El asesinato de Mónica Briones, en 1984, fue el primer crimen de lesbodio registrado por la justicia chilena y el que impulsó la creación de Ayuquelén, uno de los grupos pioneros del activismo homosexual en el país. Este caso y su recuerdo ha movilizado a las disidencias sexuales a reconstruir su memoria reciente y a preguntarse por cuántas otras muertes cometidas contra homosexuales y trans ocurrieron durante —o por— la dictadura.
«El amor sexuado entre mujeres es más
reprimido en estos sistema donde a veces lo gay
hace de florero en la fiesta eufórica neoliberal».
—Pedro Lemebel, “Las Amazonas de la
Colectiva Lésbica Feminista Ayuquelén”
A inicios de marzo de este año, Ana Lya Uriarte, la exministra Secretaria General de la Presidencia, puso urgencia a un proyecto de ley que reconocería oficialmente el 9 de julio como Día de la Visibilidad Lésbica. La ministra desconocía que en esa misma fecha se conmemora el Día de la Bandera, lo que espantó a sectores ultraconservadores que vieron la coincidencia como un agravio. Lo que sería una política progresista quedó detenida por un fanatismo nacionalista. Finalmente, la propuesta quedó disuelta por la reacción de esos grupos. El traspié confrontó al lesbianismo y al patriotismo como dos opuestos, pero también evidenció la poca importancia que se le da a una conmemoración de este tipo, y la invisibilidad histórica de las que han sido objeto las lesbianas en Chile, a diferencia incluso de los hombres homosexuales. Ellas viven una doble violencia por ser mujeres y por apartarse del canon de la heterosexualidad obligatoria, tal como lo hizo Mónica Briones, artista y lesbiana masculina, asesinada la madrugada del 9 de julio de 1984.
Por eso, algunas de sus fotografías son las imágenes de nuestra memoria disidente. Mónica fumando. Así la recordamos en una de las escasas fotos que circulan en internet. Una mujer fumando, de cabello corto. En otra imagen, la vemos usando camisa y pantalón en una playa, y en muchas aparece sonriendo. Mónica Briones, te recordamos fumando, conversando, muy resuelta, quemando el clóset entre tragos, sonriendo en algún encuentro artístico, modelando con tus manos esculturas sin género, simpatizando con las integrantes del que luego sería el primer grupo activista LGBT en Chile, el Colectivo Lésbico Ayuquelén. El día de tu muerte estabas esperando el transporte público, después de celebrar tu cumpleaños en el Jaque Matte, el bar de la esquina donde se reunían artistas de la contracultura como la poeta Carmen Berenguer y dos maricas: Pedro Lemebel y Francisco Casas.
El asesinato de Mónica es el primer crimen de lesbodio del cual se tiene registro judicial en Chile. Obviamente no es la primera lesbiana asesinada, sino de la que hay un caso criminal, a pesar de que este se cerró en 1993 sin encontrarse culpables. Antes de matarla, su agresor le gritó “¡lesbiana!”. Este ataque recuerda lo inseguro que era entonces el espacio público y la noche para las mujeres homosexuales, un peligro que continúa vigente para personas LGBTQ+ que habitan territorios marginados.
Mónica Briones fue amante y pareja de otras mujeres, y su revuelta sexual coincide con la emergencia de protestas contra la dictadura. Pienso en el lesbianismo explícito de Mónica como una resistencia al régimen y en su contacto amoroso con otras mujeres como un acto contra una dictadura que buscó limpiar la patria de marxistas y otros “degenerados”. Su asesinato ocurrió el mismo año en que Pinochet fue abucheado en una plaza en la Patagonia, se publicó la Ley Antiterrorista y el sacerdote André Jarlan recibió una bala mortal de la policía en la población La Victoria.
Un mes después, murió el primer paciente diagnosticado con VIH/SIDA en Chile. Las lesiones del sarcoma de Kaposi sobre la espalda de un hombre quedaron marcadas como un trauma en la memoria colectiva y crearon un estigma homosexual de la infección. Una enfermedad desconocida, de la que no se hablaba, sin cura, rara y que parecía afectar principalmente a gays. El primer paciente diagnosticado de SIDA en Santiago de Chile estuvo más de un año en observación en el Hospital de la Universidad Católica con diarrea y fiebre, y llegó a pesar 49 kilos. Murió luego de 16 meses, el 22 de agosto de 1984. Los médicos publicaron sus síntomas como advertencia de la tragedia, como si fuera un animal de sacrificio, como una lección gore de cuántas infecciones puede soportar un cuerpo.
La Tercera publicó las fotografías del paciente conocido como “caso cero”, un hombre de 38 años que tuvo relaciones sexuales en el extranjero. Edmundo Rodríguez fue la primera víctima del virus del VIH/SIDA. Era profesor de un colegio en Maipú. Escondió su orientación sexual. Era joven, atractivo y soltero. Usaba unos bigotes pequeños, muy a la moda “clon gay” en los años 80. Eran tiempos de dictadura, donde no era posible ser homosexual.
No quería que su familia supiera de su afección, popularizada por la prensa como el “cáncer gay”. Las camas de los primeros pacientes eran quemadas para destruir cualquier resto de infección. Se pensaba que la enfermedad se traspasaba a través de los objetos. El fuego sirvió como rito de limpieza frente a un virus desconocido, que se creía se mantenía en las superficies y contra el cual se luchaba con la higiene médica y moral. La enfermedad instaló un discurso homofóbico hacia una comunidad con prácticas sexuales estigmatizadas como promiscuas, antinaturales y responsables de la propagación de un apocalipsis sexual.
Mónica y Edmundo fallecieron el mismo año. Sus muertes son nuestras muertes, atraviesan nuestras cuerpas y arden en una memoria disidente precaria y fragmentaria. Son parte de una herencia de violencias contra vidas no heterosexuales, las que resuenan hasta el presente en personas trans, lesbianas y seropositivas que demandan la reparación de un daño histórico.
La conmemoración de los 50 años del golpe militar ha movilizado a las disidencias sexuales a reconstruir sus memorias del pasado reciente, entre distintas generaciones e identidades, entre travestis y no binaries, y así interrumpir la hegemonía de ciertas políticas LGBTQ+ progresistas y de un discurso neoliberal optimista que asegura que «todo mejora», que confía en los avances legislativos y que busca alejar la experiencia traumática de un tiempo pasado.
Siguiendo el concepto propuesto en la exposición Rota: contra-museo de la memoria disidente sexual, realizada este año en el Parque Cultural de Valparaíso por la Colectiva Última, el régimen militar se desplegó como una “dictadura sexual”, en la que se violó, maltrató, asesinó e hizo desaparecer sistemáticamente a disidentes sexuales. ¿Cuántos otros homosexuales y trans murieron durante o por la dictadura? ¿Cuántas resistieron con sus lentejuelas y maquillajes travestis? ¿Cómo era perseguida y penalizada la homosexualidad por la policía? ¿Dónde están lxs sodomitas, lesbianas y travestis desaperecidxs en la dictadura? Eran tiempos peligrosos para amar a alguien del mismo sexo y para morir de SIDA. Muchas murieron en el anonimato y dentro de sus armarios.
Rescatar sus memorias es necesario en un presente donde reaparecen discursos regresivos neofascistas en contra de feministas y disidentes sexuales. De ahí la importancia de mantener el recuerdo vivo, para intentar despatriarcalizar la memoria de la dictadura y para no olvidar a quienes resistieron en un tiempo en que la homosexualidad era ilegal.