«Más allá del juicio histórico, no nos es posible a nosotros, como individuos, aceptar la inevitabilidad del golpe, esto es: lo inevitable de la tortura y la muerte. Tal posibilidad nos está vedada moral y epistémicamente. No es posible aceptar como inevitable el triunfo de la muerte y pretender construir sobre ese consenso un “futuro”».
Foto: La Moneda, sept. 73, de Marcelo Montecino. Esta fotografía es parte de la muestra Dictadura: Memoria, símbolos y ausencias, del proyecto Chile 50 años. Imágenes de una transformación social, de los curadores Alexis Díaz Belmar y Patrice Loubon, exhibida hasta el 24 de septiembre de 2023 en la Galeria Aux Docks d’Arles, Francia.
Se cumplen 50 años del golpe de Estado de 1973. ¿Dónde ha quedado ese día? ¿Cómo permanece entre nosotros, para nosotros? ¿Se trata de la memoria de una “época” todavía en curso o acaso permanece en los recuerdos individuales de las personas biográficamente relacionadas con ello, en los libros de historia, en ciertos gestos institucionales? Hablamos del golpe, hablamos de la dictadura… y esto produce el efecto de que mediante las palabras la catástrofe está disponible para “tematizarla”. Insólita ilusión de señorío nos ofrece el lenguaje: lo tremendo permanece “a la mano”, como si esto pudiese simplemente señalarse, como si estuviese objetivamente expuesto y dispuesto para entonces hablar de ello, enunciando nuestras posiciones políticas y teóricas.
Existen acontecimientos que derrotan al lenguaje, hechos que su sola descripción o relato tornan abyecto el hecho mismo de su enunciación, como si existiese una esencial desavenencia entre el acontecimiento de la violenta degradación de la vida y el coeficiente de significado y de sentido que sería propio del lenguaje. Escribe Agamben: “no podemos, al hablar, dejar de pensar, de tener en suspenso las palabras. El pensamiento es la suspensión de la voz en el lenguaje”. Pero no disponemos de lenguaje para eso, debido no solo al horror que las palabras dicen, sino porque aquello sucedió. Esto es lo que el lenguaje no alcanza a decir, y cuando le hace lugar en la enunciación, se quema al contacto de una “realidad” que combustiona toda representación que nos podamos hacer de lo que sucedió. También es posible hablar “del futuro”, de la necesidad de mirar hacia adelante, de “dar vuelta la página”, como si el futuro pudiese venir para corresponder a ese modo de hablar. Pero se trata de palabras que no llaman a nada.
Lo que comenzó con un golpe de Estado terminó con una transición (cuyo inicio fue un plebiscito). La dictadura en sentido estricto no fue derrotada. Pero ¿en qué podría haber consistido esa derrota que no sucedió? Acaso toda dictadura es, en un aspecto esencial, militar y solo habría de ser derrotada militarmente. Pero ¿era la dictadura un enemigo militar? El domingo 7 de septiembre de 1986 Pinochet “pudo” haber muerto asesinado, pero ello no sucedió. La dictadura fue derrotada en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, y el plebiscito fue algo que surgió desde el propio gobierno dictatorial y su resultado significó el inicio de la transición. La dictadura fue derrotada políticamente, fue derrotada por la política, por la democracia eleccionaria realizada bajo dictadura. Pero el bombardeo de La Moneda y el suicidio de Allende aquel 11 de septiembre de 1973 tienen una devastadora potencia de significación simbólica (cifrada) a cuya altura pareciera no estar el triunfo plebiscitario de la opción No y su eslogan “la alegría ya viene”. En cualquier caso, ese país era otro que el que existe hoy.
Casi al término de la conversación que Manuel Antonio Garretón tuvo con quien había sido hasta ese momento el coordinador de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado del 73, y que tuvo como consecuencia su forzada renuncia, el sociólogo señaló: “a esta sociedad le faltó castigo… y quizá eso ya sea muy tardío”. Es decir, al menos así se puede entender esta frase en los términos de su enunciación, lo que se echa en falta es un castigo a la sociedad en su conjunto. He aquí la demanda de lo que denomino una conciencia de lo irreparable, es decir, la conciencia de un crimen cuya magnitud lo hace ingresar en la memoria del país. La pregunta es si, en efecto, es demasiado tarde para eso, o acaso lo que ocurre sea todo lo contrario: es todavía demasiado pronto, aunque por momentos pareciera que nos encontramos cada vez más lejos de la memoria del crimen. No llegamos aún a pensar la estatura histórica de ese crimen; este resulta extraño al presente que no reconoce en aquello su irreversible condición de posibilidad. Ya no hubo castigo, justamente a partir del momento en que lo irreversible se alojó estructuralmente en nuestro tiempo.
¿Qué es lo irreparable en perspectiva “histórica”? Un crimen imprescriptible, que se inscribe en una temporalidad no histórica, un tiempo que no pasa; tiempo de la memoria. Un crimen irreparable no prescribe debido a que el mal persiste incluso más allá de los juicios y las penas que puedan aplicarse a quienes fueron en cada caso los victimarios. Los crímenes imprescriptibles portan en su esencia lo irreparable. ¿En qué consiste esto? En primer lugar, acontece con ello una diferencia irremontable entre un antes y un después; en segundo lugar, persiste en el tiempo la memoria de que aquello sucedió; es decir, que eso fue posible, que ningún tiempo, que ninguna época está a resguardo del mal. No se trata solo de la conciencia de que aquello no debe volver a suceder “nunca más”, sino de la conciencia de que sucedió lo que nunca debió suceder.
Pienso que se yerra el tratamiento de la cuestión cuando bajo el término “golpe de Estado” se analiza y evalúa lo que habría sido la decisión de dar el golpe, las polémicas y discursos cruzados, las políticas de gobierno y oposición que supuestamente habrían terminado por hacer del golpe de Estado un hecho inevitable. El problema es cómo llegan los seres humanos a considerar que deben rendirse a lo inevitable, a asumirse como agentes de la “fuerza de las cosas”. En efecto, se formula la pregunta “¿cómo llegamos a eso?”, lo que implica preguntarse: “¿cuándo comenzó eso?”. Esta manera de abordar el problema, atendiendo a propósitos, intereses, ambiciones y temores de ese tiempo, trae implícita otra cuestión: ¿a partir de qué momento ya no fue posible detener lo que a posteriori se manifiesta como siendo allí ya incontenible? ¿Cuál es el acontecimiento que determina lo irreversible? El acaecer de lo incontenible e irreversible señalaría justamente el momento en que el curso de los acontecimientos ya no depende de los concretos propósitos y decisiones humanas individuales. “La historia juzgará” viene a ser entonces una frase temible.
El golpe es un acontecimiento que excede la posibilidad de pronunciarse “a su favor”, pues en esto supone una diferencia simple entre destrucción e institución, entre violencia y derecho. En el presente no es posible hablar del golpe sin hablar de la dictadura, es decir, sin hablar de la DINA, de la CNI, de todo lo que fue consignado en el Informe Rettig y en el Informe Valech. Sin embargo, sucede que lo inconcebible de esa violencia nos quita la palabra, nos deja sin la posibilidad de hablar; en suma: nos da a entender que la violencia de la dictadura no es un “tema”. Un parlamentario de derecha reconocía que, con relación a lo ocurrido durante el “gobierno militar”, su sector político debió haberse pronunciado antes sobre “el tema de los DD.HH.” Pero la violencia criminal no es un “tema”, mucho menos un asunto de declaraciones públicas.
El suicidio de Salvador Allende es hoy una dimensión esencial del golpe de Estado de 1973. No se trata solo de interpretar, una vez más, su último discurso ni de traducir lo que fue su muerte por mano propia en un “mensaje” para la izquierda en perspectiva histórica. En su libro sobre Allende, Daniel Mansuy se refiere al “enigma” de la autoinmolación del presidente: “Allende es, por antonomasia, el punto más sensible de la izquierda, su misterio central y el lugar donde se concentran todas sus ambigüedades”. ¿Existe en este acontecimiento un significado cifrado que pueda ser asunto de una interpretación? Acaso esta sea parte de un “deber de memoria” que se mide con una tarea imposible: “estar a la altura” de quien, precisamente a partir de su inmolación, se convierte en el máximo representante de la izquierda en perspectiva histórica. Mansuy habla del “gesto” de Allende, subrayando así lo que habría en ello de mensaje por descifrar. Pero el suicidio de Allende no consiste en un “gesto”, sino en una decisión, la que acaso resulta de la interpretación que en ese momento el mismo Allende hacía del proceso que allí se consumaba en un golpe de Estado. El suicidio de Allende trasciende la cuestión acerca de si la UP terminaba así en un “fracaso” o en una “derrota”. Ningún razonamiento, argumento o demostración termina en la acción, pues lo que tiene que mediar necesariamente entre cualquier “conclusión” y la acción sacrificial o testimonial que se ejerce sobre el propio cuerpo es una decisión. En este caso, se trató de la voluntad de hundirse en el acontecimiento, no en la derrota, sino todo lo contrario: de hacerse pertenecer por entero a lo que había sido ese proceso. El suicidio de Allende no cierra el proceso, sino que lo deja abierto, lo deja pendiente. Con su suicidio Allende se confronta con el golpe, fue la decisión que lo puso a la altura de lo tremendo del golpe de Estado.
Con relación al golpe de Estado del 73, ¿qué significa hoy el imperativo de “alcanzar acuerdos mínimos” en la ciudadanía? ¿Acuerdos respecto a qué? La respuesta suele ser: respecto a aquello que como país “nos condujo al golpe”; es decir, se trataría de un consenso acerca de lo que habría sucedido antes del golpe. El asunto de semejante acuerdo sería, pues, una vez más, lo inevitable del golpe. Pienso que no se trata de preguntar si el golpe habría sido inevitable o no, sino de reflexionar qué implica aceptar esa fatalidad histórica; es decir: qué se puede “aprender” de ello. Si se concede aquello, si se afirma hoy que a partir de determinado momento —hace 50 años atrás— el golpe habría sido un acontecimiento inevitable, ¿lo fue también la dictadura, es decir, lo que le siguió tan inmediatamente que no se puede separar de su inicio? Aquel “consenso ciudadano” implica, pues, la distinción entre golpe y dictadura. ¿En qué sentido sería posible concordar acerca de la inevitabilidad histórica del golpe, pero no respecto de lo que sucedió durante la dictadura? ¿Hubo algo así como un durante el golpe? Más allá del juicio histórico, no nos es posible a nosotros, como individuos, aceptar la inevitabilidad del golpe, esto es: lo inevitable de la tortura y la muerte. Tal posibilidad nos está vedada moral y epistémicamente. No es posible aceptar como inevitable el triunfo de la muerte y pretender construir sobre ese consenso un “futuro”.
Después de leer el Informe Valech, no puedo decir en un conversatorio, en una declaración pública, en un artículo, en una conversación de sobremesa que el golpe “era inevitable”. No es que no deba hacerlo, es que aquello no es posible. Es necesario dejarse abrumar por una conciencia de lo irreparable que llega hasta mi propio lugar de enunciación.
Agradecemos a Alexis Díaz Belmar por autorizarnos a reproducir las imágenes que acompañan a este texto.