Por Rodrigo Baño
Cuando algunos, los otros, empiezan a susurrar que hay una crisis política en América Latina, se escucha el susurro infinito de las olas en la playa. Como la memoria está ahora en todas partes, menos en la cabeza, se olvida que en América Latina es difícil encontrar un momento en que no hayamos tenido crisis política. Casi se podría decir que los creativos que inventaron la revolución permanente podrían haber agregado para esta región la idea de crisis permanente con mayores posibilidades de tener éxito en cuanto realismo. Por otra parte, es digno de tener en consideración que ahora, en esto de tener crisis, no somos muy originales, puesto que crisis políticas podemos encontrarlas en muchas otras partes, sin ir más lejos (ni meternos en la continuación de la política por otros medios más contundentes), basta con contemplar lo que sucede en Estados Unidos y la Unión Europea.
Lo anterior, además de servir para comenzar a escribir, establece ciertos parámetros para tratar de entender lo que está sucediendo presuntamente en la región. Porque, aunque usted no lo crea, la crisis actual en países que no son del vecindario pareciera tener componentes que aquí también están presentes. Naturalmente que estas situaciones no se producen por una sola causa, sino que contribuyen muchos factores para lograr una buena crisis, por lo que siempre es pretensioso postular explicaciones rotundas. De manera que sólo se trata de recordar aquí ciertas circunstancias que permiten a América Latina hacer ostentación de tener una crisis permanente y dejar planteada la pregunta de si tiene esto alguna relación con lo que sucede en esos otros ámbitos donde también se susurra crisis.
En cuanto a la crisis continua en América Latina, sin necesidad de remontarnos a los primeros momentos de la independencia y el largo periodo en que las nuevas repúblicas estuvieron tratando de adquirir el carácter de tales, más la posterior crisis de la dominación oligárquica, que se desarrolla desde comienzos del siglo XX y culmina en los turbulentos años treinta, tenemos una seguidilla de acontecimientos y procesos que reclaman con plenos derechos el carácter de crisis. Es así como en la década del cincuenta asistimos también a inestabilidades en las que destacan los movimientos revolucionarios en Bolivia, Guatemala y Cuba, culpando el análisis simple a esta última por el desarrollo en la década del sesenta de un extendido movimiento insurreccional, agrario o urbano según los países, que se correspondía con una masiva movilización social de orientación socialista. El enfrentamiento a tales movilizaciones desembocará en la también extendida implantación de regímenes militares represivos en la región que perdurarán hasta los ochenta. Luego vendrán los tiempos de las difíciles transiciones democráticas, que hacen pensar a muchos que ya América Latina entraba en el camino del orden y la estabilidad, y que de crisis sólo se hablaría en los libros de historia. Sin embargo, cuando se creía que ya todos los países habían encontrado el camino de la verdad y la vida de las democracias estables, aparecerán nuevos problemas y crisis: en Brasil con la destitución de Collor de Melo, en Argentina con las dificultades del sempiterno peronismo, en Perú con Fujimori, en Paraguay con los herederos de la dictadura, en México con discutidas elecciones, en Venezuela con Chávez y sus proyectos, en Colombia con la persistencia de la guerrilla y la ruptura del pacto liberales-conservadores. Etcétera, etcétera. Sólo Chile y Uruguay parecían recuperar una tradición relativamente tranquila. En fin, recordando sin ira.
Más recientemente es conveniente señalar que la actual presunción de crisis política en América Latina tiene su antecedente más directo en la compleja situación que vive el continente cuando, hace aproximadamente una década, se constituye uno de los mayores desafíos al protectorado estadounidense que se creía firmemente instalado en la región después de la normalización democrática de la década de los ochenta. El “Eje del Mal”, encabezado por el chavismo, lograba articular a Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia, Cuba y Nicaragua en un mismo bloque que cuestionaba el tradicional predominio de Estados Unidos y proponía modelos económicos sociales críticos del pujante neoliberalismo. A esto habría que agregar que Brasil, sin incorporarse de lleno a esta alternativa, con el PT a la cabeza, también pretendía un desarrollo alternativo al modelo neoliberal más duro.
Pero el buen dios decidió llamar a Chávez a su costado y, lo que es peor, desplomó el precio del petróleo y de otras materias primas, bautizadas ahora como commodities, con lo cual falló toda infraestructura para sostener aventuras de ese tipo. Desde ahí hay que leer la “novedad” de crisis política que algunos descubren en América Latina y que pareciera afectar fundamentalmente a los países que emprendieron aventuras de rechazo o moderación del modelo neoliberal asociado al mítico “Consenso de Washington”. Sin embargo, no es fácil hacer cortes nítidos, porque la región en su conjunto no se ha despegado de ese tipo de producciones primarias para la exportación, sea porque no quiere o porque no la dejan. De manera que esa caída de precios de los commodities afecta prácticamente a todos y, como corresponde, a todos también les corresponde su pedazo de crisis política. Esto, por la simple razón de que, perdida la tradicional invocación a los dioses ante la desgracia, ahora se maldice a los gobiernos cuyas supuestas herejías provocaron la venganza divina.
Cuando hoy se habla de crisis política en América Latina se apunta fundamentalmente al espectáculo de Venezuela, Argentina y Brasil. En los tres la crisis económica es insoslayable, aunque la crisis política apunte a factores diversos. En Venezuela se critica al gobierno por dictatorial. En Argentina la derrota del Kirchnerismo se atribuye a manejos turbios en procesos policiales y enriquecimiento ilícito. En Brasil se destituye a Dilma por manipulación de ciertos datos económicos a la vez que se asiste al descubrimiento de una corrupción política generalizada, con escándalos que ya se hacen rutina.
Se podría sostener que la crisis económica es latinoamericana, pero la crisis política “es venezolana o argentina o brasileña”. Más allá del oportunismo de los que eran o son opositores para sacar dividendos de la situación, tal pareciera basarse esto en la expectativa que se puede despertar en la ciudadanía de que la política puede definir la economía, en este caso, superar la crisis.
Más allá de esos tres países, las dificultades económicas han sido menos dramáticas y sus crisis políticas también bastante menores. Es lo que sucede en Bolivia y el deterioro de la posibilidad de reelección perpetua de Evo Morales; en Ecuador y Uruguay, con una continuidad que casi se cae en las últimas elecciones; en Chile, con una coalición gobernante dedicada al suicidio y el florecimiento de todos los capullos de alternativa, mientras la derecha se prepara para hacerse cargo del negocio; en Perú, que recién experimenta una leve baja económica y sin mayores alteraciones en el juego político. De manera que, en general, puede decirse que América Latina sigue en lo mismo. Para bien o para mal, usted elija.
Mientras y para complicar las cosas, en otras partes del mundo también están ocurriendo crisis bastante espectaculares. Tampoco parecen fáciles de entender, pero no nos faltará audacia para intentarlo.
Veamos, con una pretenciosa mirada de largo plazo, lo que ha estado sucediendo en el mundo y cómo esto está afectando las posibilidades de la política. Recordemos que, en un proceso histórico bastante largo y complejo, el paso de la economía doméstica a la economía política está en la base de la creación de los Estados nacionales, como forma de regular y ordenar una producción y distribución que excedía la capacidad de control familiar anteriormente prevaleciente. La economía se hace más compleja y se constituye una intrincada red de relaciones interindividuales en que los sujetos buscan satisfacer sus necesidades e intereses constituyendo lo que un alemán denominó sociedad burguesa y que derivó a sociedad civil entre los más piadosos. La seguridad y orden de estas relaciones en un espacio geográfico delimitado sólo podrá garantizarla el moderno Estado, que establece un orden general obligatorio respaldado con el monopolio de la coacción física y la correspondiente burocracia. Por obscuras razones, que no es del caso indagar aquí, pero que están relacionadas con la necesidad de darle legitimidad al poder, se establecen formas políticas democráticas que implican una supuesta participación de la ciudadanía en definir las autoridades y las normas que regulan la actividad económica, además de otras cosas. Hay una política económica del Estado y existe una actividad política que trata, entre otras cosas, de definir esa política económica.
En la medida en que la economía empieza a trascender el marco del Estado nacional, no sólo en cuanto a intercambio, sino que en cuanto producción y capital, se empieza a hablar de transnacionalización o globalización de la economía, lo que significa que ya no están sometidas al control estatal. En consecuencia, pierde sentido la acción política, puesto que no puede definir un tema central como es la economía. Las posibilidades de elaborar una política económica nacional se ven drásticamente reducidas, si no totalmente eliminadas, lo cual resta atractivo a la participación política de la ciudadanía y crece la apatía y el descontento. Algunos hasta hablan del fin de la historia.
Naturalmente no todos los países están en la misma situación, sino que sus posibilidades reales de acción política sobre la economía dependen de su peso en esta economía global y de sus particulares intereses, pero en la medida que esa falta de control sobre la economía global se plantee como generando una situación deteriorada para el respectivo país surgirá el descontento. Lo mismo ocurrirá si los acuerdos internacionales para enfrentar la economía globalizada son percibidos como limitando las capacidades de acción propia para solucionar problemas relacionados. El surgimiento y auge de liderazgos, movimientos y partidos políticos definidos confusamente como ‘populistas’ o ‘nacionalistas’ responde, entre otras muchas causas posibles, a esta contradicción entre una política que es nacional y una economía que es global.
Si volvemos a América Latina y sus situaciones de crisis política, no podemos olvidarnos de su sempiterna relación de dependencia económica. De manera que regularmente la política nacional no ha estado en condiciones de definir la economía nacional, salvo esporádicamente y de modo bastante limitado. Tal vez la crisis política permanente tenga algo que ver con esto. Al menos en parte, quizás se pueda sostener que la crisis económica actual es expresión de tal situación, sus repercusiones políticas posiblemente también. No obstante, resulta especialmente interesante el hecho de que mientras la crisis en Estados Unidos y la Unión Europea se plantee en alternativas entre intentar una mayor recuperación de control nacional sobre la economía o lograr lo mismo vía acuerdos internacionales, la crisis política en América Latina se manifiesta como un fracaso en el ambicioso proyecto de constituir una alianza de Estados nacionales para programar una alternativa a la subordinación de los países de la región al “Consenso de Washington” y a un neoliberalismo galopante. De manera que tanto el nacionalismo como el internacionalismo aparecen como respuestas un tanto desesperadas ante una globalización económica que no tiene control político. El problema es que tampoco se vislumbra que vayan a tener éxito, por lo que puede que tengamos crisis para rato. Afortunadamente no soy el encargado de encontrar soluciones.