con nombre y apellido. Sin embargo, con el paso de los meses ha sucedido otra cosa, la marea siempre vuelve, y lo tengo clarísimo porque la bandera también ha visto suceder esto con ella misma. Están saliendo y van a salir montones de obras y proyectos con fotos o transcripciones de las pancartas y rayados, y de todo el lenguaje del movimiento, incluyendo imágenes como la bandera, por supuesto. Este legado cultural y simbólico del estallido está siendo apropiado o reapropiado en obras que sí tienen una autoría, es inevitable.
Meses después del estallido social se abrió en el Barrio Bellavista el llamado “Museo del estallido social” que reunía algunas de las obras callejeras nacidas durante la revuelta ¿qué te parece este tipo de iniciativas?
—Justamente el Museo del Estallido Social es un ejemplo de lo que te decía antes. Lo conozco. Sus gestores, Marcel, Katina y Víctor, vienen hace años trabajando en comunidades, aglutinando y visibilizando prácticas artísticas marginales o marginalizadas, de resistencia en muchos aspectos. Este museo es solo un paso más en esa línea de trabajo suya, consistente y de muchos años. Me parecen muy importantes estas iniciativas, para preservar el legado simbólico surgido con el estallido, que nos acompañará a toda esta generación y quizás a cuántas más en el futuro. Es un asunto de memoria también lo que ellos hacen.
Arte colaborativo
Definir en palabras la obra de Martín Gubbins no es fácil. Lo suyo tiene que ver con los límites de los lenguajes, cómo se expresa una idea visualmente y cómo dialoga con la palabra, lo que la mayoría de las veces hace tensionar sus distintos significantes. Muchas de sus obras pueden parecer jugarretas visuales, las que en el fondo esconden varias capas de simbolismos. Gubbins no ocupa el lirismo de la poesía tradicional y suele trabajar con palabras ajenas o hacer guiños a diferentes fuentes de referencia; como su obra Sonetos (2014) que partió como un poema visual donde reproduce los patrones de rimas contenidas en sonetos de Luis Góngora y que luego varió en performance, siendo presentada en diferentes escenarios con la colaboración de bailarines y música inspirada en los bailes “chinos” de Chile.
Para Gubbins la obra 100 por ciento original no existe y tiene claro que el arte actual se compone de los referentes del pasado. En su trabajo nombra a varios, desde ineludibles como Vicente Huidobro y Nicanor Parra, hasta amigos cercanos como Andrés Anwandter, Felipe Cussen, Martín Bakero, Anamaría Briede y su maestro en Londres Bob Cobbing.
De hecho, la mayoría de sus obras se ha nutrido con las ideas de otros poetas y músicos, que suelen colaborar con él. Ahora mismo está trabajando en conjunto con Andrea y Octavio Gana, la dupla tras el colectivo Delight Lab, en una exposición que sería presentada a principios de abril en la Galería AFA de barrio Franklin, pero que el regreso a la cuarentena obligatoria dejó en suspenso hasta nuevo aviso.
¿Te conflictuó de alguna forma que la imagen de la bandera se viralizara sin consignarte claramente como el autor de la obra?
—Los poetas no estamos buscando el “hit”. Yo no al menos. Sé perfectamente que las cosas que hago le interesan a muy poca gente, o que a veces son difíciles, o difíciles de tragar. Pero persisto porque tengo convicción -quizá ciega– y lo que hago me da energía y vida. La verdad descarté rápido reclamar su propiedad para mi ego o beneficio personal. Además, mis obritas impresas no me las iba a quitar nadie, y las huellas de mi autoría estaban en acciones públicas. Cualquier interesado en saber de dónde salió la bandera, lo puede averiguar. Pero aparte de eso, habría sido absurdo y contraproducente. Entendí muy rápido que se había transformado en un ícono nacional, y contra eso uno no tiene nada que hacer, salvo sentirse agradecido y orgulloso. Además, este movimiento se trata justamente de valorar lo colectivo, la solidaridad, entonces habría sido una cosa muy poco atinada de mi parte empezar a levantar la mano y decir: fui yo, es mía. Fui yo, sí, pero ya no era mía. Sin embargo, no fui ingenuo al respecto. Lo pensé y lo conversé con mucha gente en quien confío, las subí inclinadas a mis redes sociales, así como tambaleando, y decidí tomar una postura radical: desaparecer un buen rato, y quedarme lo más callado posible. Fue una decisión ética y estética.
¿De qué manera la viralización de esta obra particular ha repercutido en la visión y alcance de tu trabajo?
—En el fondo, todo esto ha sido para mí una gran lección de humildad, sobre dos cosas que uno repite como loro desde la teoría, hasta que las vive y se da cuenta del peso que tienen: primero, eso de que la obra está hecha para ser apropiada por el lector/espectador/auditor, que tiene un rol en ella y la completa a su manera al leerla, verla, escucharla o interpretarla. Pero mira lo que pasa cuando eso sucede a escala nacional. Hay que saber vivirlo. Tuve que aprender. Segundo, que el lugar que tenemos ante una obra es mínimo. Una vez hecha y puesta en circulación, uno queda offside. También hay que saber vivir eso. Por ese motivo me gusta dar recitales, ya que en ellos la obra se vuelve a crear, y tanto la obra como uno, cambian; al leerla a otros, interpretarla, como los músicos cuando interpretan partituras, creas. Aparte de eso, no ha incidido brutalmente en el alcance de mi trabajo, o no que yo me haya dado cuenta todavía. Como te decía antes, en ese momento tomé una decisión que era incompatible con figurar. Esta entrevista que hacemos ahora la doy porque ha pasado un tiempo suficiente, y porque se trata de la Universidad de Chile, donde eduqué muchas de las facetas de mi trabajo artístico que no existirían sin mi formación en Ciencias Jurídicas y Sociales en esta universidad pública, incluyendo la bandera probablemente.