El representante chileno en las negociaciones de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC explica la importancia de lograr un acuerdo entre un Estado democrático y una guerrilla después de 52 años de enfrentamientos. El triunfo del No en el plebiscito de octubre abortó ese proceso, pero el nuevo acuerdo, que incluye los reclamos de quienes se opusieron, hace pensar en nuevas posibilidades de llegar finalmente a la paz.
Por Cristian Cabalín | Fotografías: Felipe Poga
El abogado de la Universidad de Chile, Luis Maira, ha estado vinculado a la actividad política por más de cinco décadas. Fue presidente de la Fech en 1963 y diputado por Santiago desde 1965 hasta 1973. Después de la recuperación de la democracia fue ministro y embajador en México y Argentina. Hace cerca de tres años la Presidenta Michelle Bachelet le encomendó ser el representante de Chile en las negociaciones por la paz entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Nuestro país actuó como “acompañante” junto a Venezuela. Noruega y Cuba fueron las naciones “garantes”. Desde esa experiencia, Maira explica los alcances del acuerdo y el inesperado resultado del plebiscito del 2 de octubre, que dejó como vencedora a la opción No.
Antes de comenzar a describir las negociaciones, Maira sitúa la trascendencia de este hecho. Dice que no existe ninguna acción similar en la historia reciente del mundo. “Este acuerdo tiene como telón de fondo el Estatuto de Roma, que fija un nuevo marco para los crímenes de guerra y la certeza de que las violaciones a los derechos humanos no prescriben ni se pueden amnistiar. Es la primera vez que se negocia la paz bajo estas condiciones”, señala.
Maira espera que con el tiempo estas negociaciones sean valoradas en su real dimensión. “Ha sido un proceso largo y complejo, porque son 52 años de guerra entre las FARC y el Estado colombiano. A eso hay que agregar que hubo numerosos intentos de paz con las FARC, el ELN (Ejército de Liberación Nacional), y el único exitoso fue con el M-19 (Movimiento 19 de abril), que a finales de los años ‘80 entró a la vida pública de Colombia”, indica.
Justamente ese punto fue conflictivo en el acuerdo con las FARC, porque sus detractores argumentaban que se les entregaban ventajas políticas que no habían tenido otros grupos, como cuotas aseguradas en el Parlamento.
Decir eso es desconocer qué es un acuerdo de paz. Un acuerdo de paz es un entendimiento entre un grupo en armas y un gobierno civil, que se han enfrentado permanentemente y donde ninguno ha derrotado al otro. Es tratar de alcanzar la paz en un contexto de incertidumbre y enfrentamiento. En el caso de Colombia, se acordó que no se iba a suspender. Son muchos años de acción de la guerrilla, del ejército y la policía. Recién en noviembre de 2015 las FARC decretaron un alto al fuego unilateral, que se hizo bilateral más tarde con el acuerdo del 26 de septiembre de 2016.
Entonces, no se trataba de “regalías”, sino de condiciones normales en una negociación de estas características.
El caso del M-19 sirve para entenderlo. Era una organización extremadamente exitosa y al poco tiempo de firmar el acuerdo con el Estado colombiano, el M-19 logró que se estableciera una asamblea nacional constituyente y se aprobara la Constitución de 1991. Uno de los jefes del M-19 fue co-presidente de la asamblea, Antonio Navarro, quien también fue ministro de Salud, gobernador, y ahora es senador. No es el único dirigente del M-19 que ha entrado a la política de manera constructiva. Esto demuestra que una fuerza armada que ha librado enfrentamientos por varios años con el Estado, tiene la capacidad para incorporarse a la vida pública.
¿Después del resultado del plebiscito existe esa posibilidad con las FARC?
Estamos en una situación muy atípica y precaria, porque el acuerdo de paz estaba sujeto a la aprobación de la ciudadanía. El hecho de que se haya rechazado, por un pequeño margen y con una gran abstención, deja todo esto en punto suspensivo. En 297 páginas se proponía la paz después de resoluciones largamente estudiadas, donde siempre se respetaban las reglas del derecho internacional.
¿Cuáles eran los puntos más delicados del acuerdo?
La agenda tenía cinco puntos. Uno de ellos fue el tema agrario, porque las FARC tienen un origen campesino. De hecho, su fundador, Manuel Marulanda, “Tirofijo”, fue un campesino. Se acordaba el equivalente a una pequeña reforma agraria en términos latinoamericanos, donde se cambia algo en la estructura de la tenencia de la tierra. No era radical, pero se buscaba que los campesinos accedieran a una cantidad mayor de tierra con el apoyo del Estado.
¿Otro punto era el referente a las condiciones políticas?
La participación política es obvia y está en todos los acuerdos de paz, pues para dejar las armas y entrar a la vida pública se requieren ciertas condiciones. Es la transición de un grupo armado a un grupo político. En este caso, se trataba de una participación temporal de cinco representantes en las dos Cámaras. Una tiene 107 miembros y la otra 164. Cinco miembros no inciden mayormente, pero era la forma de garantizar que no quedaran fuera del principal órgano político, que es el Congreso. Era una especie de resguardo por dos periodos legislativos (2018-2022 y 2022-2026). Después desaparecía y debían competir de igual manera por los votos, pero ya con ocho años de experiencia parlamentaria y electoral. Era un acuerdo transitorio.
¿Y las drogas? Algunos opositores al acuerdo acusaban a las FARC de ser el mayor grupo narcotraficante del mundo.
Yo llegué a la convicción muy absoluta de que ellos no son narcotraficantes. Ellos facilitaban esa actividad en un territorio controlado y cobraban impuestos. Ellos no hacían el proceso de producción, ni traslado, ni comercio. Con el acuerdo, ellos renunciaban a un sistema de recaudación tributaria sobre la producción de la hoja de coca y sobre los laboratorios establecidos en esos territorios. Ellos se declaraban un Estado y cobraban este impuesto para financiarlo. Han dicho ‘no somos narcotraficantes, somos guerrilleros’.
¿Qué pasaba con las víctimas de la guerra en este acuerdo?
En este punto se hizo el trabajo más notable, porque en Colombia hay siete millones de víctimas con 11 orígenes distintos (asesinatos, secuestros, abusos sexuales, desplazamiento forzado, entre otros), donde las FARC, el ejército y los paramilitares fueron responsables. La idea siempre fue darles reparación y participación. Ha sido la primera vez en la historia en que las víctimas de una guerra participan directamente en un acuerdo de paz. El 75% de las víctimas que dio su testimonio durante las negociaciones dijo: ‘no se paren de esta mesa sin alcanzar la paz’. Fue una exhortación de un alto valor ético. Un acto conmovedor.
¿La reparación consideraba la acción de la justicia?
Ése fue el punto más conflictivo: la justicia transicional. La discusión sobre las penas a aplicar y sobre la clasificación de los delitos fue muy difícil. Las partes no se movían de su posición ni cinco centímetros. Entonces, se tuvo que crear una especie de código penal especial, aplicable a esta situación con pleno resguardo del Estatuto de Roma, donde participaron representantes elegidos por el gobierno colombiano y por las FARC. Incluso, la Corte Penal Internacional emitió una nota declarando su satisfacción al respecto por dar cumplimiento a todas las normas del derecho internacional.
El triunfo del No
Si todos los puntos del acuerdo suenan tan coherentes y amparados en el derecho internacional, ¿por qué ganó el No en el plebiscito?
Es complicado explicar ese resultado sin entrar en los detalles de la política colombiana, que es un tema que nos está vedado a los que estamos participando en este proceso.
Pero el rol del ex presidente Álvaro Uribe fue notorio.
En mi opinión, los que votaron No pertenecen a dos posturas distintas. Hay personas que -viendo el Plan Colombia del presidente Uribe, donde el actual Presidente José Manuel Santos era el Ministro de Defensa- opinaban que no había que acordar la paz, sino que exterminar a las FARC, porque estaban muy debilitadas. Las FARC han perdido comandantes y mucha fuerza: de 30 mil combatientes a unos ocho mil actualmente. Entonces, esta postura proponía terminar con ellas, pero distintos institutos de estudios internacionales determinaron que eso tomaría 10 años y sería una carnicería. La segunda posición también asume el debilitamiento de las FARC, pero es consciente de su capacidad de resistencia y propone hacer la paz con condiciones mucho más gravosas que las actuales.
¿Entonces, el resultado no se explica por esa noción conservadora de ver a Colombia como un “Estado fallido”?
“Estado fallido” es un término establecido por expertos en relaciones internacionales que refleja una mirada despectiva hacia los países no completamente desarrollados. Colombia no es un “Estado fallido”. Tenía una guerra interna con dos organizaciones muy fuertes, pero había una cierta normalidad. Existió la posibilidad de negociar un proceso de paz y para la gran mayoría de las personas en Colombia, la vida funciona con tranquilidad.
¿Y qué viene ahora para Colombia?
Los acuerdos de la negociación de paz eran vinculantes para el Presidente Santos y el Poder Ejecutivo, pero no así para el Parlamento ni para el Poder Judicial. Entonces, lo que está cerrado para el Ejecutivo puede estar abierto en el Congreso. Si se consigue la mayoría suficiente a través de vía legislativa, la validación de estos acuerdos de paz aún puede ser posible.
Por lo tanto, es una etapa de negociación política intensa.
Es una etapa de vacío, burbuja o limbo político. No estamos en el cielo ni en el infierno. La negociación política da como resultado acuerdos enmendados. Se pueden lograr los mismos consensos, pero con algunas enmiendas que respondan a las posiciones del sector del No que quería la paz con condiciones. Para eso se requiere de una mayoría amplia en el Parlamento.
¿Es viable esa opción?
Es difícil, porque el No tiene un vocero central: el ex presidente Uribe. A través de su liderazgo se realizaron muchas impugnaciones durante los cuatro años de negociación. Parecía más contrario a los acuerdos que alguien que estuviera por la paz. De todos modos, es un tema estrictamente político y de competencia de los colombianos, donde nadie más puede intervenir.
En ese contexto, ¿tiene algún valor político el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz al Presidente Juan Manuel Santos?
Tiene un valor simbólico, ya que no ha existido en la historia un acuerdo de paz que cuente con tanto apoyo internacional.
Contó con apoyo internacional, pero en las zonas urbanas de Colombia ganó el No.
En las zonas donde hubo enfrentamientos, hubo respaldos hasta de un 96%, pero son lugares menos poblados. La guerra se fue apartando de las grandes ciudades. Eso explica cómo los colombianos sienten hoy la guerra.
¿Hay menos empatía en las grandes ciudades?
Claro. El sector urbano está mucho menos sensibilizado con el tema. Esto se puede explicar por la distancia y por la sensación de menor riesgo. La guerrilla ya no tiene presencia en las grandes urbes.
En estas zonas también se movilizan los intereses más tradicionales de la política latinoamericana.
Al igual que en Chile, en Colombia hay dos grupos activos: los que están en organizaciones sociales y corresponden a un campo social y político progresista; y los grupos más conservadores, que tienen un sentido de clase muy fuerte y que votan igual que acá.
¿Ese sector pudo haber sido más activo en la campaña?
Uribe es un político de derecha y, como tal, tiene una alta influencia sobre las minorías económicas más prosperas y los grupos empresariales. La elite es muy activa electoralmente.
¿Los medios de comunicación jugaron también un rol en esa línea?
Varias cadenas de televisión estuvieron a favor del No. La gran prensa estuvo por el No. Las redes sociales, radios y otros medios de comunicación regionales apoyaron al Sí. De este modo, la ventaja del No en la televisión y en los grandes diarios se compensaba con esta movilización social.
En términos políticos, ¿cuál es el aspecto más importante a tener en cuenta para el futuro?
Es todo muy impredecible y el resultado final lo deben decidir los propios colombianos. Pero como observador, hay que considerar que el ex presidente Uribe es el mayor líder de la derecha en América Latina. Es hábil, convincente, con una capacidad de trabajo de 14 horas diarias. Es el líder más activo de la derecha en el continente.